La democracia, de mejor o peor calidad, ofrece al menos la oportunidad de que los ciudadanos ajusten cuentas con los partidos políticos en cada convocatoria electoral. Ajustes periódicos, claro está, que, en un sistema político como el nuestro -montado en favor del bipartidismo- se han venido limitando a la alternancia en el poder del PP y del PSOE; conservando siempre el perdedor en las elecciones generales una representación política importante como líder de la oposición en el Parlamento y de gobierno en el ámbito municipal y autonómico.
Hablamos, por tanto, de una oportunidad de castigo electoral relativo, limitado a sacar a un partido de la Moncloa para poner al otro en el mismo lugar… y retornar a lo de antes un poco más tarde, después de constatar la necesidad de volver a pasar factura en las urnas al partido que se había elegido previamente para castigar al que, de nuevo, no hay más remedio que reponer en el Gobierno. Un sistema aberrante que, en definitiva, ata la democracia a la dictadura de las dos fuerzas políticas mayoritarias que así se alternan en el poder y protagonizan en exclusiva el ‘quítate tú para ponerme yo’.
Pero todo indica que los abusos de esa ‘dictadura bipartidista’, que han generado una corrupción pública sin precedentes en el Estado de Derecho, moviendo a los electores a acuñar el término de ‘casta’ para definir a la clase política, están llegando a su fin. Así lo prevén todas las encuestas de opiniones y actitudes electorales, que recogen un fuerte rechazo social al PP y al PSOE y grandes expectativas de voto para Podemos; una situación que, de consumarse, acabará con el bipartidismo (nefasto a lo largo de toda nuestra historia contemporánea) y abrirá una nueva forma de entender el poder político y el gobierno de la Nación más razonable, transparente y ecuánime.
Una reacción social que afectará de forma brutal al PP como partido que en estos momentos ostenta un poder territorial tremendo (en gobiernos autonómicos y alcaldías capitalinas) y una mayoría absoluta en las cámaras legislativas. Y en la que, además de la mala gestión de la crisis económica, de la ineficaz lucha contra el paro y de haber desatendido las demandas de reformas y de regeneración política, también influirá la vocación dictatorial de la que ha hecho gala irrefrenable el presidente Rajoy durante toda la legislatura.
En torno a la legitimidad y la legitimación democráticas
Hace un año ya llamamos la atención (exactamente en la Newsletter del pasado 19 de enero) sobre la senda autoritaria y de recortes de libertades por la que transitaba el Gobierno de Rajoy. Entonces advertimos sobre la inusitada rapidez con la que el PP estaba perdiendo la representatividad social mayoritaria que obtuvo en las urnas el 20 de noviembre de 2011 y cómo se alejaba de esa ‘legitimidad democrática’ inicial, sin distinguirla de la ‘legitimación democrática’ o acaso confundiendo el poder constituido con el poder constituyente.
Y recordábamos en aquella misma Newsletter que en una de sus obras más revulsivas, ‘La contrademocracia – La política en la era de la desconfianza’ (Manantial, 2007), Pierre Rosanvallon señaló una tendencia bidireccional en la dinámica de la realidad política: por un lado percibía la aparición de una ‘contra-democracia’ y, por otro, constataba el debilitamiento de la política institucionalizada, aparejado con un creciente desapego social y electoral. El haber observado esa doble tendencia es lo que le llevó a plantearse ‘la falsa evidencia del principio mayoritario’.
Tras aquella publicación, el profesor Rosanvallon siguió buceando en los complejos recovecos de la democracia, considerada por muchos como el ‘menos malo’ de los sistemas políticos, pero afectada en todo caso por una grave crisis con su correspondiente reflejo en el debate social de los últimos años. Su más reciente trabajo de investigación se concretó en una nueva obra, titulada ‘La legitimidad democrática – Imparcialidad, reflexividad y proximidad’ (Paidós Ibérica, 2010), que se convirtió de forma inmediata en una obra de referencia politológica y en la que continuaba criticando las mutaciones del sistema de convivencia en el siglo XXI, teorizando de forma particular justo sobre el fenómeno de la legitimidad en el terreno de la democracia.
Cierto es que la legitimidad democrática se desprende en primera instancia de la voluntad del pueblo expresada en el sufragio universal. Pero, no obstante, determinados conflictos inter-sociales han demostrado que esa voluntad no siempre es ‘general’ y que la mayoría, aun siendo dominante, no deja de representar más que a una parte de la ciudadanía. De hecho, en las grandes democracias, como la francesa y la de Estados Unidos, las virtudes del voto no son evidentes. Fenómenos como la denuncia de los partidos, las críticas del clientelismo político y el antiparlamentarismo, no hacen sino corroborar la crisis de la legitimidad electoral.
Rosanvallon ha demostrado con suma perspicacia que esas dificultades son las que obligaron a las democracias a poner en órbita un ‘sistema de doble legitimidad’. La ‘elección’ continúa siendo el principio clave, pero desde finales del siglo XIX, el poder de la administración pública ha registrado un crecimiento muy sustancial como respuesta a los fallos de la legitimidad electoral. Mientras que la ‘administración’ fue creada en dependencia de ‘lo político’, los escándalos de corrupción y el nepotismo de los gobernantes han contribuido a conferirle la nueva tarea de garantizar la imparcialidad desinteresada del ‘bien común’.
Paréntesis. ¿Será esa nueva garantía y defensa de la democracia propia del estamento funcionarial la que está comenzando a aflorar, motu proprio, en la Administración de Justicia española en relación con el encausamiento de los políticos corruptos…?
A partir de los años 80, el sistema entra abiertamente en crisis global, debido a la evolución de la economía y de la sociedad que se orientó hacia un modelo más individualizado. La retórica del neoliberalismo contribuyó a socavar la idea de que el poder administrativo encarnaba el interés general. Y Pierre Rosanvallon sostiene que el pueblo es, ciertamente, la fuente de todo poder democrático; pero la elección no garantiza que un gobierno esté al servicio del interés general, ni vaya a estarlo en un futuro.
