Política

Inmigración masiva: arma del turbocapitalismo y el patronato cosmopolita

Administrator | Martes 29 de octubre de 2024
Diego Fusaro
El tiempo de la acumulación flexible corresponde al advenimiento de una época re-feudalizada y posdemocrática, en la que las decisiones son soberanamente tomadas por una élite financiera desresponsabilizada que opera en el más riguroso anonimato, en los intermundia de las sociedades anónimas y de las multinacionales rizomáticas, y en aras de su propio exclusivo interés.
Los procesos de desoberanización y de desnacionalización, convertidos en centrales después de 1989 y coincidentes con el «fin del Estado» evocado por Hobsbawm (aunque sería mejor hablar de refuncionalización liberal del Estado), corresponden a los necesarios momentos de demolición tanto de las muy ampliamente perfectibles democracias (hasta la fecha, no existen entidades transnacionales verdaderamente democráticas), como del residual poder eticizante de la política capaz de disciplinar y gobernar la economía en proceso de absolutización.
Hoy el Siervo no puede vencer, porque en la situación actual ya ni tan siquiera puede luchar, obligado como está, en los espacios globales, a soportar pasivamente en su propia carne viva un cúmulo de explotaciones e injusticias que, como la producción en esta era global, son cada vez más deslocalizadas y evasivas.
Reducido a Polo puramente pasivo y privado de conciencia, a mero proveedor de fuerza de trabajo flexible y precaria, el Siervo posproletario sufre en silencio, sin capacidad para asignar un rostro y un nombre a la fuente de sus sufrimientos.
Estos últimos proceden a menudo del otro lado del Océano o, en todo caso, de lugares sideralmente distantes, lo que hace imposible ese cruce de miradas entre Siervo y Señor que, como recordaba Hegel, constituye el primer momento del «reconocimiento» (Anerkennung) y, añadimos nosotros, del conflicto encaminado a superar el nexo entre Señorío y Servidumbre.
La actio in distans, que más apropiado resultaría definir como violencia a distancia, permite al Señor globalista y sans frontières escapar del momento de la confrontación y el conflicto y, al mismo tiempo, ejercer sin respuesta su violencia cotidiana.
Compendiando aquello que con entusiasmo señaló Hayek en referencia a las experiencias federales de limitación de las soberanías nacionales, «incluso medidas legislativas para reducir el trabajo infantil y las horas de trabajo se vuelven difíciles de adoptar por un único Estado». Y así finalmente, puede prevalecer la lex de la pura competencia, sin limitaciones de salida, siguiendo el binomio propuesto por Hayek centrado en la fe en el orden espontáneo del mercado y en la demonización de la inmoralidad de toda forma de igualdad (la justicia distributiva, de hecho, niega el sagrado mandamiento liberal de la competencia).
La superación de los Estados nacionales soberanos es perseguida por el capital y sus personajes disfrazados (con el pleno apoyo de la nueva izquierda arcoíris y poscomunista), de cara únicamente a la intensificación a escala planetaria de los procesos de extorsión de la plusvalía en detrimento de la masa maldita de los perdedores de la globalización.
La «gran transformación» pregonada por Karl Polanyi o por Schumpeter ha llegado, pero no en dirección socialista: ha puesto en marcha el nuevo capitalismo absoluto con mercadización integral de lo real y del imaginario. La superación de los Estados nacionales, que los amos del discurso y las brigadas fucsias del sempiterno antifascismo justifican en función de la neutralización de un posible retorno del fascismo, representa un momento decisivo en el triunfo del nuevo totalitarismo globalista de los mercados especulativos.
La mundialización de la economía implica, mediante la extensión general de la flexibilidad, «el control de la conflictualidad de los trabajadores y del antagonismo social en general». Comporta además, a través de las prácticas de la deslocalización sin fronteras, el movimiento a escala global del juego de las leyes del mercado, pero ciertamente no de los derechos. En rigor, todo lo contrario. La globalización de las reglas del mercado y de la competitividad supone, precisamente por eso, la dinámica de erosión de los derechos: la competencia hace que la producción se desplace, deslocalizándose, allí donde los costes de la mano de obra resultan más contenidos, a causa de la ausencia o la limitación de los derechos.
