El refranero multilingüe recoge la creencia popular de que ‘a la tercera va la vencida’, indicando que, de mantenerse cualquier iniciativa con tenacidad, en esa tentativa se consigue el fin deseado. Pero, en sí, el dicho no deja de encerrar un voluntarismo ingenuo o infantil, al margen de que existan otras interpretaciones más razonables y ajenas a ese mal entendimiento.
Por ejemplo, la que lo asocia a la historia militar de Roma. Su infantería pesada formaba precisamente las terceras líneas de combate con los triarius, soldados expertos y valerosos encargados de protagonizar las batallas más duras y violentas tras empujar a las dos líneas de combate precedentes, formadas por los hastatus, que eran los soldados bisoños, y los princeps. De esa práctica vino la expresión ‘ad triarius ventum est’ (con los triarios se echa el resto, que en castellano se entendería como ‘a la tercera va la vencida’).
Otras opiniones sitúan el origen de la expresión en la naciente ciencia penal de los siglos XVI y XVII, que imponía la pena de muerte ejemplarizante a quienes cometieran su tercer robo. Una versión alternativa que, como otras muchas, no valida su significado popular, quedando en una mera intención de animar la consecución de un objetivo reiteradamente fallido.
El problema es que, de hecho, ese proverbio universal estimula a gentes poco reflexivas (o que confunden sus deseos con la realidad) a estrellarse de forma reiterada y autodestructiva frente a objetivos imposibles. Y en eso están precisamente todos los que insisten en un nuevo intento de procurar la investidura presidencial de Rajoy en un marco de fragmentación y enfrentamiento político inadecuado. Y sabiendo que el procedimiento constitucional para lograrla se supedita a la aritmética parlamentaria dura y pura, y lo indecente que sería -aun con Pedro Sánchez defenestrado- consumar una traición semejante a los votantes socialistas. Eso es lo que hay, con pocos resquicios lógicos para aventuras semejantes.
Para empezar, si el Jefe del Estado volviera a proponer otro candidato partidista para la investidura presidencial, se pondría en una situación sin duda inconveniente a efectos de su función institucional, dejándose arrastrar por los actuales malos usos de la política. Y, sobre todo, con el riesgo de que, en su caso, algunos de los portavoces consultados al respecto le fueran de nuevo con cuentos o esperanzas de falsos apoyos, como sucedió en las dos ocasiones precedentes; o, peor aún, metiéndose Su Majestad por sí mismo en un lío de malestar político innecesario.
Pero es que, ese eventual nuevo enredo de investidura sólo conduciría, en el mejor de los casos, a formar un gobierno antinatural, incoherente, sin respaldo social y claramente inestable. Pan para hoy y hambre para mañana; porque, marcada como está la clase política a sangre y fuego por el interés partidario, el enfrentamiento parlamentario y la ineficiencia legislativa estarían acto seguido a la orden del día. Nadie discute el papel y la necesidad del Gobierno de la Nación, pero no formado de cualquier manera o a cualquier precio, para derivar en el mismo desgobierno institucionalizado que tanto daño ha hecho al país en épocas pasadas.
Por eso, sorprenden las llamadas que hacen algunos al ‘sentido de Estado’ para formar un gobierno como sea, camuflando en ese ‘como sea’ el de su propia conveniencia y no el que verdaderamente procura el bien general. No dejan de ser reminiscencias encubiertas de la omnímoda pretensión del Rey Sol: L’État, c’est moi. Que es en lo que están los falsos demócratas o los demócratas absolutistas del momento.
Ya hemos advertido en otras ocasiones sobre el actual descrédito de la vida política (tanto por la corrupción económica como por la manipulación de las instituciones del Estado) y sobre la conveniencia -para no acrecentarlo- de respetar fielmente el orden constitucional. Sin que ello impida perfeccionar la Carta Magna con una reforma puntual, fácil y rápida, subsanando las lagunas y defectos que con el paso del tiempo ha venido evidenciando.
Dice un refrán popular que ‘dejar lo cierto por lo dudoso, no es atinado ni provechoso’. Dejemos, pues, las cosas donde tienen que estar, sin forzar más investiduras presidenciales insolventes, cuando no imposibles de consumar. Los atajos no siempre acortan el camino; la realidad es que a menudo pierden o retrasan a quienes los toman, como ha sucedido con las dos investiduras fallidas de Sánchez y Rajoy y como puede volver a ocurrir en caso de una tercera intentona, sin que cambie la actual representación electoral en el Congreso de los Diputados.
En estos momentos de tribulación política, creemos que lo más conveniente es ponerse en línea con la prudente actitud que tuvo Fernando VII en 1820, cuando juró la Constitución de Cádiz, aunque luego la revocara y la historia terminara de forma indecente: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.
Si hay que ir a unas nuevas elecciones generales, conforme a lo establecido en la Carta Magna, vayamos. Y lo que deben hacer entonces los líderes y sus partidos, una vez abandonados los atajos y las ingenuidades tipo ‘a la tercera va la vencida’, es plantear al cuerpo electoral sus programas y alternativas políticas de forma argumentada y transparente, sin promesas falsarias ni manipulaciones de ningún tipo, y aclarando de entrada cuáles serían sus posibles acuerdos de legislatura o sus eventuales coaliciones de gobierno (que incluso podrían ser preelectorales).
Con eso bastaría para reducir el voto inútil a su mínima expresión y concentrar los demás en las opciones entendidas como más sensatas y eficientes. En democracia, las urnas no deben causar ningún pavor. Quienes votan, son personas que -bien que mal- participan en la vida política, y ese es un camino ineludible para perfeccionar el sistema de convivencia, con todo el riesgo que supongan para quienes torean a sus electores.
El problema es que la credibilidad de los partidos y sus líderes está por los suelos. Y reconducirla es una tarea a largo plazo que debe iniciarse desde ya, respetando de entrada las reglas democráticas establecidas. Si, como creen algunos, lo que han mandado las urnas es que los partidos acuerden como sea un gobierno del PP, vayamos a su ratificación electoral para que los españoles lo confirmen de forma directa y clara, sin que nadie tenga que reinterpretar sus aspiraciones políticas. ¿Y qué extraña razón hay para no hacerlo…?
Fernando J. Muniesa