Es evidente que la explosión soberanista de Cataluña, a punto de arrastrar al País Vasco, ha puesto en cuestión la vigencia de la Constitución, sobre todo en su función vertebradora del Estado a través del modelo autonómico.
Aunque las demandas catalanas surgen en conjunción puntual con otras circunstancias envolventes -como la crisis económica e institucional y el descrédito de la clase política-, sin las que el problema emergido quizás no fuese tan grave, lo cierto es que se ha visto y se sigue viendo realimentado por el desastre económico que suponen las comunidades autónomas y por la mala organización administrativa del Estado. Y, quiérase o no, la realidad es que el desmadre territorial es muy difícil de reconducir sin considerar la reforma de la Constitución.
Ahora, y como se ha advertido en otras Newsletters, la cuestión es si hay que abrir el texto constitucional ‘en canal’ o si sería preferible aplicarle una cirugía menor o, digamos, ambulatoria. Lo ya demostrado, es que la Carta Magna, a nuestro entender más positiva que negativa en su conjunto, ha venido siendo malinterpretada y malversada sin solución de continuidad por los gobiernos y poderes competentes (respaldados por el PP y por el PSOE), razón esencial de su descrédito social y de que por parte de la ciudadanía ya se considere un ‘papel mojado’.
EMBRIDAR LOS DESMANES DE LAS AUTONOMÍAS
Pero si no somos capaces de reconocer cuáles son las causas del problema, es decir cómo se ha llegado a la actual situación de crisis institucional -distinta de la económica aunque conexa- y lo que, en esencia, comporta el lado oscuro de las autonomías, difícilmente vamos a ser capaces de enderezar el rumbo hacia el desastre por el que navega el Estado español.
En un artículo de opinión titulado con gran acierto ‘¡Ciudadanos, tenemos un problema!’ (El País 17/12/2013/), Miguel Ángel Aguilar advertía sobre la gravedad del desafío catalán y de que su solución -que esencialmente es política- no se puede confiar al muro constitucional:
En el caso del proyecto secesionista para Catalunya las luces de emergencia llevan encendidas al menos desde la sentencia del Tribunal Constitucional del 28 de junio de 2010, que invalidaba en parte el nuevo Estatuto de autonomía. Este pronunciamiento llegaba con cuatro años de retraso respecto a la aprobación del Estatuto en referéndum el 18 de junio de 2006. Entonces, sobre un censo de 5.309.767 de electores, hubo una participación del 49,4%. Y de los votantes un 74% dio el “sí”. En la ruptura de los consensos logrados en torno al Estatuto de 1979 (participación de un 60% del censo y 88% de votos emitidos a favor) la primera bravuconada es muy anterior, correspondió a José Luis Rodríguez Zapatero, cuando el 30 de agosto de 2003 prometió a Pasqual Maragall más de lo que podía.
Porque nunca tuvo a su alcance ZP garantizar que la reforma del Estatuto fuera aceptada por el Congreso de los Diputados, ni evitar que se presentara un recurso ante el Tribunal Constitucional, ni que el fallo se produjera en los términos en que se produjo. En cuanto al Partido Popular, se afanó recogiendo firmas contrarias, a la búsqueda de rentabilidades electorales. Fue Zapatero quien reflotó el Estatuto encallado mediante un acuerdo en La Moncloa con Convergencia i Unió, saltándose al PSC. Y ERC, integrada en la coalición gobernante en la Generalitat, la que se descolgaba pidiendo el voto en contra en el referéndum. Que después en las reformas de los Estatutos de otras comunidades figuraran disposiciones análogas a las eliminadas del de Cataluña fue irrelevante porque solo contaba la plaza de San Jaume.
