Mucho se ha dicho y escrito sobre el término ‘historia’ entendido como la narración o exposición verdadera de los acontecimientos pasados y dignos de memoria. Pero, aún así, quizás convenga recordar esta consideración del político, escritor y brillante orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.): “El que no conoce la historia -o no sabe lo sucedido antes de que él naciese- toda su vida será un niño”.
Pocos años después, el historiador Tito Livio (59-17 a.C.), que fue amigo y protegido del emperador Augusto y educador del futuro emperador Claudio, añadió un cierto toque didáctico a lo dicho por Cicerón. En su impresionante versión de la historia de Roma, titulada ‘Ab urbe condita libri’ (también conocida como las ‘Décadas’), de la que sólo nos ha llegado una reducida parte de sus 142 libros, afirmó: “Lo principal y más saludable en el conocimiento de la historia es poner ante la vista enseñanzas que parecen decirnos ‘Esto debes hacer’ y ‘Esto evitar’, en provecho tuyo y de la república”…
Estas citas vienen a cuento de la controversia que sin la menor duda va a generar el tema político del momento: la reforma de la vigente Constitución Española de 1978, que cada vez se muestra como más polémica y, en razón de su progresivo descrédito, también como más conflictiva. De hecho, ya no se trataría de una actualización o de una reforma perfeccionista, como pueden creer algunos políticos despistados, sino de una necesidad impuesta por el desafío del soberanismo catalán, con el vasco también a punto de eclosión.
UNA VISIÓN MAGISTRAL DEL LABERINTO ESPAÑOL
Y, sin necesidad de convenir, ni mucho menos, que la historia es maestra de la vida, entre otras cosas porque difícilmente se llega a repetir y porque, en cualquier caso, el escarmiento parece estar reñido con la condición humana, también recurrimos en el contexto de la reforma constitucional a citar ‘El laberinto español’, la brillante y minuciosa obra de Gerald Brenan (1894-1987) tenida entre otras cosas como imprescindible para entender los antecedentes y los problemas que determinaron la trágica guerra civil española (1936-1939). Siquiera sea porque, a menudo, todos recurrimos a lo que hemos sido para disculpar lo que somos y encaminarnos a lo que pretendemos ser.
El libro de Brenan fue editado por ‘The syndics of the Cambridge University Press’ en 1943 y posteriormente, en 1962, en Francia por ‘Editions Ruedo Ibérico’ (una traducción al español de la versión inglesa de 1960), tras ser prohibido por el régimen franquista. En él se analizan con gran rigor los problemas de la España anterior a 1936, que en sus grandes líneas siguen siendo los de la España actual, presentándose editorialmente como una introducción perfecta a la lectura de ‘La guerra civil española’ de Hugh Thomas, obra que había iniciado la colección ‘España Contemporánea’ de la emblemática editorial antifranquista fundada en París por cinco refugiados políticos españoles y que funcionó desde 1961 hasta 1980.
‘El laberinto español’, publicado en plena II Guerra Mundial y apenas cuatro años después de terminada la guerra civil española, intentaba mostrar al público las razones profundas de aquella lucha fratricida recién concluida, pasando revista a los acontecimientos políticos y sociales más notables a partir de la Restauración de 1874 y hasta la conclusión de la contienda.
Y ya en el prólogo de la primera edición inglesa, es decir en su tiempo y en sus circunstancias, el propio Brenan advertía a los lectores:
(…) Lo primero que hay que observar es la fuerza del sentimiento regional y municipal. España es un país de la “patria chica”. Cada pueblo, cada ciudad, es el centro de una intensa vida social y política. Como en los tiempos clásicos, un hombre se caracteriza en primer lugar por su vinculación a su ciudad natal o, dentro de ella, a su familia o grupo social, y sólo en segundo lugar a su patria y al Estado. En lo que puede llamarse su situación normal, España es un conjunto de pequeñas repúblicas, hostiles o indiferentes entre sí, agrupadas en una federación de escasa cohesión. En algunos grandes periodos (el califato, la Reconquista, el Siglo de Oro) esos pequeños centros se han sentido animados por un sentimiento o una idea comunes y han actuado al unísono; más cuando declinaba el ímpetu originado por esa idea, se dividían y volvían a su existencia separada y egoísta. Esto es lo que ha dado su carácter espectacular a la historia de España. En lugar de unas fuerzas que se van formando lentamente, como es el caso de otras naciones europeas, se han sucedido alternativamente los minúsculos conflictos de una vida tribal y unas grandes explosiones de energía que, económicamente hablando, surgen de la nada.
