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NÚMERO 108. El Opus en su salsa: Pilar Urbano monta un golpe de mano contra el Rey señalándole como instigador del 23-F

Elespiadigital | Sábado 05 de abril de 2014

Pilar Urbano, destacada militante del Opus Dei desde el apogeo del régimen franquista (ya ha cumplido 74 años), se ha liado la manta a la cabeza nada más y nada menos que para señalar en su último ensayo novelado, titulado ‘La Gran Desmemoria’ (Planeta, 2014), al rey Juan Carlos I como gran instigador del fallido golpe de Estado del 23-F.

En su libro, tan agresivo como tardío, que subtitula ‘Lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no recordar’, ni corta ni perezosa, Pilar Urbano pone en negro sobre blanco lo que dice que dijo el difunto Adolfo Suárez: que el propio Rey era el ‘Elefante Blanco’ del 23-F. Y asegura que para Suárez estaba muy claro que aquel despropósito se gestó en Zarzuela, que el alma de la llamada ‘Operación Armada’ era Don Juan Carlos y que él en persona muñó el intento desestabilizador para colocar al general Armada al frente de un Gobierno de concentración nacional.

Y cierto es que ‘La Gran Desmemoria’ profundiza en una teoría ya apuntada una y mil veces desde que se produjera aquella vergüenza democrática del 23-F: la de que la asonada militar contra Suárez, a la sazón presidente del Gobierno, fue directamente conocida por el Rey, quien entonces mantenía una estrecha relación con los Servicios de Inteligencia y ejercía a tope su discutible condición de ‘mando supremo’ de las Fuerzas Armadas, según dispone la Carta Magna.

Pero lo que más llama la atención, es que esta gran revelación (desde luego horneada hace tiempo) se publicite justo tras el fallecimiento de quien en aquellos días aciagos de nuestra reciente historia fue forzado a dimitir prácticamente a punta de pistola. Y también que la acusación (porque estamos ante una denuncia pública escandalosamente grave) salga de donde ha salido: de la pluma de una periodista y escritora pía, exitosa gracias a algunos tratos de favor regios y de otras instituciones inaccesibles para compañeros de profesión menos condescendientes con sus fuentes, como sucedió con su libro ‘Yo entré en el Cesid’ (Plaza & Janés Editores, 1997), y que durante su dilatada carrera no ha dejado de bailarle el agua a la Corona, es decir de adularla, halagarla, lisonjearla y darle la razón incluso en lo que no la ha tenido.

Una periodista del Opus que ahora carga contra el Rey, sin razón o con ella, pero no contra los miembros de su misma organización religiosa (sus ‘hermanos en Cristo’) que en todo caso acompañarían a Su Majestad en la aventura golpista: los militares Alfonso Armada y Ricardo Pardo Zancada. Como tampoco ha cargado nunca contra otros de sus correligionarios bien próximos a la ‘trama civil’ de aquel golpe de Estado, que la airada periodista nunca tuvo el menor interés en investigar y mucho menos en denunciar, quizás porque la conocía perfectamente.

Por ello, sus actuales denuncias parecen superar el simple o natural hecho de querer buscar la verdad histórica, aunque sea parcialmente y de forma un tanto extemporánea. “A mi edad no es honesto ocultar la verdad. Y el periodista tiene que contar verdaderas historias, la historia verdadera…”, asegura Pilar Urbano en relación con su libro.

Y es que, a estas alturas de la historia tantos años encubierta, con todo lo que el observador perspicaz ha visto y leído sobre el 23-F, algo huele en ‘La Gran Desmemoria’ a sobrevenido golpe de mano contra el Rey, quizás para forzar su abdicación en la persona del Príncipe de Asturias, heredero de la Corona. En el fondo, maniobras de corte palaciego de las que tanto han gustado no pocos miembros del Opus Dei, incluido su fundador…

La prematura adhesión del Opus Dei a las asonadas militares

Para identificar con mayor precisión la estela del golpismo a partir del régimen franquista, curiosamente unido al Opus Dei en sus momentos más esplendorosos, y las raíces militaristas de esta institución religiosa, conviene conocer el trasfondo castrense con el que se han condicionado muchos hitos de nuestra historia más reciente. Sin olvidar las cargas genéticas personales y confesionales que han caracterizado al mismo Servicio de Inteligencia pringado de hoz y coz en el 23-F (el antiguo CESID).