Para Rosanvallon, el veredicto de las urnas no puede ser el único patrón de legitimidad. Y así lo están percibiendo los ciudadanos, para quienes un poder no puede ser considerado plenamente democrático si no se somete a pruebas de control y validación, a la vez concurrentes y complementarias de la expresión mayoritaria, mientras reclaman un ‘arte de gobierno’ mucho más centrado en el individuo y en sus necesidades y demandas personales.
Ante las dificultades que enfrenta la democracia, Pierre Rosanvallon explica en su libro ‘La legitimidad democrática’ que el gobierno debe atenerse a un triple imperativo, que consiste en distanciarse de las posiciones partidistas y de los intereses particulares (legitimidad de imparcialidad), en tener en cuenta las expresiones plurales del bien común (legitimidad de reflexividad) y, finalmente, en reconocer todas las singularidades (legitimidad de proximidad). De ello se deriva el desarrollo de instituciones como las autoridades de control independientes y los tribunales constitucionales, o la implantación de una forma de gobernar cada vez más atenta a los individuos y a las situaciones particulares.
‘La legitimidad democrática’, y en general las últimas obras de Rosanvallon, nos proporciona las claves para comprender los problemas y consecuencias de las mutaciones de la democracia en el siglo XXI, al tiempo que plantea los elementos necesarios para mejorar la democracia representativa; a la vez nos propone una historia y una teoría de esta necesaria ‘revolución de la legitimidad’. Cumplir con los tres requisitos de legitimidad democrática que propugna (la imparcialidad, la reflexividad y la proximidad), ayudaría a rehabilitar nuestras democracias para vencer el malestar que producen en buena parte de la sociedad actual y que encuentren su nueva emancipación.
El análisis -dice Rosanvallon- deja pocas dudas sobre las condiciones que han de salvaguardar la democracia: “Es bajo la apariencia de afables comunicadores, de hábiles profesionales de la escena de una proximidad calculada que pueden renacer las antiguas y terribles figuras que vuelcan la democracia contra sí misma. Nunca la frontera ha sido tan tenue entre las formas de un desarrollo positivo del ideal democrático y las condiciones de su traición. Es allí en donde la espera de los ciudadanos se manifiesta con mayor agudeza y la conducta de los políticos puede mostrarse de la forma más grosera y devorante. De allí la necesidad imperiosa de constituir la cuestión en objeto permanente de debate público. Hacer que viva la democracia implica más que nunca, mantener una mirada constantemente lúcida sobre las condiciones de su manipulación y las razones de su incumplimiento”.
Pues bien, si los ideólogos y gurús electorales del PP estuvieran algo más formados en sociología política y relaciones humanas, y menos en prácticas de comunicación marrulleras, y un poco más pendientes de la eficacia de la democracia y de la satisfacción o insatisfacción que hoy por hoy produce en la sociedad española, muchos votantes del PP en los últimos comicios legislativos (como muestra la demoscopia política) no renegarían de aquella decisión de voto ni proclamarían una descalificación del Gobierno, con su presidente a la cabeza, realmente dramática. Eso habría sido lo inteligente y no fajarse en la puga contra el PSOE o contra Podemos, aliándose de paso con la oligarquía empresarial y financiera y vapuleando a las clases medias.
Nosotros no vamos a discutir que, en democracia, la legitimidad política la confieren los ciudadanos con sus votos y las instituciones que, a través de mayorías, tienen la capacidad de otorgar el poder en nombre del pueblo. Pero, siguiendo el inteligente análisis sociopolítico del profesor Rosanvallon, sí afirmamos que esa legitimación electoral no es, en modo alguno, un cheque en blanco permanente y sin otra fecha de caducidad que la de la legislatura correspondiente. Por eso, la legitimación de origen se ha de revalidar día a día en el ejercicio del poder, sin olvidar que la ley establece mecanismos judiciales y parlamentarios para apartar a aquellos individuos o gobiernos que violen la norma o traicionen la confianza ciudadana, aunque estén inoperantes básicamente por conveniencia del sistema bipartidista.
El torpe empeño de Rajoy en recortar la democracia
Recientemente hemos criticado la crisis en el ámbito de la Justicia abierta bajo la exclusiva responsabilidad del PP, sobre todo -pero no únicamente-con su renuncia a despolitizar el poder judicial, que es el soporte vital de la libertad y la democracia. Pero antes habíamos señalado que, en paralelo con los recortes sociales, Rajoy también se empeñaba -si cabe con mayor miopía política- en recortar los derechos fundamentales y las libertades públicas consagradas en la Constitución.
Porque, una vez agotado el capítulo de los recortes sociales en la primera mitad de la legislatura, Rajoy se aprestó en su segunda parte a demoler los derechos y libertades civiles (sin solucionar tampoco los problemas del estancamiento económico o del secesionismo catalán). Y en esa jugada, innecesaria en estos momentos y por tanto políticamente torpe, el Gobierno ha manejado un paquete de iniciativas legislativas que suponen una fuerte regresión democrática en el actual modelo de convivencia.
Ese recorrido autoritario se inició formalmente con la Ley 5/2014, de 4 de abril, de Seguridad Privada, introduciendo reformas de largo alcance en relación con la norma anteriormente vigente (desde 1992). Aun cuando en su paso por el Senado el texto remitido por el Congreso de los Diputados se atemperó en algunos aspectos, entre los más controvertidos destacan:
Ahora, las empresas de seguridad privada podrán encargarse de la vigilancia de cualquier espacio público, aunque sea al aire libre, como una calle peatonal o una plaza, y también del mantenimiento del orden en espectáculos celebrados en el exterior.
La ley de 1992 facultaba a los vigilantes privados sólo para realizar detenciones de ciudadanos en caso de infracciones relacionadas con el objeto de su protección, es decir, limitadas al espacio de su trabajo (interior de edificios, polígonos y urbanizaciones). El Ministerio del Interior modificó esa normativa en la primera versión de la propuesta gubernamental para autorizar al personal de vigilancia detenciones de cualquier tipo, aunque no tuvieran relación con su actividad, y en plena vía pública.