Reconozcamos que la normalidad democrática había producido entre nosotros fatiga del interés y crecida del desencanto, que se oscurecieron los éxitos políticos vividos a la salida de la dictadura y que se difuminó la memoria de los empeños de la Transición. Ahora, por lo que respecta a Cataluña, estamos obligados a gritar “¡ciudadanos, tenemos un problema!”. Porque podrán discutirse los orígenes remotos o próximos; atribuirse las causas al Gobierno de la Generalitat, a las fuerzas políticas o a los movimientos sociales; considerarse la legitimidad o la falacia de los argumentos; advertirse los efectos derivados de las actitudes ponderadas o de las exaltadas; analizarse la incidencia de los medios de comunicación; señalarse las tergiversaciones interesadas o las falsificaciones históricas; anticiparse las posibilidades y los daños sobre la población inerme, obligada a una elección desgarradora; pero tenemos un problema que incide sobre todos los ciudadanos, también sobre los no catalanes, que afecta de manera radical a la definición y a los pactos originarios de los que derivan la ciudadanía y las libertades. Su solución es política, sin que pueda confiarse al muro constitucional. Veremos.
Pero lo que ahora advierte Aguilar, deja de ser significativo si se revisan las hemerotecas. Porque en ellas constan reiteradas advertencias mucho más tempranas y documentadas de infinidad de políticos vinculados a la propia Transición o críticos dentro de los actuales partidos, de reconocidos juristas e historiadores y, en fin, de una amplia relación de intelectuales tenidos por rigurosos e independientes, sobre la urgente necesidad de poner coto al vaciamiento del Estado, de racionalizar el sistema de Administración Pública y de embridar el disparatado y disparado desarrollo de las Autonomías.
Ya ningún analista sensato deja de reconocer el error que supuso no haber establecido en la Constitución límites competenciales para los Estatutos de Autonomía y sin puertas traseras pseudo legales para debilitar la fortaleza del Estado; es decir no haber acotado mejor el propio concepto jurídico-político de la ‘autonomía’ y sus límites precisos de desarrollo, justo porque la autonomía sin límites lleva a la tentación soberanista y a la dilución formal de la Nación. Tal imprecisión es la causa fundamental del problema, apoyada además en el juego de las dos formaciones interesadas en la prevalencia del bipartidismo imperfecto (PP y PSOE) que optaron por convertir a los partidos nacionalistas en ‘bisagras’ de su alternancia en el poder, antes que convenir entre ellas pactos de investidura o de legislatura con un mínimo sentido de Estado.
El mal ejemplo que suponen las exigencias de las ‘bisagras del poder’ -en esencia el PNV y CiU- y las prebendas políticas logradas en esa función, animó entonces al resto de las autonomías, en primer lugar las que aducen circunstancias ‘diferenciales’ y después las demás por un lógico sentido de la igualdad, a convertirse en taifas enloquecidas por su propia gobernación al margen del Estado (incluso en su contra), despertando así la adormilada ambición caciquil tan arraigada en la historia más reprobable de España.
UN MODELO EQUIVOCADO, FORZADO POR LAS CIRCUNSTANCIAS
Sin duda alguna, habrá muchas y diferentes opiniones sobre el origen del ‘Estado de las Autonomías’, incluidas las que más interesan a sus mentores. En la nuestra, libre y emitida desde un conocimiento cercano de la historia, dicho engendro político, jurídico y administrativo, tan peculiar que carece de referentes exactos y que deshizo el Estado unitario (que es el Estado por antonomasia) para convertirlo en un Estado federal artificioso, no dejó de ser un invento político oportunista, generado por el temor a que el fin de la dictadura despertara los fantasmas del enfrentamiento civil y la ancestral violencia nacional, entonces con posibilidad de derivar en un nuevo régimen ‘autoritario’ y de continuada ascendencia militar.
Tras la muerte del general Franco, la instauración de una nueva Monarquía personalizada en la figura de Don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de la Corona de España, que asumió las funciones de Jefe del Estado y de mando supremo de las Fuerzas Armadas, en un Estado social y democrático de Derecho en el que la soberanía popular quedaba encarnada en las Cortes Generales (Senado y Congreso de los Diputados), conformaba el paraguas ‘unitario’ que habría de cobijar y embridar la dispersión del poder político inherente al ‘hecho autonómico’. Un supuesto evidentemente incumplido y en el que, para evitar amenazas disgregadoras en momentos tan delicados, la nueva clase política convino la estrategia de ceder cuotas expresas de poder territorial, siguiendo pautas propias de cualquier organización tribal y caciquil.
