Hace menos de un siglo nuestros abuelos quemaban iglesias. Para ellos era un símbolo del poder y además era fácil, sobre todo era muy fácil; estaban llenas de madera y de telas que ardían bien. No se necesitaba organización alguna, bastaban un par de iracundos y muchas ganas de provocar al orden establecido, a quien por cierto los descerebrados le venían como anillo al dedo para denunciar la barbarie, el radicalismo y el talante despreciable de los oprimidos. Una amañada tormenta perfecta donde cada cual se sentía plenamente realizado. Por lo demás, no afectaba al Poder, sino que lo reforzaba.
Fue una práctica eminentemente española y, como las corridas de toros, salvadas sean las distancias, irritaba tanto como enardecía. No sé cómo demonios se llamaría hoy a eso de quemar iglesias. Decir terrorismo sería impropio porque no daba miedo a nadie; desesperación de los desposeídos tampoco cabría en nuestro lenguaje donde los sindicatos son instituciones, vivimos en un conato de Estado de bienestar y los que nada tienen aguantan con el estatuto humillante del precariado. Tendríamos que adscribirlo a algo parecido a la kale borroka o los destrozos en bienes comunes de la ciudadanía, tal que sucede con la quema de neumáticos, el corte de vías públicas o la agresión física. No se ataca al enemigo: se jode al ciudadano en la esperanza de que se cabree no contra ellos sino frente al Poder. Y además llama la atención.
En Barcelona, sin ir más lejos, hay quien considera una batalla contra el sistema pinchar ruedas de bicicleta o pintarrajea autobuses de turistas -nadie los cita, ahora que se reza por que vuelvan-, y cabe deducir, aunque no lo escribamos, la diferencias entre los antisistema de hace un siglo y los del momento. Pertenecen a otra clase social y eso explica muchas cosas, por ejemplo, la selección de los símbolos. Quemar una iglesia pretendía ser una advertencia a los poderosos; derribar estatuas es un espectáculo que exige pasar por las redes para que los adheridos lo disfruten. Este posiblemente sea uno de los atractivos de que Colón, aquel visionario aventado del siglo XV, se haya vuelto un icono propenso al insulto y la desmesura.
Las grandes fortunas de Europa y América se edificaron sobre la sangre y el sudor de millones de esclavos. Buena parte de ellas se mantienen y hasta han crecido con el añadido de las nuevas esclavitudes que ha traído la globalización económica. ¿Por qué Colón? Sólo cabe una explicación para tomarle como símbolo de la opresión sobre las razas autóctonas: que es tan lejano que nadie sabe ya de su tortuosa vida, de su ninguneo histórico y menos aún de la envergadura de su hazaña. No es sino un signo de barbarie imaginar en este personaje de hace casi seiscientos años una responsabilidad en algo que tenga que ver con el esclavismo contemporáneo y ni siquiera con el incipiente comercio de su época. Lo suyo se cifraba en fama y poder, y la vida le fue pacata en ambas. Es majadería sacar a colación a Colón y a los aventureros que descubrieron a Europa una fuente infinita de posibilidades; después de ellos, nada volvió a ser igual y sólo por eso ya tienen su lugar en la historia.
Somos un hatajo de cínicos barnizados de petulancia. Siempre me atrajo la fascinación de la mediocridad universal sobre la Roma Imperial; no por ella en sí, que también, sino por la beatífica asunción de su equilibrio, su justicia, sus costumbres y sus singulares avatares políticos. Todos admitimos que éramos unos bárbaros frente a aquellos avasalladores guerreros y constructores. Es rarísimo encontrar una página que ponga peros al Imperio Romano; lo aprendimos todo de ellos, incluso su perversidad guerrera. Como chiste para aliviar, valga decir que los únicos que niegan la universalidad romana son los vascos nacionalistas que aseguran orgullosamente que jamás fueron romanizados; mejor les hubiera ido, intuyo, para sus entendederas y alivio de patrioterismos. Una mente lúcida habría deducido lo poco interesantes que debían ser aquellas tierras para que ni siquiera las hubieran hollado quienes tenían a gala no desperdiciar nada que pudieran explotar.
Pero quizá lo de los romanos, tan desalmados como cualquier poder imperial, suene hoy a filme de Hollywood, “peplum” creo que los llamaban en los estudios de Los Ángeles. Colón es más simple, tan vacío como un brindis al sol. Derribamos las estatuas de Colón -¿quién va a salir en su defensa?- y ya estamos, imagino, con la conciencia tranquila; la gran batalla frente al racismo y la xenofobia ha tenido su infantil victoria. ¿Qué más estatuas derribamos para adecentar un presente sin futuro?
En definitiva, es un ensayo con zarzaparrilla lo de las estatuas de Colón, pero no osamos seguir el hilo conductor que nos lleva a los destrozos de Boko Haram en África para borrar las huellas de cultura no islámica, o en Burkina Faso, la ignorada. Confieso que el tema me hiere, aunque sólo sea porque fui uno de los últimos visitantes de los esplendorosos restos de la ciudad de Palmira, aún en aquella Siria donde se decía que los libros árabes se editaban en Egipto, se vendían en Beirut y se leían en Damasco. Pero mi memoria es frágil y cada vez más huidiza y siento que nadie ya podrá gozar una noche de luna invernal entre las desérticas avenidas de aquel ensueño que volaron los islamistas.
Una nueva inquisición nos está atenazando la libertad y lo hace, como la de antaño, para salvarnos. La tortura es más variada que la antigua. El medio, el mismo; constreñirnos a que no podamos pensar diferente, a que cada individuo -¿hay que añadir “e individua”?- debe atenerse a lo que digan los portavoces. Este “neofascismo” de gente asentada que está consiguiendo lo que sus padres, mediocres apostólicos de las iglesias de sus intereses, habían soñado y no lograron: convertirnos en minorías silenciosas sobre lo fundamental, sobre la libertad de pensamiento. De lo demás hay que decir “lo que toca”: la que se dice izquierda es la izquierda, los que se creen asaltadores del cielo son acróbatas del infinito y los que se oponen a la fe carbonera, unos ansiosos de triquiñuelas para ocultar la gloria del liderazgo.
Esta Nueva Inquisición se alimenta de la estupidez, pero no de la suya, que está blindada, sino de la nuestra, que no acaba de entender que nos van enterrar en las pausas del coronavirus. Más que beatificar la España vaciada deberíamos detenernos en la que empieza a susurrar: la silenciada.
Gregorio Morán
Publicado en Vozpopuli