Política

El engaño como arma en la guerra diplomática

Administrator | Martes 09 de diciembre de 2025
Evgeny Vertlib
La guerra mental híbrida moderna ha entrado en una fase en la que el control sobre el mecanismo de toma de decisiones del enemigo es más importante que cualquier objetivo territorial o de anexión: el primero es infinitamente dominante, mientras que el segundo está limitado por las fronteras de los mapas. El control de la conciencia se convierte en el principal objeto de influencia.
La creación de obstáculos artificiales para la realización del plan y la manipulación de los mismos se convierten en un arsenal independiente de medios para el proceso de negociación. El objetivo de esta maniobra es destruir la coherencia interna del enemigo, su capacidad para comprender la situación en su totalidad, tomar decisiones y actuar como un cuerpo único. La pérdida de la coordinación establecida convierte el sistema de gestión en un conjunto de reacciones descoordinadas, en el que cada departamento opera a su propia frecuencia y los intervalos entre las señales se convierten en una vulnerabilidad para la ejecución de las tareas.
Donald Trump introdujo este principio en la práctica de la negociación como comandante de campo de la guerra mental. Su campo está sembrado de continuas trampas. Incluso los detalles que a primera vista parecen insignificantes se convierten en marcadores estratégicos. Así, el ministro de Guerra de EE. UU., Pete Hagert, al acudir a Washington para reunirse con Volodímir Zelenski, aparece con una corbata con los colores de la bandera rusa, lo que no es un gesto, sino una señal: un señuelo ruidoso que distrae la atención de lo esencial. El sistema operativo de Trump está construido como una caos controlado: una simulación consciente de imprevisibilidad, convertida en una herramienta para controlar la atención.
Esta técnica es similar a lanzar el disco en el momento más inesperado, cuando el árbitro apenas hace un movimiento y los jugadores se lanzan a la lucha sin saber si el juego ha comenzado. Trump hace lo mismo: lanzando el «disco-mensaje» —una provocación, un tuit, una insinuación— cataliza un juego con pruebas desconocidas, en el que los blancos pueden resultar ser cargas perdidas. Su oponente permanece en constante tensión, obligado a actuar sin tener puntos de referencia claros. Esta guerra agotadora se libra en el límite de la zona gris, el espacio entre la guerra y la paz, donde el concepto mismo de paz ha perdido su pureza y se ha convertido en una función del riesgo. Aquí, cualquier decisión puede resultar peor que la anterior. Es un zugzwang de ajedrez, una trampa estratégica para las mentes inseguras, que piensan en términos de compromiso, donde cada movimiento agrava la propia posición.
La táctica de Trump se basa en una inversión dinámica: la presión va acompañada de un tono opuesto: amabilidad, sonrisas, una inesperada complacencia. Esto desbarata el algoritmo de reacción del adversario, rompe la previsibilidad y le obliga a buscar nuevos apoyos que resultan ser ilusiones. Su antiguo asesor señaló: «Siempre supo que la incoherencia no es una debilidad si se controla». Ahí radica la esencia del engaño: la credibilidad no es necesaria si se mantiene el control sobre la atención.
La previsibilidad, que en su día fue la moneda de cambio de la diplomacia, ha perdido su valor: Trump cambia de rumbo, donde la confianza se sustituye por el miedo al error de cálculo. Su capital es la incertidumbre. Ha creado una nueva escala de poder negociador, en la que la fuerza no se mide por los argumentos, sino por la capacidad de imponer al adversario un ritmo de incertidumbre.
Las negociaciones se convierten así en un teatro de guerra electrónica. Su lenguaje es un espectro, sus pensamientos son ondas, su estrategia es la interferencia. El objetivo no es convencer, sino desorientar. «Si no entienden adónde voy, significa que ya se han quedado atrás», dijo una vez. En la era de las interferencias en las negociaciones, el «engaño posverdad» se convierte en la norma, la señal en una rareza y la verdad en una función del ritmo. Las señales, los objetivos falsos y los ruidos se entrelazan en un campo complejo, donde el adversario pierde la capacidad de percepción. Cualquier reacción suya queda registrada, convirtiéndose en material para el siguiente golpe. Esta es la doctrina de las interferencias activas: provocar una respuesta, registrar la dirección, romper el ritmo. El modelo racional de interacción se desintegra, dando paso a un campo de fatiga, donde cualquier intento de encontrar el orden ya se percibe como una victoria.