La controversia que generó ese precepto, rechazado por todas las fuerzas políticas de la oposición, llevó al Gobierno a modificarlo en el Senado limitando esa nueva facultad de detención a las infracciones y delitos que estén directamente vinculados con su labor. No obstante, la redacción definitiva de la norma permite a los vigilantes prevenir actuaciones contrarias a la ley y recuerda que, al igual que cualquier ciudadano (en virtud de la Ley de Enjuiciamiento Criminal), quedan facultados para interceptar a cualquier persona en caso de “delito flagrante”, interpretando tal supuesto bajo su propio entendimiento.
La vigilancia perimetral de los centros penitenciarios ha venido siendo una competencia exclusiva de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (por lo general de la Guardia Civil, y de los Mossos d’Esquadra en Cataluña o de la Ertzaintza en el País Vasco). Sin embargo, la nueva Ley de Seguridad Privada permitirá que personal privado asuma esa labor de control como servicio externalizado, sustituyendo así a un servicio público que ha visto reducida su plantilla por las restricciones en la oferta de empleo público.
Con la nueva ley, los requisitos que deben reunir los vigilantes de seguridad serán menores, permitiendo el acceso a este mercado de un mayor número de personas y con menor formación y, por tanto, reduciendo los salarios.
Por un lado, se levanta la condición pre existente que exigía no tener antecedentes penales para poder ejercer como vigilantes privados, matizando que como restricción sólo se considerarán los de delitos dolosos y de intromisión o vulneración de derechos fundamentales (en estos dos últimos casos sólo durante los cinco años anteriores). Y, por otro, se levanta la exigencia de tener nacionalidad española o de un país miembro de la UE, con lo que también podrán ejercer como vigilantes oficiales todos los naturales de países con los que España tenga acuerdos recíprocos para el desempeño de esta profesión (atentos a lo que nos pueda venir por ahí). Además, se ha rebajado sustancialmente la dureza de las pruebas físicas con las que se mide la aptitud de los candidatos a vigilante.
La ley de 1992 acotaba con claridad las competencias de la seguridad privada y subordinaba su actividad al mandato de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, pero ahora esa ‘subordinación’ se ha convierte en ‘coordinación’, igualando el peso del sector privado y del sector público.
El desembarco privado en la seguridad pública queda patente en la letra d) del artículo 41.3, en la que se establece que las empresas de seguridad privada podrán participar en la “prestación de servicios encomendados a la seguridad pública, complementando la acción policial”. En la práctica, este precepto habilita la implicación de los vigilantes privados en todos los operativos que desarrollen los funcionarios de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, no sólo en los espacios públicos o en las cárceles, por lo que también se les podrá movilizar, por ejemplo, ante manifestaciones ciudadanas…
Además de ser rechazada por todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria (con la excepción de CiU por interés competencial), la Ley de Seguridad Privada ha sido muy contestada también en todos los medios no patronales del sector. Para empezar, CSI-F, que es el sindicato mayoritario en la función pública, ha denunciado que la ley no incluye la formación de los vigilantes privados para realizar acciones policiales.
Por su parte, la Asociación Profesional de Detectives Privados de España (APDPE) ha asegurado que la ley no protege adecuadamente los derechos del cliente y de las personas investigadas. Y, dado que la nueva normativa obliga al detective a comunicar al Ministerio del Interior sus contratos, la APDPE subraya que “debería establecer claramente la confidencialidad de los datos de los clientes, salvo resolución judicial”.
Otra de las quejas del colectivo de detectives es que la ley en cuestión impide que se puedan contratar sus servicios en casos penales. Con ello, dicen los detectives, “el ciudadano se ve privado de su derecho a aportar las pruebas necesarias para su defensa, cuando no esté de acuerdo con el resultado de la investigación policial”. La APDPE añade que los servicios de los detectives privados se van a encarecer porque la nueva norma establece formalidades y obligaciones innecesarias, como elaborar informes detallados de la investigación aunque el cliente no los quiera.
Finalmente, la Asociación Unificada de Guardias Civiles (AUGC), que ha sido especialmente crítica con la nueva norma, aportando numerosas enmiendas técnicas a todos los grupos parlamentarios que no fueron aprobadas por la mayoría del PP, declaró que el Gobierno ha sacado adelante una ley (con el exclusivo apoyo interesado de CiU) que viene a crear en la práctica una ‘policía privada’, incrementando de forma innecesaria el gasto público y convirtiendo una materia tan relevante y sensible como la seguridad pública y ciudadana en un espacio de negocio privado. Añadiendo literalmente que “sólo queda esperar que en un futuro no muy lejano, antes de que la situación sea irreversible, esta ley que ahora se aprueba pueda ser modificada para que la seguridad pública recupere el lugar que nunca debió perder”.
En apoyo de sus críticas a la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, la AUGC publicitó el siguiente resumen de las posiciones políticas manifestadas al respecto (sic):
(…) PNV dijo que “esta ley es mala, en tanto en cuanto interactúa con la ley de protección de la seguridad ciudadana en ámbitos complejos de determinar y que no deben corresponder nunca a agentes privados de seguridad”.
UPyD expuso que “estamos en contra de este proyecto de ley que nos presenta el Partido Popular porque supone una dejación del trabajo que debe hacer el Estado a favor de unas empresas privadas que además no están preparadas para acometerlo… Ahora los agentes de seguridad privada pueden detener, vigilar eventos en la vía pública o vigilar el perímetro de los centros penitenciarios. Lo que debe hacer el Estado es acometer de una vez por todas el aumento de efectivos de las fuerzas de seguridad, en vez de sustituirlos por las empresas privadas”.
IU dijo que “las enmiendas que vienen del Senado no alteran sustancialmente el carácter privatizador de la ley. Ha quedado demostrado que la voluntad del Gobierno y del Partido Popular no era tanto la actualización de un texto que ya tiene más de veinte años, sino sobre todo abrir nuevos espacios de negocio a la seguridad privada… La vigilancia externa de centros penitenciarios, acontecimientos en espacios públicos, la vigilancia de recintos y espacios abiertos, o la participación en servicios encomendados a la seguridad pública, pasa a la esfera de lo privado algo que debe pertenecer exclusivamente al ámbito público”.
