Ya hemos advertido en otras ocasiones que el presidente Rajoy malversa con inusitada rapidez la representatividad mayoritaria que el PP obtuvo legítimamente en las urnas el 20 de noviembre de 2011, sin que en modo alguno ello suponga cuestionar tal éxito electoral ni el Gobierno derivado. Una ‘legitimidad democrática’ inicial, tanto del partido como de su líder, de la que ahora les vemos alejarse de forma preocupante.
La Teoría Política y Constitucional considera que el poder constituyente es previo al poder constituido legalmente como entramado de instituciones, normas y reglas. Por tanto, su fundamento último no reside en ninguna legalidad positiva, sino en su ‘legitimidad democrática’, al entender que emana del pueblo soberano y que éste constituye la principal fuente de legitimidad política y jurídica del Estado.
Significativo al respecto es que el emblemático artículo 1 de la Constitución establezca que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
El concepto de ‘poder constituyente’ se utiliza, pues, de forma generalizada para defender el valor primario de la democracia constitucional, que, en ese sentido, no es un sistema estático e inamovible, ni tampoco un estatus institucional fijo o permanente con el que sentirnos plenamente satisfechos, sino un instrumento institucional dinámico, sometido a la crítica y abierto por ende al cambio y, por supuesto, a la reforma político-constitucional…
Pero no es nuestra intención analizar en esta Newsletter las diferencias que existen entre el poder constituyente y el poder constituido, ni tampoco las que separan la legitimidad de la legitimación democrática. Y mucho menos disertar sobre la eficacia de la democracia y la satisfacción o insatisfacción que actualmente produce en la sociedad española. Sin embargo, lo cierto es que, dejando aparte la puga PP-PSOE, muchos votantes del PP en los últimos comicios legislativos (o muchísimos como muestra la demoscopia política) reniegan de su decisión de voto y proclaman una descalificación del Gobierno, con su presidente a la cabeza, realmente brutal.
EN TORNO A LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA
Y también hemos expuesto en otra ocasión que en una de sus obras más revulsivas, ‘La contrademocracia – La política en la era de la desconfianza’ (Manantial, 2007), Pierre Rosanvallon señaló una tendencia bidireccional en la dinámica de la realidad política: por un lado percibía la aparición de una ‘contra-democracia’ y, por otro, constataba el debilitamiento de la política institucionalizada, aparejado con un creciente desapego social y electoral. El haber observado esa doble tendencia es lo que le llevó a plantearse “la falsa evidencia del principio mayoritario”.
Tras aquella publicación, el profesor Rosanvallon siguió buceando en los complejos recovecos de la democracia, considerada por muchos como el “menos malo” de los sistemas políticos, pero afectada en todo caso por una grave crisis con su correspondiente reflejo en el debate social de los últimos años. Su más reciente trabajo de investigación se concretó en una nueva obra, titulada ‘La legitimidad democrática – Imparcialidad, reflexividad y proximidad’ (Paidós Ibérica, 2010), que se convirtió de forma inmediata en un verdadero hito de la sociología política y en la que continúa criticando las mutaciones del sistema político de convivencia en el siglo XXI, teorizando de forma particular precisamente sobre el fenómeno de la legitimidad en el terreno de la democracia.
Cierto es que la legitimidad democrática se desprende en primera instancia de la voluntad del pueblo expresada en el sufragio universal. Pero, no obstante, determinados conflictos inter-sociales han demostrado que esa voluntad no siempre es ‘general’ y que la mayoría, aun siendo dominante, no deja de representar más que a una parte de la ciudadanía. De hecho, en las grandes democracias, como la francesa y la de Estados Unidos, las virtudes del voto no son evidentes. Fenómenos como la denuncia de los partidos, las críticas del clientelismo político y el antiparlamentarismo, no hacen sino corroborar la crisis de la legitimidad electoral.
Rosanvallon ha demostrado con suma perspicacia que esas dificultades son las que obligaron a las democracias a poner en órbita un ‘sistema de doble legitimidad’. La ‘elección’ continúa siendo el principio clave, pero desde finales del siglo XIX, el poder de la administración pública ha registrado un crecimiento muy sustancial como respuesta a los fallos de la legitimidad electoral. Mientras que la ‘administración’ fue creada en dependencia de ‘lo político’, los escándalos de corrupción y el nepotismo de los gobernantes han contribuido a conferirle la nueva tarea de garantizar la imparcialidad desinteresada del ‘bien común’.
A partir de los años 80, el sistema entra abiertamente en crisis, debido a la evolución de la economía y de la sociedad que se orientó hacia un modelo más individualizado. La retórica del neoliberalismo contribuyó a socavar la idea de que el poder administrativo encarnaba el interés general. Y Pierre Rosanvallon sostiene que el pueblo es, ciertamente, la fuente de todo poder democrático; pero la elección no garantiza que un gobierno esté al servicio del interés general, ni vaya a estarlo en un futuro.
Para Rosanvallon, el veredicto de las urnas no puede ser el único patrón de legitimidad. Y así lo están percibiendo los ciudadanos, para quienes un poder no puede ser considerado plenamente democrático si no se somete a pruebas de control y de validación, a la vez concurrentes y complementarias de la expresión mayoritaria, mientras reclaman un ‘arte de gobierno’ mucho más centrado en el individuo y en sus necesidades y demandas personales.
