José Julio Cuevas Muela
La máxima divide et impera, generalmente atribuida a Cayo Julio César (100 a. C – 44 a. C) ha sido una estrategia militar y política que persiste hasta el día de hoy, teniendo como mayor propagador al Mundo Anglosajón o Angloesfera, representada con la alianza global de espionaje de los Cinco Ojos (EEUU, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda). El fomento de la división para crear puntos de ruptura en el enemigo y debilitarlo, viene contemplado incluso en los principios estratégicos milenarios de Sun Tzu reflejados en “El arte de la guerra” (S. V a. C), cuya aplicación no solo se circunscribe a lo militar, sino a otras muchas disciplinas, como la política o la economía. Todas relacionadas con lo mismo, esto es, la razón política y la estrategia, que servirán de libro de lecciones y orientación, al que le seguirán otros clásicos como “El Príncipe” (1532) de Maquiavelo, “El Gran Memorial” (1624) del Conde Duque de Olivares o “De la Guerra” (1832) de Carl von Clausewitz. La importancia de la unidad, ya sea a nivel territorial o militar, es una constante en todos ellos, ya que no hay Estado o ejército que tenga como máxima su cercenamiento o división; sí en cambio son técnicas usadas contra el enemigo para generarle una flaqueza que le lleve a su destrucción y derrota.
La unidad implica una fortaleza con capacidad de acción sustentada en una fuerza equivalente al peso de dicha unidad, permitiendo la concentración unívoca de la efectividad de un plan y programa político. Y el mayor representante de esa unidad, expresada en términos políticos, es el Estado. Cuando hoy hablamos de Estado, se sobreentiende que hablamos del Estado-nación o nación política, al ser el modelo estatal hegemónico en el mundo desde el S. XVIII gracias a la primera generación de izquierda definida: la Izquierda Revolucionaria o Jacobina.
El núcleo de la sociedad política es en sí, desde coordenadas materialistas, el poder político del Estado —direccionado, objetivamente, hacia el buen gobierno o eutaxia— como entidad de organización social, política y económica asentada en un territorio y que, a través de una articulación jurídica, rige el funcionamiento de la sociedad que se encuentra bajo el mismo territorio. En términos genéricos, el Estado podríamos definirlo como sociedad políticamente constituida con identidad nacional, asentada en un territorio concreto históricamente formado —reconocido como tal por otros Estados colindantes o lejanos a través de la codeterminación— que, a su vez, está sujeto a un poder soberano con órdenes regladas en un sistema jurídico; que tiene medios de producción económica sustentable, una infraestructura defensiva y está conformado por un aparato institucional que lo sistematiza para su correcto funcionamiento. Afirmamos que todo Estado es un Estado de derecho, pues todo Estado se conforma en un marco formal jurídico-político basado en unos principios y regido por un orden reglado escrito y oficialmente reconocido. El Estado posee los atributos de unidad e identidad y, como tal, tiene tres componentes constitutivos que consideramos esenciales para su estructura e identificación: el territorio, la población y la soberanía política.
- El territorio, conseguido por medio de la apropiación estatal, es el recinto en el que se determina y efectúa el poder del Estado y sus recursos naturales, definido dentro de los límites de asentamiento, teniendo la frontera como delineación de los límites del poder. Aquí se contempla aquella riqueza natural que por derecho y fuerza pertenece al Estado y a la sociedad en sí, representando un espacio natural de convivencia política —es decir, politizado— donde los habitantes desarrollan sus funciones sociales y productivas en la porción de terreno asignado. Está entretejido históricamente con el Estado y marca el ámbito donde rigen las leyes políticas, ya que el territorio es la determinación de la soberanía política. Y, ante todo, el territorio es el espacio de las sociedades políticas limitado por unas fronteras que impermeabilizan a aquellas sociedades o sujetos que no están sometidos a nuestras normas o leyes internas[1] —sin perjuicio de tener una normativa que marque el procedimiento en caso de producirse un acceso ilegal. En este ámbito también se contempla el territorio marítimo, el aéreo y hasta el ciberespacial, que son dominios regidos por la autoridad y el control de las leyes elaboradas a tal efecto.
- La población, como reunión colectiva de todos los seres humanos que conforma una sociedad política. Está diferenciada de las demás por la posesión de una identidad nacional holizadora, donde están entrecruzados varios elementos idiosincráticos como el pasado histórico, la cultura, las tradiciones, los valores, la confesión religiosa o la lengua vehicular común —sin perjuicio de los dialectos o las lenguas regionales, que forman parte del todo social. Es la base humana del Estado a la que le otorga una identidad nacional, es decir, una identidad de vinculación política con la nación política referenciada que la identifica como parte del todo social. Además forman la fuerza de trabajo, el capital humano necesario para la producción económica y la transformación de los recursos en mercancía; el funcionamiento de los órganos públicos y las administraciones; los servicios públicos y el sector comercial. Conforman, en resumen, los tres sectores de la producción.
