Diego Fusaro
En nuestro Difendere chi siamo (2020), denominamos “teorema anti-identitario” a la peculiar formulación de la hodierna ideología “no border”, en coherencia con la cual tener una identidad con contornos precisos significaría, por eso mismo, poner en peligro la identidad del Otro. Así, desde el punto de vista de los abanderados del teorema anti-identitario, la renuncia a la propia identidad y la apertura a la de los demás constituiría la condición indispensable para que pudiera producirse un fecundo diálogo multicultural. La falsedad de semejante constructo teórico se manifiesta tan pronto como intentamos generalizarlo: si cada identidad renunciase a Sí misma para abrirse al Otro, se producirá una des-identificación general. Y, en consecuencia, el diálogo multicultural permanecería mudo, ya que carecería de la pluralidad de identidades culturales que representa su fundamento ineludible.
La verdad es que el diálogo entre identidades culturales sólo puede tener lugar cuando esas identidades existen, con sus fronteras y con sus recíprocas diferencias: esto es, sólo cuando no se anulen en lo indiferenciado, des-identificándose; o, alternativamente, cuando no se atrincheren en sí mismas, amurallándose dentro de sus propias fronteras. Sólo quien dispone de una identidad puede respetar a las otras y dialogar con ellas; quien no posee identidad no puede respetar las demás identidades, de igual modo que quien se amuralla en su propia identidad, la pierde, ya que ésta únicamente puede existir en su esencia relacional. La identidad, como queda evidenciado, existe en su constitutiva relación con la diferencia; relación que, sin embargo, para ser realmente tal, no debe resolverse en la disolución del Yo en el Tú, experimentando así el complejo de la ninfa Eco de la Antigüedad; como tampoco debe anularse en la autorreferencialidad del Yo encerrado en sí mismo e incapaz de abrirse al Tú, ensimismado en el complejo de Narciso.
Es también lo que enseña la historia autobiográfica narrada por Jean-Luc Nancy en L´intrus –El intruso- (2000). Al contar por primera vez la experiencia de su trasplante de corazón, el filósofo francés se interroga, radicalmente y desde un punto de vista muy particular, acerca de las categorías Identidad y Diferencia. Ante todo, el Otro (l´intrus) es, en el caso del trasplante, lo que salva la vida humana: sin la apertura a la alteridad, alojada en el propio espacio vital, la vida quedaría literalmente anulada. Si las defensas inmunitarias fueran demasiado altas, a la manera de un muro repelente, el contacto negado con la alteridad produciría exactamente lo contrario de la protección que se busca. Se seguiría lo que en términos médicos se llama «crisis de rechazo». Sin embargo, también se obtendría un resultado similar si prevaleciera la tendencia opuesta, es decir, la de una bajada total de las defensas inmunitarias; en otras palabras, si el Yo se abriera incondicionalmente al Otro, renunciando a toda defensa y a todas sus fronteras, la vida terminaría igualmente siendo aniquilada.
En la Ciencia de la Lógica, Hegel aclara este entramado teórico refiriéndose al concepto de «inocencia» (Unschuld). La inocencia originaria, transitada por el inmenso poder de la negación de la propia «inseidad» (an-sich-sein) originaria y abierta al ser-otro-de-sí, se convierte en autoconciencia, consciencia y, en una palabra, «perseidad» (für-sich-sein). Es ahora plenamente sí-misma, pero en un nivel superior, puesto que ya no es un “en-sí” inmediato e introvertido, sino un “en-sí”, “por-sí” y “para-sí”, consciente de la diferencia con el “Otro-de-sí”.
En-sí considerada, la inocencia de la identidad con–sí-misma «no es ni positiva ni negativa» y es gleichgültige Identität mit sich, «indiferente identidad con-sí«. Negándose como en-sí y abriéndose al ser-otro-de.sí, la identidad puede o bien destruirse y perderse en el Otro o, en sentido positivo, in ohren Grund zurückgehen, «volver al propio fundamento» enriquecida por la mediación y el proceso. Según la narración de la Fenomenología, la conciencia debe recorrer el via crucis que la lleve a superar la extrañeza del ser-otro-de-sí (la identidad ajena) y a reconocer el Sí en el propio ser-otro-de-sí. Sólo sobre esta base las diferentes identidades, lejos de anularse mutuamente, pueden abrirse al diálogo centrado en el nexo de Identidad y Diferencia. Tal diálogo se asienta sobre el reconocimiento pleno de la propia identidad mediante la comparación con las de los demás, a su vez reconocidas como diferentes o, más exactamente, como una diferente manifestación de la común humanidad como universal concreto, que existe en la pluralidad de las identidades y de las culturas. .
