He desistido ya de entender la política catalana. Tras la aplicación del 155 los dirigentes soberanistas empezaron a hacer autocrítica. Bueno, con franqueza, tras el 155 y los primeros encarcelamientos.
Joan Tardà admitió que no había una "mayoría" suficiente. Anna Simó que “la vía unilateral es imposible”. Sergi Sabrià que el país “no estaba preparado”. Carme Forcadell que la DUI había sido “simbólica”. Hasta Carles Puigdemont manifestó que una alternartiva a la independencia era “posible”.
¿Qué ha cambiado desde entonces? Porque en las elecciones del 2017 el soberanismo obtuvo el 47,5% de los votos. En las del 2015, el 47,7%. Una diferencia de apenas dos décimas. La famosa base social está estancada desde hace años.
Incluso en la última encuesta del CEO, de este mismo viernes, el 48% quiere que Catalunya sea un “estado independiente”. Pero los partidarios de la independencia no han llegado nunca ni al 50%. El máximo fue en julio del año pasado, en pleno apogeo del proceso: 49,4%.
¿Por qué insisten, pues? ¿Por qué Quim Torra ha hecho el discurso que ha hecho? ¿Para contentar a la CUP? Ya sé que necesita sus votos pero ni con semejante discurso han aplaudido.
El candidato, en efecto, ha vuelto a poner en marcha el proceso. Ha acusado al Estado de ser una dictadura, al ministro de Zoido de malversar caudales públicos y ha anunciado que trabajará “sin descanso" por la República catalana.
Hasta ha reconocido que él es un paréntesis, un presidente provisional a la espera de Puigdemont, que es la mejor manera de desprestigiar una institución ya muy desprestigiada.
Ha habido, en todo caso, dos momentos cumbre durante su discurso. Uno, cuando ha hecho una llamada a dejar atrás el “insulto”. La bancada de la oposición se ha puesto a aplaudir vista su trayectoria en twitter. Vaya regalo.
Y el otro cuando ha comparado la crisis política catalana con una “crisis humanitaria” -ya lo hizo en su primera entrevista en TV3- como si esto fuera Somalia, Eritrea o Sudán del Sur.
Me ahorro la propuesta a Mariano Rajoy de una negociación entre “su gobierno y el gobierno de Catalunya”. La frase confirma que el procesismo continua instalado en una dimensión desconocida.
Al final se ha referido al “pueblo de Catalunya”. A diferencia de Tarradellas que, cuando llegó del exilio -aquello sí que fue un exilio- se dirigió a los “ciudadanos de Catalunya”. Es una diferencia sutil pero no baladí. Las repetidas llamadas a construir un nou país significa un país a su medida.
En fin, el pleno del Parlament era una muestra definitiva de la división del país: la mitad del hemiciclo aplaudiendo. La otra, en silencio
No eran dos mitades perfectas porque, en la parte superior derecha del hemiciclo, hay diputados de ERC. Y en la inferior izquierda están los comunes.
¿Pero si sólo el 47% de los catalanes está a favor de la independencia por qué vuelven a empezar? ¿Qué hacemos con la otra mitad? ¿Los echamos? ¿Los encerramos?
La única estrategia del soberanismo parece aquella de que cuanto peor, mejor. Que no es una estrategia. Ni siquiera una mala estrategia. O conseguir una reacción desmedida del Estado para que crezca el independentismo.
Han puesto en bandeja a Mariano Rajoy la prolongación del 155. ¿No decían que afecta tanto a la vida cotidiana de los catalanes? Digo a los catalanes de a pie, no a los altos cargos.
¿Qué quieren? ¿Un conflicto civil? A veces empiezo a creer que, como me dijo hace años un periodista digital, la independencia bien vale una guerra. Se refería no a una guerra con España sino a una guerra civil entre catalanes.
Yo estuve en los Balcanes durante el asedio de Sarajevo. Lo que más me llamó la atención es que se habían dedicado a quemar la casa del vecino para que no pudiera volver. No pretendo ser pesimista ni alarmista ni tan sólo demagogo. Pero ya no descarto nada.
Xavier Rius
Director de e-notícies