El ‘caso Gürtel’ se inició hace siete años, en noviembre de 2007, con la investigación seguida por la Fiscalía Anticorrupción sobre una presunta trama vinculada a la financiación ilegal del PP, asentada principalmente en las Comunidades de Madrid y Valencia, que fue denunciada ante la Audiencia Nacional en febrero de 2009. La situación al día de hoy ya es otra cosa, pero cuando la instrucción judicial todavía estaba en mantillas y los dirigentes populares negaban por activa y por pasiva la existencia de una red de corrupción montada en torno al partido, algunos analistas afines aventuraron su escasa incidencia en futuros resultados electorales.
El hecho de que en mayo de 2011 las candidaturas encabezadas por Rita Barberá y Francisco Camps al Ayuntamiento de Valencia y a la Generalitat Valenciana, respectivamente, fueran las ganadoras, ambas con mayoría absoluta, introdujo una interpretación muy errónea del fenómeno de la corrupción política, hasta el punto de que los populares dieron por efectivo que no descontaba votos. Un análisis poco acertado, que también se apoyó en los resultados favorables obtenidos en Madrid, que apenas seis meses después se reprodujeron en los comicios generales o legislativos.
Ello llevó al PP a no tratar el ‘caso Gúrtel’, convertido rápidamente en el ‘caso Gürtel-Bárcenas’, como una ‘situación de crisis’; dando a entender con ello que podía existía cierta bula o barra libre para seguir en lo mismo. Así, se dejaron de reconocer los errores cometidos (sin mostrar jamás ningún arrepentimiento público), de acometer con la máxima urgencia las medidas correctoras, de depurar todas las responsabilidades implícitas y de lanzar un programa de moralización interna efectivo.
El ‘mal de muchos, consuelo de tontos’
Antes al contrario, hubo quienes, sacando pecho, como hizo el propio Rajoy, se las dieron de ser los más honestos y transparentes del mundo, lanzando además contra el PSOE (partido que tal baila) el socorrido ‘y tú más’, olvidando el entendimiento universal de que el mal de muchos, o de los otros, es el consuelo de los tontos. Y cuando la evidencia de los hechos fue mostrando el alcance delictivo del caso, tampoco faltaron excusas vanas dentro del PP advirtiendo torpemente que al ostentar mayores cuotas de poder político era lógico que sus siglas dieran cobijo a más y mayores casos de corrupción: es decir, dando a entender, poco más o menos, que la corrupción es inherente a ese entorno y que quien en él no roba, prevarica o malversa es porque no puede y no por falta de ganas (un flaco favor a la democracia).
Cosa discutible aunque sólo sea porque no todos los partidos ni todos los políticos reaccionan de igual forma ante el mismo fenómeno. Ahí están, por poner algún ejemplo, los casos recientes de Willy Meyer, ex eurodiputado de IU, y de Mercè Pigem, ex vocal del Consejo General del Poder Judicial por la cuota de CiU.
El primero fue el único eurodiputado español que, participando en el Fondo Voluntario de Pensiones del Parlamento Europeo, se dio automáticamente de baja en el mismo al conocer por la prensa que estaba relacionado con una SICAV domiciliada en Luxemburgo, en su opinión con la pretensión, que él repudiaba, de burlar sus obligaciones fiscales.
Aquel tejemaneje, que en todo caso era una práctica absolutamente legal, le llevó, además, a dimitir como eurodiputado. En su explicación ante los medios informativos (junio de 2014), Meyer afirmó que, pese a desconocer que el Fondo de la Eurocámara era gestionado por una SICAV para evitar o atenuar su fiscalidad, consideró que “podría haber una sombra de duda”, que “la ética a veces está por encima de la ley” y que todo lo público “tiene que tener una gestión ejemplar y ejemplarizante” y que por eso presentaba su dimisión. De esta forma dejó en evidencia a no pocos dirigentes del PP y del PSOE con responsabilidades en el Parlamento Europeo, entre otros a Miguel Arias Cañete y a Elena Valenciano, que encabezaron sus respectivas candidaturas en las elecciones de mayo de 2014 y que participaban en ese mismo fondo como antiguos eurodiputados.