Así pues, el principal problema político ha sido siempre el de alcanzar un equilibrio entre un gobierno central eficaz y los imperativos de la autonomía local. Si en el centro se ejerce una fuerza excesiva, las provincias se sublevan y proclaman su independencia; si esa fuerza es insuficiente, se retiran sobre sí mismas y practican una resistencia pasiva. En sus mejores épocas, España es un país difícil de gobernar. Y ocurre que esta dificultad se ha visto acentuada, o incluso causada, por el hecho de que Castilla, que por su posición geográfica y por su historia representa la tradición centralizadora, es una meseta desnuda, pobre en agricultura, en recursos minerales y en industria. Las provincias marítimas son mucho más ricas y más industriales. De esta manera, aunque sólo Castilla pueda mantener unida a España -pues es impensable una España gobernada desde Barcelona, Bilbao o Sevilla- los castellanos carecen de dinamismo industrial y comercial para dar al país una eficaz organización económica. Su actitud es militar y autoritaria, y las provincias más ricas e industriales han comprendido pronto que, mientras estén gobernadas por Castilla, no sólo se sacrificarán sus libertades locales sino también sus intereses económicos. Ciertamente pueden señalarse excepciones parciales a lo dicho -entre las que destacan el reinado de Carlos III (educado en Italia) y la dictadura del andaluz Primo de Rivera-; pero en general puede decirse que la causa principal del separatismo español ha sido la apatía industrial y comercial de los castellanos. ¿De qué otra manera cabe explicar el hecho de que, en una época en que los métodos modernos de producción y comunicación creaban estrechos vínculos entre las naciones europeas y mientras se unían los pequeños Estados de Alemania e Italia se agudizaran las tendencias separatistas en España? (…)
Es verdad que si bien algunas consideraciones de Brenan, suscritas como decimos en 1943, hoy tendrían que adecuarse a la evolución económica del país, las de carácter político y social tienen mucha mayor vigencia. España ha experimentado materialmente cambios radicales desde los años en los que Brenan forjó su lúcida imagen del ‘laberinto español’; pero, aun así, lo que cuenta y subyace en su libro (que todavía merece una lectura pausada y atenta) no nos resulta extraño. Algo queda en él que atrapa nuestra atención y esclarece la esencia de nuestra realidad histórica, a tener muy en cuenta en nuestros días para afrontar con éxito cualquier reforma institucional o vertebral de España y aún para sobrevivir como país.
Por rigurosa y veraz, la idea de Brenan sobre nuestro país, nacida en un tiempo concreto pero sólidamente fundamentada en su pasado más profundo, siempre prevalecerá. De cierta forma, su libro fue escrito para dar a conocer al público británico y europeo lo que España tiene de singular como pueblo y como nación, sin que el autor oculte su admiración por nuestras virtudes y su comprensión con nuestros defectos.
Y si es verdad que sus opiniones personales refuerzan el tópico del ‘Spain is different’, su afán de objetividad remontan a Brenan hasta la Reconquista y el descubrimiento de América para buscar y explicar el origen de nuestro carácter y los componentes esenciales de nuestra particular idiosincrasia; tales como el individualismo, nuestro apego localista, la mezcla que integra el orgullo y la ociosidad de los hidalgos pobres opuesta a la laboriosidad burguesa más propia del resto de los europeos… Descubriendo también nuestro amor por la libertad, el idealismo a la hora de defender grandes causas y, en el aspecto más negativo de la realidad, nuestro escaso sentido de Estado, lo caótico de nuestra militancia política o la tradicional corrupción de nuestros gobernantes…
LA PROBLEMÁTICA DE LA REFORMA CONSTITUCIONAL
Pero volviendo al tema capital de la reforma constitucional, que muchos intelectuales y profesores de prestigio, junto a no pocos políticos vinculados a la Transición, han venido aconsejando en los últimos tiempos por diversos motivos y poniendo el acento en aspectos muy distintos, el fenómeno soberanista estallado con gran vigor en Cataluña fuerza a considerarlo con la atención y preocupación necesarias. Sin olvidar que también está a punto de estallar en el País Vasco y quizás con mayor animosidad (con Canarias a la expectativa).
Una evidencia tardía en la que, además, convergen circunstancias añadidas poco convenientes: desde la acelerada destrucción de la independencia del Poder Judicial y el desproporcionado asalto de los partidos políticos a todas las instituciones del Estado, hasta la crisis de la Corona. Pasando por el desánimo ciudadano que produce un sistema electoral establecido sobre todo para salvaguardar la dictadura del bipartidismo, por una insoportable crecida de la corrupción política y por un enervamiento de las bases sociales abrasadas por el paro y la mala gestión de la crisis económica, que, a pesar de su contención, no dejan de ir cultivando un estallido social inevitable.