Y el Estado de las Autonomías fue exactamente eso: un invento político aberrante, en sí mismo contradictorio, que no se quiso denominar ‘Estado federal’ (pero que en esencia lo era) por su contradicción conceptual con la Monarquía y para no propiciar alternativas militaristas latentes, y que jamás convenció a una ciudadanía que, por otra parte, al final de la dictadura se mostraba ansiosa de vivir una democracia plena y moderna en todos sus términos sin más peripecias. Un modelo que, debido al actual poder de los partidos políticos, invasivo en exceso, tampoco puede decirse que hoy represente ningún paradigma de la democracia.
De hecho, fueron los propios promotores del Estado de las Autonomías quienes reconocieron rápidamente todas las inconveniencias políticas que conllevaba, hasta el punto de que, por diversas vías, el modelo se terminara llevando al límite del 23-F: una intentona golpista de la que se salió de forma vergonzante, como se pudo y sin rectificar para nada -y más bien acrecentándolo- el exceso autonómico que fue su principal motivación.
Cierto es que en la pugna histórica de nuestra convivencia, descrita con gran brillantez intelectual por Ortega y Gasset, entre “una España que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida” y “otra vital, sincera, honrada, la cual estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia”, nadie ganaba, perdiendo como siempre España. Y que en aquellos momentos de la Transición, muchos creyeron de buena fe, pero también ingenuamente, que mediante el consenso sobrevenido se podrían adentrar en la Tercera España, la que, en el pensamiento de Salvador de Madariaga, conllevaría la libertad, la integración y el progreso.
Pero aquel modelo del Estado de las Autonomías, que inició su bosquejo recurriendo a una fórmula artificiosa para concitar la máxima conformidad en torno a la Constitución de 1978, no ha podido madurar ni consolidarse. Porque, además de haberse creado sin referentes sólidos, tampoco supo incorporar un punto final, una meta concreta de estabilidad política. Los constituyentes creyeron, de forma equivocada, que convenía postergar tal culminación para mejor ocasión, en una etapa posterior, cuando la base y el cimiento democrático del país ya se hubiesen asentado, alejando cualquier riesgo de derrumbe prematuro ante una tarea tan compleja.
De ello dejó constancia el propio Adolfo Suárez, quien afloró un complejo de culpabilidad claro al afirmar: “Algunos han criticado el texto de nuestra Carta Magna denunciando las lagunas y tachándola de ambigua. En nuestra larga historia constitucional son muchas las constituciones, técnicamente perfectas, que apenas han tenido vigencia. En ésta no quisimos dar por resueltos los problemas que, en realidad, no lo estaban. Pero se señaló el camino para su encauzamiento y la meta final…”. Y llegando a mostrar esta grave preocupación: “El proceso autonómico tampoco puede ser una vía para la destrucción del sentimiento de pertenencia de todos los españoles a una Patria Común. La autonomía no puede, por tanto, convertirse en un vehículo de exacerbación nacionalista, ni mucho menos debe utilizarse como palanca para crear nuevos nacionalismos particularistas”.
Un tipo de enfrentamiento sentimental y de controversia política que ya fue bien expuesto también por Ortega y Gasset durante la Segunda República, en un enardecido discurso que pronunció como diputado por León en la sesión de las Cortes del 13 de Mayo de 1932,: “¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos…”.
Los nacionalismos y regionalismos españoles se gestaron durante el último tercio del siglo XIX, arraigándose con mayor fuerza a partir del ‘Desastre del 98’, tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar. En aquellos años surgiría una profunda preocupación por los grandes males que aquejaban a España, con una tasa de analfabetismo que rondaba el 60 por 100 y unos gobiernos incapaces de dar respuesta a los problemas del desequilibrio territorial.