Otra actitud de dignidad política (quizás algo más presionada), ha sido la reciente dimisión de Mercè Pigem como vocal del CGPJ tras explicar al presidente del órgano, Carlos Lesmes, las razones por las que declaró en la frontera de Andorra que regresaba a España con dinero en efectivo, pero en cantidad acorde con lo permitido legalmente (menos de 10.000 euros) y sin que en la Aduana se hubiera podido levantar acta alguna sobre ningún tipo de delito o falta administrativa. A pesar de que la prensa informó de forma tan poco objetiva como agresiva -por supuesto tras algún soplo interesado- que había sido ‘cazada’ o ‘pillada’ con dinero en efectivo, sin precisar que los 9.500 euros declarados era cantidad legal, ni contrastar con la afectada que se trataba de un regalo de su madre residente en Andorra vinculado a las celebraciones navideñas.
El presidente del CGPJ aceptó su renuncia agradeciendo la dedicación prestada a la institución y la profesionalidad demostrada durante su etapa como vocal. Además, en un comunicado oficial (29/11/2014) señaló que la renuncia de la vocal de CiU era "una muestra de generosidad encaminada a preservar la imagen de ejemplaridad que en todo momento debe guiar la actuación del consejo"…
Ambos casos -los de Meyer y Pigem- son signos de una dignidad personal y política que, como en algunos otros de renuncias o dimisiones voluntarias, la sociedad percibe nítidamente, más allá de cómo los quieran presentar o apostillar los medios de comunicación. Al igual que en otras ocasiones percibe la insistencia en negar o desmentir los hechos presuntamente ilegales o delictivos, que a la postre terminan siendo evidentes y sentando a quien corresponde en el banquillo de los acusados (lo que lleva a deteriorar todavía más las siglas de los partidos afectados, que -por la causa que fuere- casi siempre son el PP y el PSOE, con el añadido de CiU que ha venido siendo un socio estratégico común.
Sin necesidad de dar pábulo a otras interpretaciones sobre la magnificación mediática de las dimisiones de Meyer y Pigem, posiblemente programada para difundir una imagen de la corrupción pública que alcance por igual a todos los partidos y a todos los políticos (incluyendo a Podemos), conviene contraponerlos a la forma con la que PP y PSOE han reaccionado en sus propios y más escandalosos casos de corrupción ya judicializados, a veces de forma obscena. Un torpe tratamiento del problema, basado en la negación extrema o en el ‘y tu más’, común en ambos partidos, que en un pésimo entendimiento de la vida política pretendería aliviar las culpas de los corruptores y corrompidos ya declarados.
Por mucho que se quiera utilizar la táctica del calamar, que cuando se siente acosado lanza sus chorros de tinta para enturbiar y ocultar la realidad, el constante y masivo afloramiento de casos de corrupción afectos sobre todo al PP y al PSOE, ha llegado a extremos tan desorbitados y socialmente intolerables que difícilmente van a evitar que la olla estalle; simplemente porque cuando se supera la presión de resistencia, sin abrir ninguna válvula de escape, es inevitable que reviente. De nada vale, pues, arremeter a estas alturas de la historia contra un partido como Podemos (casi nonato), para endilgarle presuntos casos de corrupción o corruptelas que nada tienen que ver con la abusiva mangancia que con tanta constancia estamos viendo cobijada bajo las siglas del PP y del PSOE.
Cada día avanzan más las investigaciones, las instrucciones judiciales -con resultados más y más comprometedores- y las sentencias condenatorias (incluyendo ya entradas en prisión tan significativas como las de Jaume Matas y Carlos Fabra, personajes del PP que han tenido grandes cargos políticos y a los que Rajoy en su momento catalogó de ‘ejemplares’); sin que ello impida que siga el continuo afloramiento de nuevos y más indignantes casos de corrupción, tanto en el predio político del PP como en el del PSOE. Y no digamos nada del mal estilo con el que muchos de los encausados, sobre todo del PP, afrontan su merecida situación personal (Sonia Castedo, Juan Cotino, Alfonso Grau, José Antonio Monago…).