Ante las dificultades que enfrenta la democracia, Pierre Rosanvallon explica en su libro ‘La legitimidad democrática’ que el gobierno debe atenerse a un triple imperativo, que consiste en distanciarse de las posiciones partidistas y de los intereses particulares (legitimidad de imparcialidad), en tener en cuenta las expresiones plurales del bien común (legitimidad de reflexividad) y, finalmente, en reconocer todas las singularidades (legitimidad de proximidad). De ello se deriva el desarrollo de instituciones como las autoridades de control independientes y los tribunales constitucionales, o la implantación de una forma de gobernar cada vez más atenta a los individuos y a las situaciones particulares.
‘La legitimidad democrática’, y en general las últimas obras de Rosanvallon, nos proporciona las claves para comprender los problemas y consecuencias de las mutaciones de la democracia en el siglo XXI, al tiempo que plantea los elementos necesarios para mejorar la democracia representativa; a la vez nos propone una historia y una teoría de esta necesaria ‘revolución de la legitimidad’. Cumplir con los tres requisitos de legitimidad democrática que propugna (la imparcialidad, la reflexividad y la proximidad), ayudaría a rehabilitar nuestras democracias para vencer el malestar que producen en buena parte de la sociedad actual y que encuentren su nueva emancipación.
El veredicto -dice Rosanvallon-, no deja ninguna duda acerca de las condiciones de salvaguarda de la democracia: “Es bajo la apariencia de afables comunicadores, de hábiles profesionales de la escena de una proximidad calculada que pueden renacer las antiguas y terribles figuras que vuelcan la democracia contra sí misma. Nunca la frontera ha sido tan tenue entre las formas de un desarrollo positivo del ideal democrático y las condiciones de su traición. Es allí en donde la espera de los ciudadanos se manifiesta con mayor agudeza y la conducta de los políticos puede mostrarse de la forma más grosera y devorante. De allí la necesidad imperiosa de constituir la cuestión en objeto permanente de debate público. Hacer que viva la democracia implica más que nunca, mantener una mirada constantemente lúcida sobre las condiciones de su manipulación y las razones de su incumplimiento”.
RAJOY SIGUE DISTANCIADO DEL MUNDANAL RUIDO
No vamos a discutir, pues, que en democracia, la legitimidad política la confieren los ciudadanos con sus votos y las instituciones que, a través de mayorías, tienen la capacidad de otorgar el poder en nombre del pueblo. Pero, siguiendo el inteligente análisis sociopolítico del profesor Rosanvallon, si afirmamos que esa legitimación electoral no es, en modo alguno, un cheque en blanco permanente y sin otra fecha de caducidad que la de la legislatura correspondiente. Por eso, la legitimación de origen se ha de revalidar día a día en el ejercicio del poder, sin olvidar que la ley establece mecanismos judiciales y parlamentarios para apartar a aquellos individuos o gobiernos que violen la norma o traicionen la confianza ciudadana.
La realidad evidencia que el discurso político se dramatiza a conveniencia y, por supuesto, que la praxis política está presidida por un sentido recurrente de ‘geometría variable’, que siempre tiende a considerar inadmisible en otros lo que uno mismo hace con toda naturalidad. Por poner un ejemplo, el criticado “¡váyase señor González!” de José María Aznar, tiene hoy su mejor contrapunto en el “¡váyase señor Rajoy!” de Pérez Rubalcaba.
También, en otros ejemplos de política ‘variable’, el acceso en su momento de Patxi López al gobierno en el País Vasco y el de José Antonio Griñan al de la Junta de Andalucía, sin que sus respectivos partidos fueran los más votados, alimentaron un discurso según el cual ninguno de los dos estaba legitimado para asumir el poder en la opinión respectiva del PNV y del PP. Los nacionalistas vascos fueron incluso más allá, llegando a afirmar que su partido (el PNV) es el líder político natural de Euskadi, posición que no dejó de recordar aquel lema de la dictadura que proclamaba a Francisco Franco “Caudillo de España por la gracia de Dios”.
Lo más curioso del caso, es que, tanto los peneuvistas como los populares, ya hicieron en el pasado (y si pueden seguirán haciéndolo en el futuro) lo mismo que criticaron puntualmente cuando los pactos de gobierno y los apoyos de investidura no les favorecían. El PNV ha accedido al gobierno de muchas instituciones sin ser el partido más votado y el PP ha promovido prematuros relevos de quienes estaban al frente de gobiernos autonómicos y ayuntamientos emblemáticos sin planteárselo como una vulneración de las reglas del juego ni, mucho menos todavía, sentirse obligados a convocar elecciones anticipadas…
Pero todo tiene sus límites, especialmente cuando las promesas electorales han sido incumplidas de forma absoluta y flagrante, con resultado, además, de ruina total (política, económica, social, institucional…), o cuando las líderes políticos impuestos por las argucias partidistas (caso de la alcaldesa de Madrid, Ana Botella), no dan la talla y se muestran incapaces para asumir su responsabilidad con un mínimo de eficacia, aunque nadie repute sus nombramientos de “ilegales”. Los alemanes suelen admitir que cuando las cosas salen bien, “todo ha estado bien”; pero es que, cuando salen mal, se muestran implacables con quienes, a la postre, hubieran podido tener un comportamiento poco ortodoxo o incurrido en cualquier falta procedimental o reglamentaria…
Dicho esto, y por mucho que cueste aceptarlo, el caso del presidente Rajoy es una muestra ejemplar de la “deslegitimación democrática” denunciada por Pierre Rosanvallon, convicta y confesa. Tras haber vulnerado los tres requisitos de legitimidad que el profesor del “Collège de France” propugna para alcanzar la “doble legitimidad democrática” (de imparcialidad, reflexividad y proximidad), todos los estudios demoscópicos vienen mostrado su contundente pérdida de representatividad electoral hasta niveles sin precedente desde la Transición, tanto en términos cuantitativos como de rapidez.