En ese marco sobresalieron las corrientes catalana y vasca, impulsadas por una burguesía emergente, hasta lograr su reconocimiento durante la II República; una dinámica que volvería a enquistarse durante el franquismo, a causa de su fuerte centralización y por la represión de los movimientos periféricos de afirmación identitaria. Con la llegada de la Transición ese tipo de sentimiento nacionalista y regionalista renacería tanto en Cataluña como en el País Vasco, expandiéndose más tarde por un efecto mimético al resto de comunidades, aunque en cada caso las reivindicaciones tomaran formas muy diferenciadas…
LA ‘SOLUCIÓN FEDERAL’: MÁS DE LO MISMO Y CADA VEZ PEOR
Sin necesidad de hacer mayores comentarios sobre el vigente modelo de Estado, sobre los problemas políticos, económicos y sociales que comporta y sobre la imperiosa necesidad de reconducirlo precisamente en bien de la convivencia nacional, a través de una reforma constitucional más o menos profunda o radical, lo más preocupante del momento es ver cómo la misma clase política que ha llevado las autonomías a su límite vital apunta ahora de forma mayoritaria hacía una ‘solución federal’. Es decir, nada menos que a ‘más de lo mismo’, a una torpe y envenenada huida hacia adelante -y no hacia atrás- cuando políticamente ya estamos al borde del precipicio.
Ahora vemos a un Gobierno pusilánime que viene negando el problema de forma obstinada y, en consecuencia, cualquier trámite reparador. A pesar de que la obtención de su mayoría parlamentaria absoluta en los comicios del 20-N comportaba un claro mandato electoral para reconducir el Estado de las Autonomías y revisar el sistema institucional, con modificaciones en la Carta Magna más o menos profundas -esa sería una cuestión de debate-, justo para revitalizarla y salvarla de su agotamiento.
Un compromiso avalado además por la propuesta de reforma constitucional drástica presentada en 2006 por el propio Rajoy, entonces jefe de la oposición, con 14 modificaciones. Como resumía el periodista Fernando Garea en un artículo titulado ‘La reforma imposible’ (El País 02/12/2013), entre ellas se incluía el elevar la mayoría necesaria para modificar los Estatutos de Autonomía y aprobar la regulación del Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial; fijar un núcleo sólido de competencias del Estado exclusivas e intransferibles; clarificar las materias esenciales para garantizar en el ámbito nacional la igualdad de los españoles en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus deberes, y la cuestión fundamental de modificar el artículo 150.2 para eliminar el supuesto de transferencia competencial...
Pero es que, frente al actual desentendimiento gubernamental de la reforma constitucional -más o menos profunda-, esperada por la mayoría electoral del 20-N, la oposición socialista pretende superar su fracaso electoral justo modificando la Carta Magna en sentido contrario: con miras que apuntan al reforzamiento del Estado federal. Enmascarado con algunas reformas poco convincentes que ya fueron planteadas por Rodríguez Zapatero antes de alcanzar la Presidencia del Gobierno y que jamás intentó sustanciar durante sus ocho años al frente del Ejecutivo…
Los socialistas trabajan sobre propuestas todavía poco explícitas, aunque algunos de sus esbozos no dejan de ser tremendamente inquietantes como desarrollos más avanzados del modelo federal, que es como las plantean. Entre otras, caben advertirse las siguientes: incorporar el mapa autonómico a la Constitución (pero ¿cuál?); clarificar la distribución de competencias del Estado y de las comunidades (lo que en modo alguno supone limitarlas o reconducirlas); reconocer los ‘hechos diferenciales’ de algunas comunidades (más privilegios y más desigualdades entre todas); reformar en profundidad el Senado (sin duda como Cámara territorial en pugna con el Congreso de los Diputados); una nueva regulación de la financiación autonómica (desde luego ‘diferenciada’); asegurar la igualdad de los españoles las prestaciones ‘básicas’ (no en todas las demás); constitucionalizar la participación de las comunidades en la gobernación del Estado (un pandemónium destructivo de la Nación); una nueva organización territorial de la Justicia (adaptada al ‘hecho diferencial’ y por tanto desigual); incluir la referencia a la UE y al tiempo regular la acción exterior de las comunidades (lo que supone ceder representación y política exterior); establecer instrumentos de ‘colaboración federal’ (rompiendo la unidad estatal de actuación); dar más eficacia a las administraciones (sin discutir su multiplicidad)…
Por su parte, UPyD, formación que se venía presentando más bien como garante del Estado unitario aún descentralizado, fija posición difusas para iniciar “un debate abierto que tenga como objetivo definir el modelo de país para los próximos treinta años”, pero orientando también las reformas hacia un Estado federal (en el que prácticamente ya estamos). Y ello no deja de alertar al electorado sobre la claridad y solidez de sus convicciones, con un punto de duda sobre la futura actitud del partido en una eventual posición de ‘bisagra del poder’. ¿Terminará cayendo UPyD en el consabido ‘más de lo mismo’ cuando crezca electoralmente…?