Unos y otros, con sus ‘Gürtel-Bárcenas’, sus ERE falsos, sus ‘Black Cards’, sus operaciones ‘Mercasevilla’, ‘Pokémon’, ‘Brugal’, ‘Púnica’, Campeón’, ‘Madeja’…, tienen al personal hasta las narices, como nunca lo han tenido, ni siquiera durante los estertores del ‘felipismo’. Hasta el punto de que tanto el PP como el PSOE han perdido totalmente su credibilidad en la lucha contra la corrupción.
PP y PSOE pierden la batalla contra la corrupción pública
Y esto lo acaba de reconocer nada menos que Alfredo Pérez Rubalcaba, ex secretario general de los socialistas de muy largo recorrido (ingresó en el PSOE en 1974 -año del Congreso de Suresnes-, con Franco vivo y mucho antes de que el partido lanzara su eslogan ya perdido de ‘Cien años de honradez’). Respondiendo a la pregunta concreta de Marta Suárez sobre si consideraba necesario un pacto de los dos grandes partidos sobre la corrupción, en una entrevista concedida a XL Semanal (30/11/2014), el experimentado político socialista contestaba (sic): “Desgraciadamente, el Partido Popular y el PSOE no tenemos credibilidad en este asunto. La fórmula es que la solución venga de fuera: que llamemos a quienes han pensado en estos temas a poner en marcha una comisión en el Parlamento, que hagan unas propuestas y nosotros las asumamos. Debemos buscar una credibilidad que no tenemos fuera y, por tanto, no creo tanto en un gran pacto entre partidos como en un pacto de los partidos con la sociedad, que la solución venga de fuera hacia dentro”.
Una verdad tan incontrovertible como tremenda que Rubalcaba suavizaba con la afirmación de que “el que haya políticos corruptos no nos hace corruptos a todos”, cierta pero insuficiente. Y sobre todo contradictoria con su rechazo paralelo a que los partidos nuevos (en alusión a Podemos) tengan que ser quienes vayan a demostrar que el poder no corrompe, lamentando: “¿Por qué tiene que venir uno nuevo a demostrar que el poder no corrompe? Yo he tenido poder y no me he corrompido”.
Nadie ha acusado jamás a Rubalcaba precisamente de ser un político corrupto, ni creemos que nadie pueda hacerlo. Pero si reconoce la falta de credibilidad del PP y del PSOE contra la corrupción, ¿dónde está la coherencia de su doble afirmación…? ¿Es que, siendo él un político honrado, no acababa de admitir -faltaría más- que la corrupción existe hasta el punto desmedido de dinamitar la credibilidad reformista de los dos partidos mayoritarios…? ¿Por qué extraña razón no sería entonces necesario un partido nuevo para combatirla…?
La situación, verdaderamente dramática y vergonzosa, llega al extremo de que, más allá de que el PP y el PSOE se hayan auto descalificado para luchar contra la corrupción, también son incapaces de llegar siquiera a un acuerdo conjunto de mínimos, afirmando públicamente que no habrá pacto de Estado en esa materia. ¿Y, entonces, qué esperan ambos partidos del electorado…? ¿Divagaciones sobre cuál de los dos es más o menos corrupto o beligerante con esa insoportable lacra política…? ¿Es qué esos partidos esperan poder volver a engañar a los votantes en relación con ese decisivo in-put de su programa electoral…?
