Un fantasma recorre las ruinas de la civilización tecnomorfa y pantoclástica: es el nuevo espécimen del homo resiliens. Liberado de los remordimientos de la conciencia infeliz y satisfecho por la miseria del presente cosificado, el «último hombre» dedicado a la resiliencia no conoce nada grande por lo que luchar y en lo que creer, por lo que esforzarse y en lo que esperar.
Diego Fusaro
Diego Fusaro
Un fantasma recorre las ruinas de la civilización tecnomorfa y pantoclástica: es el nuevo espécimen del homo resiliens. Liberado de los remordimientos de la conciencia infeliz y satisfecho por la miseria del presente cosificado, el «último hombre» dedicado a la resiliencia no conoce nada grande por lo que luchar y en lo que creer, por lo que esforzarse y en lo que esperar.
Hijo del desencanto posmoderno y del fin de la creencia en los grands récits orientados hacia un futuro redimido, el homo resiliens se contenta con lo que hay pues piensa que es todo lo que puede haber. La suya es una ontología tan primitiva como depresiva, que resuelve la posibilidad en la realidad dada, el futuro en la eterna repetición del presente. Conformándose con los placeres vulgares que le ofrece la civilización del consumo («un deseo para el día y otro para la noche», se sugiere en Así habló Zaratrusta), el último hombre de la resiliencia no tiene ningún supérstite recurso de valor que oponer a la vorágine nihilista, que ha agotado todo sentido y ha abandonado el mundo sin Dios a la nada de la producción y el intercambio como fines en sí mismos.
Expresión desesperada de un nihilismo puramente pasivo, miembro en serie de un rebaño amorfo y sin pastor, el homo resiliens mira con el gélido pathos de la distancia todo anhelo de verdadera libertad, todo proyecto de renovación del mundo: está convencido de que ya no es el momento y de que, en la era crepuscular del ocaso de los ídolos, no queda otro camino que la conciliación y la adaptación respecto de un orden de cosas que, por mucho que se cuestione, no admite alternativas ni vías de escape. El imperativo de ne varietur se acompaña, casi de forma compensatoria, de un trabajo hipertrófico sobre el propio yo, destinado a volverlo más maduro y más fuerte para que finalmente esté dispuesto a aceptar sin pestañear todo lo que sea.
En la fisonomía del último hombre se impone como factor dominante la más vulgar mediocridad, se percibe la contracción integral de la potencia creadora de la esencia humana, ahora desprovista de entusiasmo y de pasión: los homines resilientes, «miserables, que nunca vivieron» (Infierno III, v. 64), se resignan con lo que hay, adaptándose una vez tras otra y esforzándose por acallar cualquier voz interior de disidencia que aún pudiera subsistir. La fuerza subversiva de la transformación de la realidad es expulsada por el repliegue sobre sí mismos de los últimos hombres, que viven el fundamentalismo económico y sus escenarios de ordinaria miseria como un destino irreversible al que prestan acatamiento sumiso. El imperativo estoico del amor fati, entendido a modo de adaptabilidad a la lógica de lo real, constituye la receta esencial de su felicidad mediocre, en la que la voluntad de impotencia individual convive con el furor de la voluntad de omnipotencia del sistema de producción tecnocapitalista.
La figura en la que parece condensarse mejor el nuevo espíritu gregario de los últimos hombres coincide con la de la servitude volontaire planteada por La Boétie, que actualizada podría traducirse como el oscuro deseo de servir para ser dejados en paz, de ser dominados para no ver interrumpido el goce ilimitado derivado del flujo de circulación de los servicios y de las mercancías. A diferencia del resistente, esto es, del sujeto naturaliter inconformista con el espíritu gregario y quizás incluso dispuesto a asociarse en formas revolucionarias con los de su especie, el resiliente encaja con el prototipo del esclavo ideal, que no sabe que lo es y que ignora la existencia de las cadenas que lleva o, alternativamente, las confunde con irrechazables oportunidades para la maduración interior.