En este nivel, Trump construye un sistema de «soberanía a través de la desorientación»: cuanto más difícil es interpretarlo, más difícil es controlarlo desde fuera. «América primero» se convierte en una barrera de ruido que impide el paso de cualquier agenda alternativa. En términos militares, actúa como un comandante de un juego de radio contra aliados, adversarios y medios de comunicación a la vez, «contaminando las ondas» con mensajes interminables en los que la verdad y el objetivo falso son indistinguibles. La esencia del control es no permitir que el enemigo se adelante a los acontecimientos. No se trata de caos, sino de una desorganización disciplinada, en la que la imprevisibilidad estabiliza el poder. El engaño se convierte en un objetivo falso que obliga al oponente a gastar recursos y a reaccionar sin un plan.
A continuación, se activa el modo de aceleración estratégica: impulsos bruscos, tuits, declaraciones que crean ondas inestables de percepción. Cada mensaje es una mini explosión que redistribuye la atención. El adversario se ve obligado a reaccionar, perdiendo la iniciativa. Esto es lo que se conoce como «retroalimentación a través del ruido»: cada acción del oponente se convierte en materia prima para una nueva interferencia. Así se forma un campo de incertidumbre controlada: el poder no sobre el hecho, sino sobre su interpretación. El control de la percepción se convierte en control de la realidad.
Para Rusia, la estrategia de Trump actúa al mismo tiempo como un espejo y como un señuelo. Por un lado, la imprevisibilidad de Washington empuja al Kremlin a adoptar una táctica expectante: avanzar lentamente, mantener una pausa, no revelar posiciones, dejando espacio para reiniciar en sus propios términos. Es la respuesta de un jugador que apuesta por el tiempo: cualquier decisión apresurada del adversario se convierte en una ventaja. Moscú percibe la incoherencia estadounidense no como una debilidad, sino como una oportunidad para obtener concesiones sin gastos en el campo de batalla. La «perseverancia tenaz» se convierte en un arma: la prisa de Estados Unidos se transforma en un recurso para la espera rusa.
Por otro lado, los señuelos y los contactos personales uno a uno crean en Moscú la ilusión de que una conversación rápida con un líder concreto es más eficaz que la negociación institucional. Aquí se esconde una trampa. La concesión táctica parece insignificante, pero con el tiempo hace inevitable una pausa estratégica. Rusia comienza a negociar con el tiempo y Estados Unidos con la atención. Trump gana aquí en el ritmo a corto plazo, pero refuerza la confianza del Kremlin: la presión se puede esperar.
La supuesta reunión entre Putin y Trump en Budapest consolidó precisamente este efecto: exteriormente, un gesto de buena voluntad; interiormente, una pausa de ajedrez. Rechazando obstinadamente la fórmula «ojo por ojo», la estrategia rusa no se basa en el equilibrio, sino en la retribución. Por lo tanto, Budapest no es un paso adelante, sino un retraso ante un posible colapso. No se trata de diplomacia, sino de un instinto táctico de supervivencia: la paz a costa de la reducción del conflicto y la introducción de «fuerzas neutrales» no es más que una forma de ganar tiempo. El apoyo de Trump en este contexto parece un intento de convertir la derrota en un acuerdo, la capitulación en un compromiso. Pero sin una represalia decisiva, cualquier compromiso se convierte en una concesión definitiva.
La Unión Europea reacciona de otra manera. Para ella, la estrategia de dominio ruidoso destruye la previsibilidad de la asociación y aumenta el coste de las relaciones transatlánticas. Bruselas se ve obligada a elegir entre la unidad aparente y el pragmatismo. Algunos Estados se esfuerzan por mantener la unidad, otros por minimizar las fricciones en beneficio propio.
Así, la UE se parece cada vez más a una orquesta en la que cada país toca a su propio ritmo, y ese es precisamente el efecto que persigue el método de las interferencias: no destruir la unión, sino privarla de su capacidad de sonar al unísono. Las amenazas arancelarias y los ultimátums públicos dividen la alianza, obligándola a hacer concesiones, pero reduciendo la confianza en Estados Unidos como socio predecible. La propia arquitectura de Occidente está cambiando: la unión se está convirtiendo en una red de acuerdos temporales.
