Geoestrategia

La perspectiva geopolítica con Haushofer entre la tierra y el mar

Administrator | Viernes 28 de febrero de 2025
Riccardo Rosati
Desde hace bastante tiempo creemos no ser los únicos en reconocer un abuso patente, a saber, debido a una difusión «pandémica» – esto es real y no sólo fruto de la manipulación mediática – del término «Geopolítica», especialmente por parte de líderes de opinión más o menos competentes, que se dirigen al público en la Red. Seamos claros, no es que lo que muestre la llamada televisión general sea mejor; al contrario, creemos que la información que transmite no es simplemente el resultado de un desconocimiento del tema en cuestión, como ocurre normalmente en Internet, sino de auténticas mentiras, propagadas sin rubor.
Trazar los contornos de la disciplina
Una herramienta útil para orientarse mejor en este particular campo de investigación es el fácil, pero muy completo libro sobre el tema de Prospettive geopolitiche (2019) de Claudio Mutti. De hecho, este volumen constituye la mejor introducción para adentrarse en lo que llamamos una exégesis «académica» de la Geopolítica, frente a otra mucho más extendida, de sesgo meramente cronístico/periodístico y basada casi exclusivamente en el relato de los hechos – cuando se tiene la suerte de que sean veraces –, sin apenas referencia a las diversas teorías elaboradas por los estudiosos de los que hablaremos en este artículo.
Entre todos ellos destaca el profesor y general Karl Ernst Haushofer (1869 - 1946), fundador de la geopolítica europea, con su idea sobre el significado espacial de las decisiones. Junto con el británico Halford John Mackinder (1861 - 1947), se le considera uno de los padres de la llamada teoría «continentalista» o «binaria» (8), que se erige como la teoría central de la Geopolítica «clásica». Sin embargo, Mackinder y Haushofer son representantes de dos posiciones totalmente antagónicas: el alemán esta del lado de la telurocracia, mientras que el anglosajón, por obvias razones, se interesó por el concepto de talasocracia. Esto nos devuelve a la infausta actualidad (el conflicto de Ucrania), con las mistificaciones difundidas por las «potencias marítimas», a las que Haushofer llamaba en realidad «piratas», justificado desde un punto de vista histórico, y que tienden por todos los medios a socavar a las potencias terrestres, ya que para Mackinder para lograr el dominio de las potencias marítimas: «[...] es necesario interponer entre Alemania y Rusia, como un diafragma, una Europa Central y Oriental garantizada por la Sociedad de Naciones» (9). Esperamos que nos disculpen el lenguaje contundente, ¡pero más claro!
Quien esto escribe, perteneciente a la Escuela Haushoferiana, está profundamente convencido de que la Geopolítica estudia los fenómenos desde una perspectiva constantemente «espacial», es decir, geográfica. Por ello, desde el surgimiento de las primeras civilizaciones desarrolladas, naturalmente inclinadas a la expansión, surgió la cuestión, tomando prestadas las categorías queridas por el erudito bávaro, del Großraum («Gran Espacio»), posteriormente mejor elaborada por el jurista constitucionalista y politólogo, igualmente alemán, Carl Schmitt (1888 - 1985); la citada concepción periodística de la disciplina hablaría en este caso concreto de «esferas de influencia». Un ejemplo históricamente significativo y explicativo es la famosa «Doctrina Monroe» de 1823 (de James Monroe [1758 - 1831], el quinto presidente estadounidense), que preveía un control, encubierto o manifiesto, de los estadounidenses sobre toda América Central y del Sur; las últimas declaraciones grandilocuentes por parte de Donald John Trump en su regreso a la Casa Blanca sobre la recuperación de Panamá no son más que la prueba de que este afán de dominación nunca ha cesado y de que las teorías expuestas en su día por Monroe siguen siendo válidas en la actualidad. Por otra parte, Schmitt, nos recuerda Mutti, hablaba de las tesis geopolíticas como de «conceptos teológicos secularizados».
En el libro se nota el trabajo que el autor realizó como profesor de lenguas clásicas en institutos: el libro hace uso frecuente de términos latinos y griegos. Además, a diferencia de muchos otros estudiosos del Pensamiento Tradicional, Mutti, y esto no puede sino complacernos, muestra decididamente más interés y respeto por el cristianismo. A este respecto, y en aras de la sinceridad, no podemos permanecer callados ante las derivas neopaganas de muchos exégetas de esta corriente filosófica, especialmente en lo que se refiere a la figura de Julius Evola (1898-1974); postura que nosotros, precisamente por ser estudiosos de este pensador, sentimos que debemos rechazar enérgicamente. Evidentemente, no negamos en absoluto que muchos de los escritos de Evola propugnen visiones abiertamente neopaganas; lo que queremos decir es que preferimos centrarnos en las obras que juzgamos de mayor sobriedad especulativa surgidas del filósofo italiano.