Así, por ejemplo, aún se sabe bien poco de la penetración del Opus Dei en las Fuerzas Armadas franquistas y del reiterado papel desestabilizador que han jugado algunos de sus miembros, o de su desmedido interés por posicionarse cerca de los antiguos servicios secretos militares y, después, integrarse en la emergente Inteligencia del Estado…

La relación del Opus Dei con el entorno militar, y muy en particular con sus expresiones más convulsivas, fue desde luego significativa. En el libro ‘Los espías de madera’ (Ediciones Foca, 1999) ya advertí -perdón por la auto cita- que la identificación personal de su fundador, José María Escrivá de Balaguer (después José María Escrivá de Balaguer y Albás y finalmente el Santo Josemaría), con la involución militar había sido clara y desde luego bien prematura.

Tras ser ordenado sacerdote en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, y de ejercer como profesor de Derecho Canónico y Romano en el ‘Instituto Amado’ de esa misma ciudad, un centro privado que preparaba para el ingreso en la Academia General Militar, el padre Escrivá fundó su particular ‘Obra de Dios’ el 2 de octubre de 1928 en Madrid. Desde esa incipiente plataforma de santificación secular, ya en 1932 se significó en la asonada militar contra la II República que el 10 de agosto encabezó el general José Sanjurjo. En aquella descalabrada aventura fue acompañado por un grupo de jóvenes al que entonces él mismo dirigía espiritualmente: Vicente Hernández Bocos, José Manuel Doménech Ybarra, José Antonio Palacios López y Juan Jiménez Vargas, quien luego sería sacerdote y miembro destacado de la institución.

Paréntesis.

El Opus Dei se constituyó como camino de santificación varonil en medio del mundo, a través del trabajo profesional ordinario y en el cumplimiento de los deberes personales, familiares y sociales. Su fundador entendió después que dicho apostolado debía desarrollarse igualmente entre las mujeres y, a tal efecto, el 14 de febrero de 1930 creó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, unida indisolublemente al Opus Dei.

Según su promotor, ambas instituciones fueron de inspiración divina. Tras una larga discusión sobre su legitimación jurídica, ‘La Obra’ de José María Escrivá fue aprobada por la Santa Sede el 16 de junio de 1950, obteniendo más tarde de Su Santidad Juan Pablo II, el 28 de noviembre de 1982, el estatus de ‘prelatura personal’, fórmula ya prevista por el propio Escrivá antes de su fallecimiento, ocurrido en Roma el 26 de junio de 1975.

Su causa de canonización fue iniciada el 19 de febrero de 1981. Nueve años más tarde, el 9 de abril de 1990, Juan Pablo II declaró la heroicidad de sus virtudes cristianas, decretando el 6 de julio de 1991 el carácter milagroso de una primera curación atribuida a su intercesión y el 20 de diciembre de 2001 el de la segunda. El mismo Papa declaró ‘Santo’ al Beato Josemaría (así habían convenido en llamarle hasta entonces sus seguidores del Opus Dei), el 6 de octubre de 2002, precisamente en el año que se cumplía el centenario de su nacimiento, en una ceremonia multitudinaria celebrada en la Plaza de San Pedro…

Más tarde, a principios de 1938 y con la Guerra Civil española claramente orientada hacia el éxito de los militares sublevados, también fue llamativo el rebuscado afincamiento del padre Escrivá en la ciudad de Burgos, junto al Cuartel General del Generalísimo. Pero todavía lo sería más su entusiástico alistamiento, el 28 de marzo de 1939, como oficial en las victoriosas tropas nacionales de Intendencia que iban a entrar en Madrid. Aquellas vivencias personales quizás ayudaran a conformar su profunda convicción de que “los militares, por el mero hecho de serlo, tienen ya la mitad de la vocación del Opus Dei”, como le gustaba recordar a menudo.

En aquel libro, que en algunas recensiones bibliográficas se reputó de ‘clarificador’ y en otras de ‘transgresor’, recordé igualmente que Rafael Calvo Serer, dilecto hijo espiritual de José María Escrivá, también tomó parte activa en la frustrada ‘Operación Ruiseñada’. Aquella nueva andanza política del Opus Dei envolvía un intento desestabilizador para desplazar a Franco de la Jefatura del Estado en 1957, reinstaurar la Monarquía con Don Juan De Borbón y Battenberg (a quien los conspiradores ya llamaban ‘Juan III’) y propiciar un Gobierno integrado por monárquicos, militares y los emergentes tecnócratas del Opus Dei.

Segundo paréntesis.

