El 26 de mayo de 1976, “después de un agradable despertar por la mañana”, anota el biógrafo Rüdiger Safranski, uno de los más grandes filósofos del siglo, Martin Heidegger, se adormeció otra vez y a los 87 años murió.
Nicolás Mavrakis
Nicolás Mavrakis
El 26 de mayo de 1976, “después de un agradable despertar por la mañana”, anota el biógrafo Rüdiger Safranski, uno de los más grandes filósofos del siglo, Martin Heidegger, se adormeció otra vez y a los 87 años murió.
Dos días antes había escrito sus últimas palabras, un saludo para Bernhard Welte, un teólogo nacido en la misma ciudad alemana que él, Messkirch, no muy lejos de la Selva Negra, donde menciona una de las cuestiones por las que el pensamiento heideggeriano, a través del tiempo y la distancia, sigue entre nosotros: “Es necesaria la reflexión acerca de cómo puede existir todavía una patria en la época de la civilización del mundo uniformemente tecnificada”.
Esta preocupación por el impacto de la técnica en la existencia acompañó a Heidegger durante toda su vida. En 1910, con apenas 21 años, ya le reprochaba a la modernidad su “sofocante atmósfera, el hecho de ser un tiempo de la cultura exterior, de la vida rápida, de una furia innovadora radicalmente revolucionaria, de los estímulos del instante, y, sobre todo, el hecho de que representa un salto alocado por encima del contenido anímico más profundo de la vida y del arte”, recuerda Safranski. ¿Y acaso esta condena al vértigo provocado por la técnica (la tecnología, diríamos ahora) no suena parecida a la que cualquier crítico contemporáneo hoy le reprocha a lo que internet hace con nuestras vidas?
Si pensamos en filósofos actuales de la técnica como el surcoreano-alemán Byung-Chul Han, el italiano Franco “Bifo” Berardi o el francés Éric Sadin, el trazo grueso de sus advertencias contra una civilización digitalizada converge en lo mismo: a la sombra de las ideas de Heidegger, a su modo todos repiten con fórmulas como “la sociedad del rendimiento y la transparencia”, “tormenta de infoestimulación” o “siliconización del mundo”, que la humanidad aún es despojada de su esencia por el avance de la técnica (bajo la forma de redes sociales, algoritmos y pantallas), motivo por el cual nos convertimos en poco más que eslabones inertes de un mecanismo de pura explotación mercantil.
Es este “olvido del Ser”, en las palabras de Heidegger, lo que en pleno siglo XXI aún establece las coordenadas del conflicto entre el hombre y la máquina. Para entenderlo del modo más simple posible, nada mejor que las palabras del ensayista argentino Eduardo Grüner en La obsesión del origen (Ubu Ediciones): lo que la pregunta heideggeriana por la técnica revela es “una lógica cuya finalidad es la sustitución de la Verdad del Ser por un Saber mecanicista que hace del mundo una imagen eficiente, pero despojada de fundamento y valor profundo”.
El frenesí de la técnica desenfrenada
Si Heidegger marca todavía la raíz de las grandes inquietudes provocadas por los dispositivos tecnológicos que rodean nuestra existencia, es porque las computadoras, la televisión y los teléfonos celulares ocupan de manera creciente gran parte de nuestro tiempo “y la técnica presenta este hecho como un triunfo del espíritu”, explica el ensayista argentino Oscar del Barco en El estupor de la filosofía (Biblioteca Internacional Martin Heidegger). De hecho, la injerencia de la técnica incluso en la intimidad de la vida es presentada como lo que “salva”, escribe del Barco, en el sentido de que, tal como nos indica la lógica exhibicionista de las redes sociales, “la transparencia total es exhibida como felicidad”.
El punto clave está en que este proceso conduce a un mundo cada vez más anulado, rígidamente racional “y simultáneamente desprovisto de razón”, subraya del Barco. Y aún así, lo que el actual salto tecnológico digital hoy nos demuestra de manera cotidiana, Heidegger lo percibió antes (y mejor) bajo la idea de una naturaleza que se convierte en un objeto de cálculo, de manera que también el hombre empieza a mirarse a sí mismo como si se tratara de una cosa entre cosas. En términos heideggerianos, el Ser, es decir, la esencia humana que debería “desocultarse” para que pueda acontecer la verdad, resulta “velado” por la técnica.
