Editoriales Antiguos

NÚMERO 199. A vueltas con el derecho a decidir en Cataluña

Elespiadigital | Domingo 03 de enero de 2016

Que el problema del soberanismo no es cuestión política sino legal, sólo puede negarse desde una óptica obtusa o asentada en el autoritarismo y la intransigencia propia de épocas pasadas. Pero nunca si la disquisición se plantea en un debate intelectual sobre la democracia.

Cierto es que la Constitución, tan respetable como imperfecta en muchos aspectos, residencia la soberanía nacional en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Pero no lo es menos que ‘todo’ el pueblo no goza de la misma consideración en muchos aspectos sustanciales de la democracia y la vida pública.

Sin ir más lejos, los españoles menores de 18 años, que no están incluidos en el censo electoral, carecen del derecho a participar en los asuntos públicos y a ser electores o elegibles. Es decir, no son parte del ‘pueblo soberano’ al no estar en posesión de todos los derechos políticos.

En España, la edad mínima para participar en el sufragio político se alcanza dos años después de poder ejercer otros derechos de similar impronta, como los de reunión y manifestación, de asociación, de libre expresión o de elección de representantes sindicales. Además, a partir de los 16 años hay que entender asumida suficiente capacidad de discernimiento, dado que con esa edad se puede trabajar y contraer matrimonio, teniendo desde luego obligaciones tributarias y responsabilidades penales; razón por la que no se entiende que, en paralelo, se coarte la capacidad electoral, activa o pasiva.

Bajo la consideración, pues, de que ya existen limitaciones o matices en el ejercicio de determinados derechos políticos, no parece irracional que el de pronunciarse en materia soberanista pueda modularse en función de las diferentes afecciones personales o territoriales, o graduarse en su necesidad de respaldo cuantitativo.

De hecho, estos matices en las condiciones de determinados referéndums, acordes con su particularidad o especial trascendencia, ya se imponen en el ámbito legislativo. Así, mientras una reforma constitucional requiere la aprobación mayoritaria de las tres quintas partes del Congreso y del Senado o, en última instancia, la de dos tercios del Congreso, las leyes ordinarias se aprueban por la mayoría simple de los miembros presentes del órgano que corresponda y las orgánicas por mayoría absoluta.

Y ello al margen de los diferentes grados de respaldo que han tenido los referéndums realizados desde las Cortes Constituyentes, todos no obstante con igual validez. El que ratificó el Proyecto de Constitución de 1978 lo hizo con un 88,5% de votos favorables y una participación del 67,1%; el de la permanencia de España en la OTAN se aprobó con un 52,5% de votos sobre una menor participación del 59,4% (por tanto sin mayoría censal) y, por último, la Constitución Europea contó con un 76,1% de votos favorables y una participación del 42,3%, y en consecuencia también con un respaldo mínimo del cuerpo electoral.

Dicho de otra forma, no siempre un tema políticamente sustancial ha sido objeto de la misma atención o respaldo por parte del electorado. De hecho, no parece que el ‘problema catalán’, por ejemplo, interese por igual a un vasco, un canario o un heredero de los adelantados federalistas que en 1873 proclamaron el Cantón de Cartagena… ¿Y acaso la respuesta nacional sería la misma ante una consulta sobre la españolidad de Ceuta y Melilla que sobre la del País Vasco o Cataluña…?

Aún más, si en los diversos referéndums autonómicos o municipales que se han celebrado desde 1978 sólo han votado los españoles directamente afectados en cada caso, ¿por qué razón, habrían de hacerlo todos ellos, si lo que se decidiera en esencia fuera el futuro del pueblo catalán…? Y no se olvide que en el referéndum sobre la independencia de Escocia de 2014 no votaron todos los británicos, aunque los antecedentes fueran distintos.

¿Por qué empecinarse, entonces, en negar un referéndum para medir las aspiraciones independentistas de aquellas ‘nacionalidades’ (así se definen en la Carta Magna) que las vienen proclamando desde hace años…? ¿Y por qué afirmar que tal consulta es inconstitucional o antidemocrática…?


Lo antidemocrático es negar a los catalanes el derecho a decidir sobre su independencia (otra cosa es discutir la ‘legalidad’ y ‘legitimidad’ del caso). O insistir en que, en un referéndum soberanista, el voto conjunto de todos los españoles prevalezca sobre el de quienes no se identifican como tales y se encuentran afectados en primera instancia.

Ambas posiciones son harto discutibles, sobre todo porque no es fácil de entender que el principio de libertad democrática sea inferior al del derecho positivo que emana de ella. La Constitución Española primero proclama la convivencia democrática y después la enmarca en un Estado de Derecho como expresión de la voluntad popular.

Así, caben notables dudas para que entre los referéndums previstos en nuestra norma suprema, no se pueda incluir -con las condiciones de validez que procedan por su naturaleza y alcance- el tan traído y llevado sobre la independencia de Cataluña. La ley no se debe conculcar, ni tampoco mal interpretar o retorcer.

Lo cierto es que si tal aspiración llegase a ser significadamente mayoritaria, la secesión sería inevitable. Pero, en caso de constatarse en minoría, la desvertebración de España quedaría superada y su unidad fortalecida.

Mientras Podemos defiende el derecho a decidir, haciendo campaña a favor de la unidad nacional, otros partidos españolistas muestran un pánico cerval a conocer la verdad del ‘problema catalán’. Ese miedo les ata y descalifica para gobernar con acierto un país que constitucionalmente se define como un conjunto solidario de nacionalidades y regiones: pura ceguera política.

Fernando J. Muniesa