- La soberanía política es la capacidad de gobierno sobre la población interna (intraestatal) asentada en el territorio nacional, sin la interferencia de fuerzas o poderes políticos externos, es decir, gobernar tomando decisiones en función de unos intereses exclusivos autónomamente, pudiendo establecer una serie de planes y programas adecuados a los fines nacionales del propio Estado —que siempre entrará en contradicción con los de otro— en conjunción con los internacionales, esfera en la que tendrá que defender sin ambages su posición interestatal. Soberano es todo aquel Estado con capacidad de hacer prevalecer sobre el resto sus planes y programas ajustados a unos fines nacionales concretos sin subordinación extranjera de ningún tipo. Aquí podríamos distinguir entre soberanía formal (de derecho) y soberanía material (de hecho). El poder soberano posee, además, tres dimensiones: económico-productiva, ideológico-moral y defensivo-militar[2].
El sujeto o médula de la geopolítica es el Estado, y concebimos que este no es producto de un plebiscito o una serie de documentos jurídicos formales, sino una realidad material histórica y políticamente determinada por medio de la apropiación de territorio virgen, en el que crea, reconoce y determina jurídicamente la propiedad privada de los medios productivos y las delimitaciones fronterizas; resultado del enfrentamiento con otros Estados o protoestados, que inicialmente se codeterminan a través de la guerra. Es la constitución de una expropiación a los derechos —mediante pulso de fuerza— que otros Estados tienen sobre él como territorio común, por lo que es una expropiación de facto que —a posteriori, será de iure— todo Estado puede efectuar si tiene la capacidad ofensiva para hacerlo y la capacidad defensiva para mantenerlo. Pudiendo afirmar, desde el realismo político y materialista, que es la fuerza la que establece el derecho para que, a su vez, este haga fuerza coercitiva con amparo legítimo. “Lo que es fuerte, es lo que es de derecho” nos diría Azorín[3], la razón política en su máxima expresión.
- Geopolítica y geoestrategia.
La composición híbrida del término geopolítica alude a la fusión de la tierra con el ejercicio y la doctrina del poder estatal, aunque no se circunscribe exclusivamente al dominio terrestre. La propia fuerza de los avances científicos en el marco histórico —acompañados con el fenómeno de la guerra como potenciador de estos—, conlleva una evolución en los aspectos técnico y tecnológico que trasladan hacia una concepción de paulatina actualización. Este es el caso, por ejemplo, del cosmos y el ciberespacio como dominios correlativos, aunque tanto el uno como el otro precisan del resto de dominios (tierra, aire y agua) para poder desarrollarse, al estar su existencia estrechamente vinculada a una interrelación de todos ellos. A pesar de algunas confusiones entre geografía política y geopolítica, ésta última pertenece al campo de las ciencias políticas; mientras que la otra emana de la ciencia geográfica. En consecuencia, la geopolítica contempla al Estado como un ente vivo en constante movimiento, transformación y dinamismo en relación con otros Estados con finalidades políticas. Y, por otro lado, la geografía política concibe al Estado como un ente estático fijado a la plataforma geográfica de referencia, centrándose en la investigación de las relaciones humanas con el campo terrestre que ocupan.
Enfocándonos hacia una definición —después de haber realizado una debida distinción con un concepto con el que guarda gran porcentaje de homonimia— podríamos decir que la geopolítica es la herramienta o método de estudio para analizar, comprender y explicar las relaciones existentes entre un territorio y el poder político, representado por el Estado nación. Una ciencia del Estado que, como tal, tiene unas finalidades políticas plasmadas en planes y programas, donde se interrelacionan la política interna y externa. Un sistema de interpretación de la realidad política de un Estado que, como diría el general colombiano Julio Londoño, “tiene la audacia de predecir el porvenir”[4]; permitiéndole con ello adelantarse a los movimientos de otros Estados, dentro de la lógica dialéctica de estos en el marco internacional. Para su despliegue, analiza los efectos del tiempo, la geografía humana y física sobre las relaciones conflictivas de los Estados, que pueden contemplarse como las únicas posibles —sin perjuicio de que dicho enfrentamiento se desenvuelva de diversos modos además del poder militar—, traduciéndose en la concatenación de la Historia (tiempo), el Territorio (espacio) y el Estado (poder), como sujetos de estudio necesarios para esbozar un análisis geopolítico. Esta metodología de estudio, centrado en lo estrictamente político, abarca el crecimiento, el cambio, la evolución y la dinámica de los espacios o dominios (terrestre, marítimo, naval, cósmico y ciberespacial) pertenecientes a los Estados, como campos en constante enfrentamiento, a los que siempre están sujetos los intereses nacionales.