El hodierno «malestar de la civilización» hunde sus raíces en la eliminación tanto del Ideal como del lazo social; y congruentemente produce el paisaje desértico de los ermitaños en masa, de los resilientes que, socialmente distanciados, tratan de sobrevivir adaptándose, superando biográficamente las contradicciones sistémicas casi como si fueran únicamente molestias del yo no conciliado. El hombre revolucionario vivía en el hiato perpetuo entre la realidad y sus sueños; el hombre resiliente vive en la inextinguible ausencia de sueños que le permitan pensar la realidad como algo enmendable.
Concepto smart e inaprensible, evasivo y capaz de adaptarse de manera resiliente a cualquier contexto, la resiliencia es, por derecho, parte integrante de la constelación de nuevas virtudes incorporadas a la civilización gerencial del business – desde el enpowerment hasta las prácticas motivacionales, desde el problem solving al mindfulness – y de esa governance neoliberal que actualmente ha saturado el mundo de la vida, mercantilizándolo y cosificándolo sin restricciones ni zonas francas. Es, en primer lugar, la actitud existencial, pero después también política y social, hoy sistemáticamente exigida a los súbditos de la civilización mercadoforme, es decir, a los consumidores sin patria y sin raíces, sin sustancia crítica y -diría Gramsci- sin residuo del «spirito di scissione”: el mandato, bajo la forma de un imperativo omnipresente, llega principalmente a través del repique falsamente polifónico del sistema de mass-media, que es el megáfono de la voz de su amo. Este último exhorta diariamente a la triste tribu de los últimos hombres, el «pueblo perdido» de los descamisados ??de la globalización infeliz, a volverse dóciles y sumisos, a abandonar todo antagonismo inoportuno y toda veleidad redentora: en una palabra, a hacerse resilientes, a trabajar sobre sí mismos para ponerse a la altura del mundo en el que viven, o sea, para soportarlo cotidianamente sin retornos de la llama roja y sin despertares extemporáneos del «espíritu de la utopía».
Por eso, el imperativo dominante, reafirmado urbi et orbi por la industria cultural y por los funcionarios de las superestructuras, es el que predica la desencantada adaptación a lo existente como única realidad posible (1). Desde cualquier perspectiva que se observe, el sujeto resiliente parece ser el ideal producto in vitro del sistema de producción y de la civilización totalmente administrada. Siguiendo el retrato robot esbozado por Antonio Trabucchi en su texto Resisto dunque sono –Resisto luego existo- (2007) (2), el resiliente es optimista por principio, tiende a leer los acontecimientos negativos como circunscritos y en todo caso como una oportunidad de mejora, sigue pensando que es capaz de controlar y gobernar su propia vida, y no ve ninguna derrota, por más estruendosa que sea, que le suscite la voluntad de luchar para cambiar el orden de cosas.
Su predisposición fundamental, congénita o conquistada a base de un arduo trabajo sobre sí mismo, es la «agilidad emocional» (emotional agility) (3), vale decir, una suerte de precariado de las emociones y los sentimientos, llamado a expresarse en la capacidad de adaptarse camaleónicamente a los contextos más diversos y a las situaciones más adversas, encontrando cada vez in se los recursos adecuados y el espíritu preciso. Du mußt dein Leben ändern (Has de cambiar tu vida), el título de un exitoso libro de Peter Sloterdijk (4), cristaliza en su forma más eficaz la posmoderna rehabilitación del aguante estoico del orden de cosas y la glorificación de la razón cínica de quienes, al fin y al cabo, no aspiran más que a su propia salvación individual en medio de la tragedia colectiva.