Ello mientras Izquierda Unida ya defiende la ‘República federal’ como forma de Estado y no la mera ‘República’ descentralizada. Los viejos postulados del unitarismo comunista (de mando, de acción, de caja…) saltan de forma igualmente sorprendente hacia al vaciamiento del Estado, que no comporta otra cosa que su debilitamiento, su dilución y, en última instancia, el caos y la revolución.
Y este escenario no deja ser el apropiado para generar mayores demandas autonómicas, que terminarán reforzando a los partidos nacionalistas y que empujarán sus formulaciones soberanistas previas al independentismo. Es decir, estableciendo una ruta de escaladas y despropósitos políticos a la que se han de terminar incorporando forzosamente quienes se sientan iguales a los demás y no sus desmerecidos; una fuga innecesaria y absurda hacia la desintegración nacional.
Estamos, pues, ante una reapertura clara de la desvertebración del Estado (si es que ha llegado a estar vertebrado). Y caminando exactamente en el sentido contrario al necesario, por no decir en sentido contrario a las agujas del reloj de la historia; en la dirección que nos retrotrae al oscuro periodo transcurrido desde los albores del constitucionalismo español hasta la Transición, al mal de la lucha fratricida de las ‘Dos Españas’ que ha venido aquejando cruelmente al país (de genial expresión en el cuadro ‘Duelo a garrotazos’ de Goya) y que algunos políticos irresponsables quieren revivir.
Y estos temores no son ni mucho menos infundados. Baste navegar por la Red, que mide cada vez mejor el pulso real de la ciudadanía, o leer algunas cartas de los lectores publicadas en los medios informativos, para contrastar el alcance y la gravedad del problema.
Veamos, como un mero ejemplo, la opinión vertida al respecto por Gaspar Rullán Buades en una reciente Carta al Director de El País (02/11/2013):
Leyendo el interesante artículo de Antonio Elorza, Decálogo federal, publicado en las páginas de su periódico el pasado día 28, me ha surgido la idea que siempre me asalta al pensar en una atractiva y deseada España Federal. Elorza escribe que las Comunidades pasarían a ser Estados miembros con sus propias Constituciones. ¡Estupendo!, pero ¿cuántos Estados se federarían? ¿Tantos como actuales Comunidades y Ciudades Autónomas? ¿Una federación de 19 Estados, con Ciudades autónomas, Comunidades Forales, Países, Principados y Regiones? Si esta amalgama de entes políticos se redujesen a tres: Comunidad Vasco-navarra, Cataluña, y el resto que se podría llamar “Castilla”, ¿estarían dispuestos los navarros a integrarse en Euskal Herria, o los vascos en Navarra?, ¿incluiría el Estado Catalán a Valencia y Baleares? Y, ¿dónde encajaría mejor Aragón, en Castilla o en Cataluña? ¿Y qué decir del resto, este cajón de sastre que sería “Castilla”? ¿Se sentirían a gusto los del Principado de Asturias con los gallegos o con los cántabros o con los murcianos o con los andaluces?, ¿los andaluces, se convertirían en “castellanos”?, ¿en qué Estado federado se incluirían las ciudades de Ceuta y Melilla, la Región de Murcia y las Comunidades de La Rioja y Extremadura?
O esta otra Carta al Director, extraida entre las muchas disponibles, que Amparo Tos Boix ha remitido también recientemente al periódico digital Hispanidad.Com (09/12/2013):
¿Una España federal? No, gracias
Sr. Director:
En el final de los 70 se inundó España con el lema “Lo que se tramita en Madrid se puede hacer aquí”.