Cuando a través de sus rudimentarios pero incisivos servicios de información, Franco conoció en las postrimerías de 1956 las veleidades monárquicas que sobre su propia sucesión propiciaba un conspicuo grupo de altos mandos militares, instigados por Juan Claudio Güell y Churruca, conde de Ruiseñada, y liderados por el teniente general Juan Bautista Sánchez González, que entonces mandaba la Capitanía General de Cataluña, ordenó a su amigo e incuestionable segundo del escalafón del régimen, Agustín Muñoz Grandes, a la sazón ministro del Ejército y sin duda alguna el compañero de armas que le producía más respeto, que zanjara de inmediato tan enojoso asunto. Tras las comprobaciones realizadas por los confidentes que Muñoz Grandes tenía destacados en Estoril, aquel asomo de rebeldía militar concluyó con el repentino ‘ataque al corazón’ sufrido oficialmente por el general Sánchez el 29 de enero de 1957 en la habitación del hotel de Puigcerdá (Gerona) donde pernoctaba preparando las maniobras militares que allí había dispuesto celebrar con una supuesta intención golpista.

Otros rumores sobre la muerte de Sánchez González apuntaron a un posible envenenamiento inducido, o a que, previamente a su infarto oficial, hubiera sido tiroteado por el capitán general de Valencia, Ríos Capapé, en la tienda de campaña que alojaba su puesto de mando durante aquellas comprometedoras e inconclusas maniobras militares. De forma inmediata, el comandante-ayudante del general Sánchez González también falleció de forma confusa, electrocutado, cuando, una vez desbaratada aquella temeraria operación, el coche en el que viajaba se estrelló al parecer absurdamente contra una torreta eléctrica.

A este respecto, Pedro Sainz Rodríguez, que siempre mantuvo serias dudas sobre la desaparición de Juan Bautista Sánchez, relata en su libro ‘Un reinado en la sombra’ (Planeta, 1981) la siguiente confidencia hecha por Franco al monárquico y colaboracionista del régimen Julio Danvila: “La muerte ha sido piadosa con él. Yo no tendrá que luchar con las tentaciones que tanto le atormentaban en los últimos tiempos. Tuvimos mucha paciencia ayudándole a evitar el escándalo de la deslealtad que estuvo a punto de cometer”. La corona que Muñoz Grandes envió a sus honras fúnebres llevaba una inscripción más sobria, pero no menos críptica: “A un soldado honrado”.

Tras aquel desagradable acontecimiento, y después de haber intentado granjearse inútilmente la confianza del régimen, el gran inspirador de la fallida asonada “donjuanista”, Juan Claudio Güell, también murió de infarto, según la versión oficial, en el coche-cama del tren en que regresaba de París a Madrid el 23 de abril de 1958. Sobre esta muerte, cuenta Sainz Rodríguez en su obra ya citada que Franco puntualizó ante un miembro de su Gobierno: “Era un buen patriota. Notaremos su falta, pero quien más habrá de notarla será don Juan”

Y lo cierto es que, aún desarticulada, aquella intentona golpista derivó en el nuevo gobierno nombrado por Franco el 25 de febrero de ese mismo año, con la ‘milagrosa’ inclusión de destacados hombres del Opus Dei. No menos significativo fue que a partir de entonces se impulsara la operación que terminaría confirmando a Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco en la Jefatura del Estado. Aquel fue un verdadero ‘Pacto de Régimen’, nada ajeno a las intrigas palaciegas que con tanta facilidad se gestaban en el entorno del padre Escrivá, en las que siempre estuvo presente Calvo Serer, un político verdaderamente temerario que en más de una ocasión hubo de ser avalado ante el régimen franquista directamente por el fundador de ‘La Obra’.

La alternativa paralela de poder manejada en aquellos momentos por el Opus, se conocía como la ‘tercera fuerza’. Y la verdad es que alcanzó sus primeros objetivos de forma inmediata, el mismo 25 de febrero de 1957, con el nombramiento de Alberto Ullastres y de Mariano Navarro Rubio -dos prohombres de la institución- como ministros respectivos de Comercio y de Hacienda. Un resultado plenamente coherente con la reconocida capacidad que tenía el general Franco para integrar la disidencia política más reaccionaria bajo su protector manto plenipotenciario. Otros miembros muy afines a ‘La Obra’ ocuparon igualmente plazas de ministro en aquella revulsiva renovación del Gobierno: Joaquín Planell, Cirilo Cánovas, Camilo Alonso Vega, Gabriel Arias-Salgado, el propio Carrero Blanco…

Por otra parte, no dejó de ser sintomático que, diez años después, fuera otro hombre destacado del Opus Dei, José Luis Villar Palasí, quien estando al frente del Ministerio de Educación Nacional impulsara la creación de un Servicio Secreto del Estado en 1968, básicamente para controlar el posible efecto de contagio en territorio español de las revueltas estudiantiles de París, consolidado más tarde, en marzo de 1972, como Dirección General con el nombre de SECED y bajo la directa dependencia del almirante Carrero Blanco. En aquella tarea, el ministro fue fielmente apoyado por su subsecretario, Alberto Monreal, vinculado a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y al propio Laureano López Rodó, otro destacado miembro del Opus Dei entonces ministro Comisario del Plan de Desarrollo.