De hecho, Rajoy, que gobierna en las antípodas de lo que demandan los ciudadanos, incluidos sus propios votantes, ha situado al centro-derecha político en sus mínimos históricos y con el resultado más bajo de uno de los dos grandes partidos desde 1978. Dispone de una mayoría parlamentaria absoluta, pero ha consumido su siempre limitada credibilidad personal a velocidad récord y su palabra de gobernante ya no tiene valor alguno ante los gobernados.
Al margen del ‘caso Bárcenas’ (y en general de toda la corrupción política circundante), el presidente Rajoy es incapaz de dirigirse a los ciudadanos, mirarles a los ojos y explicarles con claridad qué es lo que está pasando y cómo piensa resolver la situación de extrema emergencia en la que seguimos inmersos, tanto a nivel político como económico. Y, por tanto, no puede asumir de forma eficaz la dirección del país en términos de “gobernanza” o de “buen gobierno relacional”; es decir, orientando de forma clara y convincente la acción gubernamental y la intervención del Estado en línea con el ‘sistema de doble legitimidad’ explicitado por Pierre Rosanvallon, y sin apoyarse sólo en la “falsa evidencia del principio mayoritario”.
Pero es que ese desajuste entre el resultado electoral inicial de Rajoy y su credibilidad presidencial, no ha tenido vaivenes, días buenos y días malos, ni hemos visto florecer en él rosas acompañadas de espinas: ha sido un proceso inequívoco y creciente desde su investidura. Su credibilidad política desapareció a la velocidad del rayo, sin que ninguno de sus predecesores en La Moncloa haya llegado a esa situación jamás, y menos todavía, claro está, al año de su nombramiento, que fue cuando comenzó a precipitarse por el abismo de lo irrecuperable.
Se anunciaba que tras la última reunión del Consejo de Ministros del presente año, prevista el viernes 27 de diciembre, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, comparecería en rueda de prensa sin limitación de preguntas ni de tiempo. Pintaba que sería la gran ocasión esperada después de 365 días de huidas por la escalera de incendios, salidas por el garaje subterráneo, apariciones en monitores de plasma que ofrecen la señal precocinada de sus intervenciones ante la Junta Directiva del Partido Popular, ruedas de prensa sin preguntas, preguntas amañadas cuando oficia de anfitrión de dignatarios extranjeros o cuando es recibido en alguna capital como huésped. Ahora, por fin, la prensa podría darse un festival en aras de ofrecer esclarecimientos al público.
Faltan datos de ambiente, que ni han sido facilitados por la Secretaría de Estado de Comunicación ni han merecido mención alguna por parte de los asistentes. Nada sabemos sobre los detalles de la sala elegida para la conferencia de prensa, pero los tapices que ornaban las paredes y el fondo de jardín que aparecía permiten asegurar que se trataba de una estancia del edificio del Consejo de Ministros, en vez de la habitual para estas comparecencias. El presidente estaba de pie, amarrado al atril, sobre un escabel. Primeras filas con palmeros incondicionales que dan confianza al artista que trabaja en el trapecio. Detrás, los periodistas. Todos sentados en esas sillas endebles, factura inconfundible de los talleres de la Fundación Generalísimo Franco. Nada que ver con las poltronas tapizadas en cuero y provistas de pupitres desplegables que confortan a los asiduos de la escuelita de los viernes bajo la dirección de la vicepresidenta para todo.
El presidente, que hacía este ejercicio por primera y única vez en todo el año 2013, consumió un turno de autoelogio de 17 minutos y dedicó al turno de preguntas casi otros 36, sin ofrecer una sola respuesta que añadiera información. Gozó de la ventaja proporcionada por los periodistas, que alargan con prolegómenos inútiles sus interrogaciones y las formulan de tres en tres. Esta forma de proceder permite al presidente, elegir aquella a la que prefiere dar algún capotazo y devolver las otras al corral sin darles un solo pase. Daba la impresión de que los interrogadores traían las preguntas preparadas de casa, igual que sucede con las intervenciones de los parlamentarios en los plenos del Congreso. Ninguna interacción con lo que está aconteciendo. Tan solo búsqueda del hueco para colocar la cuestión encomendada por el jefe de redacción. Es posible que se plantearan las preguntas necesarias pero les faltaba agudeza, capacidad de penetración para impactar. Salvo sobre la electrocución y la nueva ley reguladora del aborto no hubo repreguntas. Rajoy, sin descartar nada, salió una vez más indemne.
Así, la alarma roja del próximo desastre electoral del PP sigue encendida, mientras la amenaza del derrumbe interno se encauza por la misma senda marcada con anterioridad en el PSOE por efecto del ‘zapaterismo’. Una perspectiva espantosa que Rajoy debería reconducir con urgencia para bien de su partido, del país y de la propia democracia, porque aferrarse a gobernar con la credibilidad perdida y en el pleno desencuentro con la ciudadanía, como está haciendo, le sitúa peligrosamente al borde de la ‘dictadura legal’.