Para la geopolítica —desde sus coordenadas germánicas natales— el Estado es un ser vivo que se mueve; indica el corpus normativo al que la sociedad debe atenerse; marca las pautas a seguir en política nacional e internacional; contempla la ampliación de sus fronteras y en la reducción fronteriza de sus enemigos estatales e intenta predecir el futuro por medio de la observación concatenada del presente en marcha y el estudio histórico del pasado. En resumen, es una ciencia del Estado por medio de la cual se traduce la realidad nacional e internacional para establecer un ortograma geoestratégico que permita la pervivencia en el tiempo de ese mismo Estado mediante su fortalecimiento, extensión y defensa. También es la forma de influir en el marco internacional evitando, a su vez, ser influidos por otros actores de diversa índole.
Esta metodología que supone la geopolítica, como ya hemos mencionado, se señala más específicamente como una ciencia del Estado, es decir, una ciencia que emana de su ciencia madre que es la politología o, en su defecto, las Ciencias Políticas. La geopolítica, como subdisciplina de la politología es, asimismo, una materia multidisciplinar; pues requiere de la concatenación de diversos campos como la sociología, relaciones internacionales, economía, geografía, geología, antropología, demografía, filosofía o la Historia para poder desenvolverse tanto en la teoría como en la praxis. Así pues, la geopolítica —al igual que las Ciencias Políticas— no es una ciencia cerrada, positiva, natural o formal con un campo categorial propio o recinto cerrado desde el cual realiza sus operaciones sin necesidad de salirse del mismo —como lo puede ser la química o las matemáticas— sino que es una ciencia abierta o ciencia social que requiere del uso y el entretejimiento de otros muchos campos de los que extrae diversos conceptos y los sistematiza, careciendo de esa inmanencia que caracteriza a las ciencias cerradas[5].
El dominio siempre parte de una unidad política, que suele estar representada en un Estado o en un Imperio con una potencia política suficiente para establecer un orden ideológico-moral y económico recíproco. Tanto el uno como el otro son organizaciones de la sociedad política plenamente conexas, ya que el imperio se puede definir como un sistema de Estados en el cual hay un Estado con un poder superior al resto que actúa como ente hegemónico sobre los demás —imponiendo una normativa común por la que se deben regir— y tiene la capacidad política de ceder competencias, intervenir o arrebatárselas a las partes que tiene en subordinación en función de una serie de planes y programas. Un ejemplo de ello fue la URSS, ya que la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, en efecto, tenía una capacidad federativa sobre el resto de partes formales de la URSS, que eran federadas. Un caso más cercano era el del Imperio español o Monarquía hispánica, en el que estaba la autoridad política de la Corona española —asentada en la península— y, en territorios de ultramar, se encontraban los virreinatos, provincias y capitanías. Es decir, los imperios encuentran su justificación en el dominio sobre otras sociedades políticas, esto es, sociedades articuladas por un Estado que concentra el poder político en sus capas y ramas. Y los modelos imperiales son distintos, pues no es lo mismo una relación depredadora metrópoli-colonia (Gran Bretaña, Holanda, Bélgica) con una generadora, como la del reino-virreinato-provincia (España).
Sin embargo, la geopolítica tiene otra parte que no siempre se explica, esta es la geoestrategia. La geoestrategia es la puesta en práctica de los planes y programas desplegados por una tesis geopolítica para alcanzar unos ciertos objetivos de vital importancia. El impulso de procedimientos diplomáticos; política de sanciones; arrebatamiento de minerales estratégicos; reconocimiento de territorios como naciones políticas; acciones militares o construcción de bloques económico-políticos interestatales, forman parte de este subcampo. Es la praxis de un marco teórico que da fundamento —o se lo arrebata— al análisis geopolítico previamente establecido. Su aplicación tiene multitud de riesgos, pues un mal planteamiento y análisis hecho por el Estado puede llevar a desastrosas consecuencias para con su infraestructura que después repercutirá en su conjunto de ciudadanos y en la relación de este Estado con otros de su entorno. En este aspecto —como todos los referentes a la gobernabilidad de la sociedad política— se puede verificar el grado de razón de la acción política a través de sus resultados. En esta rama es donde se pone a prueba la potencia de una nación política para defender los fundamentos de su despliegue de intereses y, además, su «verdad política» sobre las del resto —inclusive cuando esta nación política pertenezca a una agrupación de Estados, donde también cabe una verdad política conjugada.
En definitiva, no hay política nacional sin geopolítica, pues cuando una política nacional se efectúa sin contemplar el aspecto geopolítico, generalmente suele repercutir negativamente en la nación política desde donde se despliega. Un mínimo movimiento interno de un Estado debe tener en cuenta el impacto que puede tener en el exterior y este, a su vez, en el interior, por el efecto búmeran que conlleva la interconexión de la globalización. También hay casos donde la política nacional se desarrolla en función de los intereses de un hegemón al que está supeditada, por lo que dicha política se encauza sin tan siquiera hacer un previo análisis. Este sería el caso, por ejemplo, de España con respecto al binomio EEUU-OTAN o a la Unión Europea, que determina los vericuetos por los que debe ir nuestra política nacional sin importar las repercusiones negativas que pueda tener. Casos están de plena actualidad, como nuestra aportación bélica, financiera o fronteriza a países como Israel, Ucrania y Marruecos, debido a la subordinación política en la que está inmerso el gobierno español a los poderes anglo-marroquíes, que además conforman un triángulo de interés recíproco (EEUU-Israel-Marruecos) en cuanto a beneficio se refiere en la ubicación geográfica del Estrecho de Gibraltar y el Sáhara Occidental.