Y que “el Gobierno no ha podido esperar a la tramitación final de esta ley, a su entrada en vigor para poner en marcha el contrato de vigilancia privada del perímetro de las instituciones penitenciarias. Al erario público le va a costar casi 7,5 millones de euros esa vigilancia innecesaria porque está encomendada todavía hoy a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado; sin embargo, el Gobierno ha tenido muchísima prisa en sacar ese contrato. Intereses espurios desde luego existen y nos duele que al final el dinero público se acabe gastando para beneficiar a determinadas empresas privadas que tienen relaciones privilegiadas, presuntamente, con miembros del Partido Popular”.
CIU [fuerza que apoyó al Gobierno] afirmó que “estamos satisfechos con la modificación que se ha realizado en el ámbito competencial. Esas enmiendas correctivas del ámbito competencial son positivas porque no hacen otra cosa que respetar el bloque de la constitucionalidad”.
PSOE dijo que “el que quiera seguridad que se la pague, este principio es lo que hoy propone esta Cámara, no todos los españoles van a tener a partir de ahora el mismo nivel de seguridad, ya que este proyecto degrada su concepción como derecho para convertirlo en buena medida en una oportunidad más de negocio… Incluso en vías o espacios públicos vigilantes de seguridad privada podrán detenernos o pararnos, si quieren decirlo así, identificarnos y cachearnos… Posibilita obligar a los organizadores de eventos a contratar seguridad privada, desde una concentración cicloturista a una manifestación anti gubernamental, pasando por los partidos de fútbol modestos o los maratones populares”.
Y que “la patronal de la seguridad privada está hoy de enhorabuena, contarán con nuevos nichos de negocio: los recintos exteriores de las prisiones y de los CIE, la participación en la prestación de servicios encomendados a la seguridad pública, incluida la disolución de manifestaciones, las vías y los espacios de uso común de las urbanizaciones y polígonos industriales que se la puedan pagar, cualquier calle o espacio público… Instauran definitivamente el principio tan querido para el Partido Popular, de que el que quiera seguridad que se la pague, expresión de su delegado, Ansuátegui, en Madrid; lo dijo y demostró ser hombre de creencias firmes, porque acabó de gerente de la Fundación Eulen, una de las grandes de la seguridad española”.
PP expuso que “más y mejor seguridad para todos los españoles, esa sería la síntesis del proyecto que ahora traemos en su trámite final al Congreso… Son más de 1.400 empresas de seguridad privada que desarrollan su actividad en nuestro país, y son más de 80.000 empleos los que queremos que se aprovechen en beneficio de la seguridad de todos… Si les vamos a pedir a los agentes privados que trabajen para nosotros es lógico y coherente que también les demos una mayor protección jurídica mediante la incorporación de agente y de autoridad a nivel penal”.
Como conclusión, la AUGC manifestó que el objeto de la nueva Ley de Seguridad Privada no ha sido otro que el de privatizar una gran parte de la seguridad pública. Y añadió que para ello se está contraviniendo el espíritu de la Constitución, de la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y de la Ley de Seguridad Ciudadana, que otorgan al Estado la competencia exclusiva sobre la seguridad pública, debiéndose ejercer únicamente a través de los organismos públicos legitimados como garantes del libre ejercicio de las libertades constitucionales y de la seguridad ciudadana.
Lo incontrovertido en materia de seguridad pública es que, antes de esta reforma legislativa, España ya se encontraba a la cabeza de los países europeos con más policía por habitantes (516 agentes por cada 100.000 ciudadanos, frente a los 385 de media de la Unión Europea) y también con más tipos distintos de organismos de naturaleza ‘policial’ (Cuerpo Nacional de Policía, Guardia Civil, Policía Municipal, Policías Autonómicas, Vigilancia Aduanera, Funcionarios de Prisiones…). Un auténtico popurrí por el que las cifras manejadas en las comparaciones oficiales pueden quedar muy por debajo de la realidad.
Pero, aun así, la intención del Gobierno no deja de querer aumentar este desmesurado ratio policial asignando ahora a los vigilantes privados (que ascienden a cerca de 100.000 con visos de gran crecimiento) funciones “complementarias” de la seguridad pública sin duda controvertidas en el Estado de Derecho y para las que, hoy por hoy, es difícil reconocerles suficiente capacitación profesional.
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, dijo al respecto que la nueva ley “abrirá la posibilidad de prestar nuevos servicios demandados por la sociedad y que no estaban recogidos en la anterior normativa de 1992”. Pero, ¿qué demandas son estas y por qué razón no competen a la seguridad pública…? ¿Acaso pretende también el Gobierno una seguridad distinta para ciudadanos ricos y otra para ciudadanos pobres…?
La realidad es que el Gobierno concede más poder a los simples ‘vigilantes’ de forma temeraria, convirtiéndoles en una suerte de policías sin placa pero con la posibilidad de detener, identificar y cachear a los ciudadanos… sin más formación para ello que la de la Educación Secundaria Obligatoria. Conociendo cómo funciona la seguridad privada en España y viendo el porte ‘alumbrado’ de la mayoría de sus vigilantes (incluida pistola al cinto), no es difícil aventurar que darán bastante quehacer a la policía profesional y, por supuesto, a la Administración de Justicia (como en el ‘caso Madrid Arena’)…
La masiva oposición a la ‘Ley Mordaza’ del PP
Pero ni este oscuro negocio de la seguridad privada, que de momento genera una facturación anual de casi 4.000 millones de euros sólo en seguridad privada de personal (seguridad de sistemas aparte), ni la decidida disposición del Gobierno a ver detrás de cada ciudadano que se manifiesta legítimamente en contra de sus políticas a un agitador revolucionario que pretende desestabilizar el sistema, constituyen la mayor preocupación de los ciudadanos españoles.