Metabolizando el imperativo sistémico de la adaequatio al orden de cosas, elevada a la condición de «evidencia» a determinar científicamente y aceptada estoicamente, el homo resiliens contemporáneo no se esfuerza por comprender y, menos aún, por rectificar el orden de cosas: parte del presupuesto de que en caso de conflicto entre Sujeto y Objeto, es en cualquier circunstancia el primero – para él sólo en esto reside el secreto de una vida feliz – el que tiene que adaptarse al segundo, superando los traumas y malestares que intempestivamente le han llevado a tal divergencia. La pasión transformadora abierta al futuro, que pertenecía a los revolucionarios, es aniquilada por esta forma contemporánea de adhesión desencantada; forma cuya ductilidad, en todo caso, tiende fácilmente a desvelar la farsa y el lastre ideológico.
El heroico mot d´ordre del coraje y de su indocilidad razonada (frangar, non flectar) es derribado por el vil adagio de la resiliencia y su ilimitada disposición a sufrir en silencio (flectar, non frangar), fingiendo que los traumas y las injusticias han de acogerse como momentos de superación y como pruebas de fortaleza. Obsérvese, en passant, que el adjetivo «frágil» tiene como raíz el verbo latino frango, que significa «quebrar», «romper», «destrozar»: el resiliente es, pues, el «frágil» que, con tal de no romperse, se adapta a todo, haciéndose líquido en la sociedad líquida y, por tanto, asumiendo en todos los ámbitos la «fluidez» como su propia cualidad esencial.
El célebre aforismo de Nietzsche, según el cual was mich nicht umbringt, macht mich stärker, «lo que no me mata, me hace más fuerte» (5), no parece que pueda ser tomado como una definición del espíritu de resiliencia: de hecho el resiliente es un sujeto intrínsecamente débil, cuyo actuar o, por mejor decir, cuya inactividad práctica surge del reconocimiento preventivo de la fuerza superior del objeto que está frente a él. Variando sobre el tema hegeliano, es más un siervo que un señor ya que, prefiriendo doblegarse para no quebrarse, no está dispuesto a correr el riesgo extremo de su vida para revertir el orden de cosas y ganar la libertad.
Como la hierba pisoteada, que siempre está lista para volver a su posición, así el resiliente absorbe cada vez el golpe, probablemente agradeciendo la preciosa oportunidad de maduración que ha obtenido de él. Se le exige apertis verbis cultivar esa «flexibilidad mental» (6) que consiste, en el fondo, en la capacidad de adaptarse a todo y a todos, lo que, no accidentalmente, representa una variante nada desdeñable de la flexibilidad universal de la era del precariado y de la evaporación de toda figura de solidez: desde los lazos familiares a las relaciones laborales, desde los vínculos con las comunidades y con los territorios de pertenencia a las visiones del mundo fundamentadas y estructuradas.
En efecto, del lema resiliencia se puede hacer lo que se quiera ya que, de un modo u otro, se adapta a todo: tal es, paradójicamente, su grado de resiliencia. Perfil paroxístico del yo líquido posmoderno, el homo resiliens puede serlo en el ámbito psicológico, si supera los traumas modificándose a sí mismo (7); puede serlo en política, si se adecúa cadavéricamente al imperativo de ne varietur tallado en letras mayúsculas en el teologúmeno neoliberal there is not alternative; todavía puede serlo también en economía, si logra hacer de la necesidad virtud, viviendo como oportunidades los escenarios de la ordinaria explotación y de la cotidiana desigualdad propios del fanatismo del mercado.
El Diccionario de la Lengua italiana de De Mauro explica que “resiliente” es aquel que manifiesta la “capacidad de resurgir de experiencias difíciles, adversidades, traumas, tragedias, amenazas o fuentes significativas de estrés, manteniendo una actitud suficientemente positiva al afrontar la existencia”; en suma, el que sufre la desgracia y se levanta como si nada, el que frente a la injusticia, en lugar de rebelarse, encuentra la fuerza para seguir su propio camino aunque esto suponga una dosis diaria de abuso mortificante.