En este sentido, la caída electoral y el desprestigio del PP y del PSOE, así como la virulencia de la pasada huelga de recogida de basuras de Madrid (según fuentes policiales tuvo un balance de 18 personas detenidas, 249 identificadas y 27 denunciadas, con 12 coches particulares y 7 vehículos de empresa dañados y aproximadamente 125 contenedores deteriorados o quemados), junto a otras muchas protestas de corte laboral y político generadas de forma intermitente en todo el territorio nacional, confirman un malestar creciente y anticipador de mayores muestras de agresividad social. Aunque, con suerte, ésta sólo termine expresada en las urnas.
Ahora, desentenderse del cúmulo de razones que aconsejan una reforma de la Constitución tras 35 años de vigencia (sólo la de 1876 proclamada por Cánovas del Castillo prevaleció durante casi medio siglo hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923), o cuando menos una revaluación de sus principios programáticos, nos encauzaría hacía el ‘ejercicio de tinieblas’ de tiempos pretéritos, con todas sus consecuencias.
El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales que dirige el catedrático de Ciencia Política de la Universidad CEU San Pablo Benigno Pendás, acaba de editar un libro sobre la reforma constitucional en el que participan 15 especialistas, coordinados por Diego López Garrido, cuyos autores resaltan que España es el único Estado constitucional que no introduce retoques en su Ley de Leyes; lo que deriva, según ellos, en la poca estabilidad general de las Constituciones españolas. En dicho trabajo, Javier Pérez Royo afirma: “El no ejercicio de la reforma de la Constitución es una enfermedad que inexorablemente conduce a su destrucción”.
Pero, ¿quién se atreve en estos momentos de tribulaciones independistas a iniciar un proceso de reforma de la Constitución, y en qué dirección…? ¿Y cómo restaurar ante la sociedad española la imagen de una Carta Magna en la que nadie cree tras haber sido vapuleada a conciencia por la clase política prácticamente desde el inicio de su desarrollo legal…?
Rajoy y su pusilánime Gobierno se han venido negando de forma obstinada a iniciar ese trámite, aun cuando la obtención de su mayoría parlamentaria absoluta del 20-N comportaba un claro mandato ciudadano de reconducción del Estado de las Autonomías y de revisión del sistema institucional, con modificaciones en la Carta Magna más o menos profundas -esa sería una cuestión de debate-, justo para revitalizarla y salvarla de su agotamiento.
Y lo curioso del caso es que ya en 2006, el mismo Rajoy, entonces jefe de la oposición, propuso una reforma drástica de la Constitución nada menos que con 14 modificaciones. Entre otras -resume el periodista Fernando Garea en un artículo titulado ‘La reforma imposible’ (El País 02/12/2013)-, se incluía el elevar la mayoría necesaria para modificar los Estatutos de Autonomía y aprobar la regulación del Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial; fijar un núcleo sólido de competencias del Estado exclusivas e intransferibles; clarificar las materias esenciales para garantizar en el ámbito nacional la igualdad de los españoles en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus deberes, y, algo fundamental, modificar el artículo 150.2 para eliminar el supuesto de transferencia competencial...
Frente a la retraída posición ‘marianista’, que puede no ser la esperada o deseada de forma mayoritaria dentro del PP, la actual oposición socialista, con mayor visión política y no menos oportunismo para superar su fracaso electoral, ha anunciado su total disposición a la reforma constitucional, aunque con miras tentativas y en apariencia todavía poco convincentes. Y también es curioso que sus propuestas actuales sean, más o menos, las mismas que Rodríguez Zapatero planteó antes de alcanzar la Presidencia del Gobierno y que jamás intentó sustanciar durante sus ocho años al frente del Ejecutivo…
Ahora, los socialistas -continúa pormenorizando Fernando Garea- agrupan su propuesta en 14 reformas todavía poco explícitas: incorporar el mapa autonómico a la Constitución; clarificar la distribución de competencias del Estado y de las comunidades; reconocer los hechos diferenciales de algunas comunidades -lo que rompería la uniformidad entre todas-; reformar en profundidad el Senado; una nueva regulación de la financiación autonómica -que muy probablemente no sería uniforme-; asegurar la igualdad de los españoles en sus prestaciones básicas; constitucionalizar la participación de las comunidades en la gobernación del Estado; una nueva organización territorial de la Justicia; incluir la referencia a la UE y regular la acción exterior de las comunidades; establecer instrumentos de colaboración federal; dar más eficacia a las administraciones; modificar la reforma de los estatutos y consagrar la transparencia informativa y la unidad de mercado, entre otras…
Por su parte, UPyD sostiene que debe “iniciarse un debate abierto que tenga como objetivo definir el modelo de país para los próximos treinta años”. Entre sus propuestas destacan la reforma hacia un Estado federal -en el que prácticamente ya estamos-; modificar el régimen electoral restaurando en la Constitución el principio de la igualdad del valor de cada voto ciudadano; enumerar, definir y ordenar todas las competencias que corresponderían exclusivamente al Estado, y las propias de comunidades autónomas y ayuntamientos y, también, garantizar la separación efectiva de poderes del Estado necesaria para disponer de una Administración de Justicia en verdad independiente.
