Política

¿Quién es el soberano en el régimen del 78?

Victoria | Viernes 11 de agosto de 2017

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Ahora que el filósofo alemán Carl Schmitt (1888-1985) ha sido rehabilitado por el populismo de izquierdas -ahí están los trabajos de Íñigo Errejón sobre las obras schmittianas de sus maestros, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y, como símbolo, la foto tomada en el Congreso de los Diputados donde un sonriente Pablo Iglesias sostiene, cual declaración de principios, el libro Teoría del Partisano del jurista alemán-, no está de más acudir a este autor, uno de los grandes teóricos del constitucionalismo, aunque marginado por ser un pensador tabú -Carl Schmitt fue acusado de ser el jurista del Tercer Reich e investigado en Núremberg después de la Segunda Guerra Mundial para, finalmente, ser exonerado de toda responsabilidad- para, a través de sus planteamientos, obtener un análisis diferente respecto a la crisis creada por el gobierno de la Generalitat y su intención de celebrar un referéndum de independencia al margen de la Constitución.

Javier Castro-Villacañas



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Javier Castro-Villacañas

"Soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Carl Schmitt

Ahora que el filósofo alemán Carl Schmitt (1888-1985) ha sido rehabilitado por el populismo de izquierdas -ahí están los trabajos de Íñigo Errejón sobre las obras schmittianas de sus maestros, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y, como símbolo, la foto tomada en el Congreso de los Diputados donde un sonriente Pablo Iglesias sostiene, cual declaración de principios, el libro Teoría del Partisano del jurista alemán-, no está de más acudir a este autor, uno de los grandes teóricos del constitucionalismo, aunque marginado por ser un pensador tabú -Carl Schmitt fue acusado de ser el jurista del Tercer Reich e investigado en Núremberg después de la Segunda Guerra Mundial para, finalmente, ser exonerado de toda responsabilidad- para, a través de sus planteamientos, obtener un análisis diferente respecto a la crisis creada por el gobierno de la Generalitat y su intención de celebrar un referéndum de independencia al margen de la Constitución.

Ocurra lo que suceda finalmente el 1-O, el anuncio solemne realizado por Puigdemont y sus socios supone en sí mismo un hecho político de la mayor entidad con evidentes consecuencias jurídicas y constitucionales. Muchos analistas lo califican como un auténtico "golpe de Estado". Otros, más moderados, se refieren a él como una simple "quiebra" o "crisis institucional". Algunos, gráficamente, lo dibujan como un "choque de trenes" o "colisión de dos legitimidades".

Se mire como se mire, e independientemente del nivel de importancia que se quiera dar a la situación, existe unanimidad respecto a que el 1-O marcará un antes y un después en nuestro ordenamiento institucional y, también, en la organización territorial de nuestra comunidad política. De ahí su trascendencia.

Frente al "órdago a la grande" lanzado desde el Ejecutivo catalán, la respuesta de nuestras instituciones (Gobierno central, Parlamento y Tribunales) está siendo de perfil bajo, intentando, en todo momento, no alimentar la crisis. Se confía en que, finalmente, la quiebra de la legalidad se resuelva con la mínima intervención de los aparatos del Estado: la fiscalización semanal de las cuentas de la Generalitat junto a la actuación penal de jueces y fiscales cuando se detecte una conducta delictiva por parte de funcionarios o responsables políticos autonómicos. ¡Ojalá así suceda!

De igual manera que un criminal tan peligroso como Al Capone fue detenido por un simple fraude fiscal, el Gobierno espera que el pulso secesionista sea vencido con el mero anuncio de multas y la amenaza de embargo de los bienes de los implicados. Todo apunta a que las cosas no van a ocurrir de esta manera. Una amenaza tan grave a nuestro ordenamiento constitucional requeriría una respuesta, al menos, de igual magnitud por parte de los órganos del Estado dotados de tal responsabilidad.

