«El liberalismo, desde luego, murió de ántrax». ¿Morirá nuestra democracia de coronavirus? La frase inicial es de una de mis distopías favoritas: Un mundo feliz, del Aldous Huxley, una novela llevada como casi todas las de este tipo al cine, en donde una sociedad había llegado al máximo de su felicidad gracias a eliminar emociones, y darse a unas pastillas maravillosas llamadas Soma. Una especie del Imagine de John Lennon donde no es imaginación sino realidad un mundo sin religión ni guerras. Donde todo es nuevo. ¡Qué belleza eso de lo nuevo! El insulto Millennial por antonomasia es, y ustedes perdonen la ordinariez, no porque vaya a escandalizarles sino porque, simplemente, lo es: pollavieja. Una especie de señalamiento cipotudo a quienes parecen que quieren mantener no sé qué privilegios, según los mandatos del feminismo (?) de 4ª ola y sus aliades varones.
Pues lo viejo no está de moda ni entraría en los conceptos de la neocasta que se pregunta asombrado de que haya alguien que no quiera «ser una parte del cuerpo social», como se lee en dicha obra. Por eso hay concejales (lo siento, me resisto a poner aes donde no se pondrían oes al ser terminación en consonante neutra), que dicen que esto del COVID 19 es «un aviso de la naturaleza de que puede ser que estemos llenando la tierra de muchas personas mayores y no de jóvenes» (Elisabeth Merino, dixit). Y hasta el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) llegó a denominar «riesgo de longevidad» lo que devendría en un grave problema fiduciario. Y lo que uno espera es que el destino no nos alcance a los que ya peinamos canas y, como en el libro ¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio! de Harry Harrison, acabar siendo parte integrante (¡nunca mejor dicho!) del alimento Soylent green.
Las distopías, como ven, siempre se ponen en los escenarios posibles, que dirían los petimetres, más encantadores. Como Espía Mayor tendrán que imaginar que la que considero incluso libro de cabecera y de humor, es Pavana, de Keith Roberts, donde la Felicísima Armada de mi señor el secondo Filipo, tras el asesinato de la hereje Isabel Tudor, llega a desembarcar haciéndonos con la pérfida Albión. Por supuesto, en el más manido de los tópicazos negrolegendarios, el catolicismo meapilesco trentino ha impedido la Revolución Industrial y el progreso, y los inquisidores campan y mandan sobre Londinum (sic). Entrañable.
Pero las que ahora nos vienen a la cabeza son otras más acorde a las declaraciones acojonantes (literalmente, según el DRAE, «que acojona») del Gobierno. Pues oír hablar a la Ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno de España, María Jesús Montero, de que hemos de avanzar y posicionarnos «en este nuevo orden mundial»… ¡qué quieren que les diga! Me suena al neolenguaje orwelliano donde está a punto y nada de aparecer el Ministerio de la Verdad de la tantas veces citada 1984, de George Orwell. Hablar de desafección a las instituciones o de que se denuncien conductas insolidarias (ignoraba artículos al respecto en nuestros códigos sobre la insolidaridad). Pues que me suena a uno de los fines del Partido Ingsoc de la obra citada: «El partido instaba a negar la evidencia de tus ojos y oídos. Era su orden última y más esencial». Y el soniquete del legítimo presidente de la Nación de Naciones en Cogobernanza Asimétrica, don Pedro Sánchez, con lo de la Nueva Normalidad me suena a que nos quieren llevar al «mundo infinitamente benévolo del soma». O a no sé qué huerto, que dirían los castizos y no Huxley.
Cuando sale no sé cuántas veces el señor presidente, por la televisión, me vienen sin embargo a la cabeza aquellas palabras de otra distopía como para perdérsela, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury: «La televisión, esa bestia insidiosa, esa medusa que convierte en piedra a millones de personas todas las noches mirándola fijamente, esa sirena que llama y canta, que promete mucho y en realidad da muy poco». Cambien noches por la hora elegida por el prócer socialista, y añadan las comparecencias colegiadas del grupo de expertos grouchomarxianos, y no me digan que no le va la frase al pelo. Pero es que todo lo nuevo, lo nuevo a lo que nos acercamos, HA de ser bueno, en ese Plan de Transición hacia ella. De verdad que no sé porqué se empeñan en tal aserto, y no en recuperar la normalidad a secas. Tal vez porque lo viejo no vende y es momento de vendernos a saber qué a costa del brillo de esa novedad… que nos lleve a otras.
Por eso me vinieron a la cabeza las declaraciones de Carolina Bescansa siendo secretaria de Análisis Político, cuando dijo en su día dijo que «si en España sólo votase la gente menor de 45 años, [Pablo] Iglesias ya sería presidente del Gobierno», y por eso además, PODEMOS siempre ha abogado por adelantar al voto a los 16 años. Lo nuevo es vida. Lo viejo, pasado. Inútil. Esto hace que, inevitablemente, me venga a la cabeza La Fuga de Logan de William F. Nolan y George Clayton Johnson, y ese tránsito al que tendremos que someternos los, no ya pollaviejas, ¡ni los de mediana edad siquiera!, cuando la flor que se nos impuso al nacer en la mano, se ponga negra, a no ser que nos fuguemos a ese Santuario que aparece como una leyenda. Porque tras el carrusel que vemos en su versión cinematográfica donde parece que nos vamos de este mundo entre palmas palmitas para reencarnarnos, resulta que de eso nada. Matarile del bueno. La efebocracia es así.
Yo no quiero que «las decisiones políticas determinen la vuelta a la nueva normalidad», como anunció Sánchez, sino que gestionen lo que queda de este caos de gestión sin que nadie se ponga medallas con decenas de miles de fallecidos. Ni empezar a echarse los muertos unos a otros. Me da miedo que como en 1984, «quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro». Y hacer crítica constructiva, y permitir hacerla. Pero si no lo es, ¡también! Pues la libertad es el mayor de los dones que las democracias se dan a sí mismas. Acabo con una cita de ese mundo feliz al que no espero llegar, pues de ser así me escaparé al Santuario o al Bosque de los Hombres Libro:
«—¿Por qué está prohibido? [las obras de Shakespeare]
—Porque es viejo
—¿Aun cuando son bellas?
—Sobre todo cuando son bellas. La belleza es atractiva, y no queremos que el pueblo se sienta atraído por las cosas viejas. Queremos que le gusten las nuevas».
Por Javier Santamarta del Pozo
Publicado en ABC