Miguel Ángel Aguilar, acaba de volver a poner el dedo sobre la llaga del problema en una de sus habituales crónicas de El País (01/11/2014), con la ironía que le caracteriza:
Un buen amigo me facilita en un correo desde Washington un ‘link’ con ‘Jornal do Brasil’ que titula su información como esta columna. El diario hace una cabalgada por la historia del país brasileiro y, al comparar las comisiones y porcentajes de las mordidas que se estilaban en otros momentos y las que ahora se pagan, deduce de manera muy consoladora que “nunca se roubou tão pouco”, una apreciación que se diría la antesala para inducir en el público una actitud indulgente hacia quienes con los años depuraron sus procedimientos y pasaron desde el robo a gran escala hasta la comisión ajustada, que viene a ser el aceite imprescindible en los cojinetes. Por esa senda argumental caminó el presidente Rajoy en su comparecencia ante el pleno del Congreso dedicado a la corrupción el jueves día 27.
Desde otro ángulo, Sol Gallego Díaz, en el texto que firma en el suplemento ‘Domingo’ el 30 de noviembre, se afana en buscar sentido a la expresión ‘honest graft’, acuñada a principios del siglo XX por el norteamericano George Plunkitt. Y concluye traduciéndola por “corrupción honesta”, una contradicción en sus propios términos, aceptada como legítima porque se basa en el principio de que es razonable aprovechar las oportunidades surgidas cuando se ocupa un cargo público para hacer dinero. Mucho más madrugador que Plunkitt, en el Deuteronomio (5:24) se prescribe aquello de “no pongas bozal al buey que trilla”. Un criterio que desde luego ha prevalecido en las estructuras jerárquicas de los partidos de todo cuño. De forma que, a cuantos se esforzaban en recolectar fondos para el partido -muy en particular a los tesoreros que se iban sucediendo en el PP, desde Naseiro pasando por Sanchís y Lapuerta hasta Bárcenas- se les aplicaba la norma no escrita de dejarles sin bozal en las faenas de la trilla. Así podrían saciarse comiendo del trigo que estaban trillando y, en definitiva, encontrarían compensaciones por las tareas cumplidas. La “corrupción honesta” operaba como un incentivo para llevar a cabo tareas ingratas pero necesarias para fortalecer las maquinarias de los partidos y desplegar las campañas electorales, sin las cuales los comicios dejarían de ser esa fiesta de la democracia.
El libro de Javier Pradera ‘Corrupción y política. Los costes de la democracia’ (Editorial Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014) recupera un texto concluido en 1994, hace 20 años, momento en que se cumplían 16 de la Constitución de 1978. De modo que la corrupción parecería ser un antiguo conocido de la policía, una derivada de la ley de la gravitación universal, una consecuencia no querida pero inevitable, uno de los costes de la democracia. El punto de ignición inicial se remonta a las primeras elecciones municipales en democracia celebradas el 3 de abril de 1979. Poco después, en 1981, el teniente de alcalde de Madrid, Alonso Puerta, denunció unas oscuras comisiones de poca monta para la adjudicación de la recogida de basuras. La denuncia invirtió sus efectos y se saldó con la expulsión del denunciante del Ayuntamiento así como del Partido Socialista. Puede que ahí empezara a joderse el Perú, según preguntaba Zavalita. Sabemos que a la corrupción como a los pobres siempre los tendremos con nosotros. Pero ha cambiado el aire y lo que se toleraba casi como una gracia de la simpática picaresca, ahora levanta indignaciones incendiarias en el público de a pie. Otra cosa es que los partidos centrales sigan en Belén con los pastores, sin enterarse, mientras Podemos se apodera de la decencia. Puede que ‘nunca se roubou tão pouco’, pero nunca hubo menos tolerancia.
