Tras un enero y febrero con temperaturas normales, España ha tenido un marzo y abril muy calurosos y está sufriendo una severa sequía. Como siempre, los que han hecho del cambio climático su modus vivendi han aprovechado la circunstancia para retomar la antigua denominación de “calentamiento global” y asustarnos con el apocalipsis que nunca llega. Ya saben: cuando se producen olas de frío (como Filomena en 2021) lo atribuyen a una borrasca pasajera, pero el calor siempre es cambio climático.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
Tras un enero y febrero con temperaturas normales, España ha tenido un marzo y abril muy calurosos y está sufriendo una severa sequía. Como siempre, los que han hecho del cambio climático su modus vivendi han aprovechado la circunstancia para retomar la antigua denominación de “calentamiento global” y asustarnos con el apocalipsis que nunca llega. Ya saben: cuando se producen olas de frío (como Filomena en 2021) lo atribuyen a una borrasca pasajera, pero el calor siempre es cambio climático.
Sin embargo, más allá de la cansina propaganda climática, produce estupor ver cómo los mismos que vierten lágrimas de cocodrilo por los efectos de la sequía están haciendo la vida imposible a agricultores y ganaderos en nombre de la propia religión climática.
La guerra contra el campo
En este contexto se enmarcan los crecientes obstáculos al uso los fertilizantes derivados del nitrógeno, la inmoral campaña contra el consumo de proteína (p.ej., carne), la grotesca demonización del ganado como emisor de metano o las restricciones al uso de pesticidas mediante la moda “eco”, “orgánica” y “sostenible”, eslóganes bonitos con los que los iluminados de Davos, de la UE y de la ONU ocultan su verdadero objetivo: revertir la Revolución Verde, que permitió multiplicar el rendimiento de los cultivos y alimentar a una población creciente.
Sumen a esto el aumento de la factura eléctrica causada por el propio fanatismo climático y el sinfín de regulaciones absurdas que están asfixiando el campo, normas caprichosas decididas por burócratas urbanitas que, desde sus cómodos despachos, utilizan el arma de las subvenciones y la amenaza de las sanciones para ejercer un control absoluto sobre el sector primario.
Estas políticas tendrán graves consecuencias. De hecho, existen precedentes de lo que puede ocurrir, llegados al extremo. En 2021, el gobierno de Sri Lanka decidió prohibir los fertilizantes químicos y los pesticidas argumentando que los primeros incrementaban el efecto invernadero y los segundos perjudicaban el ecosistema. Su presidente alardeó de ello en un discurso en el COP26 en el que mencionó el “cambio climático” en su primera frase y abogó por la “agricultura orgánica” y por las energías renovables, que quería supusieran un 70% de la generación eléctrica para el 2030. “El hombre debe vivir en sintonía con la naturaleza”, afirmó[1]. Su país logró, cómo no, un rating ESG de 98.1 sobre 100, casi perfecto. Tres años antes, el Foro Económico Mundial (WEF) de Davos había publicado un artículo del entonces primer ministro del país en el que publicitaba su “visión”. Pues bien, las medidas para “paliar” el cambio climático provocaron en sólo seis meses una caída de la producción agrícola del 20% y un aumento de precios del 50%[2] mientras ciertos productos, como los tomates y las zanahorias, multiplicaban su precio por cinco y el gobierno se veía obligado a importar arroz. Finalmente, en 2022 llegó una terrible hambruna, las masas asaltaron el palacio presidencial y el presidente huyó del país (mientras el WEF borraba el artículo de su web[3]). El daño estaba hecho: hoy la desnutrición infantil sigue siendo un problema en Sri Lanka[4].
El derribo de presas y la agenda climática
El coste de oportunidad de la agenda climática está siendo inmenso. Imaginen el uso alternativo de los miles de millones desperdiciados durante años en subvencionar las ineficientes energías renovables – que también detraen superficies de cultivo– si se hubieran utilizado para fortalecer nuestras reservas hídricas en previsión de las recurrentes sequías. Sin embargo, lo que han estado haciendo los chamanes climáticos que nos gobiernan desde Madrid, Bruselas, Davos y Nueva York ha sido demoler presas para favorecer a pececillos y demás fauna, cuyo valor en esta época oscura parece ser superior al de la vida humana.
Las presas fueron inventadas para asegurar regadíos y reservorios de agua potable, aprovechar las lluvias y evitar inundaciones. Las más antiguas se remontan a comienzos de la Edad Antigua: la presa de Jawa, en Mesopotamia, se construyó en el 3.000 a.C. y la de Marib, capital del reino de Saba, alrededor del 2.000 a.C. Ésta fue utilizada durante 2.600 años, y su catastrófico derrumbe provocó la migración de 50.000 personas que ya no tenían cómo regar. Las más antiguas que aún permanecen en uso, construidas por los romanos hace cerca de 2.000 años, se encuentran en Homs (Siria) y Mérida (España).