El Opus Dei y su obsesiva vinculación a la Seguridad Nacional

Pero volviendo a la línea de penetración opusdeísta en la milicia española, los libros de Jesús Ynfante (‘La prodigiosa aventura del Opus Dei’, ‘El Ejército de Franco y de Juan Carlos’ y ‘Opus Dei, así en la tierra como en el cielo’), un auténtico especialista versado en interioridades de ‘La Obra’, recoge una extensa lista de correligionarios que llegaron a la cúpula de las Fuerzas Armadas en puestos realmente claves: Pablo Martín Alonso, Juan Castañón, Joaquín González Vidaurreta, Víctor Castro, Carlos Fernández Vallespín, Pablo Suanzes, Jesús Fontán, Adolfo Baturone, Rafael Álvarez Serrano, Hermenegildo Altozano, Álvaro Lacalle Leloup, Ángel Liberal, José María Sáenz de Tejada… Y muchos de ellos adscritos, efectivamente, a los servicios de información de la institución militar.

Aunque tampoco haya que olvidar la plétora de militares del Opus Dei que dejaron el uniforme para ordenarse sacerdotes (Pedro Zarandona, Emilio Muñoz Jofre, Javier Mora Figueroa, Antonio Elizalde…). Ni los que optaron por reconvertirse a la vida civil para administrar sus empresas (Manuel Carrasco, Lorenzo Dionis, Manuel Méndez, Eugenio Galdón…).

Otra observación ciertamente sutil de Jesús Ynfante es la referida al entorno de La Zarzuela, cuando, gracias a la voluntad previa del general Franco, se instaura una nueva Monarquía personalizada en la figura del rey Juan Carlos I, hijo mayor del legítimo heredero de la última dinastía que había reinado en España, quien en la legalidad del momento asume también el ‘mando supremo’ de las Fuerzas Armadas. Entonces, según este autor, todos sus puestos clave fueron copados por miembros del Opus Dei: Nicolás Cotoner, jefe de la Casa del Rey; Alfonso Armada, jefe de la Secretaría; Fernando Gutiérrez, jefe de Prensa, Fernando Poole, ayudante del Rey y luego jefe del Cuarto Militar; Laura Hurtado de Mendoza, secretaria particular de Doña Sofía; Fernando Suárez, confesor real…

Aún más, diversos historiadores del momento reconocieron la influencia ejercida por López Rodó para que, previamente, el almirante Carrero Blanco aceptase e impulsase de forma definitiva la figura de Don Juan Carlos de Borbón como heredero político de Franco y su sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey. Antes, otro significado miembro del Opus, Ángel López Amo, catedrático de Historia excedente y autor del libro titulado ‘La Monarquía de la reforma social’, fue uno de los preceptores con mayor ascendencia sobre el futuro monarca y quien le presentó al padre Escrivá.

En ‘El Ejército de Franco y de Juan Carlos’, Ynfante ya advertía que si la institución castrense era la columna vertebral del régimen, los servicios secretos del Ejército eran su médula espinal. Con éstos, añadía, “habrá de contarse en un futuro próximo en el caso, siempre probable, de un golpe de Estado militar en España”. Y esa fue una premonición que, con el tiempo, justamente otro notorio miembro del Opus, el general Armada, ya intentaría hacer realidad. Su asonada del 23-F, contó, además, con la ayuda de algunos correligionarios militares de ‘La Obra’, como el comandante Pardo Zancada, y con varios de sus más emblemáticos prohombres civiles (que habían sido ministros franquistas), bien ocultos en la trama civil del golpe.

Tercer paréntesis.

No menos significativo que todos estos puntos de concomitancia entre el Opus Dei y los movimientos de involución militar, es el hecho de que tras el intento desestabilizador del 23-F, de esperpéntica similitud con el modelo ‘a la francesa’ diseñado para instaurar la V República en el país vecino al amparo de la crisis franco-argelina, fuera también un destacado miembro de ‘La Obra’, el teniente general Álvaro Lacalle, quien ocupara la presidencia de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) con la total aquiescencia del rey Juan Carlos, cuya autoridad sobre tales nombramientos en aquellos momentos era indiscutible.