Por ello, resulta profundamente falso el teorema anti-identitario. Amar, defender y valorar la propia identidad no significa, obviamente, despreciar, ofender y denigrar la identidad de los otros. De hecho, significa respetar todas las identidades, a partir de la propia. Quien negase las de los demás estaría con ello negando también la suya propia, que existe sólo en la relación con ellas. Análogamente, quien negase la propia identidad tampoco podría realmente respetar la de los demás. De ello se deduce que el peligro para la identidad -la propia y la ajena- no está representado por aquellos que todavía poseen una identidad, incluso si se quiere una identidad fortísima, sino por dos categorías distintas: a) por aquellos que no teniendo una identidad, no pueden realmente respetar la identidad en cuanto tal y, como consecuencia, aspiran a la des-identificación universal, a la pulverización de toda identidad; b) por cuantos petrifican la propia identidad en una esencia sólida y no relacional, granítica y sin porosidad, y por ese camino acaban negándola en lugar de protegerla.
La flexibilidad universal del mundo de la forma mercancía, precisamente porque es incompatible con la eticidad en sentido hegeliano (Sittlichkeit) y con cualquier forma de estabilidad que no sea la del Mercado elevado a “destino eterno”, no puede sino deconstruir toda identidad: corroe los “caracteres”, como afirma Sennett, y anula la permanencia en el tiempo del propio Yo, así como la fidelidad a sí-mismo y al propio proyecto de existencia. La invitación a hacerse flexibles y a abandonar cualquier rigidez y toda pertenencia debe, en verdad, entenderse como una exhortación a despedirse de uno mismo y de todo proyecto personal de vida. Y ello siempre en nombre de una causa continuamente enaltecida como “más grande y más digna”, la de la competitividad global y el mercado cosmopolita. La respuesta del muro y el identitarismo irrelacional, que es su variante inmaterial, representa la falsa respuesta al dilema de la invasión y la desidentificación.
En el séptimo libro de su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides subraya cómo la guerra entre atenienses y siracusanos pronto se convirtió en una auténtica guerra de murallas. Cada uno de los bandos construía muros sobre muros para mantener a distancia al enemigo, bloqueando su camino y negándole las salidas. Al final, la paradoja de la situación que se produjo se puede resumir así: con tan absurda heterogeneidad de objetivos, terminaron encontrándose aprisionados por los muros que habían levantado con un fin protector. Al tapiar al otro, acabaron tapiándose ellos mismos.
Ésta es la conciencia que expresa nítidamente la carta de Nicias, tal como la recoge Tucídides: a fuerza de amurallar al enemigo, «somos más bien nosotros mismos, al menos por la parte de tierra, los que sufrimos esa suerte» (VII, 11, 2). Las crónicas de la época, en efecto, nos ofrecen confirmación de que, en ese momento, Atenas se encontraba de facto amurallada. Por esa causa, afrontó privaciones y atroces sufrimientos generados por su propia «teicopolítica«, su “política de muros».
La historia de Atenas narrada por Tucídides resulta digna de atención desde la perspectiva que aquí estamos desarrollando. Y deja aflorar una verdad incontrovertible, que podríamos resumir así: todo amurallar se resuelve, en última instancia, en un quedar amurallado; o, dicho de otra manera, todo muro protector acaba, tarde o temprano, convirtiéndose en un muro de segregación. Los presuntos beneficiarios se convierten así en las víctimas, como también enseña, entre otras, la historia del Muro que dividió en dos a Alemania: la protección que ofreció el Muro fue la de la prisión y, por tanto, derivó sin solución de continuidad en una forma inconfesable de opresión.