Con las carreteras y los transportes públicos de entonces, el canto de sirena resultaba demoledor, y muchos creímos que era positivo eso de las autonomías, al menos en términos económicos. También pesaba la realidad de una administración demasiado centralista, y se anhelaba el ser un poco conductores de “nuestro propio destino”.
A la vista del inasumible gasto autonómico, con los medios de transporte actuales y la comunicación informática, económicamente resultaría más rentable volver a una única administración, con matices, o cuando menos a una reducción importante de las competencias autonómicas.
Sobre lo de “conductores de nuestro propio destino”, pasados 35 años, pienso que cometimos un tremendo error al no caer en la cuenta del riesgo de ruptura de la nación, desempolvando los reinos de la baja edad media, porque -creo- la inmensa mayoría de españoles, amando nuestra patria chica, amamos igualmente a España.
Y encima, el PSOE se descuelga con el federalismo, que a mí me parece un paso más hacia el desmembramiento del reino de España.
Y este problema, expresado sobre todo como encuentro de incongruencias, ya viene de lejos, identificando la tarea de fondo más trascendente de la presente legislatura. El periodista Fernando Garea, especialmente atento a todo lo relacionado con la reforma de la Constitución, ya advertía hace más de un año, en un artículo titulado ‘La España federal como medicina’ (El País 29/09/2012), que el PSOE preparaba una propuesta de reforma profunda de la Carta Magna que exige disolución de las Cortes y referéndum, aunque en su texto se sostenga lo contrario:
La diferencia entre el veneno y la medicina está en la dosis. Para Alfredo Pérez Rubalcaba, la medicina para las tensiones territoriales es avanzar, con la dosis máxima de descentralización, hacia el federalismo, mientras que para otros la sola mención de la palabra envenena la vida política.
Rubalcaba ha agitado el debate al anunciar su propósito de promover un cambio constitucional hacia un Estado federal. Y el debate no es pacífico porque desde 1978 no han cesado las tensiones territoriales, la derecha encabezada entonces por Manuel Fraga cuestionó la Constitución por su rechazo al título VIII que hace el diseño territorial, cada Estado sigue un modelo diferente con características distintas, el Estado autonómico es una rareza en el mundo, cala la idea de que el Estado descentralizado es despilfarrador y el constitucional es la rama del derecho más creativa. Todo se complica porque se precisaría abrir en canal la Constitución, con una reforma agravada, que exige mayoría cualificada, disolución de las Cortes y referéndum.
Las autonomías tienen más competencias cedidas que los miembros de algunos Estados federales, pero no hay diferencias entre ellos, algunos tienen plena autonomía fiscal (por ejemplo, en Australia) y disponen de mecanismos de cooperación, como cámaras territoriales donde están representados los Estados. Por eso, el único denominador común de constitucionalistas y políticos es que el Senado, el gran agujero negro de la Constitución, necesita un cambio urgente. PSOE y PP han defendido en distintos momentos su reforma, con diferente grado, pero nunca se atrevieron.
Andrés de Blas, catedrático de Constitucional de la UNED, asegura que “en la práctica España es un Estado federal; presenta los rasgos externos de federalismo, que tiene muchos tipos y uno de ellos es el autonómico”. Como diferencias para convertir España en federal, menciona que el Senado no es la segunda cámara, no hay participación de las comunidades en la formación de la voluntad del Estado y no tienen constituciones como garantes de su autonomía. Pero no hay diferencia en competencias.
Ramón Jáuregui, que prepara la propuesta del PSOE, afirma que la Constitución tiene naturaleza federalizante, pero que es preciso ahora avanzar hacia la España federal. Para eso, propone reformas básicas como: que en el Senado estén representadas las autonomías (como en Alemania); que se clarifiquen las competencias, que se fije un modelo fiscal y que se establezcan mecanismos de cooperación. En su opinión, es sostenible que haya diferencias entre miembros de un Estado federal, por sus circunstancias, historia, lengua, insularidad, etcétera. Pero, abierto el melón por el líder del PSOE, ni siquiera hay acuerdo entre los dirigentes de este partido. Sostenía el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero que el PSOE era el partido que más se parecía a España. Se refería a la diversidad en un partido que se dice federal en su organización, y es aplicable a que dirigentes como Txiki Benegas ven innecesario el cambio, mientras otros, como los del PSC, o Jáuregui y Francisco Caamaño, proponen ir a un Estado federal, con un cambio de la Constitución, que afectaría a más de 20 artículos.
