Cada vez que lean o escuchen el prefijo “pos” (“posestructuralismo”, “poshumanismo”, “posmodernidad”) o el prefijo “de” (“decolonial”, “deconstruido”) agárrate, porque vienen curvas. Quitando algunas aportaciones valiosas para comprender nuestro desconcertante mundo, hay toda una red de teóricos, divulgadores y “filósofos” que han hecho su agosto simplemente disfrazando ideas simples con palabras muy complejas. Puede que el máximo exponente de ello en nuestro país sea Paul B. Preciado, que ha acuñado conceptos como “régimen farmacopornográfico” o su insistencia en uso de términos ciertamente tan originales como insustanciales estilo “dispositivos de control necro-biopolítico”.
Alejandro Pérez Polo
Alejandro Pérez Polo
Cada vez que lean o escuchen el prefijo “pos” (“posestructuralismo”, “poshumanismo”, “posmodernidad”) o el prefijo “de” (“decolonial”, “deconstruido”) agárrate, porque vienen curvas. Quitando algunas aportaciones valiosas para comprender nuestro desconcertante mundo, hay toda una red de teóricos, divulgadores y “filósofos” que han hecho su agosto simplemente disfrazando ideas simples con palabras muy complejas. Puede que el máximo exponente de ello en nuestro país sea Paul B. Preciado, que ha acuñado conceptos como “régimen farmacopornográfico” o su insistencia en uso de términos ciertamente tan originales como insustanciales estilo “dispositivos de control necro-biopolítico”.
Decía Descartes que solo los curas y los oscurantistas aman discutir en la oscuridad del sótano, mientras que lo sano es discutir a plena luz en la terraza. Hablar desde un léxico incomprensible para el común de los mortales es lo mismo que privatizar el saber. Es excluir al otro de la discusión, a la que solo podrá acceder si se lee textos absolutamente tan indescifrables como psicodélicos. Textos abarrotados de nuevas palabras que nunca te habías encontrado y que, si te seducen, te atraparán de tal forma que serás capaz de sumergirte hasta el fondo.
Hablar desde un léxico incomprensible para el común de los mortales es lo mismo que privatizar el saber
Un humilde servidor fue capturado en su primera juventud en esas redes. Hasta estudió en La Meca de estos gurús: la Universidad de Paris 8, fundada por Deleuze y otras personalidades del 68 en 1969. La ventaja de ello es que uno conoce al detalle todas estas alambicadas y excéntricas teorías. Como ahora se han puesto muy de moda en España, influyendo de manera determinante en muchos espacios político-culturales, es necesario situarlas en el lugar que les corresponde.
Querido lector, jamás se sienta intimidado cuando esté frente a alguien que utilice “biopolítica”, “máquinas constituyentes”, “desterritorialización”, “rizomático”, “nomadismo político”, “micropoderes”, “revolución molecular” o “technopatriarcado”. Tampoco sienta que “todo esto son cosas modernas”. No les de ese gusto de creerse más avanzados o cools. Probablemente, simplemente estemos frente a alguien que intenta situarse por encima de usted como si él hubiera accedido a un conocimiento oculto, secreto, misterioso, del que tú solo puedes divisar sus difuminados contornos. Estamos frente a un criptobro de la filosofía.
Palabros como diferenciadores elitistas de las masas
A falta de producir ideas originales, muchos académicos se han centrado en producir palabras nuevas para intentar vender que sus ideas serían, efectivamente, nuevas. Un juego de sombras y fantasmas que, al igual que los imperativos de la innovación constante en el campo de la economía neoliberal, buscan rentabilizar mediante la novedad un nuevo negocio. Asociando palabras nuevas a teóricos particulares, en una notable estrategia de personal branding, parece que alguien tuvo algo original que decir y pudo, así, justificar su singular posición dentro del universo del pensamiento y la academia.
Sin embargo, incorporar constantemente neologismos es antes un gesto narcisista que un gesto revolucionario para escapar a la “disciplina del lenguaje”. Una búsqueda de la expresión personal en un mar de competitividad acelerada. El estatus cultural viene dado por la configuración de esta red de códigos a los que solo puede acceder en una exigua minoría de los mortales, los que han tenido tiempo (o dinero) para estudiarlos.
Se busca, así, una jerarquía de las élites en relación con el pueblo, condenado al ostracismo cultural. Late por detrás esa sensación de querer considerar lo popular como una fuerza reactiva ante la culminación del “progreso” liderado por flamantes artistas, académicos y teóricos muy guays de los barrios pudientes de nuestras ciudades. El geógrafo francés Christophe Guilluy suele hacer hincapié en esta dimensión de pérdida de referencialidad de las clases populares en el ámbito cultural ocurrida desde los años 80. Esto se traduciría por un atraso político-moral que conducirá hasta el fenómeno chavs: la demonización de la clase obrera magistralmente descrita por Owen Jones. La búsqueda sostenida de palabros e ideas excéntricas y alejadas del sentido común trabaja en esa línea. Pero todavía hay más.
