Presentamos esta primera parte (de un total de dos) de una apasionante y profunda entrevista efectuada por Alain de Benoist al filósofo ruso Aleksandr Duguin.
Alain de Benoist
Alain de Benoist
Presentamos esta primera parte (de un total de dos) de una apasionante y profunda entrevista efectuada por Alain de Benoist al filósofo ruso Aleksandr Duguin.
Intelectual, políglota, filósofo y geopolítico, Aleksandr Duguin es, actualmente, el principal teórico del eurasismo, doctrina geopolítica cada vez más influyente en la escena política rusa. Nadie mejor que él para dibujar el retrato del inquilino del Kremlin.
A ojos de muchos, Vladimir Putin es un enigma. Diabolizado por unos como un “nuevo zar” o un eterno “agente del KGB”, adulado por otros como el restaurador de la “Rusia tradicional”, se ha convertido, particularmente desde sus últimas reelecciones, en el “gran Satán” de los norteamericanos y de sus extensiones occidentales. La histeria antirrusa que reina actualmente en Estados Unidos permite comprender que, ya en la época de la guerra fría, el antisovietismo servía de biombo a un antagonismo político mucho más fundamental. ¿Cuáles son las causas profundas de esta actitud?
Los acontecimientos que se desarrollaron desde los años 80 nos han dado una gran lección revelándonos la importancia crucial de la geopolítica. A la luz de la geopolítica, la historia de un siglo atormentado por los conflictos ideológicos encuentra su explicación. Nos proporciona también los medios para comprender lo que pasa en nuestro entorno. La guerra fría no puede resumirse como un simple enfrentamiento entre el “mundo libre” y el mundo soviético. Es también, incluso más, un nuevo episodio de un conflicto mucho más fundamental entre la potencia del Mar, la talasocracia anglosajona, y la potencia de la Tierra, la potencia telúrica eurasiática. Después de la caída de la URSS, la primera parece haberse impuesto. Su triunfo corresponde al objetivo final del “progreso”, tal y como lo conciben las élites mundialistas:
En esta perspectiva, Rusia, en su calidad de gran potencia telúrica, era considerada como perteneciente al pasado. Esto pudo creerse en la época de Boris Eltsin, que vio una especie de “diluvio marítimo” abatirse sobre el mundo de la Tierra. Absorbida por las reformas liberales, Rusia no existió ya como imperio y comenzó a desintegrarse con las guerras de Chechenia y del norte del Cáucaso. Es entonces cuando aparece en Moscú una figura emblemática, Vladimir Putin, que ha cambiado completamente el curso de los acontecimientos. Putin comienza restaurando la potencia eurasiática, es decir, el polo telúrico, reforzando, de un golpe, la integridad y la soberanía de Rusia. Esto no lo hizo bajo la influencia de los movimientos eurasistas sino, inesperadamente, por iniciativa personal. En la medida en que él se oponía al mundo unipolar deseado por los medios atlantistas, apareció como una amenaza y un obstáculo para los proyectos mundialistas, que son también los mismos del sistema capitalista. Que sea designado como el “gran Satán” entra pues dentro de la lógica. Para aquellos que están del lado del Mar contra la Tierra, él representa el mal: es un demonio. Para aquellos que se oponen a la talasocracia y aspiran a un mundo multipolar, él es, por el contrario, al salvador de la potencia continental, de la Rusia soberana y de una Europa independiente.
La derecha nacional, la francesa en particular, manifiesta con frecuencia una gran simpatía hacia Putin ?excepción hecha de los círculos que le son hostiles por solidaridad con los nacionalistas ucranianos?; pero esa derecha no conoce prácticamente nada de la complejidad de la escena política rusa. Se atribuye frecuentemente a Putin un “discurso ultraconservador” (defensa de la familia tradicional y de la identidad cultural del pueblo ruso, crítica del materialismo y del racionalismo), pero esta opinión también puede resultar de una visión precipitada de la realidad rusa sobre esquemas tradicionales occidentales. ¿Qué piensa de ello?
Hay que tener en cuenta lo que en sociología se denomina el hecho social. El hecho social es el que crea la sociedad. Si la derecha europea, la que está próxima a ciertos círculos radicales, piensa que Putin es un conservador y un tradicionalista, esto significa efectivamente que lo es para ellos. Pero yo no creo que Putin sea un ideólogo. Es un hombre que se adapta a las circunstancias. Todo lo que se puede decir es que a partir del momento en que él defiende a Rusia como entidad independiente y soberana, entonces se apoya automáticamente en valores que contradicen los de los medios mundialistas (individualismo, teoría de género, deconstrucción de los Estados, destrucción de la familia, inmigración masiva, etc.).