- Fomenta la división de los demás y mantén tu unidad.
La Unión Soviética, la Federación Rusa, Yugoslavia, la República Popular China, Siria, Libia, España o, en general, los continentes americano, africano o asiático son o han sido objeto de proyectos políticos de fragmentación planeados por las potencias anglosajonas, bien por su intervención directa o a través de terceros actores —como fuerza subsidiaria o proxy. Éstos últimos pueden ser diversos y siempre están vinculados a naciones políticas de una forma u otra: estatales (países), no-estatales (ONG, grupos terroristas, empresas, etc) o postestatales (organizaciones internacionales que agrupan a varios Estados).
La estrategia del divide et impera forma parte de la política exterior del mundo anglosajón, como se comprobó, por ejemplo, en 1640 con el apoyo a la sublevación del duque de Braganza para diluir la unidad dinástica entre España y Portugal surgida en 1580 y subordinar el naciente poder portugués a la política británica; o el otro suceso histórico de las llamadas «independencias» —realizadas fundamentalmente por las élites criollas en los diferentes virreinatos y provincias de ultramar— en Hispanoamérica (1809-1898) que fueron guerras civiles entre españoles, sufragadas e impulsadas por el imperio británico y por EEUU[6] para destruir al imperio español —convirtiendo así los territorios del sur del continente americano en sus nuevas colonias extractivas de monocultivo— y cortar los nexos de unión de Hispanoamérica y España —que eran el caldo de cultivo perfecto para la elaboración de una futura geopolítica española y, por extensión, ibérica— inoculando el relato negrolegendario de nuestra, entonces, monarquía hispánica, pues “la difusión entre las élites criollas hispanoamericanas de la leyenda negra de la conquista española de América constituyó la columna vertebral del imperialismo cultural anglosajón para derrotar al «imperio hispanocriollo», ya que sembró en este el germen de la secesión”[7] y ello convirtió a la leyenda negra en un dispositivo operativo excelente en la geopolítica secesionista anglosajona contra España —y aún hoy sigue afectando. Tampoco el continente europeo se salvó de la división a manos anglosajonas en el siglo siguiente como consecuencia de su hábil política exterior.
El geopolítico inglés Halford John Mackinder para evitar una posible alianza euroasiática entre Alemania, Rusia y Japón, influyó en el Congreso de Versalles de 1919[8] para la creación de una serie de Estados tapón que separasen a Rusia del resto de Europa, oséase, Bielorrusia, Ucrania, Yugoslavia, Polonia y Transcaucasia. Esto venía motivado por la siguiente razón: según Mackinder, quien dominase el Este de Europa dominaría el Heartland[9], y quien dominase esta, dominaría la Isla Mundial[10], y quien domine la Isla Mundial dominaría, en conclusión, el mundo entero[11].
Unos años antes, en el contexto que media entre las revoluciones rusas de febrero y octubre de 1917, los planes de la Triple Entente eran hacer de Rusia objeto de reparto colonial entre EEUU, Gran Bretaña, Francia y Japón, empezando por la ocupación de puestos estratégicos en Múrmansk y Vladivostok con la consiguiente ocupación territorial en el este y oeste del país. Dada la situación, Iósif Stalin observaría acertadamente que la Entente “se comportaba en Rusia como si estuviese «en África central»”[12] al describir su actuación continental y, a parte, las consecuencias desastrosas que traería al territorio ruso si el Ejército Blanco y su contrarrevolución —apoyado por las potencias occidentales—, ganaba la guerra civil; porque la revolución socialista organizada en Rusia contemplaba tanto la construcción de un nuevo orden político y económico socialista como la reafirmación de la soberanía nacional por medio de la independencia patriótica de la nación política rusa. Por lo que el georgiano de acero señalaría que:
“La victoria de Denikin y de Kolčak significa la pérdida de la independencia de Rusia, la transformación de Rusia en una copiosa fuente de dinero para los capitalistas anglofranceses. En este sentido el gobierno Denikin-Kolčak es el gobierno más antipopular y más antinacional. Y en este sentido el gobierno soviético es el único gobierno popular y nacional en el mejor significado del término, porque este lleva consigo no solamente la liberación de los trabajadores del capital, sino también la liberación de toda Rusia del yugo del imperialismo mundial: la transformación de Rusia de colonia a país libre e independiente”[13].