Algunas obras del autor alemán
Pero la diferencia entre lo que estas ideas significaron para Heidegger y lo que hoy significan para sus acólitos quedó marcada por el singular contexto histórico del gran pensador alemán. A comienzos de los años treinta, cuando en el apogeo de su carrera Heidegger ya era rector de la Universidad de Friburgo, la tecnificación de la existencia era disputada por dos grandes poderes antagónicos en lo ideológico pero idénticos en lo modernizador: el comunismo y el capitalismo. Y ante “este mismo siniestro frenesí de la técnica desenfrenada y de la organización sin raíces del hombre normatizado”, como escribió Heidegger, fue entonces que con sus promesas de recuperación de los valores del suelo y la tradición, el nacionalsocialismo de Adolf Hitler sedujo al filósofo como una opción superadora.
Pensar antes y después del nazismo
De las perspectivas conjugadas durante décadas para entender la raíz filosófica del vínculo entre Heidegger y el nazismo, una de las más interesantes es la que encuentra el punto clave en el carácter de “revolución conservadora” del Tercer Reich. En tanto signo de aborrecimiento de lo moderno, por lo tanto, la decisión de Heidegger en favor del nazismo (al que se afilió y acompañó en público como académico hasta 1934, cuando renunció al rectorado de Friburgo) podría pensarse como una toma de posición humanística y, a la vez, antidemocrática, “replegada en los valores de la tradición y las raíces representados por el Führer”, como explican los franceses Luc Ferry y Alain Renaut en Heidegger y los modernos.
Según esta explicación, lo que Heidegger habría valorado en el proyecto de poder nazi es un retorno ideal a un “universo premoderno”, capaz de establecer en nombre de la identidad y la tradición germánicas un límite impenetrable a la avasallante tecnificación de la esencia humana (entre cuyos efectos estaba el fracaso de la democracia, ya que esta sólo reproduce la voluntad del poder técnico bajo la ilusión del voto). Aunque el entusiasmo duró apenas hasta 1934, lo interesante de esta perspectiva es que, a su manera, vuelve a plantear un dilema actual. ¿Es posible limitar el desarrollo tecnológico? ¿Acaso el siglo XXI no se pregunta todavía qué tanta internet es positiva y qué tanta es negativa? Y si ese límite fuera mensurable y se fijara en nombre de una tradición o una utopía, ¿quién lo establecería y cómo lo haría cumplir?
Desde ya, ninguna explicación sobre la relación entre Heidegger y el nazismo puede soslayar la contradicción entre los caminos abstractos del pensar y los rieles de acero que llevaron a millones de judíos a los campos de exterminio (de los que el filósofo se enteró después de 1945). Sin embargo, afirmar que Heidegger fue antisemita es inconsecuente con su vida privada o pública. En tal caso, si su romance con Hannah Arendt, la brillante filósofa judía que conoció en Marburgo cuando era apenas una estudiante, suele mencionarse como prueba de que Heidegger, evidentemente, no practicaba ningún “nazismo biológico” (como también lo prueba el vínculo tutelar con Leo Strauss, Karl Löwith o Emmanuel Levinas), su rechazo a viajar durante la guerra a los países ocupados como representante oficial del pensamiento alemán marca sus claras reservas como “nazi político”. En este sentido, el retiro oficial de los profesores judíos en Friburgo, por ejemplo, fue una política racial de la burocracia nazi a la que Heidegger (a pesar de sus a veces caricaturescos comentarios antisemitas en los Cuadernos negros) nunca dio una palabra pública de apoyo.
Serenidad ante las cosas y apertura al misterio
Concluida la Segunda Guerra Mundial y extinguido el Tercer Reich, se daría inicio a un largo debate académico (que durante unos años mantendría a Heidegger impedido de dar clases en las universidades) acerca de si se debía “cancelar” o no al autor de Ser y tiempo como filósofo o si, en el mejor caso, él mismo debía ofrecer el mea culpa de rigor que le permitiera rehabilitarse oficialmente como pensador. Contra lo más previsible, sin embargo, Heidegger sostuvo un sólido silencio sobre su etapa como simpatizante nazi que, con el correr de los años, fue llenándose con la abierta admiración de su obra por parte de nuevos y agradecidos difusores, en especial franceses, como Jean-Paul Sartre, Jacques Lacan, Michel Foucault y Jacques Derrida, entre otros.