Así, estas obras de ingeniería siempre se consideraron un avance de la civilización, hasta ahora. En efecto, desde 2021 el gobierno español ha derribado más de un centenar de ellas con el objeto de favorecer la libre circulación de la fauna fluvial. Aunque la mayor parte hayan sido presas y azudes pequeños (con excepciones, como el alucinante proyecto de demolición de Valdecaballeros), sólo el 15% de las presas europeas están obsoletas o en desuso[5]. Queda claro, una vez más, que destruir es la especialidad de este gobierno, y que destruir siempre es más fácil que construir.
Sin embargo, el vandalismo del gobierno y el fanatismo de las organizaciones ecologistas que promueven estas acciones no son los únicos responsables de haber destruido presas en vísperas de una sequía severa. El origen de esta medida está en la Estrategia sobre Biodiversidad para 2030 de la UE, que aboga por “la eliminación o adaptación de las barreras que impiden el paso de los peces migratorios (…)” de modo que “de aquí a 2030 al menos 25.000 km de ríos vuelvan a ser de caudal libre mediante la eliminación de obstáculos (…)”[6]. Esta misma estrategia propone “reducir el uso de fertilizantes en un 20% como mínimo (…), reducir en un 50% el uso global de los pesticidas químicos y gestionar al menos el 25% de las tierras agrarias en régimen de agricultura ecológica”. ¿Recuerdan Sri Lanka? A su vez, la Comisión Europea especifica que sus propuestas “están en consonancia con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y con los objetivos del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático”, no en balde el punto 6.6 de la Agenda 2030 propone “restablecer los ecosistemas relacionados con el agua, incluidos los ríos (…)”. Ahí lo tienen: ecologismo, cambio climático y Agenda 2030.
¿Otra vez el cambio climático?
En efecto, la destrucción de las presas y la guerra contra el campo tienen como raíz la ideología ecologista y climática, que aprovecha los fenómenos meteorológicos locales, como el calor y la sequía, para sus campañas de propaganda.
Sin embargo, los fenómenos meteorológicos locales nunca pueden considerarse prueba de ningún “calentamiento global”. Primero, porque el mundo es muy grande: el estado de California, casi tan extenso y poblado como España, ha sufrido en 2023 el quinto mes de marzo más frío desde 1895[7] y nadie ha advertido de un enfriamiento global. Segundo, porque el aumento de temperaturas del planeta es irrisorio e inapreciable, salvo sugestión. Desde 1979, año en que comienzan a tenerse mediciones por satélite y un año particularmente frío para comenzar la serie (de hecho, si hubiera comenzado en 1998 no podríamos hablar de calentamiento alguno), el planeta se ha calentado a razón de sólo 0,13°C (trece centésimas de grado) por década[8].
Siempre he pensado que un observador ecuánime consideraría esta escasísima variación una estabilidad asombrosa en la temperatura de un fluido del volumen de la atmósfera dentro de un sistema que nunca está en equilibrio, como es el clima. Ese mismo observador quizá diría lo mismo viendo la evolución de las temperaturas en España desde 1961, ajustadas al efecto isla de calor urbana o UHI (fuente: AEMET):
La pertinaz sequía
La relación entre temperatura y precipitaciones es compleja y no siempre intuitiva. Por ejemplo, la Antártida es el continente más frío, pero también el más seco del planeta, mientras que en el subcontinente indio llueve torrencialmente durante los meses de monzón coincidiendo con las elevadas temperaturas veraniegas.
La sequía es un fenómeno natural cíclico que ha afectado desde siempre a nuestro país, una anomalía transitoria de precipitaciones que puede conllevar una incapacidad de atender la demanda de agua para riego o consumo. En EEUU la sequía más grave de su historia se produjo entre 1933 y 1940, mientras que en España la peor tuvo lugar entre 1941 y 1946, cuando el río Manzanares se secó por completo y el Ebro se convirtió en un riachuelo (con razón, “la pertinaz sequía” se convirtió en un latiguillo del franquismo). Otra sequía importante, cuyas restricciones recuerdo con claridad, fue la de 1991-1995, aunque en aquel entonces la sociedad era menos histérica y mucho más libre que hoy y el cambio climático no se había convertido todavía en un dogma. Claro que en esos años el IPCC aún defendía que “el incremento de temperatura observado en el s. XX ha podido ser en gran parte causado por una variabilidad natural[9].
