Opinión

Poder y ocasión: metafísica de la metapolítica

Administrator | Viernes 24 de octubre de 2025
Santiago Mondéjar Flores
Cualquiera que invoque términos como civilización o progreso debe aclarar su significado y justificar su uso, ya que la mentalidad evolutiva omnipresente de la sociedad moderna —ligada al pacto fáustico con el progreso perpetuo— ha eclipsado el carácter humano en nombre de la civilización. El concepto en sí, forjado durante la Ilustración, se volvió inseparable de los ideales de progreso y modernización, que pronto se consideraron evidentes y fuera de toda duda.
Hoy en día, pocos discuten el dominio de este paradigma, basado en una orientación implícita hacia el idealismo alemán y opuesto a la metafísica sustantiva de la metapolítica. Entre los principales disidentes se encuentra el filósofo Alexandr Dugin. En su obra seminal, La cuarta teoría política (2012), postula que el progreso y la modernización no son universales absolutos, sino conceptos relativos, contingentes a circunstancias históricas, sociales y políticas específicas. Dugin propone una tipología alternativa de la historia política anclada en el ocasionalismo figurativo. En ella, las transformaciones sociales no surgen de una trayectoria evolutiva continua, sino que están impulsadas por ocasiones semánticas discretas, es decir, acontecimientos cargados de significado histórico y político que catalizan el cambio.
Estas ocasiones, da a entender, no son el resultado de procesos deterministas, sino más bien de intervenciones concretas que redefinen los sistemas sociopolíticos. Este arquetipo ocasionalista se basa en una ambigüedad intencionada en el nexo entre la teología y la política: solo lo divino actúa como causa eficiente de todos los acontecimientos, mientras que los seres creados solo sirven como ocasiones para que se desarrolle la voluntad divina.
Para trascender la mera metáfora, la metapolítica ocasionalista debe concebir al agente político —ya sea un líder o una civilización— no como una causa eficiente autónoma, sino como un «conducto significativo». Aquí, la «ocasión semántica» no es un acontecimiento querido por el ser humano, sino una disponibilidad o ruptura en lo Real, que irrumpe desde lo trascendente.
El soberano no asume el papel del demiurgo de fabricar el cambio, sino el de intérprete decisivo, cuya praxis discierne y actualiza esta posibilidad metafísica dentro del orden histórico. La política se convierte así en una hermenéutica de lo sagrado: la agencia humana proporciona la ocasión para que la causalidad divina —o la verdad del Ser— se manifieste como Nomos concreto, inaugurando un significado novedoso al tiempo que preserva el principio de la causalidad última trascendente. La multipolaridad se deriva lógicamente de la multiplicidad de tales recepciones irreductibles y creativas.
Al desafiar, de este modo, la aseidad hegeliana de la razón y la supuesta universalidad de la ley natural, revela cómo estos conceptos funcionan como instrumentos para imponer y legitimar un monopolio moral global, al que Dugin se opone con la visión de un orden multipolar, en el que las civilizaciones encarnan distintos canales de revelación divina, sin ceder a la asimilación bajo un marco unipolar.
Aunque Alexandr Dugin no profundiza en la analogía ocasionalista, su referencia a Carl Schmitt abre un terreno intelectual fructífero. El politólogo Leonid Savin también recupera el Nomos de la Tierra de Schmitt para enmarcar la época actual como testigo del nacimiento de un Cuarto Nomos más allá del orden unipolar (Savin, 2021).
Pierre Bourdieu, en La ontología política de Martin Heidegger (1991), muestra que la filosofía de Heidegger no puede separarse de su entorno político y cultural, ya que sus categorías existenciales —la caída, la errancia, la historicidad— son transposiciones secularizadas de disposiciones teológico-políticas forjadas en respuesta a la crisis de la modernidad.
Su crítica de la civilización técnica y del mito del progreso está ligada a una ontologización de lo histórico, que sustituye la noción de evolución lineal por una temporalidad marcada por rupturas y ocasiones, prefigurando así una metapolítica que supera los marcos idealistas de la razón autónoma. En este sentido, Heidegger se perfila como un pensador que, lejos de reforzar la fe en el progreso universal, la subvierte, alineándose con una concepción ocasionalista de la historia.
