Fenómenos como el orgullo gay son presentados por el orden del discurso como momentos imprescindibles de emancipación de un patriarcado residual y homófobo. En realidad, son simples manifestaciones de adaptación social al american way of life del capitalismo posmoderno, completadas con la sustitución de la lucha de clases por un conflicto de género y “gustos sexuales” que es, por definición, interclasista y, por lo tanto, funcional al mantenimiento del orden dominante.
Diego Fusaro
Diego Fusaro
Fenómenos como el orgullo gay son presentados por el orden del discurso como momentos imprescindibles de emancipación de un patriarcado residual y homófobo. En realidad, son simples manifestaciones de adaptación social al american way of life del capitalismo posmoderno, completadas con la sustitución de la lucha de clases por un conflicto de género y “gustos sexuales” que es, por definición, interclasista y, por lo tanto, funcional al mantenimiento del orden dominante.
Este último logra, una vez tras otra, eliminar por completo la prioridad política de las clases dominadas de la esfera de la apariencia, esto es, suprime, o por lo menos atenúa, la contradicción asimétrica entre el capital y el trabajo. Tal contradicción resulta ideológicamente depuesta en favor de un conflicto de género completamente abstracto, merced al cual el homosexual rico y el homosexual pobre convergen en el mismo bando de la lucha ficticia por la conquista de los derechos individuales de consumo.
La domesticación de toda pulsión revolucionaria antisistémica se lleva a cabo mediante la distracción propiciada por los conflictos de la «diversidad» y mediante la adhesión a los módulos de la coolness posmoderna. Esta se traduce en la ostentación de la extravagancia y la excentricidad que, al mismo tiempo que confirman la ruptura con el viejo orden de valores burgués y proletario, resultan plenamente compatibles con la lógica del turbocapitalismo posmoderno y neohedonista, que promueve cualquier transgresión que sea funcional a la conquista de nuevos espacios para el mercado y todo anticonformismo que se ajuste al nuevo esquema de desregulación económica y consumista. La vida entre los barrotes de la jaula tecnocapitalista no ha cesado de degradarse entre la extravagancia y la alienación. Y la izquierda, como le parti du mouvement et de la transgression, se reconfirma como parte de la santificación teórico-práctica de la marcha triunfal del capital y las clases dominantes.
Tampoco debe pasarse por alto el hecho de que la época posheroica hace tiempo que reemplazó al héroe por la víctima: ser víctima -es decir, un sujeto que no ha hecho nada, pero a quien se le ha hecho algo– otorga prestigio e inmunidad frente a la crítica. Ya se trate de un grupo, de un individuo o del mismo medio ambiente, la víctima es el sujeto pasivo por excelencia; coincide con el que ha sufrido y por ello merece respeto, en el triunfo de esa resiliencia que, no por casualidad, es la “virtud” que los magnates cosmopolitas más aprecian en las masas subalternas. Además, la víctima tiene derecho por definición, en la medida en que se le ha quitado algo: de la debilidad de haber sufrido se pasa, sin solución de continuidad, a la pretensión reivindicativa y al deseo de compensación.
Hijo de la «cultura del narcisismo«, de la egocracia rampante y de la nueva cultura de la víctima reivindicativa, el jus omnium in omnia parece erigirse como el fundamento último de la civilización de la liberalización individualista integral del consumo y de las costumbres. Las caprichosas batallas arcoíris, que en el cuadrante izquierdo han sustituido a las luchas “rojas” contra el capital y contra el imperialismo, se resuelven en última instancia en reivindicaciones para el capital y para el imperialismo: para el capital, ya que son, de facto, batallas liberal-progresistas contra todo límite tradicional todavía resistente a la liberalización individualista de los consumos y las costumbres; para el imperialismo, ya que pasan sin ningún tipo de reserva al apoyo directo de la «misión civilizadora» -con bombardeo incorporado de la civilización del dólar y su intervencionismo moralista en nombre de los derechos civiles take away- en aquellas áreas del mundo que aún no están subsumidas bajo el modo de producción y existencia capitalista.
En coherencia con el nuevo régimen posmoderno de poder, propio de la civilización nihilista del arcoíris, va a ser el deseo individual -y solamente éste-, el que asuma el estatus de ley en ausencia de la Ley. Una vez más, la rebeldía anarcoide de la izquierda arcoíris posmarxista no se opone al poder neoliberal, sino que lo respalda y lo santifica ideológicamente. Al mismo tiempo este, como se ha evidenciado a partir del viraje posburgués y ultracapitalista del 68, ya no es autoritario y centrado en la hipertrofia de la Ley, sino que él mismo se ha vuelto anarcocapitalista y laxo, permisivo y hedonista.
Por un lado, a través de las batallas por los caprichos de tonos arcoíris, la neoizquierda glamour abandona definitivamente el campo de la lucha anticapitalista contra la explotación y el clasismo, que ahora acepta como fisiológicos, cuando no como fecundamente «creativos»: se ocupa solamente de problemas irrelevantes con respecto a la cuestión del trabajo, de la economía y de lo social, asuntos que son manejados de manera soberana por la derecha del dinero.
Por otro lado, con los caprichos de consumo arcoíris, la izquierda del traje, además de favorecer la distracción de las masas respecto de la cuestión social y la lucha contra el capital, promueve la disolución de la sociedad en un atomismo de «máquinas deseantes» -para retomar la definición de Deleuze-: las máquinas deseantes exigen que cada uno de sus caprichos de consumo individual sean jurídicamente reconocidos como ley. De esta forma, la izquierda deviene en Lifestyle-Linke, que sitúa la centralidad no en el trabajo y los derechos sociales, sino en los estilos de vida individuales liberalizados. En lugar del pueblo y la clase trabajadora, en el orden discursivo de la neoizquierda patronal ahora solo hay individuos concebidos como máquinas deseantes. Deben ser «ortopedizados«, liberados de cualquier vínculo residual con las comunidades y las tradiciones y, dulcis in fundo, aplastados bajo el modelo del consumidor, que tantos derechos tiene cuanto sean sus caprichos transformables en mercancía con arreglo al dinero de que disponga.