La oposición liberal a Putin es conocida, pero no es la única. Está la representada por el partido comunista de Ziouganov. Y qué decir de los jóvenes escritores antiliberales como Zakhar Prilepine o Sergueï Chargounov, activos en los grupos “La Otra Rusia” o “Estrategia 31”, que no dudan en definirse como nacional-bolcheviques o revolucionario-conservadores, reclamándose de una nueva forma de “socialismo ruso”. ¿Qué opina?
Que tiene toda la razón. Vladimir Putin no es el único en encarnar una mezcla de antiliberalismo y conservadurismo orgánico en Rusia. La diferencia es que él es un zar, mientras que los demás no representan nada. Su poder no es un poder totalitario ejercido desde lo alto, sino una especie de poder monárquico autoritario que responde a una demanda que viene desde lo bajo. Putin responde a esta demanda que él no ha suscitado ni ha impuesto. Las ideas de Ziouganov las conozco muy bien porque le ayudé a elaborar la doctrina de un partido comunista renovado. Pero, sinceramente, no creo que esto sea importante. Ziouganov no interesa a casi nadie. Su partido es un aparato burocrático que no influye en las ideas actuales en Rusia. Lo que cuenta ahora es lo que pasa por el corazón y la cabeza de Putin.
Los actuales jóvenes nacional-bolcheviques, contrariamente a los de los años 90, que eran sobre todo idealistas, son principalmente oportunistas que han seguido a Limonov en su período liberal. Limonov ha conservado la etiqueta de nacional-bolchevique que yo le propuse, pero él jamás se ha identificado realmente con la misma. Es un personaje inclasificable, muy individualista, preocupado ante todo por reafirmar su ego en relación con el resto del mundo. Está él, por un lado, y el resto del mundo, por el otro. Como es enérgico y talentoso, puede dotar a su combate individualista de un perfil no-conformista, combinando todas las ideologías radicales de derechas y de izquierdas, pero esto no le impide, siempre por su anticonformismo, hacer de punta de lanza con los liberales frente a Putin. Sus motivaciones no son ideológicas, sino artísticas y literarias.
Por mi parte, encuentro que Chargounov y sus amigos son menos talentosos que Limonov. Buscan, imitándole, integrarse en el establishment cultural y político, pero carecen de profundidad y radicalidad. El no-conformismo es, para ellos, una forma de promocionarse, lo que explica que hayan seguido sucesivamente a los liberales y a los nacionalistas de Novorrussia.
La Federación Rusa es hoy el país más grande del mundo. No es un Estado-nación sino un Estado multicultural que reúne a más de un centenar de “nacionalidades” y donde viven también más de 20 millones de musulmanes. «Rusia, como país eurasiático, es un ejemplo único donde el diálogo de culturas y civilizaciones se ha convertido prácticamente en una tradición de la vida del Estado y de la sociedad», decía Putin en 2003. Esta descripción, ¿se corresponde con la realidad?
Se corresponde con un hecho, precisamente porque Rusia no es un Estado-nación. Hoy es el resto de un imperio, una suerte de “imperio abreviado”, pero que siempre está en el corazón del imperio. El imperio, en el pleno sentido del término, correspondería a las fronteras de la antigua Rusia imperial. La actual federación ha conservado las características multiétnicas de toda construcción imperial tradicional, como importantes minorías religiosas, comenzando por los musulmanes, pero también hay otras varias. Es también la razón por la que combina un fuerte centralismo estratégico con una organización político-administrativa regional de una gran flexibilidad. Todo esto no le debe nada a Putin, pues se explica por la realidad histórica y sociológica. En sus fronteras actuales, Rusia es todavía demasiado pequeña para ser realmente un imperio,
Después de los hechos terroristas de Beslan, Putin suprimió la elección por sufragio universal de los gobernadores de siete grandes regiones administrativas (o distritos federales) creadas en el año 2000. ¿Debemos ver en ello un fortalecimiento del poder central en detrimento del “localismo” propuesto en el pasado por los círculos eslavófilos?