Quizás, al presidente Rajoy le convendría observar cómo los manifestantes portugueses, mucho más comedidos que los españoles, reclaman a menudo una intervención militar en sus asuntos políticos, una nueva suerte de la ‘Revolución de los Claveles’ que el 25 de abril de 1974 provocó la caída de la dictadura salazarista. Y dejar de propiciar con su dogmatismo político en unos casos y con su pasividad ejecutiva en otros, el regreso al oscurantismo que ha marcado tan siniestramente la historia de España, con las tensiones correspondientes (incluida la militar), pero ahora sin un Rey prestigiado y presto a reconducir las torpezas políticas del momento.
TRAS LOS RECORTES SOCIALES, LLEGA EL DE LAS LIBERTADES
Porque, dando por agotado el capítulo de los recortes sociales en la primera mitad de la legislatura (que quizás no debiéramos), Rajoy parece querer dedicarse ahora, en su segunda parte, a demoler los derechos y libertades civiles (sin solucionar tampoco los problemas del estancamiento económico o del secesionismo catalán y vasco). Y en esa jugada, innecesaria en estos momentos y por tanto políticamente torpe, el Gobierno maneja todo un paquete de iniciativas legislativas que no dejan de anunciar una fuerte regresión democrática en el actual modelo de convivencia.
Según el Ejecutivo, con las leyes de seguridad quiere dar más garantía a los derechos y libertades ciudadanas. Pero la oposición en general, y sobre todo la izquierda política (por no decir la mayoría progresista), las entiende como instrumentos de la ideología más reaccionaria para “reprimir e intimidar” a quienes pretendan expresar su protesta y discrepancia en la calle.
Soraya Rodríguez, portavoz del PSOE en el Congreso de los Diputados, ya señaló durante la sesión de control al Gobierno del pasado 11 de diciembre como una auténtica “vergüenza” que el propio Consejo de Europa haya advertido que los planteamientos que se recogen en el proyecto de ley de Seguridad Ciudadana van “en contra de los derechos de los españoles” (que son ciudadanos europeos) y avisó de forma bien sensata a la vicepresidenta Sáenz de Santamaría: “¡Cuidado!, no subestimen la gran potencia de la ciudadanía”. La respuesta obtenida, fue un ácido requerimiento a precisar qué derechos y a qué ciudadanos quería proteger, y si se refería a víctimas o agresores, dejando bien patente la intención autoritaria del Gobierno.
Es evidente que en esta reforma legislativa están presentes determinadas actuaciones protagonizadas en torno al Congreso de los Diputados por los movimientos ciudadanos surgidos a raíz del 25-M, así como los ‘escraches’ a políticos, que los jueces entendieron como conductas no delictivas. Ahora, manifestaciones de este tipo, extendidas al Senado y a las asambleas autonómicas, podrían ser consideradas infracciones administrativas muy graves según el proyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana aprobado por el Gobierno y sancionadas (sin mediar resolución judicial) nada menos que con multas de hasta 600.000 euros (las sanciones graves llegarían hasta los 30.000 euros): una potestad excesiva y propia del Estado autoritario (por no decir dictatorial) con un baremo de multas fuera de la realidad económica del país, socialmente obsceno, rayano en la estulticia política y quizás alumbrado por políticos ladrones para los que esas cantidades resultan calderilla...
Pero si cupiera alguna duda sobre el modelo de Estado policial por el que se está adentrando el Gobierno de Rajoy, ahí está también la Ley de Seguridad Privada pendiente de culminar su tramitación parlamentaria en el Senado. Su redacción habilita en determinadas funciones policiales a los vigilantes de seguridad, pero sin establecer para ello una formación adecuada.
Sabido es que España ya se encuentra a la cabeza de los países europeos con más policías por habitantes (516 agentes por cada 100.000 ciudadanos, frente a los 385 de media de la Unión Europea) y también con más tipos distintos de organismos de naturaleza ‘policial’ (Cuerpo Nacional de Policía, Guardia Civil, Policía Municipal, Policía Autonómica, Vigilancia Aduanera, Funcionarios de Prisiones…); un auténtico desconcierto por el que las cifras manejadas en las comparaciones oficiales pueden quedar muy por debajo de la realidad. Pero, aun así, la intención del Gobierno no deja de querer aumentar este desmesurado ratio policial asignando ahora a los vigilantes privados (que ascienden a cerca de 100.000) funciones “complementarias” de la seguridad pública sin duda controvertidas en el Estado de Derecho y para las que, hoy por hoy, es difícil reconocerles suficiente capacitación profesional. Ahí quedan, como botón de muestra para quienes quieran ver su alcance real, dos de las funciones de los vigilantes de seguridad previstas en el artículo 32 de la ley en cuestión:
c) “Evitar la comisión de actos delictivos o infracciones administrativas en relación con el objeto de su protección, realizando las comprobaciones necesarias para prevenirlos o impedir su consumación, debiendo oponerse a los mismos e intervenir cuando presenciaren la comisión de algún tipo de infracción o fuere precisa su ayuda por razones humanitarias o de urgencia”.
d) “Detener y poner inmediatamente a disposición de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad competentes a los delincuentes o infractores en relación con el objeto de su protección o de su actuación, así como los instrumentos, efectos y pruebas de los delitos o infracciones administrativas. No podrán proceder al interrogatorio de aquéllos, si bien no se considerará como tal la averiguación, comprobación o anotación de sus datos personales para su comunicación a las autoridades”.