De este modo, para no sucumbir a la competencia ahora convertida en planetaria, las áreas en las que históricamente los derechos sociales estaban presentes gracias a las conquistas del Siervo, se adaptan a las de la «periferia«, como la calificara Wallerstein. Esta última, debido a la carencia de derechos, puede producir a costes más bajos, beneficiándose aún de la presencia no sólo del modelo fabril fordista, sino también de escenarios de verdadera y real esclavitud directa. Con las palabras de El Capital, “nuestro sufrimiento proviene no sólo de los vivos, sino también de los muertos”.
En el marco de la mundialización como status naturae planetarizado, la ganadora es la norma del capital: el libre canibalismo que prescribe la permanente búsqueda de nuevos trabajadores dispuestos a producir lo mismo a un coste inferior.
De la que ha sido descrita como the new international división of labour se derivan los procesos de deslocalización, de “externalización” (outsourcing) y de presión competitiva sobre los salarios del exiguo número de trabajadores que todavía se benefician de derechos y jornadas laborales limitadas por la ley.
Competitivismo desregulado, more solito, no rima con democracia y con derechos, sino con desalarización y con desplome de los costes de producción. De hecho, la deslocalización corresponde, en términos técnicos, a la «dispersión espacial de las etapas productivas, especialmente hacia naciones con bajos costes laborales».
Desde cualquier perspectiva que se explore, la globalización exaspera la competitividad en la circulación de los capitales y de las mercancías, incluidas aquellas mercancías sui generis que, desde el punto de vista del capital, son los propios trabajadores. Favorece a escala planetaria la contracción de los salarios, la demolición del poder social y la anulación de la capacidad de resistencia de la clase-que-vive-del-trabajo.
Por esta razón, en el nuevo escorzo de milenio, legitimado por el marco cognitivo puesto a disposición por los fukuyamistas militantes del fin de la historia, a nivel global se está proyectando, en medida siempre creciente, la ley de la centralización y de la concentración del capital, pero también la de la aglomeración de la sobrepoblación excedente, que presiona para ser integrada en el mundo del trabajo.
Como beneficiario de esto se halla únicamente el propio capital, en el contexto de la desestructuración programada de la función de regulación económica del Estado nacional y de la desigualdad económica, que viene ensanchándose de manera exponencial y sin limitaciones por parte de una esfera de la eticidad en fase de desmantelamiento.
Como hemos mostrado en Historia y conciencia del precariado, la inmigración masiva figura en sí misma como arma en manos de la clase dominante. Más precisamente, la deslocalización de la producción y la inmigración en masa se presentan como las dos caras de la misma moneda globalista; es decir, como los dos procesos, recíprocamente inervados, de la lógica de esa mundialización competitiva, que apunta a reducir cada vez más los costes y los derechos de la fuerza de trabajo, para imponer el dominio absolutus del capital sobre el trabajo y del Señor sobre el Siervo.
Por un lado, el capital traslada la producción donde le resulta más conveniente, sin preocuparse del respeto al medio ambiente ni de los derechos de los trabajadores. Tal es, por su esencia, la lógica de las multinacionales, que de vez en cuando se mueven hacia nuevos territorios, los saquean y, por último, los abandonan para trasladarse en busca de nuevas áreas a las que reservan el mismo tratamiento.
Por otro lado, con movimiento simétrico, el capital atrae trabajadores migrantes a los lugares mismos de la producción, con el único objetivo de procurarse brazos y neuronas a bajo coste, no protegidos por derechos y nada propensos a reivindicaciones críticas. Por ello, según la icástica definición de Saskia Sassen, “la inmigración es el proceso fundante de la nueva política económica transnacional”.