Mientras Schmitt hacía hincapié en el fundamento jurídico de lo político, el pensamiento euroasiático lo extiende a la metafísica, contrastando el Nomos occidental de la Ley con una Tierra de Gracia arraigada en la revelación divina. Desde esta perspectiva, el ocasionalismo y la multipolaridad convergen como principios metapolíticos que se niegan a separar la política de la teología.
Procedamos a desentrañar las dimensiones ocasionalistas de este ámbito metapolítico: el ocasionalismo, como doctrina metafísica, tiene sus raíces en los filósofos estoicos, que negaban la causalidad eficiente a las entidades finitas, atribuyendo todas las acciones mundanas exclusivamente a la acción divina. En este esquema, las criaturas sirven solo como ocasiones que desencadenan el funcionamiento de la verdadera causa eficiente.
Esta causa puede manifestarse como una causa final, ejerciendo una fuerza atractiva sobre la eficiencia, o como una causa eficiente secundaria, impulsando a la primaria, conceptualizando así a Dios como la Conciencia Universal o Logos. La doctrina fue posteriormente revitalizada por el pensador iraní medieval Al-Ghazali, cuyo marco ocasionalista afirma que todas las causas y efectos son creados instantáneamente por Dios en cada momento sucesivo, sin que exista un nexo causal intrínseco entre los acontecimientos; en cambio, la intervención divina garantiza su coherencia en cada ocasión (Al-Ghazali, 2000).
El filósofo escolástico Francisco Suárez moderó posteriormente la posición radical de Al-Ghazali al permitir a las causas secundarias una autonomía limitada, al tiempo que preservaba a Dios como fuente última. Esto concede una cierta autonomía a las causas secundarias, permitiéndoles operar de acuerdo con su naturaleza intrínseca, al tiempo que se mantiene a Dios como causa primaria y última (Suárez, 1597).
Las refinaciones de Suárez resuenan con la fenomenología de Heidegger, que, aunque no es explícitamente ocasionalista, subraya las dificultades de la relacionalidad entre los seres. Para Heidegger, el ethos y la praxis humanos distorsionan inevitablemente la revelación, al igual que Suárez permitía que los accidentes configuraran la individualidad de las sustancias. Esto produce una tensión entre la apariencia y la esencia, entre el mundo revelado y el fundamento inaccesible del ser.
Esta tensión encuentra un análogo secular en la filosofía de Graham Harman. La ontología orientada a los objetos de Harman afirma que los objetos reales se retiran del contacto directo; sus relaciones solo se producen a través de objetos sensuales, mediados por lo que él llama «causación vicaria» y momentos de «atracción». Según este punto de vista, el contacto causal nunca es inmediato, sino que siempre se refracta a través de intermediarios (Harman 2005).
En este sentido, Harman presenta un eco secularizado del ocasionalismo, pero con una diferencia decisiva: mientras que al-Ghazali situaba la agencia divina como única causa eficiente, Harman desplaza la causalidad a una red de objetos autónomos. Su modelo sostiene la lógica de la mediación sin recurrir a la teología, lo que proporciona un contrapunto útil a la inmediatez del ocasionalismo teológico.
Junto al neoplatonismo, el contraste se acentúa. El ocasionalismo reduce la causalidad al acto directo de Dios; Harman la dispersa entre objetos plurales; el neoplatonismo la sitúa dentro de una cadena gradual de emanaciones del Uno. Cada uno de ellos rechaza la suficiencia del naturalismo mecánico, pero divergen radicalmente en cómo la trascendencia se relaciona con el mundo. Mientras que el ocasionalismo insiste en la inmediatez vertical y la ontología orientada a objetos en la retirada horizontal, el neoplatonismo elabora una jerarquía de intermediarios, preservando tanto la trascendencia como la participación.