Al igual que sucedió en el ámbito político, desde la cúpula militar nunca se profundizó en los orígenes de la instigación golpista. Bien al contrario, la historia posterior atestigua las recompensas profesionales recibidas por quienes, con su silencio o con sus discretas acciones maquilladoras, fueron celosos guardianes de su verdad más oculta, dentro y fuera de los Servicios de Inteligencia.

El rayo que no cesa: de García Damborenea a Pilar Urbano

Otro dato de excepcional importancia relacionado con este curioso entorno de santificación secular (al que pertenece Pilar Urbano), es la vinculación al mismo del ex diputado socialista Ricardo García Damborenea, desvelada también por Jesús Ynfante en 1996. Su rocambolesco salto desde la militancia en el PSOE vasco hasta las filas del PP, inculpándose en la guerra sucia contra ETA y acusando de su mayor responsabilidad al propio Felipe González, se escenifica en plena campaña electoral (comicios legislativos de 1993) de la mano de otro hombre de ‘La Obra’, Jaime Mayor Oreja, quien entonces ya tenía pre-adjudicada la cartera de Interior en el eventual primer gobierno de José María Aznar. A su vez, y ya en 1996, este ministro se rodea de gente del Opus en los puestos de su mayor confianza, mientras algunos de sus consocios religiosos más reaccionarios ocupaban el Ministerio de Justicia (en particular la Fiscalía General del Estado) y hasta la Comisión de Justicia e Interior de su propio partido.

Ahí, en ese entramado de intereses electorales y partidistas, es donde habría que buscar el origen y las claves de la ‘conspiración’ que de forma tan reiterada denunció a partir de entonces Felipe González. Una operación política de acoso y derribo que, no obstante, también encontraría apoyo por razones más complejas en la beligerancia de otros círculos próximos a personas bien dispares como Antonio García Trevijano, Mario Conde o el periodista Antonio Herrero, fallecido accidentadamente el 2 de mayo de 1998.

Ya en el segundo mandato electoral de José María Aznar (2000-2004), y tras un abordaje continuado a los tres ejércitos desde que se instauró el nuevo régimen constitucional, los seguidores de José María Escrivá llegan a controlar la cúpula y los centros neurálgicos del Ministerio de Defensa, capitaneados por el propio ministro, Federico Trillo-Figueroa. Esa situación es tan real que el propio titular del Departamento llegó a tener bajo su mando a personas con mayor representatividad o ascendencia dentro del Opus Dei que la suya, como el SEDEF, Fernando Díez Moreno. Más que nunca, la Defensa Nacional, esa especie ilusoria mitad león rampante y mitad paloma de la paz, estaba, pues, en manos de Dios, o al menos tutelada por quienes pretendían vivir su camino de perfección terrenal.

Cierto es que el ministro Trillo-Figueroa asumió un cargo pacientemente trabajado durante años por su entorno político y apoyado por una brillante carrera personal, pero tampoco fue ajeno a ese objetivo el papel que jugó como promotor de las iniciativas tomadas previamente por el PP para airear algunas actuaciones controvertidas de la Seguridad del Estado, que al final concluyeron en notorias causas judiciales. Con más o menos fortuna, en esa punzante conducta, quizás orientada por el interés partidista antes que por la convicción política, se mezclaron los casos de las escuchas ilegales a partidos políticos y todo lo relacionado, precisamente, con la guerra sucia practicada contra ETA.

Pero la voluntad del Opus Dei por aferrase a ministerios que políticamente se podrían considerar ‘estratégicos’, no parece haberse torcido con el paso del tiempo. Bajo la presidencia de Rajoy, el relevo en esta singular forma de conjugar el poder terrenal con la santificación personal lo han tomado los actuales titulares de Interior, Jorge Fernández Díaz, y de Defensa, Pedro Morenés, entre otros, ministros que se declaran profundamente religiosos y cercanos al Opus Dei, pero sin revelar públicamente su militancia en dicha organización…

Y, teniendo en cuenta estos antecedentes históricos, sin duda incompletos pero suficientes para evidenciar connivencias y caminos paralelos bastante significativos, no deja de sorprender que toda una ‘pluma de oro’ del Opus como Pilar Urbano se atreva a plantear ahora su novedosa teoría sobre la conspiración regia del 23-F, con verdad o con fabulación de por medio. Porque en ese desplante convergen el cinismo político y la deslealtad al mismo Rey que tanto han ponderado los miembros del Opus Dei personal y corporativamente, despechos o mezquindades periodísticas aparte.

Cuarto paréntesis.