No es el caso. Sólo se trató de corregir ciertas disposiciones constitucionales de la federación rusa que habían sido adoptadas bajo la influencia de los liberales en la época de Boris Eltsin, disposiciones que introducían el principio de la soberanía nacional de las repúblicas que componían la federación, con el riesgo de transformarla progresivamente en una simple confederación de Estados nacionales independientes. En el momento de la guerra de Chechenia, la rebelión chechena pudo hacer valer, en caso de victoria, esas mismas disposiciones para reclamar una completa independencia que habría anunciado el fin de la federación. Desde su llegada al poder, Putin ha querido conjurar este riesgo de desintegración. Pero es importante ver claramente que este golpe de mano no va contra el principio de subsidiariedad, en cuanto que no cuestiona las delegaciones de poder en las autoridades regionales y municipales, al tratarse de niveles diferentes. El federalismo no puede funcionar adecuadamente si la unidad estratégica del país es impugnada.
Se dice que Putin es uno de esos raros jefes de Estado provistos de una sólida cultura intelectual. Ha efectuado comentarios sobre Leibniz, cuya influencia en Rusia fue muy grande a partir de la mitad del siglo XIX, pero también sobre Soloviev, Leontiev y Berdiaev, incluso sobre Solzhenitsyn. Igualmente ha citado en alguno de sus discursos a Ivan Ilyin (1883-1954), ese filósofo hegeliano conservador que fue expulsado por Lenin en 1922. De creer a algunos comentaristas, ¿se habría convertido Ivan Ilyin en el pensador oficial del “putinismo”?
Esto es totalmente exagerado. Putin es un patriota pragmático; en absoluto es un intelectual y pienso incluso que su cultura es fragmentaria. La gente de su entorno le sugiere, sin duda, leer a tal o cual autor. ¿Lo hace? Lo ignoro. Todo lo más que puedo pensar es que él tiene una simpatía natural por ciertas ideas conservadoras. En cuanto a Ilyin, presentarlo como una suerte de “pensador oficial” no tiene ningún sentido. Es, por otra parte, un pensador bastante mediocre, un conservador sin duda, pero poco interesante, superficial, ecléctico. Su monarquismo y su anticomunismo le pudieron valer simpatías, en la época de la guerra civil rusa, en el seno de la emigración de “rusos blancos”, pero sus escritos no tienen ningún encanto. Quizás se le podría aproximar al conservadurismo europeo de los años 20, incluso del fascismo italiano, pero sin la dimensión cultural artística del vanguardismo de entonces. No pienso que sea hoy muy leído entre las élites.
El patriotismo es, aparentemente, un valor en alza en Rusia. Pero el actual patriotismo ruso, ampliamente basado en la victoria de 1945 sobre el nacionalsocialismo, no es exactamente el mismo que predica la corriente eslavófila: su particularidad es la de exaltar, a la vez, la era zarista y la estaliniana, como lo atestigua la célebre Carta al camarada Stalin publicada en julio de 2012 por Zakhar Prilepine. Este patriotismo, ¿es una forma de fidelidad a la idea de Rusia, a la de la Unión Soviética, o a ambas?
Diría que es más una reacción orgánica dirigida contra el liberalismo, los Estados Unidos y la civilización posmoderna occidental. Los rusos están orgullosos de la grandeza de su país, ya sea bajo los zares o bajo los soviets. No hay en el país ninguna ideología nacional–bolchevique, sino una reacción ecléctica que apela a períodos diferentes, e incluso opuestos, de nuestra historia, sin establecer entre ellos una jerarquía particular. Este patriotismo tiene, al menos, la ventaja de crear las condiciones propicias para la difusión, dentro de las nuevas generaciones, de corrientes de pensamiento más coherentes y mejor estructuradas.
En el plano económico, Rusia va superando poco a poco la catastrófica política elaborada por Igor Gaidar en la época de Boris Eltsin. Pero parecen existir en el Kremlin dos tendencias opuestas en materia económica. Contra la tendencia liberal representada por el antiguo ministro de finanzas Alexei Koudrin, Putin parece apostar hoy por el grupo Stolypin representado por Serguei Glazyev y Boris Titov, más próximas a las ideas de Friedrich List que a las de Adam Smith. ¿Anuncia esta apuesta una reorientación de la economía rusa?