En este sentido, sigue siendo emblemático el caso del «útero de alquiler«, que la neolengua políticamente correcta ha rebautizado púdicamente como «maternidad subrogada«. En la mayor parte de sus actuaciones, las izquierdas neoliberales ya no son capaces de reconocer en semejante práctica el culmen de la alienación, de la explotación y de la cosificación, derivadas del hecho de que el útero de la mujer es degradado a «almacen en venta«, el nasciturus mancillado como mercancía a demanda y las mujeres de las clases bajas envilecidas y condenadas a recurrir a esas prácticas por su propia condición económica. Habiendo interiorizado la mirada omnimercadizadora del capital y la antropología del free desire, la sinistrash defiende enérgicamente la abominación del útero de alquiler como expresión de la «libertad de elección» y como «derecho civil», como «oportunidad» y como “deseo” que debe ser legalmente tutelado. De nuevo, en el triunfo del neoliberalismo progresista, la conquista mercantil de la totalidad del mundo de la vida no encuentra ya en la izquierda un baluarte de oposición, sino una de sus justificaciones teóricas; y esto, otra vez, sobre la base de la forma mentis conforme a la cual todo tabú y todo límite deben ser abatidos porque precisamente en eso reside la razón última del progreso.
Como se muestra en nuestro Difendere chi siamo (Ed. Rizzoli, 2020), el sistema globocrático-financiero aspira a deconstruir toda identidad colectiva (Nación y Clase, Pueblo y Estado, Comunidad y Patria) y, en general, toda identidad ut sic. En efecto, reconoce en el concepto mismo de identidad un inoportuno reducto de resistencia frente a la generalización de la cultura de la nada propia de la mercancía y su nihilismo relativista posmoderno. Más concretamente, la dinámica dialéctica del desarrollo del capital procede destruyendo las identidades colectivas resistentes y, al mismo tiempo, protegiendo e “inventando” identidades que son orgánicas a la sociedad de consumo, tanto más si logran dividir horizontalmente el frente de los ofendidos. Las únicas identidades permitidas y celebradas en el tiempo de la desidentificación omnihomologante coinciden con las de las minorías globalcapitalistas: es decir, con aquellas propias de los actores sociales cuya ideología representa el envoltorio de legitimación moral del nuevo orden social, centrado sobre el capitalismo financiero sans frontières para átomos-consumidores liberal-libertarios.
¿Qué mayor éxito del poder neocapitalista que el obtenido provocando que los explotados homosexuales y los explotados heterosexuales luchen entre sí en lugar de cooperar desde abajo contra el explotador, ya sea homosexual o heterosexual? Los microconflictos sectoriales promovidos por el nuevo orden simbólico de las izquierdas posmodernas son per definitionem horizontales e interclasistas, por lo tanto funcionales a la reproducción del poder neoliberal: eliminan por completo de la esfera de la apariencia las prioridades políticas, sociales y económicas de las clases dominadas. Y las sustituyen, de manera distractiva y compensatoria, por luchas abstractas y horizontales; luchas gracias a las cuales el homosexual rico y el homosexual pobre, la mujer explotadora y la mujer explotada, el negro plutócrata y el negro indigente, confluyen ficticiamente en el mismo bando de la lucha.
La lucha de clases del de abajo contra el de arriba queda así fragmentada e invisibilizada gracias a la producción artificial de batallas internas –luchas “diversitarias”– en el frente de los ofendidos, ahora divididos según diferenciaciones promovidas ad hoc por el orden del discurso hegemónico. Y la izquierda, que -para decirlo con Bobbio- estaba en origen del lado de la igualdad, se está poniendo cada vez más del lado de las diferencias y de la defensa de la diversidad; y esto no solo porque adhiriéndose al neoliberalismo propugna la visión competitiva y asimétrica de la sociedad , sino también en la medida en que asume como su propio frente de lucha y organización político-cultural la batalla «diversitaria” por las diferencias y por las minorías.
Además, estas batallas reivindicativas y diferencialistas -desde los movimientos feministas hasta los gay pride– no pretenden derribar las estructuras dominantes, sino obtener pleno reconocimiento dentro de ellas como minorías. Los excluidos se muestran incluidos del mismo modo en que denuncian su exclusión: en efecto, no impugnan un sistema que se basa en la exclusión (y que, como tal, merecería ser abolido), sino que reprochan, egoístamente, el no haber sido incluidos en ese sistema. Que es, literalmente, all inclusive, ya que aspira a incluirlo todo y a todos dentro de sus perímetros alienados afirmando una única distinción: la económica. En esto radica el falso interclasismo homogeneizador de la civilización de los mercados, que descompone toda diferencia para que de esta manera puede reinar en todas partes, sin limitación, la diferenciación económica fundante del clasismo.
También bajo los mismos parámetros puede interpretarse el fenómeno de protesta Black lives matter, elevado por la sinistrash a designio propio. El objetivo declarado de esta revuelta reivindicativa que estalló en 2020, no era el sacrosanto reconocimiento de la paritaria dignidad y la igualdad entre todos los hombres, negros o blancos. Fue, en cambio, la creación -o potenciación- de un conflicto “sectorial” desarrollado en el plano horizontal entre blancos y negros, dando a entender, sin demasiado disimulo, que los hombres blancos eran, como tales y sin excepción, culpables.