Adolfo Suárez Illana, hijo del ex presidente Suárez, se apresuró a exigir la retirada del libro de Pilar Urbano ‘La Gran Desmemoria’ por utilizar en él, y con fines comerciales, la fotografía denominada ‘El Rey y Suárez’, de la que asegura ser propietario intelectual. Pero al mismo tiempo advirtiendo a la autora que no compartía el contenido referido a las manifestaciones puestas en boca de su padre para implicar al Rey en la instigación del 23-F (el digo lo que dicen que dijo el protagonista ya fallecido y al que nunca se le oyó decir tal cosa en vida), añadiendo por otra parte que lo consideraba “profundamente lesivo del derecho fundamental al honor de mi padre, al nombre de mi familia y al papel que éste desempeño durante la llamada Transición española…”.

De igual modo, un notorio grupo de seis ex ministros muy próximos a Adolfo Suárez y que vivieron los sucesos del 23-F en primera persona, citados por Pilar Urbano como fuentes de su narración, negaron inmediatamente los testimonios que ésta les adjudica en su libro, tachándolo de “infame tergiversación” y de “novela-ficción”, afirmando que cuanto la autora ha puesto en su boca es “total o parcialmente falso o torticeramente manipulado”, convirtiéndolo así en una obra teóricamente falsaria.

Además, este grupo de ex ministros convertidos por Pilar Urbano en protagonistas de su narración, manifestaron también su “más absoluta repugnancia” a la publicación del libro “cuando España llora la muerte de Adolfo Suárez” y lamentaron que en él se hayan utilizado “como argumentos de autoridad referencias a personas ya fallecidas que no pueden defenderse ni contrarrestar o desmentir tales insidias”, citando en concreto al propio Suárez, al general Gutiérrez Mellado, a Sabino Fernández Campo y a los ex ministros Agustín Rodríguez Sahagún y Fernando Abril Martorell.

También el ex presidente Felipe González, igualmente citado en el libro de Pilar Urbano, ha desmentido a la autora con una frase tan concisa como lapidaria: “Miente más que habla”.

De forma excepcional, la propia Casa del Rey también salió al paso de las fabulaciones de Pilar Urbano negando “rotundamente”, entre otras cosas, que Don Juan Carlos hubiera participado en modo alguno “en la denominada en este libro Operación Armada”, calificando como “pura ficción” las supuestas conversaciones que recoge entre el Rey y Adolfo Suárez…

Las verdades perdidas y no perdidas del 23-F

Sobre este interesante tema colateral -sobre la correlación existente entre el poder político, la urdimbre golpista y el Opus Dei-, se pueden escribir miles y miles de folios y verter en ellos ríos de tinta, pero esa no es, ni mucho menos, la medida de nuestras Newsletters. 

En esta, baste añadir que, transcurridos treinta y tres años desde el intento de golpe de Estado del 23-F (que más bien fue una suerte de opereta), seguimos enfangados en la ingente y estéril tarea de desvelar sus entresijos y, entre ellos, la personalidad de quienes todavía se ocultan detrás de sus impenetrables sombras (cosa cierta). En su día, ni las plumas periodísticas más afiladas (muy distintas de las que ahora se limitan a reproducir dosieres interesados o a relatar lo que a sus autores/autoras otros han contado, o creen que les han contado), ni los comprometidos informes oficiales, ni el resonante juicio de Campamento, desvelaron más de lo que era de público conocimiento al haber sido retransmitido directamente por televisión a medio mundo.

Luego vinieron los elocuentes ‘silencios del 23-F’, incluidos los de quienes fueron sus protagonistas directos, arrepentidos y no arrepentidos, y los de quienes quedaron más allá de la verdad juzgada. Y, finalmente, con toda una generación separándonos de la fecha de autos (más de los treinta años con los que se identifica la unidad generacional), siguen apareciendo como cargas machaconas de una inútil caballería mediática nuevos libros escritos con mejor o peor intención y, a veces, con tintes tardíamente escandalosos.

Y todo, para nada. Con el paso del tiempo, algunas firmas notorias se han rectificado a sí mismas con escasa convicción, con Pilar Urbano a la cabeza (poco tienen que ver entre sí las teorías sobre la instigación y dirección real del 23-F que mantiene en cada uno de los libros en los que ha tratado el tema). Otras, que destilaron sus malos humores en el calabozo de los condenados, sólo han pretendido su exculpación social sin el menor arrepentimiento. Y las demás no han dejado de proclamar desde ‘El golpe del Cesid’ hasta ‘El golpe que nunca existió’, pasando por ‘El golpe de los necios’… Verdaderas paradojas de la vida, que diría el mismísimo general Armada ya fallecido.