Deslocalización de la producción e inmigración forzada corresponden, en consecuencia, a los dos movimientos simétricos con los que el cosmomercadismo deslocaliza la producción a países donde los costes resultan reducidos o atrae mano de obra dispuesta a trabajar a precios más bajos y con la garantía de un menor número de derechos. El cosmopolitismo de la apertura ilimitada de lo material y lo inmaterial, con la asociada demonización de toda figura del límite, de la ley y de la frontera, representa la superestructura cultural de referencia de la estructura globalista en beneficio de los Amos planetarios. .
La dinámica es siempre la misma, incluso si está ennoblecida con la rimbombante retórica de la acogida y la integración: en palabras de Bales, es de vital importancia, para la valorización del valor, el abastecimiento de “gente desechable” (disposable people), de personas disponibles para la “nueva esclavitud en la economía global” (new slavery in global economy). Entre los objetivos del capital competitivista y su auri sacra fames está siempre también el de encontrar a alguien dispuesto a producir lo mismo a un coste menor.
Si los trabajadores piden aumentos salariales o condiciones más dignas, los despiadados capitanes del globalismo desregulado y de los hub de innovación tecnocapitalista responden o reemplazando la mano de obra con el ejército industrial de reserva de los inmigrantes o reubicando la fábrica en el extranjero, donde esos derechos no son respetados o, simplemente, nunca han estado vigentes.
La misma lógica que rige el desarrollo de los ciclos de la producción y la circulación de mercancías (externalización, deslocalización, búsqueda frenética de nuevos mercados y de nuevos ventajosos laboratorios de producción) gobierna ahora la gestión capitalista de la masa de la plebe de la globalización, reducida al rango de mera mercancía en movilidad, deslocalizada y obligada a la migración forzosa en función de las exigencias de la valorización del valor
Alabadas a cada paso por los cínicos publicistas del futuro de los pueblos, las dinámicas de la explotación del trabajo humano y la alienación alcanzan así el máximo grado de intensidad.
La deslocalización migratoria posibilita formas de sobreexplotación y trabajo neoservil, siempre en perjuicio de los precarios y de los apátridas del contrato y de la existencia. Y, con todo ello, conduce a su cumplimiento el proceso de cosificación (la conversión del hombre en mercancía) y de alienación (el extrañamiento de su propia naturaleza de ser humano, sustituida por la de mercancía): ahora lo humano es redefinido sin reservas como mercancía, que libre y perpetuamente se mueve de modo browniano sobre el plano liso del mercado global desnacionalizado y competitivista, bajo el fundamento de aquellas exigencias de la producción y la circulación de las que nunca más ningún ente logrará escapar (desde las cosas a los animales, desde la naturaleza al hombre).
Las nuevas plebes sobreexplotadas y mal pagadas deben ser precarias y migrantes, obligadas a una «libre circulación» planetaria -en realidad, al perpetuo vagabundeo diaspórico- promocionada por el pensamiento único como la máxima figura de la emancipación para los pueblos y para los individuos. El desarraigo y la desetización aparecen así como las dos funciones complementarias del cosmopolitismo liberal y su específica ingeniería biopolítica.
La dinámica con la que se externaliza, se deslocaliza y se practica el dumping salarial es, en suma, la misma que preside las deportaciones en masa de nuevos esclavos del trabajo, ideológicamente llamadas «migraciones masivas«.
La moneda cuyas dos caras son la deslocalización y la inmigración en masa es, por tanto, la del conflicto de clases, que el capital está ganando sin encontrar resistencia y con la plena subordinación cultural de la clase intelectual y de las sedicentes fuerzas progresistas, geopolíticamente euroatlantistas, metafísicamente nihilistas, valorialmente relativistas y políticamente liberales.
El plusinmigracionismo es promovido por los nuevos patrones cosmopolitas y desterritorializados (la Derecha liberal del Dinero) que, en nombre del dogma de la libre circulación, lo utiliza como una nueva deportación de esclavos de los que extraer plusvalía.
A su vez, está legitimado culturalmente por los corifeos del Progreso (la libertaria Izquierda fucsia de las Costumbres), que lo santifican mediante la acusación inmediata y recurrente de xenofobia y racismo dirigida contra cualquiera que se atreva a criticarlo.