Pero aún así, de suceder la tesis más optimista del gobierno de Rajoy: "Al Estado le bastan 24 horas para desmontar la ley de referéndum catalán", nos encontraríamos ante el anticipo de un capítulo posterior más virulento, cuyas consecuencias respecto a la paz social serían, si cabe aún, más peligrosas. También en el plano político el movimiento del tablero es telúrico, con desplazamiento de las piezas en juego -ahí está la propuesta de reforma constitucional abanderada por el PSOE a favor de un Estado plurinacional- no descartándose que la posición del PP quede en minoría primero y derrotada después en próximas convocatorias electorales.

Negar, por tanto, la situación de excepcionalidad creada en Cataluña es no querer ver la realidad. Como nuestros políticos no son ciegos ni tampoco memos, algo diferente debe estar ocurriendo en nuestra situación política para que no se puedan aplicar los instrumentos que nuestro ordenamiento constitucional tiene establecidos para situaciones de excepcionalidad. En cualquier país de nuestro entorno lo anterior sucedería sin mayores cuestionamientos. Confundir a la opinión pública con afirmaciones del tono de que "por ahora" nos encontramos únicamente ante una "realidad no jurídica", o que el anuncio separatista es una "mera manifestación de intenciones" "sin trascendencia jurídica alguna" sobre el cual "el Estado de Derecho no puede ni debe actuar", tal y como han declarado reiteradamente tanto el presidente, Mariano Rajoy, como su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, nos hace preguntarnos no solamente sobre los instrumentos que tiene el Estado para garantizar la seguridad y defensa de su propia existencia, sino por algo previo a la utilización de esos posibles mecanismos.

Ante la parálisis e inacción de nuestros órganos institucionales (ni aplicación del artículo 155 de la Constitución, ni invocación a la Ley de Seguridad Nacional, ni mucho menos mentar la declaración del estado de excepción) la verdadera cuestión pasa por saber quién, en nuestro sistema político del 78, tiene el poder de la excepcionalidad. Esto es, ante una situación de crisis, calificable sin ninguna exageración de "existencial", de nuestro ordenamiento constitucional es importante conocer quién es el auténtico soberano en nuestro régimen de poder, el único que podría aplicar como ultima ratio los mecanismos de corrección necesarios ante una situación de emergencia.

Es en este terreno donde el pensamiento de Carl Schmitt adquiere hoy plena actualidad. Aunque sirva también para oponerse a sus tesis. Para el filósofo alemán la normalidad se identifica con la situación sociopolítica que durante un cierto tiempo se desenvuelve con regularidad en un territorio concreto, sin ser cuestionada en el plano interno ni presionada desde el exterior.

En definitiva, para Schmitt es normal un orden sociopolítico asentado que funciona correctamente. Por contra, la excepcionalidad es aquella situación donde una grave crisis política implica un cuestionamiento profundo del orden sociopolítico. En otras palabras, la excepción para el pensador alemán se produce cuando se cuestiona el ordenamiento sociopolítico, bien por factores internos o por enfrentamiento con poderes exteriores.

La originalidad del filósofo germano radica en que, distanciándose de las tesis esgrimidas por los clásicos de la filosofía política moderna (Bodin, Hobbes, Rousseau…), para quienes la soberanía es la cualidad que posee un sujeto político que tiene atribuida una serie determinada de facultades, para Schmitt el soberano es simplemente aquel sujeto que "con éxito" (de facto) decide sobre la situación de excepcionalidad.

En el binomio entre normalidad y excepción, Schmitt señala que el soberano emerge, esto es, únicamente se hace visible, en aquel momento de tránsito (situación de crisis) entre la normalidad y la excepcionalidad. Y, consecuentemente, el soberano también aparece en el camino inverso: en el paso de la excepcionalidad a la normalidad, siendo su principal cometido precisamente ése: tomar la decisión. De ahí que se le haya bautizado a Schmitt como el padre del "decisionismo": el poder se sustenta en quien adopta esa "decisión soberana".