Ello mientras Izquierda Unida defiende el reforzamiento general del derecho a la sanidad y la vivienda, la república federal como forma de Estado y la eliminación del artículo 135 (al que se opuso en 2011), pero sin concretar todavía una propuesta articulada.
Es decir, que estamos ante un conjunto de propuestas tentativas abiertas y hasta divergentes, sin que, de momento, los partidos nacionalistas fijen posición, manteniéndose agazapados a la espera de acontecimientos. Pero sí que es conveniente recordar al respecto que ya en la votación del Proyecto de Constitución en el Pleno del Congreso de los Diputados (31/10/1978) se contabilizó el votó en contra de un diputado de EE (Euskadiko Ezquerra) y que se abstuvieron 7 diputados del PNV y 2 de la Minoría Catalana.
La novedad es que, justo coincidiendo con la última celebración del Día de la Constitución (6 de diciembre), Rajoy y Rubalcaba han confesado haber hablado de la reforma de la Constitución en varias ocasiones y “a fondo”, bajo el supuesto compartido de no abrir el texto constitucional “en canal” y con la necesidad de contar con CiU y PNV (El Mundo 07/12/2013). Ambos adornaron sus respectivas posiciones con latiguillos como “no estar cerrado en banda”, establecer “objetivos claros” y que sea “para unir” (por parte de Rajoy), y hay que “sentarse y hablar” y elaborar “un proyecto político compartido” (por parte de Rubalcaba).
Pero, entre otros problemas, esas divagaciones no resuelven las diferencias de entendimiento sobre el modelo de Estado ni la posición de Cataluña dentro del mismo, que arrastraría la del País Vasco y darían alas a mayores exigencias de Canarias y otras comunidades que no quieren ser menos que las demás en su consideración política.
Además, el punto de partida de incluir de forma tan prevalente en las negociaciones a CiU y PNV, supone un nuevo error, porque, obviamente, los nacionalistas no quieren fortalecer la Constitución sino derruirla (su posición en contra de la Carta Magna quedó bien patente durante la campaña del referéndum constitucional de 1978). Como también lo es despreciar a priori el consenso con IU y UPyD, que son los partidos de ámbito nacional que pueden acabar muy pronto con el actual sistema bipartidista y mostrar bastante mayor respaldo electoral que las formaciones autonómicas.
Y en ese mismo contexto no es menos significativo que en la celebración oficial del XXXV Aniversario de la Constitución en el Congreso de los Diputados, sólo estuvieran presentes PP, PSOE, UPyD y CC, destacando la ausencia de los nacionalistas catalanes y vascos y, no menos, la de IU. Una evidencia más de la devaluación que soporta la Carta Magna y de la grave problemática que eso conlleva.
Algunos políticos muy vinculados al mismo nacimiento de la Constitución de 1978, han reconocido estos días de forma expresa la situación de crisis institucional. Por ejemplo, Fernando Álvarez de Miranda, que entre otras cosas fue presidente del Congreso de los Diputados entre 1977 y 1979, ha sido bien claro y tajante al respecto (El País 22/11/2013): “La Constitución necesita reformas. Dejen de quejarse: hablen y háganlas”.
Pero su recomendación no es fácil de sustanciar. Acto seguido, Miquel Roca, uno de los llamados ‘padres de la Constitución’, no ha dudado en dar una opinión bastante pesimista sobre dicha necesidad (El País 02/12/2013): “Siento frustración. El espíritu constitucional se ha roto”, añadiendo que “el modelo territorial está agotado por la cerrazón del Tribunal Constitucional”. Una visión del problema evidentemente interesada y coronada con esta deprimente conclusión: “Una Constitución de amplio consenso yo no la veo hoy posible”.
Por su parte, Alfonso Guerra también acaba de señalar en una entrevista publicada en El País (04/12/2013) que “para reformar la Constitución hay que tener textos y votos; no los hay”, recordando: “Los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos ingenuos”. Y destacando que, frente a sus posteriores demandas, “CiU y PNV estaban entonces contra la autodeterminación. En esto no son leales”.