Desde otra óptica más afinada en el plano de la lucha contra la corrupción, y de la concienciación cívica para ayudar a erradicarla como lacra política, Salvador Viada, fiscal del Tribunal Supremo y portavoz de la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF), proclamaba en un artículo de opinión también reciente (El Mundo 02/12/2014) la necesidad de fomentar el rechazo social hacia las prácticas corruptas y de crear, en paralelo, los mecanismos necesarios para proteger a quienes superen el miedo a denunciarlas:
Silencios cómplices y corrupción
(…) El silencio ante la corrupción es muy significativo. Porque el deber de luchar contra la corrupción, contra quien se apropia de dinero público para fines privados, es obligación en primer lugar de quienes están próximos al corrupto, muchas veces quienes ostentan cargos públicos. No basta con recomendar que se devuelva el dinero -cuando se les ha descubierto- y elogiar entonces al desaprensivo; no basta con pedir perdón por faltas ajenas. Es precisa la colaboración con la Policía y con la Justicia para acabar con este tipo de delitos. Hay que rechazar esas prácticas de manera explícita y comprometida, y hay que generar desde los mismos compañeros -de oficina, de partido- del corrupto una cultura del rechazo acompañada de la denuncia. Si no se hace así, si no se pone por delante la cultura de la honestidad, de la decencia en el manejo de los asuntos públicos por delante de los compromisos con el partido o con el colega, entonces que no nos cuenten historias sobre la regeneración de la democracia. La regeneración de la democracia empieza en cada uno, con independencia de que el politizado sistema judicial español dé respuestas muchas veces insuficientes. Es demasiado manido e insuficiente el «dejemos que los tribunales actúen» cuando quienes nos recomiendan eso saben lo podrido que está el patio. Quienes callan conociendo la corrupción del partido, del alcalde, del concejal, del diputado, merecen reproche como encubridores de prácticas cancerosas de nuestra democracia. No hablo genéricamente; esto nos está pasando caso a caso. Yo creo que la mayor parte de los políticos son honrados: pero no incluyo entre los honrados a los que sabiendo lo que ocurre encuentran más conveniente personalmente el callarse...
(…) Es preciso vencer esos silencios, caldo de cultivo de la corrupción y de la impunidad. Pero si es el miedo la causa de los silencios, hay que ayudar a vencer esos miedos. Es preciso crear mecanismos, fomentar la conciencia cívica, alimentar la convicción de que la lucha contra este tipo de delitos es deber de todos, y que el silencio ante estas conductas es reprochable. Y hay que trabajar en la protección de quienes tienen el coraje de denunciar. Sobre la protección de los denunciantes y de los funcionarios públicos en materias de corrupción, España ha sido objeto de requerimientos desde al menos el año 2006 por la OCDE. Desde organismos internacionales se reclama la necesidad de implementar medidas de protección a los denunciantes de prácticas corruptas tanto en el sector público como en el privado. Nuestros gobernantes han hecho caso omiso a estas recomendaciones, resultando que nuestro país es uno de los siete en la Unión Europea -según un informe de 2013 de Transparencia Internacional- que no tiene ni establecida ni prevista ninguna medida para proteger a quienes denuncian ni en el sector público ni el privado. Denuncias que siendo una obligación para los funcionarios que conocen de la existencia de un delito, ante la falta de garantías de indemnidad no se traducen en resultados prácticos. Los partícipes de cohechos desde el sector privado sostienen que una denuncia de corrupción los dejaría fuera de las posibilidades de la contratación pública. Y tampoco denuncian.
Desolador contraste el español con la exhaustiva normativa que, por ejemplo, tiene desde 1998 el Reino Unido en virtud de la cual los denunciantes, tanto en el sector público como en el privado, gozan de protección -siempre que actúen conforme al interés público- frente a la divulgación de su identidad y sobre todo frente a las represalias de sus superiores. En España se han dado algunos casos de funcionarios que han denunciado prácticas de corrupción, o que han colaborado con la Policía en el esclarecimiento de ciertos hechos, y que han tenido que pasar un calvario posterior incluyendo acosos laborales o ceses por «pérdida de confianza»…
Sin ir más allá de lo que el autor manifiesta en su texto, por ejemplo eso de que “si no se pone por delante la cultura de la honestidad, que no nos cuenten [los políticos] historias sobre la regeneración democrática”, en él subyace una repulsa específica contra la corrupción dentro del estamento fiscal y judicial, más allá de la patente en el conjunto de la sociedad. Y manifestada además por otras muchas vías, incluidas sus reiteradas demandas de más recursos humanos y medios materiales para combatirla (nada menos que con dos huelgas masivas que tanto el PSOE como el PP se pasaron por la faja), ahora concretadas por los jueces decanos de toda España en una solicitud de 58 medidas de implantación urgente que sin duda alguna serán sustancialmente desatendidas.