El mundo anglosajón, ¿el eterno enemigo?
Cerrada esta mínima, pero oportuna, observación polémica, volvamos al trabajo de Mutti, en el que recuerda la génesis del término «anglosfera»; es decir, ese bloque de naciones unidas por una lengua y por una percepción de la sociedad de carácter protestante, que ha sido la causa de los principales desequilibrios en las relaciones entre los pueblos durante casi doscientos años. Este concepto parece haber sido introducida en el lenguaje especializado bastante recientemente; precisamente en el año 2000 por el estadounidense James C. Bennett, en su escrito: The Anglosphere Challenge. Why the English-Speaking Nations Will Lead the Way in the Twenty-First Century (Lanham [MD], Rowman & Littlefield Publishers, 2004). Lo cierto es que el concepto de «anglosfera», aunque no se utilice y conozca tanto hoy, ha estado presente en el razonamiento de los geopolitólogos desde hace mucho tiempo, incluso antes de que se hablara de globalización. Por ejemplo, Schmitt comprendió que la hegemonía anglosajona suprimiría toda distinción y pluralidad espacial, unificando el mundo mediante la tecnología y una prodigiosa forma de economía transnacional. A esta perspectiva nefasta para la Humanidad, que se había vuelto uniforme e indiferenciada, contrapuso los conceptos de Ordnung (‘orden’) y Ortung (‘lugar’): un orden mundial sano no puede lograrse sin una adscripción geográfica precisa.
La unión de los pueblos de habla inglesa, caracterizada – siempre según Schmitt – por «una marca anticrística», se ha revelado a los ojos de miles de años de historia occidental como una «siniestra parodia del Imperio» (19). Después de todo, no es peregrino considerar todo el asunto del colonialismo británico primero y del imperialismo mercantil y cultural estadounidense después como un grotesco afán de imitar la grandeza de Roma. Esto se hizo por medio del mar, como sostenía el contralmirante estadounidense Alfred Thayer Mahan (1840 - 1914), hegemonizando Alemania y Japón, para contener al bloque ruso-chino y, en consecuencia, dominar el mundo (10). Nos gustaría subrayar de nuevo que ésta no era sólo la política exterior estadounidense del pasado, sino que es la política exterior estadounidense de hoy; no ha cambiado en absoluto.
Volviendo a la mencionada conexión intelectual de Mutti con el Clasicismo, vuelve a proponer la perspectiva de Homero sobre una forma de dominación basada en el agua, lo que conocemos precisamente como talasocracia: «El mar, masa fluida e informe, variable, sin determinaciones, es la imagen de la sustancia universal [...]; es el símbolo de ese devenir que es mutabilidad, corruptibilidad, ilusión» (23). En efecto, en esta reflexión no es difícil identificar ese Occidente oscuro estigmatizado en la «Geografía sagrada» de Guénon (cf. René Guénon, Simboli della Scienza sacra, Milán, Adelphi, 1975, p. 96).
El lenguaje es poder
Quizá se deba a nuestro interés personal, pero el capítulo del libro que consideramos de mayor valor, además de originalidad, es el titulado: La geopolítica de las lenguas (35-45), donde se aborda con agudeza el papel del factor lingüístico en la relación entre el espacio físico y el político, partiendo de la influencia ejercida por Roma a través del latín. También cabe destacar cómo la gran relevancia y difusión del francés fue en cierto modo un episodio histórico peculiar, teniendo en cuenta el número relativamente bajo de hablantes (38).
También hay que aplaudir a Mutti cuando denuncia la embarazosa paradoja lingüística que caracteriza a la Unión Europea, y lo hace citando las palabras de Alain de Benoist: «El inglés avanza en detrimento del francés porque Estados Unidos sigue siendo actualmente más poderoso que los países europeos, que aceptan que una lengua que no pertenece a ningún país de la Europa continental sea consagrada como lengua internacional» (Alain de Benoist, Non à l'hégémonie de l'anglais d'aéroport, voxnr. com, 27 de mayo de 2013). A partir de estas observaciones, aprovechamos para señalar que todo ello beneficia exclusivamente a Estados Unidos y no a los británicos, ya que el inglés de la «Pérfida Albión» ha sido considerado durante décadas anticuado y clasista, una mera floritura de una nación que fue poderosa y que desde la Segunda Guerra Mundial ha sido un censurable, si se tiene en cuenta su notable pasado, vasallo de Estados Unidos. Sobre este tema, el texto de Nicholas Ostler The Last Lingua Franca. English Until the Return of Babel (Londres, Allen Lane, 2010).