Además, Guerra, que junto a Fernando Abril fue quien hizo verdaderamente posible el consenso constitucional de 1978, pone ahora el dedo en la llaga de la reforma afirmando, no sin razón, que “si se toca el Título VIII, unos querrán ir en un sentido y otros en otro”. Aunque su realismo político quede cuestionado por su encendida defensa de la misma legalidad tantas veces incumplida a estas alturas de la vida democrática (“No existe un derecho a decidir más allá del acatamiento de la ley”) y añadiendo esta otra quimérica idea radical: “Si Cataluña hace una consulta ilegal, sería obligado aplicar el artículo 155 [de la Constitución]”…
Claro está que la idea primaria de que las demandas soberanistas y la convocatoria por parte de la Generalitat de un referéndum sobre la independencia de Cataluña no tienen cabida en el marco legal vigente, chocan con la evidente naturaleza ‘política’ del problema, situada en nuestra opinión por encima del aspecto ‘legal’. Cosa que terminará descolocando a quienes pretenden solucionarlo con una respuesta legal y no política.
EL INSOSTENIBLE DESCRÉDITO DE LA CARTA MAGNA
Y cierto es que Alfonso Guerra no es el único político que propone responder con contundencia al desafío independentista, insistiendo en la manida cantinela de que sería inconstitucional y, más a más, con la amenaza de aplicar el artículo 155 de la Constitución; lo que hoy por hoy, y a tenor de la continua conculcación de su espíritu y su letra por parte de los propios poderes del Estado, no deja de ser llanamente pueril (el portavoz del Grupo Catalán en el Congreso de los Diputados, Josep Antoni Durán i Lleida, dice, y está acertado, que, cuando le viene en gana, el Gobierno se pasa la Constitución “por el forro”). Como también es de una ingenuidad pasmosa la alternativa planteada por otros para que, en todo caso, dicha consulta sea de ámbito nacional, a fin de que el resto del Estado -piensan- pueda contrarrestar la idea de la secesión.
Porque la realidad conocida de la historia enseña que, cuando la mayoría abrumadora de un territorio llega a identificarse con su plena independencia política (que, conviene insistir, es cuestión política y no una demanda legal), que es el camino por el que día a día está andando Cataluña, poco queda por hacer. Por eso, una posible solución del problema sería la de convencer a quienes se vienen adhiriendo tan fácilmente al proyecto separatista, utilizando por supuesto buenas formas y buenos argumentos, para que se mantengan en el Estado común; algo que, ni por asomo, ha intentado hacer el Gobierno de Rajoy y que probablemente nunca hará: más bien lo que hace con su política torpe y confusa de silencios mezclados con concesiones encubiertas y desplantes imperiales, es meter en la olla soberanista (en el anti-centralismo y el anti-españolismo) a más cantidad de catalanes cada día, a gentes que nunca habían pensado llegar al extremo al que se está llegando.
Y desde luego, si la cosa va a más, que es por donde está yendo, el texto de reconducción forzosa a la disciplina constitucional, sería de muy difícil aplicación, por no decir imposible, salvo que alguien pretenda un remedio peor que la enfermedad. Véase lo que literalmente dice el artículo 155 de la Carta Magna:
Un texto que pudo tener justificación en el tiempo crucial de 1978, pero sobre el que hemos de advertir que, en las innumerables ocasiones que los sucesivos gobiernos y las altas instituciones del Estado han incumplido los mandatos constitucionales, o atentado gravemente contra el interés general de España (que lo han hecho a menudo), no ha servido para nada: nada se ha dicho ni hecho al respecto y nada se dirá ni se hará en el futuro. Ahí está, sin ir más lejos, el continuo incumplimiento por parte de la Generalitat de las numerosas sentencias firmes del Tribunal Supremo que reconocen y exigen el bilingüismo en los centros de enseñanza de Cataluña, y que el Govern desacata de forma sistemática por considerar que van en contra del Estatut y de la Ley de Educación de Cataluña (LEC)…
Realidad práctica que también dejaría en clara evidencia a quienes piensan que las Fuerzas Armadas -las de ahora-, que no constituyen en modo alguno un poder autónomo sino subordinado al Ejecutivo, serían capaces de interpretar el texto del artículo 8.1 de la Carta Magna (“…garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”) como una invitación a ocupar Cataluña manu militari (es decir por la fuerza de las armas), sin más, y pídalo quien fuere.