Siguiendo con el caso de la URSS, esta impulsó entre 1924 y 1936 la acelerada formación de los cinco países que forman Asia Central (Kazajistán, Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán y Kirguistán) para frenar una posible unidad política islámica regional del Turquestán, es decir, cercar en su frontera surasiática la posibilidad del surgimiento de un separatismo étnico-religioso islamista antisoviético basado en el panturquismo o el panislamismo entre las poblaciones de origen turco (Kazajistán, Kirguistán, Turkmenistán y Uzbekistán). Éstas se mantuvieron separadas en sus propios Estados con la pretensión de desarticular la posibilidad de unidad pantúrquica que, a su vez, no sería asumida por Tayikistán debido a su origen persa. Por cuestiones obvias, grupos étnicos quedaron desperdigados y separados por las cinco repúblicas centroasiáticas, y éstas adoptaron el nombre de la etnia mayoritaria en cada uno de ellas. Sin embargo, hasta 1991 eran entidades formales, pues la regulación fronteriza era prácticamente inexistente. Como garantía de seguridad ante cualquier brote de secesionismo, la URSS implantó un sistema económico que tendía a la interdependencia de todas y cada una de las repúblicas socialistas, cuyo corazón dirigente estaba en Moscú, lo que disolvía cualquier posibilidad de culminación de proyecto separatista[14].
A la luz de los hechos, se trató de una maniobra geopolítica del poder soviético mediante la forja de Estados tapón, para evitar una escalada de secesiones en el territorio —motivados por la idiosincrasia islámica— y además eliminar la posibilidad de que se convirtiera en un modelo a seguir por el resto de territorios pertenecientes al anterior imperio zarista, en los que podría emerger un claro componente separatista con aspiraciones políticas propias. En términos geoestratégicos, es una forma de debilitar a la nación política o el imperio, y no se puede olvidar que tanto la Rusia que dirigió Lenin como la URSS que constituyeron los bolcheviques el 30 de diciembre de 1922, estaban asentadas en la plataforma del imperio ruso, que era de carácter multinacional —muy diferente a las formaciones políticas de Europa Occidental, las cuales ya habían generado su revolución burguesa y la constitución en Estados nación homogéneos, con la excepción de Irlanda que fue colonia británica hasta la firma del Tratado Anglo-Irlandés del 6 de diciembre de 1921, y Noruega, colonia sueca hasta la firma del Tratado de Karlstad del 23 de septiembre de 1905. La cuestión nacional en Europa Occidental quedó resuelta, según Lenin, en el periodo histórico que traza desde 1789 hasta 1871; por lo que en su destacada obra Derecho de las naciones a la autodeterminación (1914) sentenció que “terminada esta época, Europa Occidental había cristalizado en un sistema de Estados burgueses que, además, eran, como norma, Estados unidos en el aspecto nacional. Por eso, buscar ahora el derecho de autodeterminación en los programas de los socialistas de Europa Occidental significa no comprender el abecé del marxismo”[15].
Pasados unos años, la aplicación de la secesión o fragmentación territorial de Rusia siguió siendo una receta para alcanzar objetivos de debilitamiento estatal y así trazar una nueva reestructuración administrativa territorial. El coronel del Ejército Rojo Grigori Tokáiev —ingeniero aeronáutico y secretario político del Partido en la Academia de las Fuerzas Aéreas Zhukovski desde 1937— se pasó en 1948 a las filas británicas una vez que descubrieron su papel como cabecilla de un complot militar que se venía tejiendo en esporádicas reuniones desde julio de 1936 para derrocar a Stalin por medio de un golpe de Estado dentro del Partido aprovechando una coyuntura bélica y que acto seguido, supuestamente, provocaría una revuelta popular a favor de los insurgentes. Este grupo conspirador afirmaba ser cercano a los planes y programas de izquierda socialdemócrata[16] defendidos en la URSS por uno de los grandes opositores de Stalin en el PCUS, Nikolái Bujarin[17], al cual pretendían instrumentalizar para dar fundamento político a su insurgencia militar. Sin embargo, —según pone de manifiesto documental Ludo Martens— sus planes iban más allá, y para extinguir todo resquicio de estalinismo aspiraban a reorganizar y descentralizar territorialmente a la URSS en una «unión libre de pueblos» y su división en diez regiones: “los Estados Unidos del Cáucaso del Norte; la República Democrática Ucraniana, la República Democrática de Moscú, de Siberia, etc”[18].
