Estos días estamos viendo que la investidura presidencial de Rajoy es como el cuento de nunca acabar, cuyo fin o desenlace se retrasa constantemente en una recursividad sin fin. Podríamos asimilarla al ‘parto de los montes’, en el que éstos -según narró Esopo-, tras proferir terribles alaridos y signos de estar dando a luz, horrorizando a quienes los escuchaban, terminaron pariendo un insignificante ratón…
Poco se puede hacer frente a la contumacia con la que algunos políticos han insistido en el error interesado de proponer una investidura prácticamente imposible de consumar, simplemente porque la aritmética parlamentaria no da para ello.
De hecho, ni la Corona ni la presidencia del Congreso, que son instituciones competentes al respecto, han hecho el menor intento de buscar otras salidas constitucionales a la crisis de desgobierno que estamos viviendo, como la nominación de un candidato independiente de los partidos, quizás para no menoscabar el omnímodo poder de estas organizaciones dentro del sistema. Más que buscar soluciones alternativas inteligentes y ágiles para salir del atolladero, se ha optado -como en tantas otras ocasiones- por el ‘defendella y no enmendalla’, recogido por Guillén de Castro en Las mocedades del Cid como síntesis de nuestro rancio acervo político.
Así las cosas, y arrastrando esa insoportable tozudez, lo cierto es que en las elecciones autonómicas del 25 de septiembre el PP pondrá en juego dos aspiraciones realmente importantes: mantener la mayoría absoluta en el parlamento gallego y poder ser el partido bisagra que facilite (o no) un nuevo gobierno del PNV en el País Vasco.
Perder su mayoría absoluta en Galicia, cosa probable a tenor de las últimas encuestas, aunque pendiente de cómo se presenten a los comicios Podemos y los grupos políticos afines, aparejaría con seguridad perder también el Gobierno de la Xunta, quedando con ello en desventaja para mantener en las nuevas elecciones generales los 12 diputados nacionales que hoy por hoy suma en sus cuatro provincias (de un total de 23). En esa frontera del poder autonómico, la variabilidad es tan alta que podría crecer o perder hasta 4 escaños (uno por provincia): sin ir más lejos, y gracias al retroceso de Ciudadanos, en las últimas elecciones generales del 26-J el PPdG consiguió subir de 10 a 12.
La situación en el País Vasco es distinta, pero no menos vital. Con un PP regional muy disminuido, que tiene 10 diputados autonómicos de un total de 75 (en 2001 tuvo 19, en 2005 bajó a 15 y en 2009 a 13), sólo cabe pensar en mejorar la posición. Su actual aportación al Congreso de los Diputados se limita a 3 escaños sobre los 18 autonómicos, lo que significa que electoralmente ha podido tocar suelo y que, con Alfonso Alonso como candidato a lehendakari (peso pesado del PP, ex alcalde de Vitoria y ex ministro de Sanidad), no parece descabellado que los populares puedan lograr una mínima recuperación electoral.
Así, en el País Vasco se aspiraría a cubrir dos objetivos hoy sustanciales para el PP: convertirle en muleta indispensable del PNV para un eventual pacto de gobernabilidad, con la contrapartida de que éste apoye a Rajoy en otra posible investidura presidencial (olvidemos que Rajoy declaró a los nacionalistas vascos y catalanes ‘enemigos de España’), y, a partir de ahí, tratar de superar también en las próximas elecciones generales los pocos escaños que el PPdG tiene en el Congreso.
Alcanzar ese conjunto de deseos sería de gran ayuda para que Rajoy se mantuviera a flote y el PP pudiera progresar, por poco que fuera, en los comicios legislativos del 25-D, previstos desde hace tiempo por sus estrategas como alternativa a la no-investidura de Rajoy. Una fecha bastante aquilatada que, en su caso, permitiría capitalizar en la campaña electoral la mayoría absoluta mantenida en Galicia y el avance logrado en el País Vasco, junto con su esperanza de que en ese momento algunas cifras macro económicas presentaran una evolución positiva; con el añadido de que, todavía sin un gobierno efectivo, la eventual prórroga de los presupuestos restrictivos de 2016 podría achacarse a culpas ajenas.
Rajoy piensa -y puede tener razón- que el tiempo va a su favor personal (al del país es otra cosa) y en contra de unos competidores políticos que andan perdidos en busca de su propio camino, mientras bien que mal él sigue como presidente en funciones. Y esta sería otra razón por la que puede mostrarse tan renuente en dar bazas políticas a sus adversarios (cualquier acuerdo con ellos le debilitaría), o tan duro en exigir un apoyo casi incondicional del PSOE y Ciudadanos a su investidura, que en el fondo sabe imposible.
A Rajoy se le puede acusar de ‘tancredil’, inactivo y políticamente cobarde (nosotros lo hacemos a menudo), pero no de idiota ni irreflexivo. Es más, su galleguismo no deja de ser un atributo positivo cuando se esgrime frente a una oposición de patulea, que es con la que cuenta en estos momentos. Y en la que no faltan tontos útiles y advenedizos ansiosos de poder.
Ahora, la pelota de la gobernabilidad parece que vuelve a estar en el tejado de otras elecciones generales, pero pasando antes por las urnas gallegas y vascas. Ahí veremos cómo se defiende cada opción política y, sobre todo, qué pasa con los partidos emergentes (Ciudadanos y Podemos), porque su desgaste, en cada caso por motivos distintos, puede ser otra baza para que el bipartidismo PP-PSOE recupere espacio electoral.
En el caso de Ciudadanos, que es el partido más incómodo para el PP, su representación electoral en Galicia y el País Vasco es nula, lo que marcará la utilidad del voto al PP en los sectores no nacionalistas situados a la derecha del PSOE. En el de Podemos lo que parece seguro es que dividirá el voto de izquierdas, cosa que mejorará las expectativas de todos sus oponentes.
La situación es esta, y lo razonable es pensar que puede beneficiar a los populares, sin que ello quiera decir que sea el resultado de una estrategia premeditada por Rajoy. Las cosas han venido así y éste, que probablemente el 25-S seguirá siendo presidente en funciones, tratará de aprovecharlas como el náufrago desamparado que se ahoga en medio del océano y que, de forma milagrosa, encuentra un salvavidas al que agarrarse.
Lo triste del caso es que, caiga la que caiga, los líderes políticos van siempre a lo suyo, que no suele ser lo que más le conviene al país. Como dicen en Broadway: ‘¡Que siga el espectáculo!’.
Fernando J. Muniesa