Una decisión que, necesariamente, cuenta con dos fases diferenciadas. Primero, decidir si se dan o no los presupuestos fácticos del estado de emergencia. Y segundo, decidir cómo afrontar dicho estado de excepción. Para Carl Schmitt, la decisión del soberano no supone una eliminación de la legalidad política. Precisamente, en situaciones extremas el orden es el resultado de la mediación entre la norma y la decisión.

En contra de lo que se suele afirmar reiteradamente, la tesis del decisionismo en Carl Schmitt no sirvió de argumento para justificar la llegada al poder de los nazis en la Alemania de los años 30. Más bien todo lo contrario. En la controversia doctrinal previa a la redacción de la Constitución de Weimar en 1919, entraron en debate, por un lado, las tesis defendidas por los teóricos del positivismo resumidas en el principio: "Nada puede estar por encima de la Ley".

Los positivistas sostenían la necesidad de organizar una teoría del Estado aséptica y neutral, la llamada Teoría Pura del Derecho donde el Estado sería, únicamente, un orden legal en sí mismo. Su principal pensador fue el jurista austriaco Hans Kelsen, para quien la jerarquía normativa fluía con absoluta normalidad desde el vértice de una pirámide legislativa coronada por la Constitución y bajaba, escalón a escalón, hasta los aspectos normativos más elementales. Para los positivistas, fuera de la Constitución y del Estado de Derecho no existe nada.

Esta teoría normativista ha sido la triunfante en la mayoría de los regímenes políticos constitucionales del siglo XX europeo -incluido el español-. Y aún sigue siendo predominante en la mayoría de las cátedras universitarias. Es, por tanto, la bandera flamante del pensamiento constitucional correcto actual. Lo anterior no quiere decir que, desde sus orígenes, este positivismo jurídico no haya sido duramente cuestionado. El principal argumento de sus opositores radicó en que el normativismo, al eliminar cualquier aspecto extra-jurídico a lo puramente legal, abandonaba otras realidades jurídicas y políticas que se producen sistemáticamente, como son, entre otras, la creación de un nuevo orden político, la legitimidad o no de ese nuevo orden jurídico-constitucional y la finalidad o efectos que producen esas nuevas situaciones políticas y legales en la sociedad.

Fue precisamente con el planteamiento de la llamada "situación de emergencia" o "estado de excepción" cuando la arquitectura perfecta del positivismo como "ciencia pura" comenzó a resquebrajarse. Los críticos del normativismo, con el filósofo alemán Carl Schmitt a la cabeza, plantearon que "un ordenamiento legal prescriptivo, no puede abarcar una excepción total, por consiguiente, la decisión de que existe realmente una excepción no puede ser derivada anteriormente de esta norma".

La respuesta de los positivistas fue aplicar el piñón fijo de su pensamiento. Esto es, afirmar que no existía ninguna laguna en el Estado Formal de Derecho ya que, la solución a esa posible grieta vendría por regular y legislar constitucionalmente los llamados "estados de excepción".

Es en medio de este debate intelectual cuando se aprueba la Constitución de la República de Weimar (1919-1933), con su famoso artículo 48, donde se legislaba tanto la llamada ejecución federal ("guerra civil constitucional", en palabras de Carl Schmitt), antecedente tanto del actual artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn como de nuestro peculiar artículo 155 de la Constitución.

El artículo 48 establecía lo siguiente: "En el caso de un Estado que no cumpla con los deberes que le haya impuesto el Reich, la Constitución o las leyes del Reich, el presidente del Reich podrá hacer uso de las fuerzas armadas para compelerlo a hacerlo", como también regulaba la adopción de "medidas de emergencia" por el presidente de la República alemana, "interviniendo con la asistencia de las fuerzas armadas si fuera necesario" y "si la seguridad y el orden público al interior del Reich son severamente dañados o están en peligro".