Las brigadas fucsias de la nueva Izquierda, que complementan a la cosmopolítica Derecha liberal y financiera, han olvidado la contraposición de clases entre Capital y Trabajo, sustituyéndola por la «ley del corazón» (Gesetz des Herzens) -diríamos con Hegel– de la contraposición sentimental entre acogida e integración: con la paradójica consecuencia de que los explotadores cosmopolitas del trabajo, promotores de la apertura y la libre circulación, pueden ser glorificados como «acogedores«, mientras que son condenados al ostracismo como «xenófobos» e «intolerantes» cuantos, en nombre de la lucha de clases de marxiana memoria, se oponen a la deportación, a la trata de seres humanos y a la explotación del trabajo autóctono y migrante, y exigen un control político de los flujos de capitales y de personas.
Las migraciones forzadas, favorecidas por la acumulación flexible y por el imperialismo que esta no ha dejado de secretar, son un momento de la competencia universal en el sistema de las necesidades globalizado; en cuyo plano liso el hecho de migrar no es, en sí mismo, más emancipador que permanecer en la territorialidad de origen, ni el nómada está más inclinado a la revolución que el sujeto sedentario.
En contraste con quienes celebran la hodierna inmigración como modelo intrínsecamente positivo, integrador y emancipador, es preciso reiterar con énfasis, desde un punto de vista sólidamente marxiano, que eso es siempre y sólo así para el capital y para el Señor mundialista, que pueden, de esta forma, emplear sin reservas a los migrantes en las cadenas de producción a precio de saldo y sin el justo reconocimiento de derechos.
Además, pueden sustituir fácilmente la mano de obra protegida por derechos sociales y dotada de una residual conciencia de clase oponente, por una nueva mano de obra que carece de los unos y de la otra y que, además, siempre queda sujeta al chantaje de la expulsión (mediante denuncia de inmigración ilegal por su condición de sin papeles), y se halla dispuesta a lo que sea para sobrevivir.
Finalmente, gracias a las «armas de inmigración masiva«, los globocráticos del cálculo sin pensamiento neutralizan con facilidad el conflicto vertical de clases entre Siervo y Señor: la conflictualidad se trasvasa a la horizontalidad del choque entre Siervos migrantes y Siervos autóctonos, auspiciado y celebrado por los administradores del consenso, por el circo mediático y por todos los demás pretorianos de la «propaganda silenciosa«, que han logrado con éxito transformar el mundo en un cuento de hadas y que cantan felices, como los animales de Zaratustra, su canción para organetto.
A través de las prácticas de la inmigración masiva y del desarraigo capitalista asociado a ella, los que ganan no son ni los inmigrantes ni los trabajadores, formando ambos el Polo en curso del nuevo Siervo precarizado. Los inmigrantes pierden, porque aparecen como esclavos chantajeables y como material humano privado de derechos y dignidad. Los inmigrantes, que son víctimas, acaban siendo tratados como culpables por los demás segmentos de la clase dominada: estos últimos tienden a olvidar que el enemigo no es el migrante, sino quienes provocan la migración; no es el desesperado, sino el que produce la desesperación; no es el que huye, sino los que obligan a la gente a la fuga y al desarraigo. Los trabajadores autóctonos son también perdedores, ya que ahora tienen que competir con los trabajadores inmigrantes, que ejercen una presión competitiva a la baja.
Vence la élite globalista liberal-libertaria, que puede beneficiarse soberanamente de esta condición de competencia entre los últimos, pero también de la fragmentación de la conciencia de clase y de los nuevos conflictos horizontales entre trabajadores autóctonos y trabajadores migrantes.
Por tanto, los que triunfan una vez más son el Señor neo-feudal y el capital, con su insaciable búsqueda de brazos y neuronas dispuestos a hacer lo mismo a un precio más bajo. Se aprovechan del trabajo irregular y a bajo coste que ofrecen los migrantes por dos razones: a) intensifica la plusvalía; b) reduce el coste de la mano de obra en general.