En los últimos años de la URSS, esta tendencia persistió ideológicamente en los grupos separatistas que encabezaron los procesos de independencia a finales de la década de los ochenta, como la impulsada en los países bálticos, que fue nombrada como la “Revolución Cantada” (1987-1991). Esto llevó a la desintegración territorial del imperio generador soviético, de la que no fue ajeno tampoco el poder anglosajón de EEUU —muy inclinado a señalar el metafísico derecho de autodeterminación que introdujo Lenin en las constituciones de las diferentes repúblicas que componían la URSS, inoculando, sin saberlo, el huevo de la serpiente— como lo demuestra el apoyo de Ronald Reagan al secesionismo báltico el 14 de junio de 1982 con su proclamación del “Baltic Freedom Day”[19] y la connivencia con el vendepatrias de Boris Yeltsin, que permitió a partir de 1991 el debilitamiento económico —por medio de privatizaciones neoliberales mafiosas— y político —independencia de las repúblicas, nacionalismo separatista y oligarcas— de la Federación de Rusia, perdiendo con ello todo el espacio geoestratégico. Hechos en consonancia con aquello que diría el politólogo Joan Garcés —asesor político del presidente chileno Salvador Allende— en el que la “meta de la guerra fría no era solo cambiar el régimen político-económico de la URSS sino también desmembrarla”[20], como consecuencia de la dialéctica de imperios, donde el objetivo primordial es debilitar a tu oponente despedazándolo en tantos trozos como se requiera.
A ello se debe también la firma del Acuerdo de Belavezha en la reserva natural bielorrusa de Belavézhskaya Puscha el 8 de diciembre de 1991 entre Boris Yeltsin (República Socialista Soviética Federativa de Rusia) y los presidentes Leonid Kravchuk (República Socialista Soviética de Ucrania) y Stanislav Shushkévich (República Socialista Soviética de Bielorrusia), por el que se anulaba el Tratado de Constitución de la URSS de 1922. La fuerte estela geopolítica soviética fue así sustituida por la Comunidad de Estados Independientes (CEI), organismo de integración internacional que reunía a los países postsoviéticos para la cooperación mutua en materias como la seguridad, economía, política, etc[21]. El Acuerdo firmado por estos tres sujetos liquidadores, además de determinar la caída oficial de la Unión Soviética, supuso, por otro lado, la gran traición realizada a espaldas del soberano pueblo soviético, pues el 17 de marzo de 1991 se realizó un referéndum sobre la conservación de la URSS bajo el gobierno de Mijaíl Gorbachov, en el que el 76’46 % de los ciudadanos votaron afirmativamente por la unidad geopolítica soviética[22]. Precisamente, los habitantes soviéticos sabían las consecuencias de una desintegración de la plataforma imperial socialista, pues aún recordaban el resultado del fin del imperio zarista y los conflictos civiles y territoriales que derivaron desde entonces, donde se perdieron partes formales de Rusia con el Tratado de Brest-Litovsk del 3 de marzo de 1918. Apoyados por el Occidente anglosajón, los movimientos independentistas y el nacionalismo fraccionario, en efecto, encontraron en la descomposición socialista su colchón y un punto de ruptura de tal magnitud que implosionaron conflictos armados y tensión por todo el espacio postsoviético; algunos con componente étnico-religioso islamista, como la Primera Guerra de Chechenia en 1994.
El derrumbe de la URSS aconteció a causa de una serie de combinación de errores políticos en varios campos, como la ruptura con la religión, la instauración del sistema occidental, el Glásnost o la Perestroika; encontrándose también entre ellos la “promoción del soberanismo en las distintas repúblicas, que precipitó la desintegración del Estado”, tal y como señaló el politólogo, historiador y analista Vardán Ernestóvich Bagdasarián[23]. La idiosincrasia nacional rusa fue algo que los soviéticos fundieron con la ideología marxista, hasta tal punto simbiótico que tanto los conceptos de Rusia como de la URSS eran sinónimos de referencia identitaria y política. El propio Stalin potenció la idea cristiano-ortodoxa y la idea de Rusia como Madre Patria mediante la gran extensión de la lengua rusa como lengua nacional vehicular del espacio socialista soviético; así como una reconciliación con la historia nacional. De hecho, sin miedo a precipitarnos, puede concebirse el ruso como la lengua del imperio soviético, así como la lengua española lo fue del imperio español.
- La trayectoria fragmentaria persiste.
La reiterada política de fragmentación anglosajona siguió con el paso de los siglos XX y XXI, y está presente en todos los continentes, como podemos palpar en el caso de Oriente Próximo con el Acuerdo Sykes-Picot de 1916 para dividir el Imperio Otomano en colonias; con la división dual de Irlanda en 1920 (Irlanda del Norte, perteneciente a Reino Unido y la República de Irlanda); con la división de la península de Corea en dos (Corea del Norte y Corea del Sur) en 1945; la separación paulatina de la península del Indostán desde 1947 (India, Pakistán, Bangladesh, etc); la desintegración de la antigua Yugoslavia —que dio origen al término «balcanización»— disuelta en 1992; el separatismo islamista checheno de 1994; la secesión oficial de Kosovo[24] de Serbia en 2008 —cuyo conflicto empezó con los bombardeos de la OTAN en 1999— y los actuales apoyos occidentales a los movimientos independentistas del Tíbet, Hong Kong y el Turquestán Oriental —que aspiran a la segmentación de China, llevando todos a sus espaldas la bandera británica o la norteamericana.