La crisis del parlamentarismo en Alemania vino, fundamentalmente, por la utilización excesiva de los decretos de excepción presidencial durante los años de vigencia de la Constitución de Weimar. El primer presidente de la República, el socialdemócrata Friedrich Ebert, utilizó este poder excepcional en 136 ocasiones, llegando a deponer a los gobiernos considerados ilegítimos elegidos en Sajonia y Turingia. Lo excepcional se convirtió en lo habitual.

La práctica parlamentaria llevaba a la necesidad de que el presidente del Reich, antes de aprobar un decreto de emergencia, se asegurase el apoyo del Reichstag (Parlamento). Con la consiguiente confusión de poderes. Con el paso de los años, las fuerzas totalitarias (nazis y comunistas), desde la minoría, se hicieron con el poder de decisión en el Reichstag. Fue la llamada “tiranía de la minoría”, situación antidemocrática que suele darse habitualmente en los regímenes parlamentarios.

Es en medio de esta crisis cuando Carl Schmitt publica con urgencia, en 1932, una de sus principales obras -Legalidad y legitimidad- donde plantea la necesidad de establecer los límites de la comunidad política y dejar fuera de ella a los partidos, nazi y comunista, que cuestionaban la legitimidad de la Constitución de Weimar. Nadie le hizo caso. Las elecciones parlamentarias de 1932 primero, y de 1933 después, posibilitaron el acceso al poder de Adolf Hitler y de su partido nacional socialista. El resto de la historia es conocida por todos.

Con los anteriores antecedentes tan desastrosos, resultaba lógico que, después de la II Guerra Mundial, se huyera como del diablo de los estados de excepción y emergencia. Sí se mantuvo, en el modelo alemán, la previsión de la llamada “ejecución federal” o “coerción federal” del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn (antecedente del artículo 155 de nuestra Constitución) donde no se regula, como sí ocurre en otros modelos federativos, la disolución o suspensión del Estado incumplidor. Lo que sí se contempla es la adopción de medidas para el cumplimiento de sus deberes federales tanto con respecto a la Ley Fundamental como a otras leyes de la Federación que se hayan infringido.

La regulación de los estados de excepción se introdujo más tarde en la Ley Fundamental alemana. Fue en 1968, en una situación de alarma ciudadana motivada por la irrupción del terrorismo de grupos de extrema izquierda como fue el caso de La Fracción del Ejército Rojo. Al contrario de lo que sucedía en la Constitución de Weimar, que otorgaban la iniciativa al presidente del Reich, la Ley Fundamental de Bonn introduce una regulación garantista de los estados de excepción basada en la primacía del Parlamento. Se establecen cuatro supuestos de estados de emergencia: el llamado estado de defensa (artículo 115) que tiene lugar cuando el territorio federal es objeto de una agresión armada; el denominada estado de tensión (artículo 80) previo a la declaración del estado de defensa armada; y el supuesto de estado de catástrofe (artículo 35) que se produce cuando tiene lugar un caso de catástrofe natural.

Nuestra Constitución está inspirada en el modelo alemán tanto en la legislación de las situaciones de excepcionalidad, artículo 116 de nuestro texto (donde se regulan los estados de alarma, excepción y sitio); como en la regulación de la llamada coerción federal prevista, como se ha indicado, en nuestro artículo 155. La diferencia entre el artículo 37 alemán y el 155 español se encuentra en que, en nuestra Constitución, el conflicto entre el Estado central y el autonómico debe atentar gravemente al interés general de toda la nación.

No es suficiente el mero incumplimiento de las leyes. Además, nuestro artículo 155 prevé un primer requerimiento a las autoridades de la comunidad autónoma incumplidora para que rectifiquen y atiendan sus obligaciones legales. Solamente en el caso de que dicho requerimiento fuera desatendido, las medidas adoptadas por el Gobierno deberán ser aprobadas por la mayoría absoluta del Senado. Nunca, ni en Alemania ni en España se han aplicado los anteriores preceptos excepcionales.