Sin embargo, el cisma filosófico entre el ocasionalismo y el neoplatonismo aclara las divergencias fundamentales en las conceptualizaciones metafísicas de la causalidad y la arquitectura de la realidad, en particular en lo que respecta al nexo entre lo divino y lo mundano. Ambas escuelas de pensamiento rechazan la suficiencia de la causalidad natural mundana para comprender la realidad, pero se dividen profundamente en sus representaciones de la agencia y la mediación divinas. El ocasionalismo, tal y como lo expone Al-Ghazali y se adapta en la teología metapolítica, defiende una inmediatez vertical radical, sosteniendo a Dios como la única causa eficiente, sin mediación alguna.
Por el contrario, el neoplatonismo, tal y como lo articula Plotino, erige un edificio de mediación vertical, que concibe una cascada jerárquica de emanaciones del Uno, canalizando la influencia divina en un descenso gradual. Este contraste no solo acentúa sus enfoques causales dispares, sino que también subraya cosmologías y antropologías opuestas, enriqueciendo el discurso sobre las ramificaciones y superposiciones teológicas y metapolíticas del ocasionalismo.
En el ocasionalismo, la cadena causal se trunca radicalmente: Dios actúa singularmente como causa eficiente, convirtiendo todos los fenómenos en emanaciones directas de la voluntad divina. Arraigado en la teología de Al-Ghazali y ampliado en la teología metapolítica de Dugin, esto elimina las causas intermedias para exaltar la soberanía divina. Dugin extrapola alegóricamente esto a la política, donde las civilizaciones surgen como ocasiones singulares de revelación divina, sin obstáculos por los esquemas racionalistas universales (Dugin, 2012). Esta inmediatez encarna la austeridad metafísica, rechazando la causalidad secundaria para postular a Dios como la fuente no mediada de la realidad.
Mientras que el ocasionalismo colapsa la cadena causal en la inmediatez divina directa, el neoplatonismo elabora un cosmos mediado en el que lo divino impregna la realidad a través de sucesivas capas del ser. Concibe la causalidad no como una intrusión divina repentina, sino como un despliegue gradual a través de intermediarios.
Plotino sitúa la realidad como emanada del Uno inefable, que se precipita a través de sucesivas hipóstasis —el Intelecto (Nous) y el Alma (Psique)— que tienden un puente entre la unidad absoluta y la pluralidad del mundo material. Este continuo preserva la trascendencia del Uno al tiempo que fundamenta la coherencia de la multiplicidad cósmica.
Jámblico profundiza en esta visión al postular un espectro de seres intermedios —ángeles, daimones y héroes— que articulan el descenso divino al reino humano. Estos mediadores salvaguardan la trascendencia divina al tiempo que permiten a los seres finitos participar en el orden cósmico (Jámblico, 2003).
Antropológicamente, la divergencia con respecto al ocasionalismo es decisiva: mientras que el ocasionalismo enfatiza la pasividad humana ante la causalidad divina inmanente, el neoplatonismo otorga a la humanidad un papel activo en el ascenso y la cooperación con lo divino. Aquí la causalidad fluye de forma progresiva y participativa, divergiendo de la inmediatez sin mediación del ocasionalismo.
En Sobre los misterios Jámblico especifica las funciones de estos seres: los ángeles como emisarios, los daimones como reguladores cósmicos, los héroes como ejemplos comunitarios. Su jerarquía forja un orden estratificado en el que cada nivel participa de su superior, asegurando que la causalidad divina se difunda a través de un flujo participativo. El ascenso noético del alma depende de la participación de estos mediadores, logrando la consonancia con lo divino.
A diferencia del rechazo del ocasionalismo a las causas secundarias, el neoplatonismo afirma un cosmos en el que la efusión divina se refracta a través de estratos intermedios, uniendo la trascendencia y la inmanencia en una metafísica continua y participativa. Así, los seres humanos ascienden a través del ritual, la contemplación y la alineación con los intercesores, sin separarse nunca de la fuente divina.
Ambas tradiciones coinciden en que la causalidad mecanicista explica de manera inadecuada la complejidad de la realidad, exigiendo un origen trascendente para el orden y el significado. Sin embargo, sus estrategias divergen notablemente: la inmediatez del ocasionalismo rellena la causalidad con singularidad divina, acentuando la omnipotencia a expensas de la autonomía de las criaturas, mientras que la mediación del neoplatonismo extiende la causalidad a través de la multiplicidad, respaldando un cosmos armonioso de participación compartida.