Al otro lado del Atlántico se activó, desde el S. XIX, lo que nosotros llamamos la geopolítica de la Leyenda Negra, diseñada para convertir Iberoamérica en una serie de colonias extractivas de monocultivo enfrentadas entre ellas y con guerras civiles —en beneficio de Gran Bretaña primero, y de EEUU después—, pero siempre concibiendo la historia del Imperio Español desde coordenadas negrolegendarias escritas por quienes ejercen un imperialismo depredador contra las mismas naciones políticas iberoamericanas desde entonces. Lo que construye una serie de Estados separados, inestables y débiles en el sur del continente americano, mientras se forma un hegemón y potencia en el norte que condiciona la existencia de su patio trasero suramericano contemplado en la Doctrina Monroe. Este es el motivo geoestratégico por el que hay otro movimiento separatista que pretende la segunda balcanización de Iberoamérica, este es, el movimiento indigenista como el mapuche, representado con la ONG anglosajona del Mapuche International Link (MIL) —con sede en Bristol, Reino Unido— fundado en 1996 y que opera contra la unidad formal y soberana de Chile y Argentina; respaldada y administrada por gente más bien rubia que responde a intereses de transnacionales y potencias angloamericanas[25] en el Atlántico Sur. Otro tanto podríamos decir del Movimiento de la Nación Camba de Liberación, que pretende trocear Bolivia —algo a lo que se opuso el presidente Evo Morales desde su primera legislatura en 2006[26]— o el golpista separatismo zuliano representado por el partido liberal-conservador Rumbo Propio (RB) —fundado también en 2006—, apoyado por EEUU y la CIA para cercenar una parte de la Venezuela presidida por Hugo Chávez[27], y que tenía como modelo la mutilación estadounidense de Panamá como parte formal de la nación política de Colombia en 1903, en beneficio de la burguesía criollo-panameña y la Compañía del Ferrocarril para construir el transoceánico Canal de Panamá[28].
Cabe mencionar, en este tumulto divisorio, a los reaccionarios separatismos regionales españoles —sus partidos políticos y organizaciones terroristas—, como el vasco, canario o el catalán, que siempre han gozado de ciertas conexiones con Gran Bretaña, EEUU e Israel. Como podemos observar, estos son movimientos nacionales fraccionarios “sólo pueden salir adelante cuando cuentan con ayuda de terceras potencias que unilateralmente puedan estar interesadas en el éxito de la secesión”, como lo indica la nutrición continua de estos nacionalismos separatistas “por las potencias capitalistas”, que buscan el cumplimiento de una serie de objetivos geopolíticos que nada tienen que ver con “los más vivos impulsos democráticos de un pueblo en busca de su libertad”[29], como generalmente se presentan en los medios de comunicación occidentales.
- Pensar en términos geopolíticos nacionales.
Este aspecto lo remarcó muy bien nuestro queridísimo Pedro Baños, geopolítico del pueblo español, cuando escribió que “Si no puedes acabar con todos tus enemigos a la vez, tendrás que hacerlo de uno en uno. Para eso, nada mejor que dividirlos. Un principio universal aplicable a cualquier orden de la vida y, por supuesto, de máxima utilidad geopolítica”[30]. Lo que significa que la generación de división procede de entes mucho más grandes y fuertes frente a una nación política que, o bien puede ser igual de fuerte; se teme que llegue a serlo si cumple unos planes que tiene previstos; es un medio para debilitar la retaguardia de una gran potencia[31] o es una forma de dominio sobre una región de interés. Estas son algunas de las tantas razones por las que el separatismo en las naciones políticas consolidadas tan solo ha servido como herramienta de las grandes potencias anglosajonas contra sus rivales geopolíticos que, al mismo tiempo, suelen presentar una ideología alternativa a la dominante por el mundo occidental. Y ejemplos los hemos tenido, los tenemos y los seguiremos teniendo siempre que haya un país o conjunto de países que presenten una nueva forma de concebir y articular la economía, respetando a efectos reales la soberanía nacional de las naciones políticas; tal y como están haciendo los países BRICS+. Para ello, como los bloques o los conjuntos, es esencial mantener la unidad como valor incuestionable del Estado nacional, conformado política e históricamente. La metafísica, los sentimientos y las naciones in illo témpore que supuestamente hay en las naciones políticas consolidadas, se las dejamos a los irracionalistas antidialécticos que contemplan al mundo como una arcadia sin conflictos. Ante todo, coherencia geopolítica.
*Publicado en el número 438-439 de la revista El Viejo Topo de Julio-Agosto de 2024.
NOTAS
[1] BUENO, Gustavo. “
Primer ensayo sobre las categorías de las Ciencias Políticas”, Biblioteca Riojana. 1991, pág. 320.