Como ha evidenciado Jacques Ellul, la anodina expresión «dejar hacer» (laissez-faire), sobre la que se basa el verbo competitivista, esconde el imperativo para nada neutro del Polo dominante, que puede condensarse así: «dejadnos hacer«, sin restricciones ni limitaciones de ningún tipo.
Los intereses del Señor turboglobalista y los del Siervo sobreexplotado son diametralmente opuestos y estructuralmente irreconciliables. Para el primero, «competitividad» significa poder maximizar el propio beneficio, sorteando las limitaciones éticas del Estado, deslocalizando la producción y, en una palabra, encontrando siempre alguien dispuesto a producir a costes inferiores (dumping salarial, outsourcing, etc.) .
En cambio para el Siervo, «competitividad» significa necesidad de vender la propia fuerza de trabajo a la clase de los Señores liberal-mundialistas en condiciones cada vez más desventajosas, porque al quedar privado de la protección del Estado y de las raíces éticas va a sufrir una competencia a la baja por parte de los trabajadores de las zonas más remotas del mundo.
Incluso en este caso, el hecho de que la competitividad sea ubicuamente elogiada como valor positivo en sí mismo y provechoso para la sociedad en general, es revelador de la omnipresencia del pensamiento único y del dominio simbólico del nuevo Señor financiero.
Dada su esencia, el globalismo turbocapitalista coincide con la tendencia a hacerse mundo del capital y, más concretamente, con la unificación del planeta bajo el signo de la economía de libre mercado, con la neutralización de la posibilidad de que las políticas nacionales controlen lo económico en fase de desregulación universal y, por lo tanto, con la mise en forme de las condiciones óptimas para la masacre de los dominados por parte de los dominantes, a quienes ahora se les garantiza una plena hegemonía.
No se insistirá nunca lo suficiente, siguiendo los pasos de Marx, sobre cómo, en el marco de la sociedad de clases, lo que es malo para los dominantes es bueno para los dominados; por el contrario, lo que beneficia a los primeros oprime a los segundos.
Por ejemplo, la movilidad, que para el Señor global-elitista es sinónimo de deslocalización, dumping salarial, espacio desregulado de competencia y búsqueda de condiciones fiscales, sociales y medioambientales adecuadas para garantizar el crecimiento de los beneficios, para el Siervo nacional-popular se traduce en ulteriores dosis masivas de explotación, competencia a la baja, migración forzada, flexibilidad y miseria.
Este asunto, piedra angular de la concepción polemológica biclasista de Marx, vale hoy, a fortiori, para la cuestión de la soberanía nacional, entendida sobre los planos económico, monetario, cultural, geopolítico y militar.
Para la élite financiera, la soberanía es el mal supremo, en cuanto comporta la posible repolitización de la economía, base inevitable para una re-limitación del capital y para su control comunitario y democrático.
Y es por esto que, gracias a la complicidad de los servicios intelectuales del clero regular periodístico y del secular académico, custodios del consensus omnium manipulado y milimétricamente controlado, la soberanía nacional resulta identificada sin reservas con el faux problème (falso problema) del retorno del fascismo y del comunismo «en un solo país«.
Para los dominados vale exactamente lo opuesto. La reconquista de la soberanía equivale a la recuperación del poder constituyente de las clases sociales débiles y a reactivar el fundamento real para una revolución contra las dinámicas de la mundialización mercadista y del clasismo planetario. Es la conditio sine qua non para una contestación operativa a la crematística global.
La aceptación del campo real y simbólico del mundialismo desregulado y la consiguiente deslegitimación de las soberanías nacionales implica, eo ipso, la neutralización de cualquier posible oposición revolucionaria a la lógica del capital. Quien acepta el plan de globalización posnacional ha aceptado, ipso facto, la hegemonía de la global class cosmopolita.
En términos convergentes, los pedagogos del mundialismo repiten continuamente que el «proteccionismo» es pernicioso y presagio de desastres: y para el mercado desregulado y para su clase de referencia, en efecto, lo es. Está entonces en lo cierto Baldwin cuando, con un eficaz neologismo, afirma que, desde el punto de vista de los dominantes, el proteccionismo es «destruccionismo«.
