José Vicente Pascual
La pintada a las puertas del centro educativo Sant Joan, en Berga (Barcelona) ha puesto de los nervios a la Consejería de Educación de la Generalitat. «Pastorets o barbarie – El multiculturalismo es fascismo». El motivo: la decisión de la dirección del centro de celebrar unas navidades “integradoras” de todas las sensibilidades religiosas habidas en la comunidad escolar. La primera medida, como suele suceder —las cabezas del progrerato son así—, ha sido eliminar las referencias cristianas y católicas de las iconografías propias de la festividad. O sea y en plata: «Celebramos unas navidades sin Niño Jesús ni Virgen María ni San José ni Mula ni Buey para no ofender a las demás religiones». Esta tendencia de diseñar navidades laicas, introducida poquito a poco en todas partes, se ha impuesto de manera brutal en el colegio bergadano, arrebatando a padres y alumnos —y madres, vamos a ponerlo no sea que—, decía, despojando a padres y alumnos del tradicional pesebre y los pastorets.
Yo no sé hasta qué punto puede llegar la imbecilidad, o el fanatismo, o la insidia y el rencor antirreligioso de algunos docentes que aparte de vigilar en qué idioma hablan los niños durante el recreo —y las niñas— son hooligans adictos a la basura woke, pero renunciar a la cultura propia y la tradición histórica —dejemos la religión aparte—, para que los llegados de fuera se sientan más cómodos, e imponer por vía de «porque yo lo digo» su distorsión enfermiza de la realidad, eso es fascismo. Y por otra parte se estrellan contra otra realidad inapelable: la tradición navideña catalana, el pesebre, los pastores, la fiesta de Reyes, el caganer… es legado civilizacional del lugar tan enraizado, tan identitario, que sustituirla por un discurso bondadoso de mieles y banderitas de la ONU supone poco menos que blasfemia social, herejía histórica, insulto al pueblo llano y también al montañoso. Y así va el asunto, digan lo que digan y piensen los pimientos que piensen los responsables de aquella escuela y de la educación en Cataluña.
Pero hablábamos de fascismo. Por lo general asimilamos el término y el concepto fascismo a una serie de actitudes autoritarias, a la pulsión populista que reniega de la democracia como engañabobos urdido por las élites y a la anulación de libertades políticas y derechos ciudadanos. Pero el fascismo no es sólo autoritarismo antidemocrático; en ese caso cualquier dictadura, de la índole que fuera, podría catalogarse cabalmente como fascista. Verbi gratia: Maduro, Ortega y Canel serían fascistas igual que Lukashenko o Kim Jong-Un. El fascismo tiene un armazón teórico elaborado como contrarréplica al análisis marxista de las dinámicas sociales y el funcionamiento general del sistema de explotación del hombre por el hombre —y de la mujer por la mujer—. Groso modo y con bastante simpleza: para el marxismo, la infraestructura económica de las sociedades lo determina todo, estando las mismas, en el sistema capitalista, determinada por la propiedad privada de los medios de producción y, por tanto, la apropiación del beneficio —plusvalía y sobretrabajo— generado por la acción colectiva y alienado en favor de las clases dominantes. Todo lo cual genera una tensión dialéctica permanente entre poseedores y desposeídos y concluye en el célebre aserto de que «la lucha de clases es el motor de la historia».
El fascismo, en el extremo opuesto, propugna la sublimación de la lucha de clases en el arca común, milenaria y sagrada de la patria, que es bien común como su propio nombre indica.
El pensamiento woke y buenrollista contemporáneo da un pasito más en la tarea de desvanecer el papel de las clases sociales: las ignora.
El mundo ya no está organizado en torno a los intereses de las clases sociales sino perfilado en bloques —colectivos—, casi todos oprimidos menos el que goza del privilegio blanco, o sea: los hombres heterosexuales de raza blanca, a la que más o menos pertenecemos los varones españoles no adscritos al gusto por los del mismo sexo. Digo más o menos porque saliendo de España ya no somos tan blancos, y llegando a algunos países como Reino Unido o los Estados Unidos somos mestizos de la clase «latin».
Por tanto, el enemigo de la igualdad, la humanidad y el progreso ya no es el capitalismo, porque hay un capitalismo bueno y otro sólo casi malo, dependiendo de los impuestos y pague y de las campañas de publicidad que financie en favor de la
sostenibilidad y esas historias que tanto gustan a los progres; el proletariado, las clases trabajadoras, el campesinado, la pequeña burguesía, etc, ya no pintan nada en la dinámica oposicional de las colectividades. Lo que importa es el grupo social al que se pertenece, su lugar subjetivamente apreciado en la escala sentimental de la opresión y la adecuación de su capacidad de queja al diseño de la realidad alternativa fundada en el bien imaginario. En resumen: la explotación en el ámbito económico y la lucha de clases ya no son indicativos de nada, toda aquella bambolla marxista ha sido
superada y sublimada en el nuevo horizonte igualitario donde los colectivos se funden en un abrazo de fraternidad, no importa si friegas suelos o diriges una multinacional. Ya lo dijo un famoso periodista de ultraizquierda, hace unos años:
Ante una niña trans de diez años hay que dar un paso atrás y cederle la vanguardia. No se trata por tanto de redefinir el sujeto revolucionario sino de desmontar la teoría clásica marxista para suplantarla por la ideología de género, donde se resuelven todas las contradicciones. ¿Les suena de algo? Por mi parte no veo otra cosa que una grosera reinvención de aquel postulado fascista que asumía la necesidad de sublimar la lucha de clases en un todo orgánico llamado
patria, esenciado en una expresión de voluntad y poder llamado
Estado.
Un mérito hay que reconocer a los teóricos del nuevo progresismo meloso: tiene una habilidad inmensa para tocar los cojones a derecha, izquierda y en el medio centro atacante. En pocos ámbitos he encontrado más visceralidad y más odio al pensamiento woke que en las publicaciones de la izquierda marxista tradicional y ortodoxa. Les tienen más tirria que un servidor, que ya es decir. Estoy casi seguro de que la famosa pintada sobre els pastorets y el fascismo moderno es obra de un marxista-leninista de manual; el pobre, condicionado por la urgencia histórica, a falta de proletarios a los que defender se dedica a reivindicar el protagonismo revolucionario de los pastorcillos del belén navideño. Cosas más tristes se han visto en el desolado mundo de la izquierda teórica, con perdón por el oxímoron. Ya lo dijo san Aurelio de Esmirna antes de morir desollado por orden del emperador Decio: “¡Qué tiempos más crueles, Dios mío, me has hecho vivir!”.