Fortaleza de la «ciudadela roja» y poderoso campo de concentración ideológico, estructuralmente distinto pero no menos opresivo que el totalitarismo glamour del libre mercado occidental, el Muro nace para proteger de la invasión del fascismo capitalista y termina convertido en una penitenciaría que impide la huída de los supuestos beneficiarios de la liberación. Es ésta una de las figuras más paradójicas de toda teicopolítica: el muro impide entrar al de fuera pero, al mismo tiempo, salir al que está dentro. Ésta es la lección que extraemos, no sólo de la narración histórica de Tucídides, sino también de la Kleine Fabel de Kafka, de 1920: aterrorizado por los espacios ilimitados del mundo exterior, el ratoncito se refugia tras muros cada vez más opresivos. Al final, se encuentra confinado en un rincón, obligado a admitir que «el mundo se vuelve cada día más pequeño» y que, por tanto, la guarida blindada es, al mismo tiempo, una prisión con barrotes de acero inoxidable. En el caso de la lógica “murista”, el lema de Hölderlin parece poder enunciarse justo al revés: “donde crece lo que salva, crece también el peligro”. La protección del muro, que debería ser bienhechora y desempeñar –con las palabras de Hölderlin– el papel de das Retende (“salvador”), se revela al final coincidente con el peligro máximo.
Así escribe Marx en los Grundrisse: “la tendencia a crear el mercado mundial viene dada inmediatamente en el concepto del capital mismo. Toda frontera (Grenze) se presenta como un obstáculo (Schranke) a superar”. Se establece aquí, de forma insuperable y con léxico kantiano, la tendencia general del capital, un alambique que transforma todo en mercancía y que, para hacerlo, debe congénitamente invadir, avanzando hasta ocupar la totalidad del espacio disponible.
En esto reside el ritmo heracliteano del proceso de globalización capitalista, como el propio Marx dejó esbozado con anterioridad en el Manifiesto: única forma de producción que tiene por fundamento la transformación incesante de sus propios presupuestos (en antítesis con cualquier teoría que lo conciba como estático, conservador y reaccionario), el capitalismo vive en la movilidad (la Beweglichkeit apuntada en El Capital) ya que su orientación teleológica coincide con la ilimitada valorización del valor y, por tanto, con la mercadización integral de lo material y lo inmaterial.
Por esta razón, para la forma capital cualquier límite es un obstáculo que pide ser demolido, en cuanto «frontera» que señala una alteridad entre aquello que es capital y aquello que (todavía) no lo es. Como para los aqueos, también para el modo de producción capitalista los muros y las fronteras son, en cuanto tales, un impedimento que delimita un espacio aún no conquistado, una alteridad insoportable, una identidad no subsumida bajo la forma mercancía y, tal vez, una “reserva” de la posible organización de la resistencia y la rebeldía razonada.
No hay figura del límite que la metafísica del capital no pretenda destruir. Ya sea la justa medida socioeconómica o el tabú religioso, lo inviolable ético o la frontera nacional. El reino del capital, como también ha subrayado Toni Negri en Imperio (2000), «se caracteriza, sobre todo, por la ausencia de fronteras: el poder del Imperio no conoce límites” de ningún tipo y, de hecho, basa su dinámica omniglobalizante sobre la práctica de la invasión en cada esfera de lo real y de lo simbólico: de lo real, ya que la dinámica del capital es la de la invasión de todos los rincones del planeta, reconfigurado como núcleo para la producción, el intercambio y el consumo de mercancías; de lo simbólico, en cuanto la dialéctica de la omnimercadización debe saturar cada rincón de la conciencia, de modo que la mercancía, como el «Yo pienso» (Ich denke) de la primera Crítica de Kant, pueda acompañar cada una de nuestras representaciones y convertirse en la única forma de mediación entre el Yo y el mundo.
En nuestro estudio Minima Mercatalia (2012), hemos denominado «inclusión neutralizante» a la dinámica cooriginaria a la dialéctica de desarrollo del capital: en su marca triunfal, el capital incluye toda realidad externa (sin dejar nada fuera de sí) y, al mismo tiempo, la neutraliza, des-identificándola y reduciéndola a la modalidad fundamental de la forma mercancía. Así entendida, la globalización no es otra cosa que la producción del Weltmarkt (mercado mundial) presagiado por Marx, id est la unificación del planeta en el horizonte omnienvolvente de la producción, del intercambio y de la circulación de las mercancías y las personas mercadizadas.
Debería adquirir así mayor claridad el pasaje de los Grundrisse antes citado. En coherencia con la lógica entelequial del desarrollo capitalista, cada Grenze (frontera) es percibido como un Schranke (obstáculo): kantianamente, cada «límite» es visto como una «barrera«. Esto vale, naturalmente, en el plano originariamente ontológico: el capital no puede tolerar la presencia de límites, ya que la suya es una metafísica del ilímite.