Y es que hay muchas razones para dar la Constitución vigente por agotada o por vaciada de contenido, debido a su continuo desprecio tanto espiritual como textual, y convertida por tanto en puro ‘papel mojado’ que ya a nadie impresiona. Enrique García Calvo resumía en un artículo de opinión titulado ‘Constitución’ (El País 09/12/2013) las muchas razones del descrédito que acompaña a la Carta Magna al cumplir los 35 años de vigencia:
La conmemoración del 35 aniversario de la Constitución ha resultado esta vez más deslucida que nunca, como si su vigencia se diera por declinante o incluso periclitada. En esto ha podido influir el clima necrófilo mediáticamente impuesto por la muerte de Nelson Mandela. Pero creo que hay razones más significativas para explicar tan decepcionante celebración, que al margen de los pomposos discursos oficiales ha hecho retraerse a la propia ciudadanía, cada vez más renuente a visitar las Cortes. Y entre tales factores destaca la coincidencia en el tiempo de graves problemas políticos quizás irresolubles que no pueden ser abordados en el marco de la presente Constitución.
El primero de todos por su urgencia inmediata es la amenaza de secesión proclamada por aquellos sectores de la clase política y la sociedad civil catalanas que hoy llevan la iniciativa política y están obteniendo la hegemonía cultural por la vía de los hechos consumados. Unos hechos tan peregrinos como el histriónico congreso de historiadores antiespañoles organizado por Mikimoto para celebrarse esta misma semana por encargo de la Generalitat. O como el ultimátum que vence a fin de año para convocar un alegal referéndum de autodeterminación que viola explícitamente el marco constitucional. Ante semejante amenaza de ruptura política inminente, aunque de momento solo sea verbal, poco ha de extrañar que el clima político no sea precisamente el más apropiado para celebrar fútiles festejos constitucionales.
Y otro factor que favorece el descrédito constitucional es la reciente acumulación de escándalos de corrupción, que se añaden a un largo rosario de múltiples casos judiciales: nada menos que 1.600, de los que 300 están catalogados como de extraordinaria complejidad. Lo último ha sido el anuncio por la juez Alaya de la futura imputación por el caso ERE de los anteriores presidentes andaluces Chávez y Griñán, que son además altos cargos de la cúpula del partido socialista: uno de los dos pilares sobre los que descansa la estabilidad del sistema político español. Y en la misma órbita del PSOE acaba de estallar el escándalo de la UGT, que amenaza con derribar la fachada del poder sindical revelando la cara oculta de su fraudulenta trama clientelar. Pero en el otro pilar del sistema, sostenido por la patronal y el partido conservador, también se transparentan sus corruptas vergüenzas, con constantes incidentes judiciales derivados de la trama Gürtel y el caso Bárcenas.
La semana pasada han sonado dos nuevas alarmas: el último Barómetro del CIS, que hace de la corrupción el segundo gran problema nacional, y el último Informe de Transparencia Internacional, que ha degradado el indicador español diez puestos más abajo (del 30 al 40), situándolo a la cola de Europa, por detrás de Portugal (puesto 33). Una corrupción política contra la que de nada sirve la inane Constitución, incapaz de evitar su proliferación en ausencia de verdaderas autoridades reguladoras independientes, que en nuestro país están sometidas al dictado del Gobierno y los partidos, tal como revelan los últimos escándalos del pactado reparto de puestos en el Consejo del Poder Judicial y la reciente limpieza política de la Inspección Tributaria.
Y el tercer factor que citaré es la incapacidad de reformar la Constitución para adaptarla a los desafíos políticos que se han abierto en los últimos años. Porque si exceptuamos al Gobierno y sus portavoces oficiales u oficiosos, lo cierto es que hay un consenso creciente sobre la necesidad de reformar la Constitución. Y ello no tanto por lo que se refiere a la cuestión sucesoria como por todo cuanto respecta a la distribución territorial del poder. Aquí la clave reside en la injusticia que perciben los catalanes al advertir que se les niegan los privilegios forales que detentan vascos y navarros sin mejores derechos que ellos. Y relacionada con la cuestión territorial está la necesidad de reformar el sistema electoral, que distorsiona la representación proporcional privilegiando el bipartidismo mayoritario en las provincias menos pobladas.
Pero no hay posibilidad de alcanzar el consenso político necesario para reformar la Constitución. De ahí que haya surgido un creciente escepticismo anticonstitucional, que está erosionando y amenaza con hacer quebrar el anterior consenso ciudadano que había en torno a la Constitución como único factor de cohesión social en un país tan fracturado como España. Al final del siglo anterior se abrigó la ilusión de que podría generalizarse un cierto patriotismo constitucional, capaz de disolver las fracturas sociales y territoriales. Pero hoy ya no quedan esperanzas de que pueda ser así, pues la falta de consenso político está socavando el consenso ciudadano, lo que a su vez agudiza la creciente fractura política. ¿Cómo romper el círculo vicioso que nos ha atrapado?