Incluso ha habido quien, para desvelar -sin conseguirlo- el enigma que aún envuelve el secuestro de la democracia durante aquellas ‘Diecisiete horas y media’ del 23-F, no ha dudado en citar otras obras hagiografías, personales o institucionales, alimentadas desde inequívocos archivos oficiales. Lo lamentable en este caso es que el autor, Javier Fernández López, al margen de confundirse entre continuas contradicciones como quien se agarra a un clavo ardiendo, llegó a sustentar las más rotundas exculpaciones sobre cualquier implicación del CESID o de la propia Corona con métodos, además de inconsecuentes, poco edificantes, dada sobre todo su condición de militar de carrera: intentar borrar o justificar las culpas ciertas de los responsables superiores execrando a sus subordinados...

Quizás la opinión más reveladora y concluyente publicada sobre el 23-F, sea la de Sabino Fernández Campo, quien a la sazón era secretario general de la Casa de Su Majestad y por tanto persona excepcionalmente informada sobre aquel dramático suceso. Justo con ocasión del XXV Aniversario del reinado de Juan Carlos I, en un sabio artículo titulado ‘El rompecabezas del 23-F’, publicado por ABC en un suplemento editado al efecto (noviembre de 2000), admitía su renuncia “a intentar descubrir las piezas que me faltan del rompecabezas”, recomendando “dejémoslo como está, sin agitar la historia ya calmada...”. A continuación concluía señalando que, en ocasiones, “el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla”.

Esa opinión, que con tanta autoridad nos brindó Fernández Campo hace ya casi quince años, aconsejaba desistir de encontrar la revelación absoluta y olvidarse de ese muro insalvable contra el que, desde 1981, se estrellan todos los que intentan encontrar esas piezas que faltan del rompecabezas, incluidos los gratuitos o interesados exégetas del entonces denominado CESID (hoy CNI) y de la propia Corona (ahí estuvo en su momento Pilar Urbano), sin hacer otra cosa que abundar en la confusión generalizada.

A estas alturas de la historia, tras treinta y tres años de silencios y un sinfín de libros, artículos y reportajes audiovisuales, investigaciones fallidas y por supuesto desinformaciones interesadas, pretender desvelar las misteriosas claves ocultas del 23-F parece un camino poco transitable que no conduce a parte alguna; como tampoco sirve para nada la machacona reiteración de todo tipo de exoneraciones propias o delegadas. Los hechos se vivieron como se vivieron y reescribirlos, ya sea con renglones derechos o torcidos, cada vez importa menos. Esa es la realidad.

Las sombras de las sospechas están donde están. En algunos casos, tienen nombres propios y se puede seguir la estela de sus relevantes y reveladoras trayectorias, fruto quizás del agradecimiento por los servicios prestados y los silencios mantenidos de forma disciplinada o tan sólo interesada. Y en otros se manejan a impulsos políticamente interesados o de venganzas inoportunas.

Y justamente por ello, también llamó la atención la tardía insistencia sobre la ‘verdad perdida’ del 23-F, deslizada por el propio Felipe González durante una entrevista radiofónica concedida al periodista Carles Francino en la Cadena SER (07/02/2011), cuando se cumplían treinta años de la asonada militar, con esta breve pero significativa frase: “Todavía no se sabe todo lo que ocurrió el 23-F”. Una ignorancia personal que sorprende haya podido alcanzar también a quien ocupó la Presidencia del Gobierno nada menos que durante catorce años, con los Servicios de Inteligencia a su plena disposición y los secretos de Estado guardados en la caja fuerte de su despacho oficial.

Aunque, a fuerza de ser objetivos (una cosa es cómo y por qué razón Pilar Urbano ha escrito lo que ha escrito en ‘La Gran Desmemoria’ y otra muy distinta el fondo de su contenido), no podemos olvidar que más llamativo aún, y quizás algo grotesco, sería el comentario que sobre esta misma insolvencia histórica realizó el rey Juan Carlos unos meses antes, durante la audiencia que el 11 de marzo de 2010 concedió a las asociaciones de víctimas del 11-M, coincidiendo con el VI Aniversario del dramático atentado que las había dado forzada carta de naturaleza. Cuando algunas de las víctimas le plantearon la posibilidad de que la masacre de Madrid hubiera sido un ‘crimen de Estado’, trasladándole su empeño de llegar a conocer toda la verdad sobre lo sucedido, Su Majestad sorprendió a los presentes con estas palabras, recogidas literalmente por Luis del Pino (Libertad Digital 14/12/2011): “Lo lleváis crudo. ¡A mí todavía me ocultan cosas del 23-F!”…

Aunque lo realmente inaudito del caso es que el Rey rectificara aquella desenfadada opinión apenas un año más tarde, sin conocerse para ello dato nuevo alguno. El 23 de febrero de 2011, al concluir los solemnes actos de afirmación democrática celebrados en el Congreso de los Diputados con motivo de cumplirse treinta años del intento golpista, Su Majestad confirmó a requerimiento de los medios informativos que “ya se conoce toda la verdad del 23-F”, añadiendo con su habitual espontaneidad “y si no se la inventan por ahí” (El Mundo y La Razón, 24/02/2011).