Benegas sostiene que la diferencia entre Estado autonómico y federal “es solo nominativa”. En su opinión, el autonómico “ha ido más allá del federal en competencias y es más flexible porque permite hechos singulares” y que algunos tengan competencias sobre policía, prisiones o derecho civil, entre otras. En Alemania, en cambio, todos tienen las mismas. En España también es posible la cesión de competencias con el artículo 150.2 de la Constitución, utilizado una vez para que Cataluña asumiera el tráfico. En su opinión, la expresión federalismo asimétrico es un oxímoron y “el federalismo no es la panacea, aunque se plantee siempre que hay problemas”. Apoya cambiar el Senado para que haya circunscripción autonómica o para que sean designados por las comunidades.
Esteban González Pons, dirigente del PP y profesor de Constitucional, considera que la principal diferencia entre Estado autonómico y federal es que en el primero la soberanía es única y en el federal es de cada uno de los miembros. Eso supone, dice, que si fuera un Estado federal, Cataluña podría votar su secesión, pero en la España autonómica deber votar todo el país. “El autonómico es más descentralizado que el federal y no sería precisa una reforma constitucional sino una nueva Constitución”, asegura.
El propósito federal sí tiene apoyo, con muchos matices, en UPyD. Rosa Díez asegura que “el mejor modelo territorial para España es el modelo federal cooperativo, que contempla una alta descentralización política y exige cooperación entre los Estados (comunidades) y de estas con el Gobierno. El Gobierno tendrá competencias indelegables y exclusivas en todo aquello que sea considerado principio básico de interés general y garantice que los derechos fundamentales sean efectivos en condiciones de igualdad para todos los ciudadanos. Seguridad nacional, política exterior, medio ambiente, educación, sanidad, políticas sociales… serían algunos de los ejemplos”.
Su modelo sería el alemán, con “una reforma constitucional, que cierre con claridad el marco competencial, porque el Estado de las autonomías ha de ser revisado con urgencia, pues ha concluido en un Estado inviable en lo político e insostenible en lo económico”.
LAS OPCIONES DE MARIANO RAJOY
Leído lo leído, y sin recurrir a más análisis y testimonios de parte sobre las reformas afectas al Estado de las Autonomías, lo que está meridianamente claro es la confusión de los partidos políticos en relación con el origen del problema y, en consecuencia, con sus vías de solución. Y, conocido el paño de la política, es de prever que nadie realice un acto de contrición perfecta, con verdadero propósito de enmienda, sobre su parte de culpa en el ‘exceso autonómico’, sino en el mejor de los casos una leve atrición para salir del paso, considerando que es un pecado venial y que, en el fondo, se podría seguir con ‘más de lo mismo’, huyendo del problema hacia un federalismo destructivo y a la postre imposible.
Ese sería un grave error que, no obstante, se acabaría por rectificar en la dirección adecuada (pero cada vez en peores momentos y de forma quizás más violenta). Hoy, la reforma de la organización política y territorial, con las reformas constitucionales que fueren necesarias, es obligada para evitar la quiebra del Estado y no volver al ancestral ‘ejercicio de tinieblas’.
Mariano Rajoy tiene dos poderosas razones para afrontar y liderar esa tarea fundamental: una situación de crisis nacional letal, tanto económica como institucional, y también una mayoría parlamentaria de difícil repetición otorgada claramente por los españoles justo para acometer ese proceso trascendental. Él sabrá si quiere pasar a la historia como un líder político de altura (aunque fuera a costa de agotarse en acto de servicio), o como un presidente de gobierno cobarde y culpable -antes que salvador- del hundimiento nacional.