Emmanuel Martínez Alcocer
La idea de progreso, tal como suele manejarse en el discurso político contemporáneo, constituye una construcción ideológica de primer orden. Su formulación como vector orientado desde un pasado oscuro hacia un futuro iluminado por «la razón», «la justicia» y «la libertad», forma parte de una mitología moderna que, aunque secularizada, conserva un contenido escatológico heredado de tradiciones teológicas. Ahora bien, desde la perspectiva del materialismo filosófico, esta idea debe ser tratada no como un axioma indiscutido, sino como una representación ideológica que es preciso analizar en función de los planos históricos, sociales y políticos concretos en los que opera. No existe un progreso en abstracto, absoluto o metafísico; hay, en todo caso, trayectorias históricas determinadas, con avances y retrocesos diferenciados según el campo (tecnológico, jurídico, moral, económico…) y según los sujetos operatorios implicados. La pretensión de un progreso lineal y universal constituye, en este sentido, un mito moderno cuya oscuridad y confusión no es óbice, sin embargo, para la función legitimadora que cumple.
Esta concepción mitificada del progreso, revestida dogmáticamente de un halo moral incuestionable, permite que se presenten como «avances» lo que, en muchas ocasiones, no son sino regresiones disfrazadas. El progresismo ideológico se revela así como una operación de camuflaje, donde ciertas prácticas de disgregación política o de privilegio institucional son presentadas como conquistas del progreso democrático –sea lo que sea eso–, o directamente del progreso en general –sea también lo que sea eso–. Quizá el caso más llamativo es el de los pactos políticos que, en nombre de dicho progreso, consagran desigualdades estructurales entre ciudadanos de un mismo Estado, erosionando la unidad y la soberanía del cuerpo político. Por ejemplo, cuando se defiende como progresista y beneficioso el mantenimiento del cupo vasco o la fiscalidad particular catalana –instrumentos que institucionalizan la insolidaridad fiscal entre regiones– nos hallamos ante una flagrante contradicción entre los fines proclamados y los efectos reales de las políticas adoptadas.
Desde la teoría filosófico-política materialista, y en concreto según la distinción entre principios primeros y principios medios, toda propuesta política debe ser juzgada no en abstracto, sino por sus efectos reales en una sociedad determinada y en un contexto determinado. La apelación a principios pretendidamente universales como justicia, igualdad o progreso no tiene valor operativo si no se concreta en planes y programas que actúan sobre la estructura basal, cortical y conjuntiva de la sociedad política. En este sentido, hablar de progreso es razonable cuando se refiere a transformaciones objetivas que reconfiguran de manera concreta, eficaz y efectiva los vínculos estructurales de una sociedad. Un régimen fiscal asimétrico como el mencionado, fundado en supuestos privilegios históricos, no constituye progreso, sino la reinstauración de formas aristocráticas de desigualdad, revestidas de «lenguaje democrático».
La crítica materialista exige desmontar esa interpretación del progreso como camino inevitable hacia lo mejor, porque esa idea, además de ser una herencia secularizada del milenarismo cristiano, impide pensar dialécticamente las contradicciones históricas, sociales y políticas. Así, en lugar de analizar las conexiones y relaciones de fuerza reales, los planes y programas políticos concretos, y las condiciones materiales de las sociedades humanas, se proyecta un horizonte metafísico en el que todo cambio se presume beneficioso por el mero hecho de ser «nuevo» o «reformador». Esta cúpula ideológica lleva a situaciones en las que, por ejemplo, se justifica en nombre del progreso el debilitamiento de los mecanismos redistributivos nacionales, favoreciendo a minorías regionales con mayor poder de chantaje político.