Conceptos como “biopoder”, “cuerpo sin órganos”, “espacio estriado” encierran algo del terreno de lo místico. Biopoder, neologismo acuñado por Foucault para describir el poder sobre la vida (las estrategias desplegadas para ejercer el control y disciplina de nuestros cuerpos) o “espacio estriado”, de Deleuze para describir simplemente los espacios sedentarios, son formulaciones que parecen captar la esencia del poder en nuestras sociedades. Envueltos en ese halo literario, generan la ilusión de estar combatiendo los males de nuestro mundo o, aún más, descubriéndonos partes secretas del poder. Toda teoría que invite a pensar que se accede a un conocimiento oculto sobre las formas de operar de los que mandan siempre guarda un atractivo magnético. Las teorías de la conspiración funcionan por la misma estructura: descifrar lo oculto, conocer, descubrir (aunque no haya ninguna propuesta de acción para combatirlo, ya que el goce está en “saber”).
Estas ideas tienen mucha más influencia de la que podamos creer. Gran parte del pensamiento cultural de la izquierda contemporánea está definitivamente atravesada por estas formas de concebir lo político, lo cultural y lo individual. De hecho, si no entiendes por qué una parte de la izquierda está obsesionada con buscar al fascista que hay en ti, a cancelar pensadores o hasta obras artísticas porque sus autores fueron blancos o machistas (como ha ocurrido recientemente con Picasso), aquí encontrarás la razón de todo ese embrollo culpabilizador.
Cuando Mr. Wonderful y Foucault se dan la mano
Del mismo modo que el pensamiento positivo y las ideologías del coaching emocional (mindfulness) son técnicas para embellecer el alma cuando ya te han desposeído de todo lo demás, la mayor parte de las teorías posmodernas buscan ofrecerte una terapia sofisticada del Yo y de tu cuerpo cuando ya te han desposeído del resto de referencias del pensamiento humano.
El pensamiento positivo y los posmodernos parten de la misma idea: bucear en tu interior para encontrar tu esencia (o un nuevo Yo). Los primeros lo hacen desde un lado accesible para extirpar lo tóxico que hay en ti y volver a brillar, tal como rezaría una tacita de Mr.Wonderful. Los segundos, lo hacen desde la “deconstrucción” política para extirpar aquellos elementos “fascistas”, “heteronormativos” o “colonialistas” que habría en ti. Por ejemplo, Octavio Salazar publicó un libro en 2018 titulado El hombre que no deberíamos ser, recogiendo esta nueva tradición de deconstruir la masculinidad en lugar de construir institucionalidades nuevas que permitan forjar un proyecto de comunidad compartida. El problema residiría en uno mismo, y la tarea política estaría circunscrita al cambio en el Yo (voluntario). Es decir, una forma secularizada de transformación interior, al más puro estilo New Age. Si no eres un hombre blanco heterosexual, esto se hace para poder volver a tu Yo que se desharía de esas sujeciones del poder.
En un excelente artículo publicado recientemente en Vózpopuli, David Souto Alcalde hablaba de la izquierda hobbesiana como “una mutación del genoma en la izquierda, que habría pasado de desconfiar de la naturaleza del poder a desconfiar de la naturaleza humana”. ¿De dónde viene esa mutación? Pues, efectivamente, de Michel Foucault. Todas las ideas que parten de la desconfianza en la naturaleza humana comienzan de un singular texto: Introducción a la vida no fascista. Un prólogo de Foucault a la edición -adivinen- americana del Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. En ese prefacio, está la semilla de todo lo demás. Foucault escribe: “[Combatir el fascismo] Y no solamente el fascismo histórico, el fascismo de Hitler y Mussolini, sino también el fascismo en todos nosotros, en nuestra cabeza y en nuestra conducta cotidiana, el fascismo que nos hace amar al poder, desear aquello mismo que nos domina y nos explota”.
No somos ni buenos ni malos, somos posibilidades en un contexto y entorno dados
El cambio de rasante en el texto de Foucault supuso una ruptura brutal de paradigma en las izquierdas. A partir de ese momento, en el mundo de la teoría, el fascismo ya no era un enemigo externo al que combatir política, militar y culturalmente. Es un enemigo interno. Está en nosotros. Está en ti. Tú eres sospechoso. Al final, toda la teoría de Foucault pese a la gran aportación de pensar el poder como una relación que, además, produce subjetividades, es una teoría de bajar el poder a tierra. De convertir a tu vecino en un posible enemigo, y dejar de mirar al poder que está situado arriba: contra el poder de la OTAN, la lucha contra el micropoder de mi padre. O de mi supuesta tentación autoritaria interna. Una reinterpretación posmoderna de Hobbes, en el que el hombre es un lobo para el hombre. Mismos conceptos, distintas palabras y encuadres.
Avanzaríamos mucho si dejáramos de buscar una esencia buena o mala en el ser humano. No somos ni buenos ni malos, somos posibilidades en un contexto y entorno dados. Por eso volver a la política, a la disputa de instituciones que aumenten la alegría y potencia comunes. Recuperar una tradición republicana que vuelva a poner el foco en la comunidad y señale a los que están arriba.
No puedo terminar este artículo sin una última recomendación como pequeña llama de esperanza, para alumbrar en esta oscuridad criptobro alimentada por vendehúmos. La monumental obra que acaba de editar Ariel en España: El amanecer de todo, de David Graeber y David Wengrow. Una nueva historia de la humanidad, como reza su subtítulo, y que desmonta la idea de la Ilustración como una especificidad europea, demostrando que fue fruto del encuentro con los pueblos indígenas en América, que aportaron esas nuevas ideas. Puede que aquí esté una de las semillas para destronar las teorías “decoloniales”. Y albergue en su seno la posibilidad de un nuevo proyecto basado en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.