Las cosas son más complejas. En el plano estrictamente económico, Putin no es un adversario del liberalismo. Los ministros clave del gobierno Medvedev eran, además, liberales convencidos. En economía, Putin es liberal en el sentido mercantil del término. Se le podría definir, incluso, como un liberal–mercantilista. Esto significa que no busca poner en cuestión la economía de mercado, sino que desea que el Estado conserve el control de las transacciones comerciales internacionales. También quiere que los recursos naturales continúen bajo el control del Estado o bajo el control de su clan.
¿Cómo juzga la reacción de Putin ante la crisis ucraniana? ¿Piensa que las tensiones en el este de Ucrania están condenadas a intensificarse? En un momento en que la OTAN está preparada para una guerra hipotética destinada a “proteger” a los “países bálticos”, ¿cree en una escalada bélica? ¿Hasta dónde puede llegar esta tensión?
En Ucrania, los Estados Unidos han apostado por un peligroso juego. Cuando en el pasado han tenido una ocasión de hacerlo, siempre han dado la impresión de que estaban dispuestos a lanzar una nueva “guerra caliente”. Después, la tensión cae y los americanos se ponen de acuerdo con los rusos para no comprometerse en una escalada extrema. Pero, por supuesto, nada está decidido. La elección presidencial norteamericana también ha jugado su papel.
Las sanciones adoptadas por los europeos después de la reintegración de Crimea a la Federación Rusa probablemente han terminado por convencer a Putin de que una Europa verdaderamente independiente no es algo que esté a la vuelta de la esquina. Como consecuencia, ha acentuado su aproximación con China y dado cada vez más importancia a la Organización de Cooperación de Shanghái fundada en 2001. ¿Es suficiente decir que Putin se sitúa ahora en una óptica más “eurasiática” o se trata únicamente de realismo político?
Putin es un jefe de Estado realista. Está, además, intelectualmente más cerca de los europeos que de los chinos, los cuales pertenecen a una civilización completamente distinta. A Putin le hubiera gustado convertirse en aliado de una Europa independiente en el contexto de un mundo multipolar, pero Europa está, efectivamente, comprometida por completo con el atlantismo, colonizada por los norteamericanos. Europa no es libre, puesto que no tiene ni siquiera la libertad de apoyar a Putin como aliado. No se pueden tener relaciones estratégicas con alguien que no es libre. En la medida en que Europa siga bajo control estadounidense, se convertirá cada vez más en la cabeza de puente de la estrategia norteamericana sobre el continente eurasiático, y la amistad que Putin desea no será posible. Si Europa vuelve a ser soberana, todo será diferente. Sucede lo mismo con Israel. Siendo realista, Putin no tiene otra opción que buscar aliados fuera de Europa, en China, por ejemplo. No creo que esté feliz haciéndolo, pero no puede hacer otra cosa porque la Europa política no existe todavía.
En Oriente Próximo, Putin ha jugado muy inteligentemente en el asunto sirio. Pero, aun consolidando el eje Moscú-Damasco-Teherán, se ha esforzado también por mantener buenas relaciones con Israel e incluso, de forma espectacular, con Turquía. ¿Qué piensa de ello?
Israel y Turquía son dos casos distitnos. En principio, Israel no es una potencia regional, sino solamente un instrumento de la política norteamericana en Oriente Próximo. Putin nunca será dependiente de Israel, por la simple razón de que los israelíes son dependientes de los Estados Unidos. Los israelíes no son más libres que los europeos. Putin no tiene nada contra ellos, pero tampoco siente ninguna obligación hacia ellos porque no representan ninguna potencia autónoma en la arquitectura estratégica de la región. Para las cosas serias se dirige directamente a Washington.
Turquía es, por el contrario, una potencia regional, y una potencia tradicionalmente celosa de su soberanía nacional. Es para garantizar su soberanía por lo que optó estratégicamente por la OTAN frente a la amenaza que representaba Stalin. Hoy, los intelectuales y los más próximos a Erdogan, sobre todo después de la tentativa de golpe de Estado, piensan que el principal desafío estratégico para Turquía no lo representa Rusia, sino los Estados Unidos. Es también la opinión de los kemalistas, que en principio se opusieron a Erdogan hasta que terminaron por darle la razón. Esto ha permitido evitar una guerra entre Rusia y Turquía, y también ha favorecido el acercamiento con Teherán y Damasco, que no es precisamente lo que quería Estados Unidos. Creo que Rusia va a reorganizar la arquitectura estratégica de Eurasia creando múltiples vínculos.
https://elmanifiesto.com/entrevistas/681181412/Quien-es-Vladimir-Putin-I.html