Aquí tienen la evolución de la pluviosidad anual en España hasta 2022. Como verán, aunque en el último tercio del período se ha producido una ligera disminución, la tendencia no es significativa (fuente: AEMET):
Estos son los datos en España, pero en el planeta cada vez llueve más. Efectivamente, a nivel mundial -sorpresa, sorpresa-, las precipitaciones han aumentado desde 1900[10], y no ha habido aumento alguno de sequías, inundaciones, huracanes[11] o incendios forestales[12]. Todos estos datos contradicen, una y otra vez, las mentiras recurrentes de la propaganda climática.
Pero las medias de precipitación anual pueden enmascarar la realidad local de las sequías: por ejemplo, en 2022, un año entre normal y seco en España, en la misma provincia de Badajoz unas comarcas tuvieron un año húmedo y otras, muy seco, y mientras que en gran parte de Castilla fue un año entre normal y húmedo, en el norte fue muy seco y en Levante, muy húmedo. La sequía, a veces, es contraintuitiva: en 1752 una importante sequía afectó el norte peninsular mientras el Guadalquivir sufría riadas, y en 2018, año muy húmedo en prácticamente toda España (el quinto más húmedo desde 1965), el oeste de Galicia sufrió un año seco o muy seco[13].
Nadie ha comentado lo más relevante de la sequía actual, esto es, que nadie – ningún “experto”, ningún modelo – ha sido capaz de predecirla. Sin embargo, los mismos que no supieron predecir un fenómeno tan cíclico como la sequía, y que tampoco pueden decirnos si volverá a llover en unas semanas, afirman conocer exactamente cuál será el clima del planeta dentro de 100 años. La tomadura de pelo es de tal calibre que sigue sorprendiéndome el recorrido que ha tenido. ¿La ciencia es incapaz de predecir la meteorología local más allá de unos pocos días y es capaz de comprender un sistema multifactorial y caótico como el clima terrestre, plagado de retroalimentaciones de signo opuesto y sistemas de reequilibrio y en el que faltan mediciones fiables en series largas, y hacer predicciones para dentro de un siglo?
La teoría del cambio climático antrópico parte de hipótesis enormemente resbaladizas: el clima ha cambiado de forma natural desde el albor de los tiempos, ¿y ahora sólo cambia por la acción humana? Algo tan complejo como el clima, ¿depende del control de una sola variable como es la emisión de un gas residual como el CO2, cuyo origen antrópico apenas supone una ínfima parte del 0,04% de su composición atmosférica? Las variaciones naturales de la radiación solar, las anomalías orbitales y rotacionales, los océanos y las nubes, ¿ya no cuentan? ¿Por qué debería preocuparnos lo más mínimo un eventual aumento de temperaturas de 1,5°C cuando en los últimos 150 años aparentemente han aumentado lo mismo sin que pasara absolutamente nada? ¿Acaso no nos adaptamos sin problemas a cambios de temperatura de 20 o 30°C entre el alba y la tarde o entre el invierno y el verano?
Cabe añadir que el ciudadano perspicaz se percatará de que, casualmente, las políticas propuestas para combatir el “calentamiento global” son idénticas a las que se propusieron en su momento frente al “enfriamiento global” de los años 70 o la lluvia ácida, tal y como nos recordaba el Prof. Lindzen[14], uno de los más prestigiosos expertos en clima del mundo.
Los corresponsables
El gobierno, la UE (Bruselas-Davos) y la ONU ha declarado la guerra al campo en nombre de una ideología enemiga del hombre. Sin embargo, nunca habrían podido llegar a estos extremos sin la complicidad de otros actores, como los medios de comunicación, que aplican la censura, estigmatizan al “negacionista” (ellos, que ignoran los datos más elementales) e imponen la ideología climática como dogma de creencia obligada, bajo pena de ostracismo.
Pero lamentablemente también son cómplices las instituciones de la sociedad civil (empresas, universidades, etc.) que, llevadas por las buenas intenciones, por intereses económicos o por corrección política, se dedican a promover la Agenda 2030 y la consigna de lo “sostenible” como si fuera una moda inocua. Confío en que comprendan que al hacer esto están contribuyendo a la destrucción de nuestro campo.
El cambio climático es la mayor estafa de todos los tiempos y la ideología más destructiva desde los totalitarismos del s. XX, pues aspira al poder total mediante el control de la producción de energía y alimentos. ¿Cuántas pruebas más necesitarán para convencerse? ¿Tendremos que llegar a la pobreza y el hambre?
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