Dice el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, que “esta ley abrirá la posibilidad de prestar nuevos servicios demandados por la sociedad y que no estaban recogidos en anterior normativa de 1992”. Pero, ¿qué demandas son esas y por qué razón no competen a la seguridad pública…? ¿Acaso pretende también el Gobierno una seguridad distinta para ciudadanos ricos y otra para ciudadanos pobres…?
La realidad es que el Gobierno concede de forma temeraria a los simples ‘vigilantes’ más poder, convirtiéndoles en una suerte de policías sin placa pero con la posibilidad de detener, identificar y cachear a los ciudadanos… sin más formación para ello que la de la Educación Secundaria Obligatoria. Conociendo cómo funciona la seguridad privada en España y viendo el porte ‘alumbrado’ de la mayoría de sus ‘seguratas’ (incluida pistola al cinto), no es difícil aventurar que darán bastante quehacer a la policía profesional y, sobre todo, a jueces y abogados…
Pero ni este oscuro negocio de la seguridad privada, que de momento genera una facturación anual de casi 4.000 millones de euros sólo en seguridad privada de personal (seguridad de sistemas aparte), ni la decidida disposición del Gobierno a ver detrás de cada ciudadano que se manifiesta razonable y legítimamente en contra de sus políticas a un agitador que pretende desestabilizar el sistema, es lo que más preocupa a los ciudadanos españoles. El recorte más torpe y rechazable en el ámbito de las libertades, se centra sin duda alguna en la reforma de la llamada ‘Ley del Aborto’ aprobada por los socialistas en marzo de 2010 (aunque todo en su conjunto vaya marcando una línea de autoritarismo gubernamental sin precedentes desde el franquismo).
LA REFORMA DEL ABORTO, OTRA GRAN TORPEZA DE RAJOY
Una ley todavía pendiente de que el Tribunal Constitucional se pronuncie definitivamente sobre los recursos interpuestos por el PP y el Gobierno de Navarra contra algunos de sus artículos, aunque ya denegará su suspensión cautelar mientras se sigue la tramitación correspondiente. Situación que, de entrada, aconsejaba al PP una mínima prudencia política hasta ver resuelto su propio recurso de inconstitucionalidad, sobre todo cuando hoy la mayoría conservadora del alto tribunal es harto manifiesta.
Pero es que la impaciencia del PP es todavía menos comprensible teniendo en cuenta que, para empezar, la aplicación de la ley vigente ya ha hecho disminuir en un 5% el número de abortos en 2012, sin crear problema alguno a las mujeres que, a título personal y legítimamente, se muestran en contra de dicha práctica. Y, aún más, cuando la vigente Ley del Aborto goza de un amplio consenso entre los ciudadanos de todas las opciones políticas.
Según un Macrosondeo de Sigma-Dos para El Mundo (03/01/2014), la pretensión de reformar de la ley vigente supone un debate social superado. Las tres cuartas partes de los encuestados (un 73,3%) quiere que se mantenga el actual sistema de plazos, que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo durante las 14 primeras semanas, mientras que un reducido 16,6%, es decir sólo uno de cada seis encuestados, aprobaría el regreso al sistema propuesto por el Gobierno del PP, más restrictivo que la Ley del Aborto de 1985 y sorprendentemente elaborado por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, que antes era tenido como el más ‘progre’ de los populares.
Pero la respuesta social contra esta innecesaria reforma legal crece día a día. Así, la posterior encuesta de Metroscopia (El País 12/01/2014) ya evidencia que el 86% de los españoles mayores de 18 años (los encuestados) opina que “toda mujer embarazada debe tener derecho a decidir libremente si quiere seguir o no con su embarazo”, incluyendo en esta misma opinión a una abrumadora mayoría de votantes del PP.
Por poner otros ejemplos de hasta dónde llega la torpeza del PP, otro 78% de los encuestados por Metroscopia opina igualmente que “esta reforma no era necesaria” y que “hará que aumenten los abortos clandestinos en condiciones de inseguridad”, mientras un 75% cree que “en el momento actual, no hay realmente una demanda social que justifique esta reforma de la ley”. Posiciones que de nuevo respaldan los propios votantes del PP de forma mayoritaria.