China percibe este estilo de otra manera. Su respuesta se basa en el principio de la asimetría: previsibilidad frente a imprevisibilidad. Pekín mantiene una pausa, como un maestro zen, oponiéndose al impulso con estructura. Acepta la presión —aranceles, restricciones, sanciones— como el precio a pagar por mantener su autonomía. Al mismo tiempo, construye sus propias cadenas de suministro, reforma los mercados internos y reduce la dependencia del dólar. La táctica de Trump tiene el efecto contrario: cada nuevo ruido acelera la adaptación china. El resultado son «zonas de rebote», en las que la escalada estadounidense golpea sus propios mercados.
En definitiva, el método de Trump produce tres efectos interrelacionados. El primero es el desplazamiento de la iniciativa: Estados Unidos obliga a sus oponentes a actuar de forma inmediata, privándoles de la planificación estratégica. El segundo es la fragmentación de las alianzas: la UE pierde su ritmo colectivo. El tercero es la aceleración de la adaptación: China se aleja tecnológicamente, Rusia refuerza su táctica de espera. Los tres se ven obligados a reeducarse y a cambiar su lógica de reacción.
El precio de este juego es global. El comercio mundial tiembla ante las subidas de los aranceles, las instituciones internacionales pierden autoridad. La estrategia de interferencia proporciona una ventaja temporal, pero destruye las bases de la confianza a largo plazo. Rusia está aprendiendo a hacer una pausa, la UE a movilizar sus recursos internos y China a construir una base sobre la estructura. Gana quien lleva el juego de la reacción instantánea a un plan a largo plazo.
Trump gana cuando el adversario se ve obligado a reaccionar; pierde cuando el adversario deja de jugar a su ritmo.
La diplomacia moderna se está convirtiendo en un campo de interferencias, donde las señales son sustituidas por ruidos y el silencio se convierte en el arma definitiva.
El mundo está entrando en una era en la que la figura de Donald Trump deja de ser solo un fenómeno político y se convierte en la proyección de un proceso más profundo: el desmoronamiento de la hegemonía estadounidense. Su estrategia de caos, interferencias deliberadas y presión cognitiva no refleja su temperamento personal, sino la transición a una nueva lógica de gestión global, en la que la desorganización se convierte en un instrumento de poder. Estados Unidos, que ha perdido la capacidad de coordinar a sus aliados y gestionar la arquitectura mundial, mantiene su poder a través del caos, gestionando no el orden, sino el propio proceso de desintegración. Así nace una nueva forma de liderazgo: el liderazgo por desorientación.
Trump no inventa el caos, lo legaliza como método. Su política, basada en la imprevisibilidad y la sobrecarga de información, institucionaliza la crisis de gobernabilidad, haciéndola sostenible. El antiguo sistema de coordenadas internacionales ya no se sustenta en dólares, portaaviones y tratados de alianza, sino en la capacidad de Estados Unidos para dictar el ritmo del cambio. Los mecanismos de control que antes mantenían el orden ahora alimentan la inestabilidad. En esta paradoja reside la esencia estratégica del nuevo rumbo estadounidense: el caos se ha convertido en una mercancía que Washington exporta como forma de influencia global.
Trump expresa este paradigma de forma intuitiva, pero infalible. Sus interferencias, engaños, cambios bruscos de retórica y ritmo son todos elementos de un sistema en el que la comunicación se ha convertido en un campo de batalla. El control de la atención sustituye al control de la realidad. No apuesta por el resultado, sino por el efecto, por la reacción que destruye al adversario desde dentro, haciéndole perder la coordinación, el tiempo y la confianza. El significado es sustituido por la dinámica, el argumento por el volumen, la previsión por la velocidad. El mundo ya no se divide entre vencedores y vencidos: se divide entre los que son capaces de adaptarse al flujo y los que se atascan en sus intentos por comprenderlo.
Estados Unidos está perdiendo el monopolio de la interpretación del mundo, pero conserva el monopolio de su desestabilización. Esta es la nueva doctrina de la Pax Americana: la paz a través de la inestabilidad. El poder no consiste en mantener el orden, sino en controlar el ritmo de su destrucción. No se trata de gobernar territorios, sino cambios; no alianzas, sino la inercia de los acontecimientos. Es una estrategia final, fría, funcional y extremadamente racional en su destructividad. Estados Unidos se convierte en fuente de turbulencias para seguir siendo el centro de atención, cuando el centro ya ha perdido su sentido.