Sea como fuere, el autor hace bien en reproducir las palabras expresadas por Sir Winston Churchill (1874 - 1965) el 6 de septiembre de 1943, cuando el entonces Primer Ministro británico afirmó sin rodeos: «El poder de dominar la lengua de un pueblo ofrece ganancias mucho mayores que arrebatarle sus provincias y territorios o aplastarlo mediante la explotación. Los imperios del futuro son los de la mente» (41). Esta afirmación es un epítome cristalino de una concepción prepotente de la difusión de la lengua/cultura, típica de los anglosajones, y al mismo tiempo un inequívoco impulso colonialista.
Perspectivas probablemente irreconciliables
Teniendo en cuenta el perfil de Mutti, no es de extrañar que se detenga en la génesis del término «Eurasia» (fue introducido por el matemático y cartógrafo germano Karl Gustav Reuschle [1812 - 1875] en 1858), enumerando los rasgos más destacados de las dos principales y complejas escuelas geopolíticas, la alemana y la rusa (47-48). Para la primera, esta zona es identificada con las masas continentales rodeadas por los mares Ártico y Mediterráneo y los océanos Atlántico, Índico y Pacífico. Muy diferente es la interpretación de la segunda, que retoma los supuestos del pensador paneslavo Nikolai Jakovlevič Danilevsky (1822-1885), que más tarde los perfeccionó en el marco de una entidad económica, étnica y geográfica separada tanto de Asia como de Europa propiamente dichas. Quisiéramos añadir que la falta de comprensión de esta especificidad es la causa principal de la desconfianza hacia Eurasia, que a menudo se traduce en hostilidad, ya que no estamos hablando simplemente de un punto central de paso entre dos polos, sino de un tercer polo, con todas sus connotaciones y legítimas reivindicaciones. Por lo tanto, acogemos con gran satisfacción la valorización que hace Mutti del legado geopolítico de Carlo Terracciano (1948-2005, cf. Carlo Terracciano, «Europa-Russia-Eurasia: una geopolitica “orizzontale”», Eurasia, 2, abril-junio de 2005, pp. 181-197), especialmente sobre la urgencia de una integración (económica, política y militar) sólida y sistemática entre Europa y Rusia (52-53). De lo contrario, explica Terracciano, el Viejo Continente será utilizado por los norteamericanos «como una pistola apuntando a Moscú», y la actual guerra ruso-ucraniana confirma irrefutablemente lo acertado de tales predicciones.
Hacia la conclusión, el volumen se aproxima a temas contemporáneos, recordando el «peligro amarillo» (81-82) temido por Mackinder varios años atrás, durante una conferencia que pronunció ante la Royal Geographical Society de Londres el 25 de enero de 1904, en la que expresaba su temor de que una China mejor organizada que la de su época desbancara en el futuro a la Rusia zarista de su papel de país hegemónico de la «región pivote» (su conocida definición en inglés es para ser precisos Pivot Area), abriendo a las telurocracias un frente oceánico que podría haber resultado fatal para los anglosajones. No dudamos en definir el escrito de Mackinder, por muy en contra de nuestra muy personal orientación, entre las aportaciones teóricas nodales en la evolución de la Geopolítica, y fue sabiamente publicado en versión italiana en el número 2 (2018, 29-50) de Eurasia, revista de la que Mutti es fundador y Director.
La valoración de un texto como Perspectivas Geopolíticas no puede ser sino sustancialmente positiva: en no muchas páginas se han proporcionado todas las coordenadas necesarias para acercarse y comprender esta articulada disciplina; no falta nada de lo que es necesario saber. También nos ha parecido muy sugerente remontarlo todo a algo «atávico», a un eterno conflicto entre tierra y mar, ya presente en el mito griego con la disputa entre Atenea y Poseidón (23), por el dominio espiritual de Atenas, para ser venerada en la ciudad-estado como la primera entre las Deidades del Olimpo. Tal dualismo espacial quedará quizá eternamente sin resolver, o desembocará en la derrota definitiva de una de las dos entidades. Por ahora, podemos contentarnos con darnos cuenta de que el planeta está dividido en facciones antitéticas y, al fin y al cabo, para eso sirve el razonamiento geopolítico, para desarrollar «una lectura puramente geográfica de los problemas», como nos enseñó Karl Haushofer.

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