De hecho, la controversia más importante se está generando, pues, dentro del PP, dado que los votantes de otras opciones políticas se encuentran alineados prácticamente en una posición unánime contraría a la iniciativa legislativa del Gobierno. Así, no tardarían en aflorar las discrepancias internas: Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en la CAM, afirmó ser “más partidaria de una regulación del aborto por plazos”; Elena Nevado, alcaldesa de Cáceres y senadora del PP, se mostró a favor del “voto libre” y “en conciencia” de la nueva ley del aborto porque “hay que respetar la libertad de pensamiento”; Javier Dorado, ‘número dos’ de las Nuevas Generaciones del PP y diputado en el Parlamento gallego señalaba que “el Estado no debe complicar más las cosas" en alusión a la protección de los embarazos con malformaciones del feto…
La realidad es que muchos directivos populares (hombres y mujeres) han manifestado internamente su malestar con los reiterados ‘trágalas’ del Gobierno, y más en particular con el proyecto de ley del aborto elaborado por Alberto Ruiz-Gallardón, mal visto de siempre dentro del PP. Lucía Méndez resumía la situación con bastante claridad en un artículo de opinión publicado en El Mundo (11/01/2014):
El PP resucita y rompe a hablar
Dos días después de la llegada de los Reyes, un acontecimiento extraordinario se produjo en el castigado caserón de Génova, 13. El PP resucitó. Después de dos años de silencio, rompió a hablar. Lo hizo de una forma repentina y por un motivo insospechado. Como si la Ley del Aborto hubiera sido esa gota que colma el vaso. Mariano Rajoy había llegado tranquilo, relajado y con la prima de riesgo bajo el brazo envuelta en un papel dorado. La desenvolvió y estaba espléndida, radiante en sus 190 puntos básicos. El líder no pudo reprimir su orgullo. Mirad lo que os traigo, les dijo, para que podáis presumir ante los vuestros de esta criatura que yo mismo he rescatado del infierno con grave peligro para mi vida.
Entonces fue cuando los presentes le contestaron que no le veían nada de particular a la prima de riesgo y que ellos lo único que quieren es que el Gobierno les ayude a dejar de ser los malos.
Hasta aquí hemos llegado. Callamos ante los recortes, callamos ante las chulerías de los ministros, callamos ante las chapuzas del Gobierno, callamos cuando nadie nos cogía el teléfono en la sede, callamos ante el 'caso Bárcenas' a pesar de la vergüenza que nos daba. Una Ley del Aborto para contentar a Rouco era lo que nos faltaba. Este Gobierno ha puteado a mucha gente. Y ahora las mujeres piensan que también vamos a por ellas. Es muy fácil aislarse en La Moncloa. Nosotros no podemos, la calle nos pide cuentas, la familia, los vecinos, los nuestros. De Murcia a La Coruña y de Cáceres a Valladolid. El ministro de Justicia, en sus salones madrileños, no se da cuenta de que esta ley no se corresponde con la mayoría social.
Bien sabe Dios que somos un partido disciplinado. Casi hasta el martirio. Tenemos veneración por nuestros líderes. Hagan lo que hagan. Respetamos que el presidente del Gobierno huya de la política para dedicarse al cuidado de la prima de riesgo. Pero, con todo respeto, nos duele y nos defrauda la frialdad del plasma. Ese distanciamiento suyo es desolador. Ni nos habla, ni nos consulta, ni pide nuestra complicidad. Le buscamos, pero nunca le encontramos.
La torpeza de Rajoy, con fama de haragán político y de gustar que le den todo hecho y de que nadie le cause problemas, ha pinchado de forma estrepitosa con esta reforma, de gran calado ideológico, que parece ideada no para cumplir una promesa electoral (visto está que se las pasa por la faja), sino para evitar la desmovilización de su electorado más reaccionario, claramente descontento con muchas de sus decisiones políticas (y también con sus omisiones). Algo por otra parte comprensible, porque no ha movido ficha cierta, por ejemplo, para reconducir el descalabro del Estado de las Autonomías, poner en su sitio a los terroristas de ETA, frenar la eclosión independentista, etc…
De esta forma, ya se insta al Gobierno desde muchos frentes a que el PP dé libertad de voto a sus parlamentarios (por supuesto mediante voto secreto) a la hora de pronunciarse sobre tan polémica norma, sujeta a consideración moral y a la apreciación del entendimiento personal. Y así, por ejemplo, lo hacía El País (12/01/2014) en un artículo editorial ciertamente impecable, destacando que el diputado o senador electos no pueden verse forzados a seguir las órdenes de su partido en asuntos de conciencia:
Nueve de cada diez ciudadanos españoles reclaman libertad para que los diputados puedan votar en conciencia la reforma de la ley del aborto, incluidos los votantes católicos practicantes del PP, según el sondeo de Metroscopia publicado hoy por EL PAÍS. Más allá del error político en que el Gobierno de Rajoy se ha empeñado apostando por este proyecto legislativo, la libertad de voto es un asunto importante con vistas a los usos y prácticas parlamentarias porque confirma la exigencia social de un lazo nítido entre lo que piensan los electores y lo que deben hacer los elegidos.
También constituye una censura espectacular a la ley de hierro sobre la que está construido todo el edificio de la representación política en España, materializado en el gesto de portavoces que levantan uno, dos o tres dedos para ordenar lo que los diputados de su grupo han de votar en cada caso.
Aunque la reforma de la ley del aborto lo devuelva a la actualidad, no es ni mucho menos la única cuestión en que se plantea. La diputada popular Celia Villalobos, que reclama libertad sobre el asunto, ya contravino las órdenes de su partido al votar a favor de la ley del matrimonio homosexual. La cuestión disciplinaria volvió a plantearse el año pasado, en el Congreso, cuando PSC y PSOE votaron de modo distinto a propósito del derecho de autodeterminación de Cataluña. Lo mismo le había sucedido en la legislatura precedente a Antonio Gutiérrez, ex secretario general de CC OO y diputado independiente en las listas socialistas, castigado por abstenerse sobre la reforma laboral de Zapatero.