Ahí está también para reafirmar la vocación autoritaria de Rajoy la barbarie del Proyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana (conocida como ‘Ley Mordaza’), aprobada el pasado 11 de diciembre en el Congreso de los Diputados con los votos exclusivos del PP y la fuerte oposición de todas las demás fuerzas políticas presentes en la Cámara (es decir a base de ‘rodillo parlamentario’). Normativa del más alto rango legal que, sin duda alguna, es un serio obstáculo para la recuperación electoral del PP al menos en el espacio político de centro-derecha, que es en el que se suele ganar o perder la confianza de la representación social.
Un texto que ya se ha trasladado al Senado para culminar su tramitación legislativa y que avergonzaría a cualquier democracia occidental. De hecho, según una encuesta de Metroscopia realizada para Avaaz.org -que es una ONG de movilización social online para integrar el impulso ciudadano en las tomas de decisiones políticas globales-, el 82% de los españoles reprueban su contenido y se muestran disconformes con su aprobación por las Cortes Generales.
El Ejecutivo sostiene que con la reforma de las leyes de seguridad privada y de protección ciudadana, se garantizan mejor los derechos fundamentales y las libertades públicas. Pero la oposición en general, y sobre todo la mayoría progresista, las entiende como instrumentos de una ideología reaccionaria para “reprimir e intimidar” a quienes pretendan expresar su protesta y sus discrepancias políticas en la calle.
Ya durante la sesión de control al Gobierno del 11 de diciembre de 2013 en el Congreso de los Diputados, Soraya Rodríguez, entonces portavoz del PSOE, señaló como una auténtica “vergüenza” que el propio Consejo de Europa hubiera advertido que los planteamientos recogidos en el proyecto de ley orgánica correspondiente se orientaban “en contra de los derechos de los españoles” (que también son ciudadanos europeos), avisando con sensatez a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría: “¡Cuidado!, no subestimen la gran potencia de la ciudadanía”. La respuesta obtenida, fue un ácido requerimiento a precisar qué derechos y a qué ciudadanos quería proteger, y si sus palabras de defensa se referían a víctimas o a agresores, dejando bien patente la posición autoritaria del Ejecutivo.
Es evidente que en esta reforma legislativa están presentes determinadas actuaciones protagonizadas en torno al Congreso de los Diputados por los movimientos ciudadanos surgidos a raíz del 25-M, así como los ‘escraches’ a políticos, que los jueces han entendido como conductas no delictivas porque forman parte de la libertad de expresión. Ahora, manifestaciones de este tipo, extendidas al Senado y a las asambleas autonómicas, podrían ser consideradas según el nuevo texto legal como infracciones administrativas muy graves y sancionadas nada menos que con multas de 30.001 a 600.000 euros, sin necesidad de juicio o resolución judicial al respecto (las sanciones graves llegarán hasta los 30.000 euros y las leves hasta 600 euros).
Una potestad gubernamental claramente excesiva y propia del Estado autoritario (por no decir dictatorial), con un baremo de multas situado fuera de la realidad económica del país, socialmente aberrante, rayano en la estulticia política y alumbrado por un partido que, además, se mueve en las alcantarillas del dinero negro como pez en el agua y manejando cantidades que comparativamente dejan estas sanciones en pura calderilla... ¿Y por qué razón estas multas gubernativas, no judiciales, que casi multiplican por 1.000 el salario mínimo interprofesional, superan infinitamente el importe de las sanciones e indemnizaciones legales establecidas, por ejemplo, en multitud de delitos fiscales, contra la salud pública o contra la seguridad vial…?
En la sesión plenaria del Congreso de los Diputados (11 de diciembre) que debatió y aprobó el proyecto de ley con los votos exclusivos del PP para su traslado al Senado, todos los portavoces de la oposición manifestaron su rechazo a la norma, bautizada como hemos señalado como ‘Ley Mordaza’, comprometiéndose en sus sucesivas intervenciones a derogarla en la próxima legislatura si logran una mayoría de votos para ello. Feliu-Joan Guillaumes, portavoz de CiU, matizó que su postura sería la de cambiar la ley “de arriba abajo, profundamente”, sin dejar de acusar al Gobierno de comportamiento “totalitario” y de perder con ello “la razón” en su defensa general de la ley.
Uno de los aspectos más criticados (incluso por la Conferencia Episcopal Española), por razones legales y de humanidad, ha sido la decisión del Gobierno de modificar la Ley de Extranjería (a través del texto de esta nueva norma) para dar cobertura legal a las 'devoluciones en caliente' de aquellos inmigrantes que pasen irregularmente a territorio español, hasta ahora prohibidas porque los inmigrantes que llegan a suelo español tienen derecho a asistencia letrada y a que se compruebe si son menores o refugiados. Una decisión que solo fue defendida por el portavoz del PP, Conrado Escobar.
Los argumentos que han utilizado los portavoces de la mayoría de los grupos de la oposición para rechazar el proyecto gubernamental casi en su integridad, han sido muy similares, centrándose básicamente en que se trata de una reforma innecesaria, que limita los derechos fundamentales, cercena las libertades ciudadanas y que significa el regreso al antiguo Tribunal de Orden Público (el TOP franquista). En el frente común para denunciar en la tribuna el contenido de la norma, no faltaron expresiones de grueso calibre parlamentario como “represión”, “barra libre para la policía”, “ataque a las libertades” o “aberración jurídica”, entre otras.
Para el portavoz del PSOE, Antonio Trevín, lo que directamente pretende el Gobierno es recortar los derechos “normales” de manifestación y convertir al ciudadano crítico en un “enemigo de la sociedad”, tildando la norma de “innecesaria” y de una “vuelta al estado policial”. Trevín señaló igualmente que “con la coartada de la seguridad quieren cercenar derechos de los ciudadanos, imponiendo el derecho administrativo del enemigo y eliminando el control judicial”, dejando la puerta abierta a promover un recurso ante el Tribunal Constitucional.