[2] BRAVO, José Ramón. “
Filosofía del Imperio y la Nación del siglo XXI”, Pentalfa, Oviedo, 2022, pág. 178.
[3] AZORÍN, “
El político”, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pág 24.
[4] LONDOÑO, Julio. “
Los fundamentos de la geopolítica”, Ed. Imprenta y publicaciones de las Fuerzas Militares, Bogotá, 1978, pág. 8.
[5] BUENO, Gustavo. “
Primer ensayo sobre las categorías de las Ciencias Políticas”, Biblioteca Riojana. 1991, pág. 20.
[6] El imperio norteamericano nació, precisamente, en contraposición con el imperio español a través de la guerra de Cuba provocada por el autoatentado del USS Maine en febrero de 1898. Esta política estadounidense contra el componente iberófono y católico en Iberoamérica sigue vigente, a través de la financiación de movimientos indigenistas y la promoción continental del protestantismo evangélico —usado también para la promoción de gobiernos afines a la geopolítica gringa en la región. Datos, por cierto, que desconocen u ocultan la mayoría de liberal-conservadores y progresistas españoles, de tendencia ideológica subordinada, completamente anglófila y otanista. Todos los partidos del arco parlamentario español siguen esta marcada línea y en conjunción con la dictada por los eurócratas de la Comisión Europea, cuyos integrantes no han sido elegidos democráticamente y tienen antecedentes por corrupción.
[7] GULLO OMODEO, Marcelo. “
Madre patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán”, Espasa, Barcelona, 2021, pp. 52-53.
[8] Un año después de la disolución de los imperios alemán, austro-húngaro y otomano.
[9] Es la revisión ampliada de la formulación realizada por Mackinder en 1914 llamada Región o Área Pivote. Compuesta por las regiones central y norte de Eurasia, Alemania, los Balcanes y el área del mar Báltico hasta Suecia. Según su tesis era la zona más estratégica del mundo y la que más recursos naturales poseía, de ahí que se le llame el
Corazón de la Tierra, y podría suponer un peligro para el
status quo de la geopolítica talasocrática británica, empezando por derrotar a su poderosa marina de la que depende la Corona inglesa.
[10] Área compuesta por Europa, Asia y África. En conjunto, forman la más amplia extensión de territorio terrestre y demográfico de la Tierra.
[11] Tanto el imperio ruso como la URSS dominaron en muy buena parte las áreas señaladas por el geopolítico inglés y ninguna de esas sociedades políticas dominaron el mundo, por lo que la teoría de Halford se demostró —hasta la fecha— inexacta. No obstante, persiste el interés de las fuerzas anglo-occidentales en dicha zona, como así lo muestran las ubicaciones geográficas de los conflictos que hubo y aún se forman.
[12] LOSURDO, Domenico. “
Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra”, El Viejo Topo, España, 2008, pág. 60.
[14] VILLAR BARROSO, Óscar Julián. “
La geopolítica de la Posguerra Fría en Asia Central”, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 2018, pp. 65-67.
[16] Desde la perspectiva marxista soviética, la socialdemocracia dentro del PCUS era considerada un
desviacionismo de derecha.
[17] MARTENS, Ludo. “
Otra mirada sobre Stalin”, Templando El Acero, octubre 2017, pág. 232.
[19] CHARVIN, Robert. “
Rusofobia. ¿Hacia una nueva guerra fría?”, El Viejo Topo, Barcelona, 2016, pág. 157.
[20] GARCÉS, Joan E. “
Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles”, S. XXI Editores, Madrid, 2012, pág. 440.
[22] Elespiadigital. (2021, 18 de marzo).
30 años de un referéndum traicionado: Mijaíl Gorbachov tacha ahora de “violación de la voluntad del pueblo” la disolución de la URSS. Geoestrategia.
https://www.geoestrategia.es/
[23] BRAVO, José Ramón. “
Filosofía del Imperio y la Nación del siglo XXI”, Pentalfa, Oviedo, 2022, pág. 336.
[24] Provincia serbia desde el S. XII.
[25] Solís Rada, A. (2012, 10 de noviembre).
Pugna de modelos civilizatorios: indigenismo o Estados continente. Rebelion.
https://rebelion.org/
[29] BUENO, Gustavo. “
España frente a Europa”, Obras Completas, Tomo 1, Pentalfa, Oviedo, 2019, pp. 144-145.
[30] BAÑOS, Pedro. “
Así se domina el mundo. Desvelando las claves del poder mundial”, Ariel, Barcelona, 2017, pág. 165.
[31] Como puede ser el caso del proyecto balcanizador de la Post-Rusia, para poner tropas y bases norteamericanas en la frontera noreste de la República Popular China, cerrarle el paso por el Estrecho de Bering y bloquearle la Ruta Polar, entre otras estrategias contra el temido dragón.