Asegura la Constitución que el parlamentario no está sometido a “mandato imperativo alguno” y la jurisprudencia del Constitucional deja claro que el partido no puede despojar al electo de su escaño. Sin embargo, las organizaciones políticas han consolidado un enorme control sobre las personas elegidas bajo sus siglas, gracias al doble juego de la sanción al que incumple sus instrucciones y el riesgo de verse expulsado de las listas de candidatos para la siguiente legislatura. Las facultades exorbitantes que han tomado las direcciones partidarias reducen a papel mojado la prohibición constitucional del mandato imperativo.
Una completa libertad de voto cuestionaría el sistema de listas cerradas y bloqueadas, que hace depender al parlamentario de su partido mucho más que de los electores. Los partidos se consideran los actores principales del sistema representativo y en realidad juegan un papel importante en ello, de acuerdo también con la Constitución. Pero reconsiderar un sistema más equilibrado es uno de los asuntos que deben formar parte de una necesaria reforma política y electoral.
Entre tanto, la libertad de voto del parlamentario es insoslayable, por lo menos cuando se plantean temas de conciencia. Y no cabe duda de que la cuestión del aborto es un caso paradigmático.
SE VEÍA VENIR: GALLARDÓN SE DESPLOMA Y ARRASTRA AL PP
Las consecuencias de reformar gratuitamente la normativa sobre el aborto estaban cantadas y así lo hemos venido advirtiendo en otras Newsletters. El escándalo del ‘caso Gürtel-Bárcenas’ y las batallitas del Ruiz-Gallardón (el ministro ‘sabelotodo’), venían señalando el camino de la autodestrucción del PP; dejando al margen su pésima gestión de la crisis económica, sus desequilibrados recortes sociales, su notable desprecio por las reformas políticas, sus contemplaciones con los etarras y su desdén por las causas independentistas, que son cuestiones ciertamente importantes pero de muy distinto origen, debate y solución.
El tema genérico de la corrupción dentro del PP (partido en el Gobierno), ya supuso un zarpazo brutal en su imagen pública y una caída sin precedentes en las expectativas electorales de una formación política elevada al poder poco antes con mayoría absoluta. Y, ahora, la regresiva reforma de la Ley del Aborto propuesta por el ministro Ruiz-Gallardón, elemento que hizo de las suyas con la Ley de Tasas y con su enfrentamiento suicida al propio estamento judicial y fiscal, termina de consumir el crédito político del PP socavando desde dentro su patrimonio electoral y dando insospechadas bazas de recuperación a la oposición socialista.
Son lo que se ha dado en llamar ‘errores no forzados’ del PP, que alejan de forma gratuita al Gobierno del sentir general de los ciudadanos. Similares al de José María Aznar cuando, desoyendo a propios y extraños, decidió nuestra abierta intervención en la guerra de Irak, lo que le pasó la debida factura política en cuanto hubo ocasión para ello, y que ya están marcando a sangre y fuego las expectativas electorales de Mariano Rajoy. Mucho más práctico sería que dejara de meterse en camisas de once varas -como la del aborto- y se centrara en resolver los problemas más acuciantes de España, que todos sabemos cuáles son y que, dígase lo que se diga, continúan empantanados y en peor situación de la que se proclama.
Y no es que con ese tipo de errores se le ponga al PSOE a huevo arremeter contra el PP, sino que el PP se desgasta por sí solo, sin necesidad de tener enfrente a nadie con verdadera capacidad de oposición política, hartando de forma innecesaria y con una torpeza política inusitada al conjunto de la sociedad española (incluida la que le prestó la mayoría absoluta) y en cuestiones innecesarias o, cuando menos, negociables. Paradoja bien triste, pues, la de caer en el paredón electoral bajo el fuego amigo y no abatido por el del enemigo cierto. Porque, ¿acaso los profesores, los médicos, los militares, los jueces, los funcionarios, las mujeres, los empleados en general…, colectivos que se sienten tan agredidos por las políticas del PP, son sustancialmente de izquierdas…?
Todos ellos, y no los irreductibles ‘rojillos’ de verdad, son los perjudicados de forma bien gratuita por un Gobierno incapaz de alcanzar un mal aprobado, siquiera pelado, en la valoración que merece a ojos de toda la sociedad. Los ministros Ruiz-Gallardón, Wert, Fernández, Montoro, Soria… y las ministras Mato, Báñez…, son de auténtica traca y nadie puede entender su penosa continuidad lastrando el Consejo de Ministros y sobre todo el futuro del PP. ¿Y es que acaso no hay gente en el partido más capaz para gobernar el país que esta banda de torpes fracasados…? Porque, si es así, apaga y vámonos, señor Rajoy.
Sobre las encuestas políticas y su validez se puede decir todo lo que se quiera, que seguramente es mucho. Pero lo que nadie quiere es que le sean desfavorables antes que favorables; y nadie puede negar que, cuando su metodología tiene desarrollos periódicos o de continuidad en el tiempo, sus resultados marcan una tendencia en las opiniones y actitudes del público encuestado (los electores) muy acorde con su expresión final en las urnas.
De esta forma, y por atenernos sólo a las encuestas barométricas realizadas por Metroscopia para El País, tras conseguir inicialmente el 44,6% de los votos en las elecciones de noviembre de 2011, el PP ha ido decayendo progresivamente en su expectativa electoral hasta situarse en una estimación de voto del 32,0% en enero de 2014. Es decir, ha reducido su resultado electoral de partida en 12,6 puntos, equivalentes a una pérdida de más del 35% de los votos que le llevaron al Gobierno; dicho de otra forma, perdiendo ya a uno de cada tres antiguos votantes.