Ya no valen más florituras acomodaticias ni avances de pasos milimétricos en la lucha contra la corrupción política, como los que el presidente Rajoy planteó el pasado 27 de noviembre en el Congreso de los Diputados, que además de llegar tarde también llegan sin consenso. Eso cuando el informe sobre ‘Percepción de la Corrupción 2014’ realizado por Transparencia Internacional sigue mostrando que el sistema es incapaz de avanzar en la erradicación del problema, que en realidad se muestra estructural y sistémico: España obtiene 60 de 100 puntos (100 equivaldría a ‘corrupción cero)’, uno más que en 2013 pero cinco menos que en 2012, situándose en peor posición, por ejemplo, que Taiwan, Polonia, Puerto Rico, Portugal, Chipre, Botswana, Bhatan, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Bahamas, Uruguay, Chile, Hong Kong, Barbados…
Y también cuando, según la última encuesta barométrica del gubernamental Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la constante preocupación por la corrupción se acaba de disparar en la percepción del 42,7% de los ciudadanos (mes de septiembre) hasta la del 63,8% (en noviembre), reafirmándose así que para la inmensa mayoría de los españoles ese es el segundo principal problema del país. El primero sería el paro, de acuerdo con lo expresado por el 77% de los encuestados….
Ahora, ya se acumulan más de 1.800 causas de corrupción pública abiertas en diferentes órganos judiciales, con más de 500 imputados (23 cumplen condena), que afectando a todos los niveles de la administración, salpican tanto a los grupos políticos como a los gobiernos municipales, autonómicos y central, a las organizaciones empresariales y sindicales y hasta al entorno de la Familia Real… Y en una dinámica creciente (los casos constatados por el CGPJ en 2013 fueron 1.661), sin que al día de la fecha se hayan tomado medidas gubernamentales o legislativas para acabar con esta insoportable lacra nacional.
Las causas de corrupción afectan a tipos penales como la prevaricación, revelación de secretos, cohecho, tráfico de influencias, malversaciones, negociaciones prohibidas a funcionarios, blanqueo de capitales, apropiación indebida, fraude, estafa, falsedad documental y delitos contra el patrimonio histórico y contra el medio ambiente. En algunos casos, como los de los falsos ERE de Andalucía o el ‘Gürtel-Bárcenas’, la masiva cifra de imputados dará lugar a juicios orales que necesitarán habilitar salas especiales para acoger el banquillo de los acusados, en un espectáculo mediático de alcance internacional sólo comparable a algunas causas mafiosas italianas…
Pero, con todo, el Gobierno de Rajoy, de mayoría parlamentaria absoluta y por tanto responsable exclusivo de la falta de reacción contra el fenómeno de la corrupción (o dicho de otra forma más descarnada siendo hoy su tolerante ‘padrino político’), se ha decidido por fin a presentar unas tibias medidas anti-corrupción, tardías e incompletas. De las que, además, ya se verá lo que queda sustanciado en el Parlamento.
Victoria Prego lo ha visto con meridiana claridad. En una de sus habituales ‘greguerías’ publicadas en El Mundo (28/11/2014), señala la mezquindad política generalizada con la que se trata el problema:
Ha tardado el Gobierno en ponerse las pilas y en proponer medidas que sirvan para evitar, o al menos mitigar, la corrupción que envenena al país por todos lados. Porque será cierto que la mayor parte de los políticos y de los empresarios y de los sindicalistas y de los bancarios son honrados a carta cabal. Pero son tantísimos y tan importantes los que han robado durante tanto tiempo el dinero público para llevárselo a sus bolsillos que no es nada exagerado decir eso, que España está corroída por la corrupción. Ese es el sentimiento de los ciudadanos y por muchas declaraciones que se hagan en contra desde la esfera de la política no van a cambiar de opinión. Sólo los hechos, el cambio que se opere en la vida pública de nuestro país, modificará la percepción de los electores sobre este asunto, una percepción sumamente negativa que incluye a todos los grandes partidos españoles, incluyendo a los nacionalistas, que también lo son. Españoles, digo.