Las constituciones, como bien saben todos los historiadores y especialistas en Derecho Político, llegan hasta donde llegan básicamente por su utilidad. Y lo cierto es que el agotamiento de la Constitución de 1978 es más que evidente, debido sobre todo a dos factores: el más salvable serían algunos errores de diseño, quizás comprensibles en las circunstancias de su origen, pero que el desarrollo normativo -el que se ha hecho y el que se ha dejado de hacer- ha ido agrandando de forma irresponsable, en lugar de haber procurado rectificarlos; y el más dañino sería, como ya hemos advertido, el incumplimiento sostenido de sus contenidos más esenciales y hasta límites de descrédito social irreversible.
La idea que tuvieron los constituyentes de alumbrar, en un momento crítico de nuestra historia, las nuevas taifas autonómicas de España para que la unidad y permanencia del Estado quedara simbolizada en la Corona (el ‘café para todos’), ha fracasado o, dicho con más benevolencia, ha extinguido. Se quiera o no se quiera reconocer.
Por eso, la actual coyuntura de crisis, con todos los graves problemas que arrastra, no deja de ser el momento procedente para que el Gobierno y la Oposición convengan la creación de una ‘Comisión de Sabios’ (con sentido de Estado y poco o ningún tinte partidista) encargada de estudiar, más pronto que tarde, una reforma constitucional adecuada a las necesidades del momento y al futuro político, económico y social más inmediato. Tarea en la que, insistimos, deberían participar con el peso específico necesario organizaciones independientes y con suficiente acreditación intelectual (que alguna sobrevive todavía a pesar de su depredación por parte de los partidos políticos), porque la articulación territorial del Estado es cosa que atañe y sirve al conjunto de la sociedad y demasiado importante como para dejarla en manos, únicamente, de quienes ya han llevado España a la situación en que se encuentra.
Apostar ahora por una reforma constitucional de mero retoque o por otra más profunda es, sin duda alguna, cuestión delicada y de no tomarse a la ligera, pero lo más imprudente de todo es dejar que la Constitución se siga degradando ante los ciudadanos, porque eso conlleva de forma indefectible la descomposición de la democracia.
Sin embargo, lo probable es que PP y PSOE sigan enrocados en la mezquina y miope defensa de sus intereses de partido, dejando que su manifiesta ineptitud política lleve los acontecimientos al punto del desbordamiento. O que, en todo caso, sigan dando otra vuelta de rosca contumaz al socorrido ‘más de lo mismo’ propio de los necios declarados, vía que, para empezar, les puede llevar a la marginalidad en el marco electoral de Cataluña.
Paréntesis: Tras haber concretado la Generalitat y las cuatro formaciones proclives a la independencia de Cataluña (ERC, CiU, ICV y la CUP) el texto y la fecha de su referéndum secesionista (algo que ZP y otros ‘alumbrados’ dijeron que no iba a suceder), ya veremos dónde queda dentro de poco la firme réplica del presidente Rajoy “garantizando” que “la consulta no se celebrará” porque “es inconstitucional” (sabemos lo que valen sus promesas electorales y hasta dónde llega su valentía política). Y si eso es todo lo que se le ocurre al Gobierno del PP, está afrontando una situación muy grave con una política definitiva y torpemente ramplona.
CULPABLES: ¿LA CONSTITUCIÓN O QUIENES LA MALVERSAN?
Pero, con todo, seguramente llevan razón quienes sostienen que la vigente Constitución de 1978 es la mejor de toda nuestra historia democrática. Como también la llevan quienes afirman que necesita ciertas reformas, hoy inaplazables sobre todo para reconducir algunos despropósitos autonómicos y evitar que una España todavía invertebrada no termine devorando a sus propios hijos como el aterrador Saturno goyesco, sino devorada por ellos.
Lo indiscutible es que, si se confronta el texto literal de la Constitución, y no digamos su espíritu, con su desarrollo legal y con el sentido político que le han venido dando a golpes de conveniencia los sucesivos gobiernos y las mayorías legislativas, la desviación de su finalidad original y la conculcación de su esencialidad son tan evidentes como deplorables. Y los ataques que de forma explícita o implícita ha venido soportando a lo largo de sus 35 años de vigencia, demasiado frecuentes.
