Autor: Frederick Taylor
Traducción de A. Puigrós
Categoría: Referentes Sociopolíticos (Entornos)
Barcelona: RBA (2009)
576 páginas
Unos años después la muerte de Stalin despertó en Alemania oriental ilusiones de libertad muy pronto ahogadas en sangre. El 17 de junio de 1953 los tanques soviéticos intervinieron contra los trabajadores berlineses que se manifestaban contra el régimen comunista. Se calcula que 200 alemanes orientales murieron en los enfrentamientos y otros 200 fueron ejecutados después. Brecht comentó irónicamente en un poema si el gobierno, que había perdido la confianza en su pueblo, no debería disolverlo y elegir otro. De hecho, el régimen de la RDA no recuperó nunca la confianza en sus ciudadanos y para evitar que las protestas de 1953 se repitieran recurrió a la doble vía de inflar hasta niveles disparatados el número de agentes e informantes de la policía política y de asegurar un mínimo de bienestar material. Por su parte el pueblo votó masivamente con los pies: cientos de miles de alemanes orientales cruzaron a Alemania occidental, donde el milagro económico de aquellos años ofrecía un nivel de vida muy superior. Esa huida permanente de profesionales y trabajadores cualificados amenazaba la supervivencia del régimen y Berlín occidental era la puerta de escape. Una noche de agosto de 1961 comenzó a levantarse el muro y ese domingo los berlineses se despertaron en una ciudad dividida.
A lo largo de los años siguientes cerca de un centenar de alemanes, como mínimo, murieron cuando trataban de cruzar el muro. En comparación con las matanzas perpetradas por las tiranías sanguinarias que tanto abundaron en el siglo pasado, puede parecer una cifra muy pequeña. Sin embargo, según comentó una vez Stalin, que de asesinatos masivos entendía mucho, una muerte es una tragedia pero un millón de muertes no es más que una estadística. Las del muro fueron muertes individuales de jóvenes que tenían un rostro, una biografía y que en alguna ocasión perdieron la vida ante los ojos horrorizados de compatriotas occidentales que contemplaban su tragedia desde el otro lado de la frontera. Las imágenes de quienes se jugaban la vida para huir del supuesto paraíso de los trabajadores fueron la peor propaganda para el sistema comunista y los dirigentes orientales eran conscientes de ello. Nunca se atrevieron sin embargo a prescindir del muro, por temor a que se reanudara el éxodo. Tras los horrores de 1953, la RDA no era un régimen sanguinario, era una dictadura mediocre que había desarrollado una obsesión paranoica por espiar a sus ciudadanos. Una película reciente, La vida de los otros, lo refleja tan bien como muchos libros. Medio atemorizada, medio resignada, la población disfrutaba de un nivel de vida que no parecía tan bajo en el contexto de la Europa comunista. El régimen se esforzaba en ocultar el progresivo hundimiento de su economía. Se desarrolló incluso una variedad de exportaciones: la de los presos políticos enviados a Occidente previo pago.
El capítulo más apasionante de El muro de Berlín es el que narra diversos episodios de fugas a Occidente. Quizá la más insólita la protagonizó un joven occidental que se trajo a su novia y a su futura suegra en un automóvil de tan poca altura como para poder cruzar por debajo de una barrera bajada. Veinte años después de la desaparición del muro es difícil creer que escenas semejantes pudieran producirse en el corazón de Europa.
Juan Avilés
(“El Cultural” 06/09/2009)