Por eso fue descorazonador asistir al enfrentamiento, ayer, entre el presidente Rajoy y el líder del PSOE, Pedro Sánchez. Ante una batería de medidas propuestas por el PP que enfocan en la buena dirección, se apreció el pavor de los socialistas a aparecer como mínimamente cercanos al partido en el Gobierno. Quizá creen Sánchez y los suyos que afeándole a Rajoy sus casos de corrupción quedan ellos libres de toda mancha. Pero no es así, de ninguna manera. Lo que parecen no haber entendido ambas formaciones es que están metidas en el mismo saco en opinión de la ciudadanía. Pero llevan tiempo enzarzándose en esa pelea con resultados nulos para sus pretensiones, sin comprender que hacen un esfuerzo inútil al pretender separarse uno de otro echándose a la cara sus respectivos asuntos de suciedad.
La proximidad de las elecciones municipales y autonómicas no es razón suficiente para sustentar esa estrategia. Probablemente les sería mucho más efectivo acudir a esos comicios habiendo sellado un pacto contra la corrupción, porque eso les serviría para ganarse una relativa absolución por parte de sus votantes y podrían de ese modo aplicarse a proponer las medidas políticas que, éstas sí, les diferenciaran de su adversario. Sólo con una confesión compartida de los males causados o permitidos, y sólo con una declaración creíble de enmienda, los partidos políticos tradicionales pueden aspirar a recuperar el lugar que les debe corresponder hoy, a pesar de todo, en la vida política española.
Y, puesto que no son ellos los únicos responsables de la marea de corruptelas que asoman cada día por las cuatro esquinas del país, lo deseable y lo que sin duda tendría premio en forma de votos por parte de la población es que sumaran sus fuerzas y pactaran todas las medidas, las propuestas por unos y por otros, contra esta lacra que nos debilita. Eso sería actuar con la vista puesta en el país y no con los ojos situados, como de costumbre, en el respectivo pie de cada uno. Se necesitan políticas de grandes pactos para afrontar los grandes problemas. No es momento de cálculos pequeños.
Claro está que transcurridos ya tres años de legislatura (hay que insistir en que es de mayoría parlamentaria absoluta), el error de cálculo de Rajoy, aderezado por el pasotismo, la vaguería y la cobardía política, ha dificultado enormemente que, adentrados ya en un nuevo periodo electoral, el PSOE quiera prestarle cualquier ayuda para aliviar su presumible castigo en las urnas. Rajoy lo ha supeditado todo a su arriesgada teoría de la recuperación económica, olvidando la necesidad de realizar reformas legislativas muy acuciantes (vinculadas a las exigencias sociales) y negando a la oposición el pan y la sal del consenso, que ahora -con una legislatura en eso sin duda fracasada- le pagará con la misma moneda.
Ahora, el PSOE ya no dará baza alguna al Gobierno, porque ello terminaría de agotar su escaso crédito social propio. Se puede criticar la poca altura de miras del PSOE, pero lo más criticable -absoluta y radicalmente-, es la torpe y ensoberbecida acción política del Ejecutivo y su anti reformismo.
Rajoy llega tarde incluso en su nueva actitud de dar una de cal y otra de arena, como hizo el 27 de noviembre en su intervención parlamentaria sobre la corrupción. Por ejemplo: tras admitir tibiamente que su partido había tenido “problemas serios” en esa materia (“Hay casos que afectan a cargos de mi partido y he pedido perdón”), hizo una defensa cerrada de su ex ministra Ana Mato, a la que había dejado caer el miércoles tras resultar indirectamente salpicada por el ‘caso Gürtel’, algo sabido y notorio incluso antes de su nombramiento.