El capital existe como una dinámica nihilista de autovalorización sin límites o, en términos heideggerianos, como voluntad de poder ilimitadamente autoempoderante. La «mala infinitud» del crecimiento sin medida y del plus ultra sin fronteras se combinan para definir la esencia del objeto capital: die Bewegung des Kapitals ist daher maßlos, «el movimiento de los capitales es, por lo tanto, sin medida» comenta Marx, compendiando en estas palabras la rica y variada partitura del canon griego de condena de la crematística y del enriquecimiento como fin en sí mismo, desde Solón hasta Aristóteles (la χρηματιστική como perversión de la οἰκονομία –la crematística [la finanza] como perversión de la economía-).
Hay que decir, con Aristóteles, que el límite es lo que da forma a los entes, delimitándolos y definiendo su identidad específica. El capital, en cuanto dinámica de ilimitada valorización del valor, de crecimiento infinito y de desmesurada colonización de lo real, no puede aceptar la idea misma del límite, que se convierte en el tiempo del capital en obstáculo pernicioso que debe ser eliminado. Aunque para la metafísica clásica el límite (πέρας) constituía el natural fundamento del ser de los entes, ahora resulta rechazado como impedimento para el ser del capital.
Para el horizonte griego, como dice la palabra auroral de Anaximandro, el Ápeiron (ἄπειρον), [lo “ilimitado o infinito”] es la “injusticia” (ἀδικία) de la fatua superación del justo “límite” (πέρας); esto implica que se deberá “hacer justicia” (διδόναι δίκην), mediante la «destrucción» (φθορά) que comportará por su propia naturaleza la imposición de lo ilimitado “según el orden del tiempo” (κατὰ τὴν τοῦ χρόνου τάξιν). Representa, en efecto, la ὕβϱις, la «soberbia» humana de querer traspasar la frontera del justo límite, determinando así la pena de la destrucción, que el teatro griego traduce puntualmente en evento trágico: no hay tragedia de la Grecia clásica que no ponga en escena la violación de un justo límite castigada con la catástrofe del sujeto que peca de soberbia (ὕβϱις), de Ayax a Edipo, de los persas a Clitemnestra. En palabras de Heráclito, «el sol no podrá sobrepasar los justos límites (μέτρα), de lo contrario las Erinias, ministras de Diké, lo encontrarán».
En completa inversión del imaginario helénico, en el mundo de morfología capitalista prevalece la figura del Ápeiron (ἄπειρον), [lo ilimitado]: lo que para los griegos era ὕβϱις (soberbia) y, como tal, castigada con culpas que ellas mismas exasperaban la violencia de la ilimitación (de Tántalo a Sísifo, de Ticio a Prometeo), se transforma en horizonte de sentido exclusivo del capitalista reino animal del Espíritu.
Y, así como en el plano ontológico el límite es combatido ahora como un impedimento, otro tanto de lo mismo ocurre con la frontera, que puede entenderse con razón como la determinación espacial del límite (πέρας) [¿qué otra cosa es la frontera sino un límite aplicado a esa parte del ser que es el territorio?]. Afirmar, con Marx, que para el capital todo «límite» (Grenze) representa un «obstáculo» (Schranke) a superar significa ante todo reconocer, ontológicamente, que el nuevo modo de producción y de existencia debe hacer prevalecer, en toda su dimensión, la ilimitación entendida y practicada como transmutación de los límites conocidos: sobre la ética griega de la «mediedad» (μεσότης) debe triunfar la “libertad” entendida como transgresión permanente y como violación de todo inviolable; sobre la idea aristotélica de economía (οἰκονομία) debe imponerse la pulsión desmesurada de lo crematístico (χρηματιστική); y sobre la idea de frontera geográfica debe prevalecer la tendencia a la invasión permanente.
Los Grundrisse lo afirman sin perífrasis: es coesencial a la lógica del capital la producción del Weltmarkt (mercado mundial), o sea de la saturación del mundo entero por parte del modo de producción capitalista. Para que esto ocurra in actu, es preciso que cada limitación en el espacio sea entendida y tratada como un obstáculo a abatir: el capital no conoce propiamente el finis, sino sólo el limes, la frontera móvil que provisionalmente separa el capital de lo que todavía-no-es-capital.