Como muestra del rechazo de la oposición, Ricardo Sixto, de La Izquierda Plural, defendió el gesto de sus compañeros de escaño al mostrarse en el hemiciclo con una mordaza sobre sus bocas, tratando -dijo dirigiéndose a los diputados del PP- de “manifestar gráficamente lo que ustedes van a imponer al pueblo”. E insistió en que lo único pretendido por el Gobierno era “resucitar” el Tribunal de Orden Público, creado por el franquismo en 1959, y con él, que regresaran los “grises”, la policía represiva de entonces, recalcando: “Hoy vivimos una jornada infausta para la democracia con la aprobación de esta ley”.
Toni Cantó sentenció en nombre de UPyD que el Gobierno “vuelve a errar el tiro”, reprochando al PP y al PSOE la imagen de “corrupción generalizada” que ambos partidos trasladan a la opinión pública, y que, a su juicio, es lo que motiva la indignación de la gente. "Son ustedes los que están bajo sospecha, no los ciudadanos, que están demostrando una paciencia y una madurez extraordinarias", reprochó. En su intervención, Cantó también sostuvo que no se puede “ilegalizar lo que a todas luces es legal”, además con sanciones “desproporcionadas” e “ineficaces”, resumiendo: “Esta ley no es necesaria, viola la jurisprudencia europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos y recorta derechos fundamentales como el de manifestación y el de reunión”.
Por su parte, el portavoz del PNV, Emilio Olabarría, dejó en evidencia al ministro del Interior, Fernández Díaz, al asegurar que sus declaraciones invitando a los que critican las devoluciones de inmigrantes en la frontera a acogerlos en su casa, demuestran “cierta derrota política” y una ignorancia clara del ordenamiento jurídico español e internacional. Sostuvo que la norma contradice tanto la Constitución como los tratados internacionales firmados por España en lo referido a las ‘devoluciones en caliente’ de inmigrantes, que el Gobierno convierte en ‘entregas en frontera’ y legaliza en fraude de ley.
Dentro del Grupo Mixto, Joan Tardà, de ERC, no dudó en definir la nueva norma legal como “locura política y ataque endemoniado a las libertades” (de expresión, reunión y manifestación), considerando que en ella quedan “supeditadas” a la arbitrariedad del Ejecutivo, “dando barra libre a la Policía”. Uxue Barkos (de Geroa Bai) pidió al Gobierno que escuchase a la ciudadanía y a la Unión Europea, cuyo comisario de Derechos Humanos, aseguró en referencia al proyecto de ley que “España pretende hacer legal lo ilegal”. Joan Baldoví (de Compromís) dijo que el Gobierno “pretende domesticar manifestaciones con una ley injusta”, en lugar de legislar contra la corrupción o para ayudar a los necesitados. Rosana Pérez (de BNG) afirmó que “se institucionaliza la represión y se da una vuelta de tuerca para atemorizar a los ciudadanos en un Estado policial”. Y, finalmente, Xavier Errekondo (de Amaiur) sostuvo que “el Gobierno quiere aplicar la ley de la calle es mía”…
Rajoy se revela como un demócrata de pacotilla
Al margen de lo que en el ámbito de las libertades ha supuesto también el intento, fallido por el momento, de reforma de la llamada ‘Ley del Aborto’ (Ley Orgánica 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo), o la firme intención gubernamental de aprobar una ‘ley de servicios mínimos’ que, por lo anunciado, podría colisionar con el derecho de huelga reconocido en la Constitución, la vocación autoritaria de Rajoy se ha mostrado de hecho verdaderamente irrefrenable en otras muchas iniciativas legislativas. Todas ellas consumadas en base al rodillo que supone la actual mayoría parlamentaria del PP (que curiosamente no se ha usado para reformas más perentorias) y en una línea de anti democracia sin precedentes desde el franquismo.
De gran relevancia en ese sentido han sido la reafirmación de la injerencia partidista en la Administración de Justicia, el seguir politizando el Tribunal Constitucional, consumar una Ley de Tasas reputada de inconstitucional, etc... Con independencia de la especial atención que también merece la reforma del Código Penal puesta en marcha por el Gobierno y que en su tramitación parlamentaria ha generado casi 900 enmiendas y una crítica generalizada de los grupos de la oposición a la celeridad con la que el PP está tramitando un texto de tal magnitud y relevancia, con algunas medidas innovadoras sin consenso, entre ellas la prisión permanente revisable o la regulación de la libertad vigilada.
Otro de los problemas que por su alcance político suscita la reforma del Código Penal, es el de la modificación o no del vigente artículo 315 que establece penas de privación de libertad desproporcionadas (de hasta tres años de cárcel) para los piquetes sindicalistas que coaccionen a otros trabajadores en situaciones de huelga. De hecho, poco antes de su dimisión al frente de la Fiscalía General del Estado, Eduardo Torres-Dulce manifestó en el Congreso de los Diputados su “preocupación” con el tema, asumiendo que, en efecto, existe “un problema de desvalor de la conducta y de desproporción sobre el bien protegido”, brindándose entonces a buscar una solución “porque nosotros [el Ministerio Público] no estamos cómodos”…
Es decir, que en el ámbito legislativo tenemos un presidente del Gobierno convertido a la chita callando (y en contra de sus promesas electorales regeneracionistas) en un auténtico rayo dictatorial que no cesa. Una actitud bien percibida y expuesta por Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, en un reciente artículo de opinión publicado en El País (29/12/2014) y dedicado a la memoria del galardonado escritor y periodista Joan Barril.
En su tribuna pública, el profesor Carrillo deja constancia de la senda autoritaria por la que está caminado el Gobierno, tomando como una última referencia la reforma que planea de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que a su juicio se encuentra en las antípodas de un sistema democrático. Lo que se pretende con ella -dice- es reinventar la propia Constitución, y recalca que los ciudadanos tienen legítimo derecho a que no se intercepten sus comunicaciones con otras personas:
Corren malos tiempos para los derechos fundamentales. A los efectos demoledores de la interminable crisis económica sobre los derechos laborales y sociales, se añaden ahora los muy serios riesgos que se ciernen para los derechos de libertad. A los peligros que plantea el proyecto de Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana con respecto a los derechos de reunión y manifestación, entre otros, ahora se les añade la amenaza al derecho al secreto de las comunicaciones reconocido por el artículo 18.3 de la Constitución, que impide su interceptación salvo que medie autorización judicial. Sólo en los casos de las investigaciones correspondientes sobre bandas armadas o elementos terroristas, la interceptación puede ser acordada con carácter individual por la autoridad gubernativa (artículo 55.2).