Con esa contumacia, además de seguir encorajinando al electorado, Rajoy le puso muy fácil a Pedro Sánchez la pregunte: “¿La dimisión de Ana Mato ha sido por motivos de salud?”. A continuación, el líder socialista entraría al ataque: “Después de leer el auto de ayer [del juez Ruz], usted no está capacitado para liderar estas reformas”; “no espere acuerdo sobre corrupción, global, porque ustedes no son de fiar”; “yo no me siento en un despacho remodelado con dinero negro”… Y se quedó muy corto, como le espetaron después discretamente algunos diputados socialistas, que habrían preferido más contundencia en su intervención.
Todos los demás grupos parlamentarios fueron críticos con el discurso de Rajoy; pero, con todo, eso no es lo que, a nuestro modesto entender, exige la opinión pública. Puede ser que en la tramitación parlamentaria de las propuestas legislativas del Gobierno se cierren algunos acuerdos puntuales de lucha contra la corrupción, pero todo indica que faltará la radicalidad que reclama la gravedad de la situación y su enraizamiento en el sistema.
Cierto es el dicho de que ‘más vale tarde nunca’ (y poco mejor que nada), como vino a decir el propio presidente popular de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, al afirmar tras el debate parlamentario que llevaba más de dos años reclamando soluciones como las que Rajoy acababa de poner sobre la mesa. Pero el Gobierno ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. El mensaje llega tarde, es poco creíble -como dice Rubalcaba- y ya veremos en qué queda o no queda lo publicado finalmente en el BOE.
Llega el manjar de la venganza
En varias Newsletters hemos advertido que, de no rectificar su tratamiento político erróneo, el ‘caso Gürtel-Bárcenas’ terminaría llevando al PP y a Rajoy a la hoguera pública. Y parte de ese mal tratamiento ha sido marear la perdiz en la lucha contra la corrupción pública, tratando con ello de disimular las culpas propias; de forma a la postre infructuosa y además agravada porque a la vergüenza del caso también hay que añadir ahora el desvergonzado desentendimiento de la lucha frontal contra todo tipo de corrupción durante los tres años de legislatura ya consumidos (apostillamos de nuevo que con mayoría parlamentaria absoluta).
Tanta desidia en la lucha contra la corrupción pública, es una de las causas principales del advenimiento de Podemos. Partido nacido (nadie lo olvide) de esa pasión del alma que mueve a indignación y enojo llamada ‘ira’; la misma -decía Luis Vives- que “muda la naturaleza del hombre en una fiera espantosa”.
PP y PSOE han entendido durante demasiado tiempo y de forma equivocada que el pueblo español aguanta todo de los políticos (un eco ancestral del caciquismo histórico). Y eso ya no es así. Por lo que vaticinamos, como dice nuestro titular, que ambos arderán juntos en la revancha social contra la corrupción, más pronto que tarde.
Un aforismo turco advierte: “Huye siempre de la ira del hombre tranquilo y de las coces de los animales dóciles”. Schiller, empeñado en la educación estética del hombre, lo escribió de forma más poética: “El mismo buey de labor -ese dulce compañero del hombre que con tanta docilidad doblega el cuello a su yugo- lanza con su potente cuerno al enemigo que le excita hasta las nubes”.
Tal vez PP y PSOE han olvidado que la venganza -que no es cosa plausible pero existe- trabaja siempre en silencio y que, en ella, el débil es siempre el más feroz. Uno de nuestros cinco premios Nobel de Literatura, Jacinto Benavente, atado en su extensa obra teatral a una realidad poco utópica y elevada de la vida española (una de sus obras más reconocida fue ‘Los intereses creados’), advirtió que “la comida más sabrosa de las fieras es el domador”.
Homero decía que la venganza es más dulce que la miel. Quizás por eso se la define como un auténtico manjar y se sostiene que gana cuando se come en frio y no en caliente. Veremos si en las próximas elecciones ya está a la temperatura adecuada.
Fernando J. Muniesa