Es obvio que, ni ahora ni en su origen, la Carta Magna puede entenderse como el paradigma de la democracia universal, pero no por ello cabe reputarla, ni antes ni ahora, de inservible. Es, entre otras cosas, la Ley de Leyes que devolvió a todos los españoles la condición de ciudadanos, pero no cayendo graciosamente del cielo, de bóbilis bóbilis, sino como fruto de un esfuerzo político colectivo inteligente y en extremo meritorio.
Para comprobar su grandeza de miras, baste recordar su Preámbulo (que es una síntesis perfecta de su espíritu):
La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:
Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo.
Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular.
Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.
Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida.
Establecer una sociedad democrática avanzada; y
Colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra.
En consecuencia, las Cortes aprueban y el pueblo español ratifica la siguiente (Constitución)…
Y para verificar las razones del descrédito social de la Constitución, baste cotejar, como decimos, lo que en ella se ha establecido sobre las altas instituciones del Estado (y aun a pesar de su diseño imperfecto) con las leyes posteriores que las desarrollan y regulan y, peor todavía, con el modo en que éstas son aplicadas por los poderes públicos competentes. Y ahí, en esa degeneración formal del espíritu y la letra constitucionales, está la exclusiva y plena responsabilidad de los partidos políticos, porque ellos son los que bien desde el Poder Legislativo o desde el Ejecutivo designan y cesan a los titulares de las instituciones y organismos afectos.
Uno de los muchos ejemplos disponibles, que traemos a colación sólo por haberse repetido de forma bien reciente, es el de la última renovación del Tribunal Constitucional, que en estos momentos de deterioro institucional habría sido una ocasión ejemplar para que PP y PSOE rectificaran su avidez de poder y su inmunda interpretación del texto constitucional.
El artículo 159 de la Carta Magna establece, con no poca minuciosidad, que las personas a designar estén técnicamente preparadas para desempeñar su alta responsabilidad y sean imparciales e independientes, a cuyos efectos han de ser elegidas por mayorías parlamentarias cualificadas (tres quintas partes) entre “juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional” y con un mandato de nueve años, mientras el tribunal se renueva por terceras partes cada tres años… Es decir, que, bien entendida, la Constitución incorpora las cautelas necesarias para conseguir una composición equilibrada y neutral, tratando de distanciar a sus titulares de las mayorías parlamentarias simples y circunstanciales para asegurar su independencia.
Sin embargo, la aplicación práctica de estos criterios constitucionales se malinterpreta al supeditarla obscenamente al sistema de cuotas partidistas, premiando en exceso a juristas cuyo mayor o único mérito profesional es su inquebrantable fidelidad a las siglas que les propone. Una selección que, en ocasiones, también se ha visto acompañada de señas personales rayanas en el sectarismo político…
El problema del descrédito de la Constitución, no está, pues, tanto en su texto -y menos en su espíritu- como en muchas de las leyes que la han desarrollado y en los políticos que la secuestran, la malversan y la sepultan bajo la losa del lenguaje, el fraude de ley y las cuotas partidistas, haciendo que se vuelva contra el pueblo soberano que la ratificó y al que ha de servir.
Algunos observadores avezados de la política nacional sostienen que el PP no sabe ganar y que el PSOE no sabe perder (quizás ninguno de los dos sabe ganar ni perder). Pero lo que sí han sabido hacer de consuno, o un partido detrás del otro, es malinterpretar la Constitución en beneficio de su particular ideología; es decir, han tratado de apropiársela e ideologizarla a través del desarrollo normativo y su interpretación política, y, por tanto, de convertirla en la Constitución ‘de unos’ o ‘de otros’, para que dejara de ser la de todos los españoles.
La Constitución no es culpable, si se interpreta con lealtad y con honradez política, conforme a la finalidad con la que fue alumbrada por los constituyentes. Pero sí que es reformable (y sin duda debe reformarse). Y, mientras no se reforme, lo sensato y obligado es respetarla y aplicarla bien, con corrección y altura de miras, sin dejar que las necesidades pendientes excusen el impresentable funcionamiento político de las instituciones del Estado. Pero, ¿qué se puede esperar de una clase política que, ante una España tan afligida y de tan incierto futuro, sigue empecinada en no cumplir ni hacer cumplir la Ley de Leyes…?
En contra de quienes piensan que la reforma de la Constitución hoy es cosa imposible, o que los desmanes de la política pueden seguir amparando su descrédito, hemos de advertir que quizás lo que falte sean líderes de talla para asumir la tarea pendiente. La clave, entonces, estaría en las urnas y en la escoba de los electores para barrer políticas y políticos inservibles, franqueando abiertamente el paso a la regeneración nacional.