En antítesis con el orden semántico de la neolengua y su siempre actualizado index verborum prohibitorum, «proteccionismo«, en realidad, no significa otra cosa que protección del trabajo, de los derechos, de los trabajadores, de los más débiles a través de la política del Estado nacional como superiorem non recognoscens y, por tanto, como poder ético capaz de regular el mercado, procurando que esté al servicio de la comunidad y no al revés.
Proteccionismo” significa, entonces, obstaculizar la “competencia global” para evitar la masacre que genera entre los trabajadores de todo el mundo, obligados por la competición planetaria a desprenderse de derechos y protecciones, defensas welfaristas y conquistas históricas.
Por su parte, la globalización es también, si así se puede decir, una forma de «proteccionismo«: de un proteccionismo sui generis, en el que, a través de la «invasión», la openness y la aniquilación de toda soberanía nacional como espacio de primacía de la política, sólo están “protegidos” la clase dominante y sus intereses materiales.
La Derecha del Dinero y la Izquierda de las Costumbres tienen hoy, en el horizonte post-1989, un enemigo común que debe identificarse en el Estado nacional o, más exactamente, en el Estado de derecho. Como se ha destacado, este coincide con la última fortaleza de resistencia que tiene ante sí el mundialismo anarcocapitalista post-1989 .
Que la Derecha del Dinero promueve la destrucción de la forma Estado en favor de la desregulación del mercado (y, por tanto, de la anulación de cualquier instancia que frene el libre canibalismo en beneficio de los más fuertes) es del todo evidente y entra de lleno dentro de la heterogénea galaxia de sus intereses de clase: con la sintaxis de Gramsci, «la competencia es la enemiga más acérrima del Estado».
Que, por su parte, la Izquierda de las Costumbres, en lugar de defender la estatalidad nacional como baluarte de apoyo a las clases más débiles y a la posibilidad política de un control más democrático del mercado, promueva abiertamente el orden del discurso de la Derecha del Dinero y, en consecuencia, la lucha sin cuartel contra la Staatsform, se explica a la luz de la redefinición metamórfico-kafkiana de la Izquierda misma y de su disonancia cognitiva. De la lucha gramsciana “contra el capital y por el trabajo”, ha pasado desvergonzadamente a luchar “por el capital y contra el trabajo”. Ha abdicado de su compromiso histórico de defensa de la «parte maldita» de la sociedad, para tomar bajo su tutela los intereses y deseos del Polo dominante.
También de ahí ha derivado la completa «desaparición de la Izquierda en Europa» o, mejor aún, su sustitución, al estilo kafkiano, por una new left que ha mutado del rojo al fucsia, de la hoz y el martillo al arcoíris, y del internacionalismo proletario del Trabajo al cosmopolitismo liberal del Capital; una nueva Izquierda que, habiéndose sumado al mundialismo posnacional bajo el primado absoluto del mercado, desempeña el papel de falsa oposición al patronato globalista.
Bajo este perfil, acierta Vattimo cuando incluye el nihilismo entre los rasgos específicos de la Izquierda: siempre y cuando se especifique que el «martillo» nihilista en cuestión, lejos de producir emancipación y libertad, destroza lo que realmente puede generarlas. En particular, el nihilismo de la Izquierda se cumple en ese historicismo absoluto que ha conducido a la new left fucsia a su propia disolución en la sociedad individualizada, falsamente polícroma (arcoíris) y en liberalización integral de los consumos y las costumbres.
Abandonado el proyecto leninista de la «dictadura del proletariado«, la Izquierda se ha adherido al de las clases dominantes cosmopolitas de una «dictadura sobre el proletariado«, que en efecto se ha venido implantando completamente después de 1989: con el resultado paradójico de que, tras la caída del Muro –dies nigro signanda lapillo –, cada victoria de la Izquierda ha representado un triunfo de las clases dominantes globalistas y una masacre para el Polo dominado de los trabajadores. Es lo que Del Noce llegó a definir como “el suicidio de la revolución” y más recientemente ha sido etiquetado como “la noche de la Izquierda”.

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