Políticamente, Dugin interpreta el ocasionalismo como el fundamento de las civilizaciones multipolares, cada una de ellas una expresión divina directa, mientras que el neoplatonismo insinúa políticas interconectadas integradas en una jerarquía cósmica.
Lejos de ser una reliquia anticuaria, el neoplatonismo conserva su vitalidad en la filosofía contemporánea. Eric Steinhart, por ejemplo, desarrolla un sistema metafísico en el que la realidad emana de una fuente primordial —el «ser» o el «Uno»— entendida como puro poder energético y relacionalidad absoluta. Esta fuente se manifiesta como una red universal en la que participan todos los seres. El «ser» no es una trascendencia remota, sino una fuerza inmanente y omnipresente que se diferencia en eidolones, formas causales o esencias que animan a los seres y dirigen su devenir a través del esfuerzo teleomático.
La naturaleza aparece así como una red dinámica y superadora de sí misma de agentes interrelacionados, renovando la doctrina plotiniana de la emanación y el animismo inteligible del neoplatonismo. Tal visión ofrece una alternativa profunda al materialismo mecanicista, posicionando al neoplatonismo como un marco filosófico vivo para una filosofía de la naturaleza orientada hacia el significado, la totalidad orgánica y la agencia sagrada del mundo (Steinhart, 2024).
El ocasionalismo de Dugin, arraigado en la tradición teológica, se alinea más estrechamente con la concepción de Al-Ghazali de la causalidad divina que con cualquier análogo secular, a pesar de su pluralismo ontológico compartido. Al elevar la inmediatez a prerrogativa divina, Dugin lucha contra el universalismo moderno, promoviendo su ethos multipolar en el que las civilizaciones encarnan manifestaciones divinas discretas.
Un siglo antes, Alfred North Whitehead formuló un sistema basado en las «ocasiones de experiencia», es decir, acontecimientos discretos que constituyen la base de la realidad, imbuidos de creatividad para engendrar novedad en un flujo perpetuo. Estas ocasiones se agregan, interconectando acontecimientos pasados y bifurcando la interioridad subjetiva y la exterioridad objetiva (Whitehead, 1929). Esto sustenta la teología del proceso de la Escuela de Chicago.
En La realidad divina, Charles Hartshorne postula que Dios no es estático, sino que interactúa dinámicamente con el mundo (Hartshorne, 1963, p. 78). Según Whitehead, la realidad entrelaza acontecimientos sin dicotomía entre espíritu y materia: cada uno alberga polos físicos (replicativos) y mentales (subjetivos, libres).
El devenir se produce a través del determinismo pasado, los objetivos iniciales divinos y la subjetividad mental, lo que da lugar al gobierno de los acontecimientos. Dios ofrece propósitos probabilísticos, influyendo en la complejidad sin imposiciones, adaptándose a la contingencia, en resonancia con las ocasiones semánticas schmittianas de Dugin, al igual que los performativos de J. L. Austin revelan que, en política, decir ya es hacer, contingente pero decisivo (Austin, 1962).
De hecho, la Teología política (1922) de Carl Schmitt seculariza los conceptos teológicos en la teoría del Estado, rechazando la predeterminación en favor de la contingencia. La soberanía implica decisiones excepcionales en medio de la imprevisibilidad, atando la política a la verdad trascendental. Los antepasados aparecen en El contrato social (1762) de Rousseau, donde el legislador encarna el Logos, exógeno a la soberanía como el demiurgo de Platón, invocando el ocasionalismo teológico para la voluntad general.
Schmitt disecciona la teología política de tres maneras: politizando la teología (verdad soberana), teologizando la política (perspectivas teológicas) y conversiones analógicas en la jurisprudencia. Dando prioridad a la primera, Schmitt legitima la normatividad excepcional, reconectando con principios del derecho divino como la primacía monárquica o el gobierno personalista, aprovechando la intervención autoritaria de la soberanía para la transformación. Schmitt y Hartshorne convergen tácitamente al favorecer el devenir sobre la sustancia, forjando vínculos entre la teología y la historia para trascender el progresismo kantiano.