Variante del actual fanatismo de la tolerancia, la resiliencia es naturalmente un perfil psicológico. Pero también es, inseparablemente, un comportamiento político acorde con la era del absolutismo del tecnocapital y de la austeridad desiderata por los grupos patronales, jubilosos ante la perspectiva de poder gobernar masas oprimidas y resilientes; o lo que es igual, masas capaces de absorber sin pestañear y sin retornar a los fuegos rojos, la violencia cotidiana sobre la que estructuralmente se asienta un sistema que tiene como premisa básica la explotación y la miseria de los más en beneficio de unos pocos. No olvidemos entonces que, como mostró Federico Rampini (“La Repubblica” 23 de enero de 2013), “dinamismo resiliente” fue la consigna lanzada en 2013 por el Foro Económico Mundial y por Obama, por lo tanto en lugares y por personas que se inscriben plenamente en el orden del bloque hegemónico neoliberal de tracción atlantista.
El homo resiliens se cae y se levanta potencialmente hasta el infinito, pero sin cuestionar nunca el mundo objetivo que siempre le hace caer de nuevo. Sucesor del ignavo confinado por Dante en el infierno, el resiliente no entorpece la marcha del mundo y, de hecho, la secunda en todas sus dinámicas, incluso aunque se trate de la más endemoniadamente injusta. Ni siquiera la condena con las armas de la crítica ni la somete a una mordaz interpelación, atrapado como está por la petulante satisfacción de haber logrado trabajar sobre sí mismo hasta el punto de aceptar finalmente lo inaceptable.
El resiliente es el yo indefenso que ve penurias personales pero nunca contradicciones reales y que, en caso de desacuerdo con la realidad, prefiere el diván del psicólogo a la plaza de la revolución coral, la variación del yo a la del no- yo, que diría Fichte. Su esfera privilegiada de acción y de vida es la individualidad a la sombra del poder, el desarme de todo espíritu crítico y la mutilación preventiva de todo proyecto de futuro. Es el sujeto ideal de las masas pasivas y homologadas, en las que todos piensan y desean lo mismo (pues ya nadie piensa ni desea realmente), pero simultáneamente también es el individuo aislado de la nueva era de las soledades telemáticas conectadas a través de internet y desconectadas de la realidad y sus palpitantes contradicciones que piden ser resueltas en la praxis.
En definitiva, el resiliente es el súbdito ideal de la prosa cosificante del nuevo capitalismo post-1989 y, con mayor razón, de los propios desarrollos que está experimentando en las primeras décadas del nuevo milenio: el homo resiliens ha atesorado los llamamientos que se le dirigen desde todos los puntos de las redes unificadas por parte de los monopolistas del discurso y por tanto, vía mediata, por el bloque oligárquico neoliberal. Ha aceptado ser sumiso en lugar de revolucionario, adaptable en lugar de contestatario, e incluso ha interiorizado la necesidad de cambiarse a sí mismo para adecuarse a un status quo de cuya inmodificabilidad está íntimamente convencido. En definitiva, ha optado por hablar el idioma de su enemigo de clase, creyendo en el progreso -y por consiguiente en la ininterrumpida secuencia de las conquistas de los grupos dominantes- y sobre todo asumiendo mansamente el comportamiento que los amos siempre han soñado de los esclavos. ¿No es acaso el sueño inconfesable de todo amo gobernar esclavos dóciles y sumisos, en una palabra resilientes? ¿No es verdad que todo pastor ha tenido siempre el deseo de poder conducir un rebaño manso y obediente, dispuesto a hacer cuanto se le ordene porque está convencido de que no existe ninguna otra posibilidad?
También por eso la resiliencia es, entre todas, la cualidad más propedéutica para el éxito del bloque oligárquico neoliberal, la virtud que es propicia y se espera de la massa damnata de los derrotados. Es parte integrante del nuevo orden mental, políticamente correcto y éticamente corrupto, que sirve de complemento superestructural a la estructura del diagrama asimétrico del equilibrio de poder en la época inaugurada con el entierro, aunque provisorio, del marxiano «sueño de una cosa» bajo los pesados ??escombros del Muro (9.11.1989).
Fuente: Posmodernia