Para complicar las cosas, en el caso español, el Senado ha regulado, en el artículo 189 de su reglamento, el procedimiento de tramitación del supuesto excepcional del artículo 155 de la Constitución. Con arreglo al mismo, el Gobierno deberá presentar ante el presidente del Senado un escrito en el que manifieste el contenido y alcance de las medidas a aplicar, así como la justificación de haber realizado el requerimiento previo y el incumplimiento de éste. Luego la Mesa del Senado enviará toda la documentación a la Comisión de Comunidades Autónomas de la cámara alta, donde, nuevamente, se requerirá al presidente de la comunidad incumplidora para que conteste con las alegaciones que considere oportunas y designe a un representante ante dicha Comisión.

Después de todo este trámite la Comisión del Senado emitirá un dictamen razonado sobre si procede o no aprobar la solicitud del Gobierno central, incluyendo todas las observaciones y condicionantes que considere oportunos. Por fin, el pleno del Senado debatirá y votará la propuesta, siendo necesaria la mayoría absoluta para su aprobación. Calculando a la baja: al menos dos meses de trámite. En definitiva, como dijo Napoleón “si quieres que algo no se haga, encárgaselo a un comité”.

Un procedimiento tan complicado, con un doble requerimiento y una doble contestación de la comunidad incumplidora, lejos de lograr la urgencia que toda situación de emergencia debe exigir, hace, en la práctica, inaplicable este precepto tan necesario en todo Estado descentralizado, como es el caso español, que debe imponer, en caso de incumplimiento, la legalidad y jerarquía en sus relaciones institucionales.

Un intento de secesión encaja perfectamente en el supuesto establecido en el artículo 155

Un intento de secesión, como el liderado por el Gobierno de Puigdemont en Cataluña, encaja perfectamente en el supuesto establecido en el artículo 155 de nuestra norma suprema, porque afecta al principio básico de integridad territorial del Estado. Sin embargo, dadas las fechas, la inacción de Mariano Rajoy y el procedimiento dilatado del reglamento del Senado, la hace absolutamente inaplicable. Además, hay que unir a todo lo anterior, la falta de apoyo al Gobierno de otras fuerzas políticas (con el PSOE a la cabeza) que, en un régimen de consenso como el español, es no solamente necesario y sí absolutamente imprescindible (aunque el PP goce de la mayoría absoluta en la cámara alta).

Volvemos, por tanto, a las preguntas que, partiendo del pensamiento de Carl Schmitt, encabezaban el inicio de esta reflexión: ¿Quién tiene la decisión de la excepcionalidad en nuestra situación política? ¿Quién es el soberano en el régimen del 78? Antes de la abdicación del rey Juan Carlos I, contesté a esta pregunta afirmando que el soberano del régimen juancarlista era el pacto de poder, acuerdo de consenso, entre los partidos que redactaron la Constitución (PSOE, PCE, PP, nacionalistas) y la monarquía. Después de la llegada al trono de Felipe VI la situación se ha complicado. Tras el surgimiento de nuevas formaciones políticas (Podemos y Ciudadanos) y la huida del consenso constitucional de los nacionalistas catalanes, ese antiguo soberano, el consenso constitucional del régimen ha saltado por los aires.

Sin embargo, los vacíos de poder no existen. El soberano siempre está ahí. En palabras de Schmitt “siempre emerge en situaciones de excepción”. La ausencia o abandono de unos, siempre es sustituida por la presencia y la toma del poder de otros. Y en el caso de la crisis catalana lo anterior se hace más que evidente. Porque, para Carl Schmitt, el objetivo de la decisión soberana no es únicamente la preservación de una normalidad amenazada. En ocasiones, el soberano emerge para crear un nuevo orden sociopolítico. Resultaría paradójico que, ante la pasividad e inacción de nuestros mecanismos constitucionales, emergieran como soberanos de esta situación los separatistas catalanes. En realidad, y tal como estamos, solamente haría falta que ellos se lo creyeran o que leyeran con atención a Carl Schmitt.

Fuente: El Español