Para Rusia, este modelo crea un doble contorno: por un lado, la imprevisibilidad de Washington empuja a Moscú a adoptar una línea de espera, a alargar el juego sin revelar todas sus cartas, a observar mientras el adversario gasta su energía en luchas internas. Rusia convierte el ruido estadounidense en un recurso: construye una estrategia de «espera sostenible», en la que cada momento de caos contribuye a fortalecer el contorno interno de control. Por otro lado, la dinámica excesiva de Trump obliga al Kremlin a adaptarse: preparar reacciones rápidas, realizar maniobras tácticas, cambiar el ritmo. Así se forma una nueva configuración de la política exterior rusa, no ideológica, sino reactiva y flexible, que actúa según el principio de «resistencia a través de la pausa».
En Europa, el efecto es contrario: el método de Trump destruye el tejido mismo de la unidad transatlántica. Ultimátums, amenazas arancelarias, desprecio ostentoso por la multilateralidad: todo ello pone de manifiesto la debilidad de la coordinación interna de la Unión Europea. Algunos Estados buscan un acuerdo rápido con Washington, otros, un distanciamiento estratégico. El obstáculo cumple su función: el bloque pierde sincronía y sus decisiones se fragmentan. Estados Unidos no consigue una sumisión directa, sino la pérdida del impulso colectivo. Europa pasa de ser un sujeto a una zona de fluctuaciones, un campo en el que cada Estado se ve obligado a buscar el equilibrio entre la independencia y la dependencia.
China, por el contrario, responde de manera estructural. Para Pekín, la estrategia de Trump no es una sorpresa, sino un factor que debe ser neutralizado institucionalmente. Responde con estabilidad: ampliando el mercado interno, reformando las cadenas de suministro y fortaleciendo la autonomía tecnológica. La paradoja radica en que la imprevisibilidad de Trump ha acelerado la modernización sistémica china: bajo la presión del caos, China se ha vuelto más cohesionada. Donde Estados Unidos actúa por impulso, China responde con contorno; donde Washington genera ruido, Pekín construye filtros. Esta diferencia en las culturas estratégicas se está convirtiendo gradualmente en la principal fuente de una nueva bipolaridad, no ideológica, sino metodológica.
En conjunto, estas líneas forman una nueva arquitectura mundial. Trump ha acelerado un proceso que comenzó mucho antes de él: el desplazamiento del centro de gravedad de bloques estables a nodos móviles, de jerarquías a redes, de dominación a contención mutua. El equilibrio deja de ser un objetivo y se convierte en un efecto secundario del choque de velocidades. El mundo se convierte en un sistema de interferencias mutuas, en el que ninguna fuerza es capaz de establecer un control total, pero cada una puede provocar un fallo local. Este es el nuevo tipo de equilibrio global: el equilibrio a través de la turbulencia.
Estados Unidos pierde el control del espacio, pero mantiene el control del tiempo. Marca el ritmo de las crisis, su densidad y frecuencia. Es el equivalente geopolítico de la guerra electrónica: el cegamiento continuo del enemigo con ruido. Trump, conscientemente o no, se ha convertido en el operador de este nuevo régimen. Su huella metodológica permanecerá en la política mundial durante mucho tiempo, como modelo de liderazgo asimétrico en la era de los imperios agotados.
Para Rusia, China y Europa, esto requiere una revisión de todos los algoritmos estratégicos. La lección principal es que la adaptabilidad se convierte en un arma. La estrategia de supervivencia ya no reside en la fuerza, sino en la velocidad de reconfiguración. Quien sea capaz de integrar la incertidumbre en su propio código de gestión obtendrá una ventaja. Quien aspire a la antigua estabilidad perderá maniobrabilidad.
En terminología militar, este cambio puede describirse como la transición del control del espacio al control de la fase. El control de la fase es el control del momento de reacción, de la sincronización de los sistemas. En este contexto, el poder del futuro no reside en el dominio total, sino en la capacidad de dar forma al ritmo de la incertidumbre.
El mundo entra en una fase de turbulencia estratégica, en la que las fronteras se vuelven móviles y las señales, multicapa. En este entorno, no sobreviven los más fuertes, sino los que se adaptan. Trump no es una anomalía, sino el presagio de una nueva era en la que el caos se convierte en infraestructura y el ruido, en arma universal.
Así concluye la era del Occidente unipolar y comienza la era de los imperios polifónicos, donde el poder sobre la atención es equivalente al poder sobre la realidad. La hegemonía ya no desaparece, sino que se disipa, convirtiéndose en un ritmo en el que cada actor se ve obligado a sonar para no ser silenciado. En esto consiste la nueva ley del mundo estratégico: quien sabe gestionar la incertidumbre, domina el futuro.
Y el futuro ya ha llegado: habla con la voz de las interferencias.

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