Bajo esta luz, el pasaje de los Grundrisse podría traducirse, sin forzar, de la manera que sigue: para el capital, cada «frontera» es un «muro» a deconstruir, para que, junto con el impedimento del muro, deje de existir la alteridad. Ésta, mediante la práctica de la invasión, debe ser conquistada y reducida al rango de “lo mismo”: la frontera debe desaparecer porque lo que está más allá debe sic et simpliciter uniformarse con lo que está más acá. El Otro debe convertirse en lo mismo: su identidad, diferente porque está marcada por una frontera, está llamada a desidentificarse o, si se prefiere, a dejarse incluir y neutralizar en el mundo íntegralmente unificado por la forma mercancía. El mundo así entendido deja de ser un «pluriverso» de realidades separadas por fronteras y empieza a ser concebido como un universo dividido por el limes que separa lo que ya es capital de aquello que, no siéndolo todavía, lo será.
Con esto hemos llegado a un nodo teórico que consideramos de primordial importancia. El capital, en su lógica de desarrollo, tiende en última instancia a entrar en conflicto con aquellos límites dentro de los cuales se había desarrollado en la era moderna. 1989 inaugura una época que se autocelebra en tiempo real como marcada por el fin de los muros y, a su vez, de las fronteras: y esto debido a que, parafraseando nuevamente a Marx, para el capital toda frontera se convierte, tarde o temprano, en un muro que debe ser derribado.
La lógica del capital, como hemos visto, es aquella por la cual la frontera misma, como figura espacial de la ontología del límite, es un enemigo que debe ser derrotado: el capital no puede distinguir, por lo tanto, entre muro y frontera y debe combatir a ambos como figuras indistinguibles de la resistencia a la invasión del capital mismo. Todo límite material (como la frontera) e inmaterial (como la ética de la justa medida) es traspasado, a fin de que se anule toda línea divisoria entre lo interno y lo externo respecto al orden capitalista mundializado y al «continente invisible» de la finanza planetaria. Contextualmente, se produce una deconstrucción de las fronteras conceptuales y de los límites simbólicos (que viene determinada, entre otras cosas, en la posmoderna evaporación de la línea divisoria entre viejos y jóvenes) y una aniquilación incluso de las fronteras naturales, como la que existe entre hombres y mujeres y, cada vez más a menudo, entre humanos y animales (“antiespecismo”). El propio pensamiento binario parece estar en crisis, fundado como está sobre la distinción irreductible entre diferentes.
Prosiguiendo el análisis marxiano de los Grundrisse, «el capital debe luchar para derribar toda barrera espacial en las relaciones, por ejemplo en el intercambio, y conquistar el mundo entero para su comercio». Por lo tanto, debe unificarlo bajo el signo de la forma mercancía y del nexo utilitarista entre mónadas kantianamente «insociablemente sociables» y leibnizianamente «sin ventanas». En el plano simbólico, la praxis de la invasión capitalista viene legitimada mediante la subcultura de la narrativa hollywoodiense no border y la convergente demonización integral de la idea misma de frontera, de límite y de medida. Esta idea, en todas sus declinaciones posibles, es presentada como inevitablemente autoritaria y excluyente, provocando la total eliminación de su carácter protector de defensa de los derechos frente a la ofensiva de la violencia mundialista.
Según la lógica dual y polemológica de la sociedad alienada, el agresor mundial-capitalista tal y como se determina mediante la invasión reconoce en los límites y en las fronteras obstáculos que deben ser abatidos de cara a la invasión del territorio elegido para la obra depredadora. Aquellos que para el agresor son obstáculos, deberían, en rigor, ser saludados como protecciones por parte del agredido. En otras palabras, la presa debería amar las protecciones que el depredador detesta. Pero, por el contario, también tiende a combatirlas como obstáculos, ya que su imaginario ha sido colonizado por los mapas categoriales del propio enemigo de clase, gracias al celoso trabajo de la clase intelectual de culminación: el secreto está en extender sin solución de continuidad (en una operación puramente ideológica), la categoría de muro hasta confundirla con la de frontera, para así poder presentar y promover la lucha contra la segunda como base ineludible de la lucha contra el primero. Evidentemente, semejante sofisma ideológico nunca especifica que el muro es la perversión de la frontera, ni menos aún que la frontera es la única garantía de una relación entre identidades que no degenere en la opresión del muro o -ese es el punto- en la invasión. El logo único políticamente correcto y éticamente corrupto nunca explica: a) que el muro y la invasión son dos modalidades distintas de opresión, y b) que la frontera, como única garante de la relación entre libres e iguales, es la única base para contrarrestar los dos modos de opresión antes mencionados.