En esencia, los marcos contrastantes —desde el ocasionalismo de al-Ghazali hasta el decisionismo de Schmitt— ponen al descubierto las fisuras de la modernidad y convocan a una reevaluación metafísica de la política. Contestando el mito lineal del progreso materialista, apuntan hacia un orden revitalizado en el que la historia, despojada de su ídolo autoengrandecedor de la inevitabilidad, se desarrolla a través de ocasiones semánticas de revelación trascendental, reinfundiendo así propósito en el vacío de la modernización.
Como aclara la teórica política Allison McQueen, el apocalipsismo cronopolitiza el tiempo mismo, rompiendo la continuidad para delinear épocas y lealtades y legitimando así la praxis dentro de los regímenes de historicidad (McQueen, 2018). Schmitt, a su vez, modera este anhelo apocalíptico a través de figuras arquetípicas: Prometeo como advertencia contra la arrogancia, la Encarnación como brote de gracia y el katechon como la restricción institucional sobre el caos, que preserva la frágil construcción de la civilización.
Sin embargo, aquí reside una exigencia más profunda: la articulación de Savin de un Cuarto Nomos de la Tierra, que repudia decisivamente el Nomos unipolar de la Ley en favor de una Tierra protegida por la gracia, en la que cada civilización emerge como un conducto discreto de manifestación divina. Dentro de este horizonte plural, la multipolaridad trasciende la mera realineación geopolítica para asumir una necesidad metapolítica, restaurando la profundidad teológica que la modernidad se esforzó por cancelar.
Las civilizaciones, así emancipadas del dominio de las métricas unilaterales del progreso, se erigen como ocasiones irreducibles de presencia metafísica, resistentes a la asimilación en la apisonadora uniformizadora del globalismo. Recuperar esta visión del mundo exige el repudio de los mitos agotados del progreso y el refuerzo de la política dentro del juego ontológico de la gracia, la decisión y el propósito, un teodrama en el que el orden pluralista se revela como el verdadero contra-nomos de los tiempos profanos.
En este sentido, como subraya la lectura de Bourdieu de Heidegger, la propia gramática de la filosofía oculta elecciones político-teológicas: el rechazo del progreso lineal, el desvelamiento de ocasiones eventuales y la recuperación de la metafísica como una necesidad metapolítica.
Referencias:
Al-Ghazali. (2000). The incoherence of the philosophers. Provo, UT: Brigham Young University Press.
Austin, J. L. (1962). How to do things with words. Oxford University Press
Bourdieu, P. (1991). The political ontology of Martin Heidegger (P. Collier, Trans.). Stanford University Press.
Dugin, A. (2012). The fourth political theory. London: Arktos Media.
Harman, G. (2005). Guerrilla metaphysics: Phenomenology and the carpentry of things. Chicago, IL: Open Court.
Hartshorne, C. (1963). The divine reality: God’s changing perfection. New Haven, CT: Yale University Press.
Iamblichus. (2003). On the mysteries. Atlanta, GA: Society of Biblical Literature.
McQueen, A. (2018). Political realism in apocalyptic times. Cambridge University Press.
Plotinus. (1991). The Enneads (S. MacKenna, Trans.). London: Penguin Books.
Rousseau, J.-J. (1762). The social contract (G. D. H. Cole, Trans.). London: J. M. Dent.
Savin, L. (2021). Ordo Pluriversalis: El resurgimiento del orden mundial multipolar. Ediciones Fides.
Schmitt, C. (1950). The nomos of the earth in the international law of the Jus Publicum Europaeum. NY: Telos Press.
Steinhart, E. (2024). Contemporary pagan philosophy. Cambridge University Press.
Suárez, F. (1597). Disputationes metaphysicae. Salamanca.
Whitehead, A. N. (1929). Process and reality: An essay in cosmology. New York, NY: Macmillan.

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