Alrededor de la misma época, el pensamiento de Heidegger daría un giro (o un “retorno ahondado de lo mismo”, como apunta Grüner) hacia una versión más ligada al acontecimiento poético del Ser y su historia, movimiento con el cual retomará la pregunta por la técnica del modo en que todavía circula entre los filósofos del presente. Este proceso tuvo lugar durante los años en que, proscripto en los ámbitos universitarios, Heidegger siguió con sus seminarios y conferencias entre un público muy distinto: la burguesía de Bremen y Múnich, ciudades en las que trabajó gracias a la ayuda de viejos alumnos a pesar de que los empresarios, los comerciantes y las amas de casa que asistían a sus lecciones en clubes y salones no tenían la formación filosófica para entenderlo del todo. En 1953, a pesar de esto, Heidegger pronunció en Múnich una de sus conferencias más importantes, La pregunta por la técnica.
Pero fue en 1955 en su Messkirch natal donde Heidegger habló sobre la “serenidad”, un concepto con el que ofreció una respuesta propia al avance del engranaje de la tecnificación que marca, también hasta hoy, la paradoja en la que se deslizan quienes denuncian con espanto una sociedad digitalizada frente a la que tampoco es viable una actitud de negación o fuga. Esta “serenidad”, explica Heidegger, requiere una “actitud de simultáneo sí y no al mundo técnico con una palabra antigua: desasimiento de las cosas”, por lo que deberíamos dejar a los objetos técnicos “dentro de nuestro mundo cotidiano y a la vez afuera”. Por supuesto, la “serenidad” remite a la disposición a un nuevo destino (que al ocurrir aclare “la esencia del Ser”) antes que a una práctica concreta y calculada sobre los aparatos que nos rodean. Mientras tanto, debemos asumir “serenidad ante las cosas y apertura al misterio”.
Un incandescente legado filosófico en favor y en contra
Martin Heidegger no sólo tiene rigurosos adeptos entre los más populares autores de la filosofía actual (en La sociedad paliativa, el nuevo libro de Byung-Chul Han, se alude incluso a su concepto de “tierra” como lo que se oculta contra la “curiosa penetración calculadora”), sino que aún un marxista tan ajeno a sus ideas como Slavoj Žižek lo menciona (también en su nuevo libro, Como un ladrón en pleno día) tanto para subrayar la importancia de un pensar dispuesto a avanzar contra sí mismo como para recordar qué significa “el fin de la naturaleza” en manos de la biogenética. La misma estela recorre a autores argentinos como Eduardo Grüner y Oscar del Barco, capaces de iluminar los últimos debates en torno a Heidegger, aunque también es palpable en otras líneas de análisis que, a partir de las premisas de su filosofía de la técnica, ofrecen ideas propias para pensar el presente. Es el caso de La imprevisibilidad de la técnica (UNR editora), de Margarita Martínez e Ingrid Sarchman.
A la luz de discípulos díscolos de Heidegger como el francés Gilbert Simondon o el alemán Peter Sloterdijk, las autoras trazan una relación con las máquinas del siglo XXI que escapa de la “histeria antitecnológica” que se niega a asumir, precisamente bajo el peso de los preceptos heideggerianos, que la naturaleza humana es “el resultado de la técnica circundante”. A partir de ahí, sus discusiones abordan asuntos tan distintos como el significado del término “deconstrucción” (acuñado por Derrida antes de resurgir en las disputas de género mediante una reapropiación de los conceptos de Heidegger sobre el lenguaje técnico) o procesos urbanos como la “gentrificación”, que permite entender cómo funciona ese “espectro de la melancolía” que renueva en clave vintage la fascinación por los discos de vinilo o los cassettes, objetos cuya extinción se tiñe con los mismos tonos sepia con los que Instagram exhibe nuestra última selfie. Y es otra vez sobre el territorio digital, entonces, que nuestras imágenes virtuales se (y nos) tensionan entre “el develamiento y la ocultación”.
Por lo demás, la presencia de Heidegger continúa entre quienes apuestan por pensar dentro de las universidades como entre quienes, por el contrario, lo hacen más allá de las aulas. Es por esta razón que, aún si los académicos que analizan los pormenores más detallados de su obra siguen publicando y discutiendo nuevos libros año tras año, al mismo tiempo su nombre reaparece tanto en la obra de un autor novel como el chino Yuk Hui, que en Fragmentar el futuro (Caja Negra) intenta “ir más allá del discurso de Heidegger sobre la tecnología”, como en los artículos de la eslovena Renata Salecl, cuya crítica a la “obsesión por la eficiencia” en El placer de la transgresión (Ediciones Godot) es deudora de las mismas intuiciones realizadas hace más de cien años por uno de los más grandes y polémicos filósofos del siglo XX.