Pero ahí no queda la cosa. En ese mismo proceso temporal, el PSOE, que fue el gran perdedor de las últimas elecciones generales, ha pasado, en sentido inverso, a crecer desde un exiguo 28,7% de votos obtenidos en noviembre de 2011 hasta un 33,5% asignados en enero de 2014, y que ya le sitúa con una ventaja de un 1,5% sobre el PP.
Además, mientras la legislatura se iniciaba con una oposición de partidos nacionales (PSOE, IU y UPyD) que juntos sólo alcanzaban el 40,3% de los votos frente al mayoritario 44,6% del PP, ahora, en enero de 2014, esos mismos tres partidos reúnen una súper mayoría del 53,3% de los votos frente al 32,0% del PP. Incluso sumando sólo al PSOE con IU, esta unión de la izquierda neta ya alcanzarían una mayoría absoluta y más que sobrada del 46% de los votos frente al 32,0% del PP.
Está claro que las diferencias barométricas esenciales entre PP y PSOE, de dos puntos menos para el primero y de dos más para el segundo, que son las registradas precisamente entre las sucesivas encuestas de diciembre y de enero, no tienen más origen posible que la reforma de la ley del aborto aprobada por el Consejo de Ministros el pasado 20 de diciembre. Por eso, parece que, en términos de estrategia electoral, dicha reforma tiene para el PP más contraindicaciones que beneficios y que, de momento, la explicación de que puede servir para que los sectores más conservadores del partido se congracien con Rajoy no tiene traslación práctica en expectativa de voto, al margen de que tampoco tengan margen para moverse hacia otra formación política.
Y esto es lo que hay al día de la fecha, salvo que el margen de error de la encuesta de Metroscopia dejase el resultado en un empate técnico entre los dos grandes partidos y de que, sin unas elecciones convocadas no puede medirse el grado de movilización de última hora. Ya veremos en sondeos sucesivos si la tendencia de hundimiento del PP y recuperación del PSOE sigue su curso de consolidación, al igual que los crecimientos de IU en la izquierda y de UPyD en el centro, ambos poco convenientes para Rajoy.
A tenor de las reacciones y comentarios gubernamentales sobre los asuntos que levantan controversia pública, parece que no afectan mucho al ‘erre que erre’ del Ejecutivo, y mucho menos al de su presidente. Pero lo cierto es que los ministros que más caen en la valoración de los electores, son los responsables de esas polémicas.
El Gobierno en pleno sigue suspendiendo plenamente, pero lo que indica que el vuelco electoral es consecuencia directa de la reforma de la Ley del Aborto es del desplome de la valoración del ministro Ruiz-Gallardón, que ha pasado a ser el peor valorado entre los votantes populares, quitándole el título al responsable de Educación y Cultura, José Ignacio Wert, y haciendo evidente su imposible redención dentro del partido.
El ministro de Justicia cae definitivamente porque es la cara visible de la reforma de la Ley del Aborto (aunque detrás esté Rajoy). Pero junto a él caen otros dos ministros que también han protagonizado polémicas recientes: el de Industria, José Manuel Soria, tocado con el pretendido ‘tarifazo eléctrico’, y el de Interior, Jorge Fernández, promotor del Estado policial y que, criticado en la derecha por su gestión frente a ETA y en la izquierda por sus leyes de orden público, arruina el tradicional plus de valoración social de los titulares de Interior.
El balance del conjunto del Gobierno sigue siendo negativo porque la nota de todos y cada uno de sus miembros sigue cayendo ya próxima al cero patatero, con Rajoy a la cabeza. Y la situación es tan extrema y alarmante que, en nuestra modesta opinión, Rajoy haría bien en enmendar su línea de acción política propiciando al menos algunos cambios ministeriales que manden señales de entendimiento con el electorado, sobre todo con el centrista que le prestó la mayoría absoluta. Y empezando, claro está, por apearse del autoritarismo político, distanciarse del recorte de las libertades y recuperar los tres requisitos necesarios para alcanzar -más allá de las urnas- la ‘doble legitimidad democrática’ según lo expuesto por el profesor Rosanvallon: la imparcialidad, la reflexividad y la proximidad.
Porque, por mucho que moleste decirlo y cueste aceptarlo, el presidente Rajoy cabalga firmemente por la senda de la “deslegitimación democrática”. Y así le luce en todos los estudios de demoscopia política, que muestran su contundente pérdida de representatividad electoral hasta niveles inéditos con otras presidencias del Gobierno.
Ya hemos dicho en otras ocasiones que la opción inaplazable de Rajoy es remover su política y su Consejo de Ministros donde es evidente que deben removerse y devolver así al electorado, al menos en parte, la confianza perdida, antes de que éste termine poniendo patas arriba el tenderete gubernamental, si no quiere sucumbir abrasado en su propia hoguera (las consignas no apagan los incendios ni cambian la realidad social). Aunque también hemos advertido que le costaría hacerlo; porque, más que un nefasto ‘rey prudente’, Rajoy es un político sin agallas y reservón, rodeado de alfombras y floreros vivientes, un hombre público vestido de gris y más bien ‘cortito’, un precoz y meritorio registrador de la propiedad -nada que ver con la política- que va simple y expresamente a lo suyo. Cosa mala, mala, mala.