No es una cuestión banal; el peligro es real, a la vista del contenido del anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobado recientemente por el Consejo de Ministros. Se trata de una previsión por la que el Gobierno pretende ampliar los supuestos excepcionales en los que, sin autorización judicial previa, el ministro del Interior o el secretario de Estado de Seguridad pueden ordenar la intervención de las comunicaciones.
El texto establece una ampliación que ahora abarca a las investigaciones que se lleven a cabo en relación a delitos contra menores o personas con capacidad modificada judicialmente, además de otros delitos que en virtud de las circunstancias del caso puedan ser considerados de especial gravedad y existan razones fundadas que hagan imprescindible la intervención de las comunicaciones.
Pues bien, de prosperar esta nueva regulación supondría una clara reinvención de la Constitución por parte del legislador, que a través de una ley estaría reinterpretando el sentido de las garantías de este derecho fundamental con una lógica autoritaria, haciéndole decir a la Constitución lo que ésta no dice. Cosa que no puede hacer. Veamos por qué.
La primera razón se funda en que las excepciones a la intervención judicial de las comunicaciones, esto es, la posibilidad de que sea la autoridad gubernativa (el ministro o el secretario de Estado) y no el juez quien autorice la interceptación de las comunicaciones, ha de ser extraordinaria, ya que supone una suspensión individual de este derecho fundamental. Esta posibilidad está solamente prevista para casos de terrorismo y bandas armadas, pero no para otros. Sin embargo, el anteproyecto introduce una cláusula en blanco, una especie de vía abierta para incluir otros supuestos, como entre otros son los delitos de especial gravedad, sin especificar cuáles han de ser éstos. Motivo por el cual esta genérica ampliación material queda a extramuros de lo que prevé la Constitución. Dicho de otra manera, la reinventa.
La segunda se basa en que la regulación por la que se prevé que una vez tomada la medida de intervenir las comunicaciones, la autoridad gubernativa la comunicará al juez en el plazo de máximo de 24 horas, no es una razón que permita sanar el vicio de origen de este texto. Esta eventualidad es constitucionalmente legítima, como antaño ya reconoció el Tribunal Constitucional en su sentencia 199/1987, sólo para los casos excepcionales previstos por la Constitución, pero no para los que ahora pretender introducir el anteproyecto.
En realidad, lo que este texto está haciendo es incorporar un control preventivo del derecho al secreto de las comunicaciones, a través de la prioridad para la interceptación que otorga al ministro del Interior, en demérito del preceptivo control judicial. Por ello, esta forma de control a priori de los derechos fundamentales está a las antípodas de un sistema democrático de garantía de las libertades públicas y más bien es sinónimo, como sostenía el gran administrativista francés Jean Rivero, de formas de Gobierno autoritarias.
Porque, en definitiva, ¿qué es lo que está en juego? Pues nada menos que un derecho tan relevante como es la libertad del ciudadano a no ver interceptadas sus comunicaciones con otra persona. Valga la expresión coloquial, su derecho a no ser espiado. Como dicen los juristas, el bien jurídico protegido es la libertad para comunicarse, cualquiera que sea el sistema empleado para hacerlo. Ya sea a través de las formas tradicionales como el teléfono convencional, o las distintas modalidades de redes sociales.
Conviene precisar que lo que el derecho al secreto de las comunicaciones garantiza en primer término no es la intimidad de la persona, sino algo previo a éste como es su derecho a la impenetrabilidad de su comunicación, con independencia del contenido de lo que diga, ya sea parte integrante o no de su ámbito privado. Y si así lo fuese, también se vulneraría su derecho a la intimidad. En segundo lugar, como recuerda el Tribunal de Estrasburgo, se protege la identidad de los comunicantes (sentencia del ‘caso Malone’, de 2/8/1984) y, finalmente, también se preservan los aspectos externos de la comunicación como el momento, la duración y el destino de la misma.
Por todo ello, la garantía que el Estado democrático ha de ofrecer al ciudadano es que, salvo en los casos excepcionales que fija la Constitución, cuando el juez y sólo él decida autorizar la interceptación de las comunicaciones, lo sea en casos de delitos graves y que la medida limitativa sea proporcional al daño que se pretende evitar.
Pero, más allá de esta documentada opinión doctoral, el propio Consejo General del Poder Judicial también ve inconstitucional que se puedan interceptar conversaciones telefónicas sin una autorización judicial previa, según pretende el Gobierno, entre otras cuestiones discutibles del texto remitido al alto organismo. De momento, así consta en la ponencia que han elaborado tres de sus miembros (los jueces Juan Manuel Fernández, Fernando Grande-Marlaska y Rafael Mozo) para debatir a partir del próximo lunes en su Pleno…
Por nuestra parte, en anteriores Newsletters ya hemos criticado de forma insistente otras dos leyes que, entre otras cosas, menoscaban seriamente el derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos consagrado en el artículo 24 de la Constitución, hasta el punto que las asociaciones de jueces y fiscales pidieran su derogación incluso con una huelga sectorial seguida masivamente el 20 de febrero de 2013. Una es la Ley Orgánica 8/2012, de 27 de diciembre, que imponía una primera modificación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, y otra la Ley 10/2012, de 20 de noviembre, conocida como el ‘tasazo’.
Y mucho más hemos criticado la última reforma del Poder Judicial (Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio), acometida por el Gobierno de Rajoy justo en contra de la despolitización de dicha institución que había prometido acometer cuando accediera a la Presidencia del Gobierno…
Todo ello sin olvidar la pasividad de Rajoy para realizar otras reformas legales de corte regeneracionista bien sencillas, lo que supone una forma pasiva de entender el mismo autoritarismo con el que se ha descarado una vez asentado en el poder.
