Opinión

Spengler y el katehon

Elespiadigital | Viernes 19 de abril de 2019

El filósofo alemán Oswald Spengler fue, a mi entender, la gran luminaria del siglo XX. Más allá de algún exceso, sobre todo en el terreno de sus analogías y licencias poéticas, y más allá de su alergia al racionalismo y al pensar sistemático, éste hombre fue, por encima de todas las cosas, un profeta, una mente poderosa y fina, una luz de larga mirada prospectiva.

Carlos Javier Blanco Martín



Carlos Javier Blanco Martín

El filósofo alemán Oswald Spengler fue, a mi entender, la gran luminaria del siglo XX. Más allá de algún exceso, sobre todo en el terreno de sus analogías y licencias poéticas, y más allá de su alergia al racionalismo y al pensar sistemático, éste hombre fue, por encima de todas las cosas, un profeta, una mente poderosa y fina, una luz de larga mirada prospectiva.

Hace un siglo publicó La Decadencia de Occidente [Der Untergang des Abendlandes]. El propio título, la polisemia (sobre todo para un hispanohablante) del término Untergang, su propia concepción originalísima, esto es, que la Historia posee una morfología, léase, que ella es un paisaje de culturas y civilizaciones antes que un fluido de aconteceres susceptibles de ser "explicados" por leyes… todo esto y mucho más hizo que su libro estuviera destinado al éxito y que, a favor o en contra, cerrilmente o de manera pausada, todo el mundo hablara de él. Spengler es, como su compatriota Schopenhauer, autor de "un solo libro".

Es cierto que dejó publicados más textos, ninguno de ellos exento de chispa, intuición, sustancia de interés histórico, político, sociológico, metafísico. Pero Der Untergang des Abendlandes es su catedral, su Magnum Opus, su cima, de forma parecida a como El Mundo como Voluntad y Representación fue la tarjeta única de entrada en el Olimpo del pensamiento para don Arturo Schopenhauer. En este dato, el de ser autores de un único gran libro, y no en su supuesto pesimismo, es donde yo cifraría el parentesco de los dos pensadores, don Oswaldo y don Arturo. No creo que exista verdadero pesimismo –al menos en Spengler– cuando el autor nos dice que este derrumbe y disolución (Untergang) es un proceso tan ajeno a nuestros sentimientos y anhelos como pueda serlo -a la galaxia entera- la evaporación de una gotita del arroyo o el lento fluir de una capa tectónica.

Tal mirada "cósmica" y más que "cósmica", cuasi teísta, con la que el filósofo de la Historia quiere situarse lejos, con vistas a despojar de antropomorfismo el curso inexorable de los acontecimientos humanos, recuerda no poco a los precedentes no reconocidos de Spengler: Hegel o Marx, ya miren atrás con ojos reaccionarios, ya vislumbren el futuro de un modo progresista y revolucionario. También Hegel y Marx han adoptado en no pocos momentos "el punto de vista de Dios" para ver lo que reyes, súbditos, contendientes o labriegos, obreros o magnates, hacen como sujetos incrustados en unas masas, o a la manera de hormigas atrapadas en la miel, pegajosa sustancia metida en un tarro de cristal a punto de caerse en añicos en el suelo. Que la Razón sigue su curso inexorable (Hegel), o que "fuerzas sociales por encima de la voluntad humana" (Marx) determinen a los individuos y a los grupos en sus cursos de acción, son esquemas de pensamiento que no está muy alejados del fatum spengleriano. Éste nos dice que la historia es la biografía de las culturas y las culturas –no las "sociedades" o las "naciones"- son la verdadera unidad vital cuyo decurso debe ser estudiado por el historiador.

El hombre europeo, y en concreto, una parte significativa y determinante de ese hombre europeo, el español, vive hoy tiempos oscuros y de encrucijada. Hay mucha oscuridad en esta noche para saber qué senda tomar. Algunos caminos, seguro, conducen hacia un despeñadero cuyo fondo parece tan hondo como infernal. Otros senderos son inciertos y llevan por divisa la palabra "muerte". Quién, si no Spengler, reflexionó hasta el fondo sobre la muerte fatal de las culturas. Las culturas, ya viejas y aquejadas de esclerosis, se llaman Civilizaciones. Son éstas, las grandes civilizaciones de la Tierra, plantas marchitas y cada vez más leñosas, casi pétreas. Y de piedra (o asfalto, hormigón, acero) están hechas sus ciudades. Ciudades desmesuradas y altaneras, "cosmopolitas" y "multiculturales" que, en realidad, ignoran el suelo de donde brotaron y crecen contra las mismas raíces de las que esa cultura, como retoño juvenil, un día brotó. Vivimos en una España y en una Europa asfaltadas, a muchos metros por encima del humus de donde vinieron nuestras etnias, nuestras raigambres, nuestros credos. Vivimos daltónicos sin ver la sangre bien roja de quienes la derramaron para que nosotros estemos aquí.

Al cadáver de nuestra España, y de nuestra cultura hispano-europea, devenida Civilización universal, ningún partido político le puede insuflar vida. El miedo a la balcanización de España, el asco ante la euroburocracia de Bruselas, el horror ante la invasión alógena, el deterioro de la familia, la peligrosidad e impunidad de los delincuentes, la burla de nuestra Historia y de nuestras Glorias, la injusticia económico-social, el auge de la oclocracia dentro y fuera de los partidos… Nada de eso, por sí sólo o en sinergia, puede ya formar detonantes de la preocupación colectiva para formar un "katehon", un movimiento de resistencia ante la disolución. España sola ya no puede resolver estos problemas. Hace falta un movimiento resistente y contrario a la decadencia a ambos lados del Atlántico, orillas del océano donde aún poseemos hermanos: América y Europa. Una "derechita" llena de complejos y que juega a ganar escaños y concejalías ya no nos vale. En realidad no nos sirve ni la izquierda ni la derecha. Todo el tingladillo de 1978 no sirve de nada ya, ni un chavo. Hace falta un gran muro de contención popular y una savia nueva y rabiosa. La noche es muy oscura. Es el momento pre-cesarista que profetizaba Spengler. Son las tinieblas que se te meten –frías– hasta en el hondón del alma, donde todo se confunde, en un cieno donde hasta la hez se traga con gusto y hace falta poseer, justo entonces, un faro en el cerebro y ver bien las cosas por dentro.