¿Y qué decir entonces (verdad o mentira) de la conversación sobre el golpe del 23-F mantenida por el Rey en el Palacio de la Zarzuela con el embajador de Alemania, Lothar Lahn, el 26 de marzo de 1981…? Su sutil contenido, desvelado treinta años después por el semanario Der Spiegel en su edición del 30 de enero de 2012, una vez desclasificado el despacho diplomático número 524 enviado al Gobierno alemán entonces presidido por Helmut Schmidt, en el que se reproducía de forma pormenorizada, no dejaría de evidenciar parte de la verdad perdida sobre el 23-F latente en la conciencia ciudadana, oficialmente negada a cal y canto, cuando no manipulada por el aparato desinformador del Estado (ver El País y EFE 05/02/2012).

Según el prestigioso medio informativo alemán, que anunciaba la posterior publicación íntegra del documento en cuestión, a tenor de lo descrito por el embajador Lahn, el rey Juan Carlos “no mostró ni desprecio ni indignación frente a los actores, es más, mostró comprensión, cuando no simpatía”, precisando, con palabras “casi de disculpa” que los militares conjurados “sólo querían lo mismo a lo que todos aspiramos: el restablecimiento del orden, la disciplina, la seguridad y la calma”…

La necesidad de no tropezar de nuevo en la misma piedra

Pero, si como es evidente ‘agua pasada no mueve molino’, lo que el futuro nos exige para no tropezar otra vez en una misma piedra, además de superar el debate sobre ejecutores e instigadores del 23-F, es profundizar en la necesaria democratización del Servicio de Inteligencia -hoy CNI-, único organismo del Estado que, desde su nomenclatura original -el SECED- quedó al margen de los consensos políticos generalizados en la Transición y como jardín privativo propio de las dictaduras y de los regímenes policiales. Sin olvidar desarrollar también el Título II de la Constitución, dedicado a la Corona, con una norma legal que la acomode a la evolución democrática de los nuevos tiempos y nuevas exigencias sociales, y eliminar de una vez por todas ciertas desviaciones funcionales y excesos de injerencia política en las Fuerzas Armadas.

También sería necesario reformar la Ley 9/1968, de 5 de abril, de Secretos Oficiales, reputada de inconstitucional, cuestión insistentemente tratada en nuestras Newsletters (ver ‘Rajoy sigue amparando la ley inconstitucional y franquista de Secretos Oficiales’). El siguiente párrafo, que es con el que concluía el Informe emitido al respecto por el Defensor del Pueblo en 1995, siendo titular de la institución Fernando Álvarez de Miranda, es bien significativo al respecto:

(…) Por todo cuanto se ha expuesto, el Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, que tiene encomendado, conforme el artículo 54 de la Constitución, la defensa de los derechos comprendidos en el Título I de nuestra Carta Magna, se encuentra en condiciones de concluir afirmando que una aplicación estricta y literal de una norma preconstitucional como es la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre, puede llegar a vulnerar los derechos fundamentales previstos en los apartados 1 y 2 del artículo 24 de la Constitución, al tiempo que no respeta ni el deber de colaboración con la Administración de justicia, ni permite el sometimiento de la actuación de la Administración al control de los tribunales. Por ello, al amparo de lo dispuesto en el apartado 2 del artículo 25 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, reguladora de la institución, se propone, a través del presente informe anual a las Cortes Generales -como órgano de representación de la soberanía popular en el que se deposita la potestad legislativa- que por estas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978.

Sólo así, regenerando los viciados orígenes y dependencias de algunas instituciones señeras del Estado -que todavía nadie ha querido reconducir del todo hacia la inequívoca senda democrática-, la sociedad española dejará de percibirlas como una amenaza o como una inutilidad, percepciones indisociables de su controvertida proyección pública. Su reforma en una línea de racionalidad y de sensatez política, aspiración de las gentes de bien, y no sólo de los militares que pretenden ser auténticos ciudadanos de uniforme, serviría para reconocer su inequívoco servicio en defensa de la Constitución y de la Seguridad Nacional. Otra cosa, según evidencia Pilar Urbano con sus nuevas especulaciones sobre el 23-F, es alentar un patio de monipodio en el que prima el desconsuelo y faltan luces redentoras.

Fernando J. Muniesa