En ese olvido reformador se encuentra la vigente ley franquista de Secretos Oficiales (Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley la 48/1978, de 7 de octubre, reputada de inconstitucional por el Defensor del Pueblo. Y también la Ley de 18 de junio de 1870, que establece reglas para el ejercicio de la gracia de indulto, vigente desde que fuera sancionada por el ministro de Gracia y Justicia, Eugenio Montero Ríos, con el general Prim presidiendo el Consejo de Ministros, y que de acuerdo con la actual Constitución incumple el deber de sujeción al derecho de todos los poderes, propiciando la discrecionalidad política de forma arbitraria, al no requerir explicación alguna para su concesión, y dejar sin efecto las condenas.
Seguir amparando estas leyes inconstitucionales cuando se dispone de una mayoría parlamentaria para adecuarlas al menos al espíritu y la letra de la Carta Magna, es ciertamente revelador de la verdadera ideología de Mariano Rajoy. Tras haber permanecido enmascarada durante años en la reiterada proclamación del PP como fuerza política de centro-derecha, ahora, una vez alcanzada la Presidencia del Gobierno y ejerciéndola con mayoría absoluta en las cámaras legislativas, se muestra en efecto como un demócrata de pacotilla.
Aún más, ahora se retrotrae a los tiempos de su prematura militancia en la antigua Alianza Popular, cuando oficiaba de comisario del ‘fraguismo’ en Galicia y defendía sus firmes convicciones sobre la necesidad de crear una sociedad desigual, basada en la supremacía de los hijos de “buena estirpe” y sin reconocer que, aun siendo desiguales, todos los hombres y mujeres son seres humanos iguales en sus derechos y obligaciones. Teoría expuesta por Rajoy como diputado de AP en el Parlamento gallego en el siguiente artículo de opinión publicado en el diario Faro de Vigo (04/03/1983), y que retrata -en negro sobre blanco- a todo un fascista en potencia:
Igualdad humana y modelos de sociedad
Uno de los tópicos más en boga en el momento actual en que el modelo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban cualesquiera normas y sobre las más diversas materias: incompatibilidades, fijación de horarios rígidos, impuestos –cada vez mayores y más progresivos- igualdad de retribuciones…En ellas no se atiende a criterios de eficacia, responsabilidad, capacidad, conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad: sólo importa la igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.
Recientemente, Luis Moure Mariño ha publicado un excelente libro sobre la igualdad humana que paradójicamente lleva por título ‘La desigualdad humana’. Y tal vez por ser un libro ‘desigual’ y no sumarse al coro general, no ha tenido en lo que ahora llaman "medios intelectuales" el eco que merece. Creo que estamos ante uno de los libros más importantes que se han escrito en España en los últimos años. Constituye una prueba irrefutable de la falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales, de las doctrinas basadas en la misma y por ende de las normas que son consecuencia de ellas.
Ya en épocas remotas -existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía intuitivamente -era un hecho objetivo que los hijos de “buena estirpe” superaban a los demás- han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas ‘Leyes’ nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación. Cuando en la fecundación se funde el espermatozoide masculino y el óvulo femenino, cada uno de ellos aporta al huevo fecundado -punto de arranque de un nuevo ser humano- sus veinticuatro cromosomas que posteriormente, cuando se producen las biparticiones celulares, se dividen en forma matemática de suerte que las células hijas reciben exactamente los mismos cromosomas que tenía la madre: por cada par de cromosomas contenido en las células del cuerpo, uno solo pasará a la célula generatriz, el paterno o el materno, de ahí el mayor o menor parecido del hijo al padre o a la madre. El hombre, después, en cierta manera nace predestinado para lo que habrá de ser. La desigualdad natural del hombre viene escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas nuestras condiciones, desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo, corpulencia… hasta las llamadas psíquicas, como la inteligencia, predisposición para el arte, el estudio o los negocios. Y buena prueba de esa desigualdad originaria es que salvo el supuesto excepcional de los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos personas iguales, ni siquiera dos seres que tuviesen la misma figura o la misma voz.
Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de vestir, en el ansia de ganar -es ciertamente revelador en este sentido la referencia que Moure Mariño al afán del hombre por vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores, condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida económica… Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se conforma con su realidad, de que aspira a más, de que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse.
Por eso, todos los modelos, desde el comunismo radical hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas -porque como con tanta razón apunta Moure Mariño-, la de inteligencia, carácter o la física no se pueden “decretar” y establecen para ello normas como las más arriba citadas, cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro revestimiento, es la de la imposición de la igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello, aunque se llamen a sí mismos “modelos progresistas” constituyen un claro atentado al progreso, porque contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a desigualarse, que es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida de los pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más emprendedores… de esa iniciativa más provechosa para todos que la igualdad en la miseria, que es la única que hasta la fecha de hoy han logrado imponer.
Escrito está. Y aquellos resabios doctrinales son los que pudieron llevar a Rajoy a aclarar, en diciembre de 2013, que no era “un fascista contumaz”, dadas las numerosas protestas y comentarios de los periodistas sobre su negativa a que le pregunten libremente durante sus comparecencias (algo desde luego inhabitual en un presidente de Gobierno democrático).
Lo cierto es que a partir de conocerse públicamente el Proyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana (la ‘Ley Mordaza’), la prensa internacional utilizó para categorizarla expresiones tan duras como “autoritaria”, “amenaza a la democracia”, “camino a una dictadura”, “vuelta atrás hacia el fascismo”, “problemática”… y otras parecidas, alarmando a las autoridades europeas con los portavoces conservadores a la cabeza. Una respuesta generalizada en contra de las pulsaciones facistoides del Gobierno de Rajoy que invadió los rotativos europeos, empezando por el alemán Die Tageszeitung (TAZ) y terminando por el británico The Guardian.
Cierto es que algunos políticos españoles transitaron meritoriamente del fascismo a la democracia, sin despeinarse. Y ahora parece que, también sin despeinarse, otros están regresando desde la democracia burguesa al fascismo. Atentos al empujón de batacazo electoral que pueden darle al PP.
Fernando J. Muniesa