Una de las paradojas más características de esta perversión conceptual se encuentra en la defensa de los fueros y regímenes especiales como si estos fuesen conquistas progresistas e igualitaristas. Se presentan derechos de origen medieval –incluso visigótico, como en algunos casos navarros– como si fuesen instrumentos modernos de gobierno. Pero esto sólo puede sostenerse si se parte de una mitificación doble: por un lado, el olvido de la función originaria de esos derechos como privilegios jerárquicos; por otro, la suposición de que toda reivindicación «identitaria» debe ser respetada en cuanto tal, sin someterla a análisis histórico, político y filosófico. El resultado es que se niega la universalidad –dentro de cada Estado, queremos decir– de los derechos ciudadanos; haciéndolo, además, en nombre de una supuesta pluralidad cultural que no hace sino fragmentar la unidad nacional española.
Lo que aquí resalta, entonces, es el uso ideológico del progresismo como etiqueta legitimadora de proyectos disgregadores y de intereses sectarios. Pero, insistimos, los planes y programas políticos deben analizarse desde su inserción en las coordenadas reales de la historia y de las sociedades políticas efectivamente existentes. No se parte del «género humano» ni de una humanidad abstracta, sino de sociedades políticas determinadas, estructuradas territorialmente, con proyectos estratégicos, con aparatos estatales, con conflictos internos y externos. Hablar de progreso, en este contexto, implica necesariamente preguntarse: ¿quién progresa?, ¿a costa de quién?, ¿en qué plano?, ¿con qué consecuencias para la sociedad política en su conjunto?
De ahí también que, desde el materialismo filosófico, la crítica a la idea de progreso como categoría política universal deba inscribirse en el marco más amplio de la crítica a las categorías metafísicas, es decir, a aquellas construcciones que se pretenden incondicionadas, homogéneas, ahistóricas y autolegitimadoras. Construcciones metafísicas que han realizado un regressus desde el mundo hasta la morfología resultante (como la idea metafísica de progreso), pero de tal modo que el progressus resulta imposible, y por tanto falsa, imposible, confusionaria. Aunque no por ello menos efectiva como parte de la papilla ideológica. El progreso, entendido como destino necesario y unitario de la humanidad, de la alianza de civilizaciones, es una de esas categorías cuyo origen se encuentra tanto en la escatología judeocristiana como en la filosofía de la historia de cuño ilustrado. Por el contrario, el análisis materialista no parte de fines predeterminados, sino de configuraciones históricas concretas. Lo que impone la necesidad de planes políticos que articulen fines y medios de manera racional y eficaz, sin ocultar los conflictos, los intereses y las múltiples dialécticas –conflictivas o no– que la realidad política implica.
Por otro lado, la disolución de la idea metafísica de progreso exige también una visión crítica del tiempo histórico. En buena medida porque no existe un futuro político dado de antemano; el futuro es resultado prolepsis construidas desde el presente mediante las anamnesis del pasado. De modo que, desde esta posición, hay que entender que los proyectos políticos que se arrogan la representación del porvenir absoluto son, en realidad, proyectos ideológicos que tratan de clausurar el debate político. Ante la presencia del escatológico plan presentado, ¿qué clase de ser malvado es capaz de oponerse a un futuro ineluctablemente pleno, armonioso, feliz, pacífico, bueno y bello? Bajo la máscara del progreso se esconde, con frecuencia, una estrategia para inmunizar determinadas propuestas frente a la crítica: se las dota de una aureola de inevitabilidad y bondad intrínseca que las sustrae del análisis racional y dialéctico. Esta estrategia es empleada tanto por elites tecnocráticas como por movimientos populistas, tanto por fuerzas estatales como por partidos nacionalistas.
Es necesario, por tanto, devolver la idea de progreso al terreno de la realidad política. Porque no se trata de negar que existan progresos (en plural), como tampoco se trata de negar que existan avances o progresos en campos específicos: tecnológicos, científicos, económicos, etc. De lo que se trata es de evitar la hipóstasis metafísica de esos avances como si fueran parte de un todo armónico o necesario. En política no hay progreso sin conflicto, sin dialéctica, sin oposición de otros proyectos alternativos. porque además, como se ha indicado, muchas veces lo que se presenta como progreso en nombre de la diversidad, la descentralización o la modernización, encubre procesos de apropiación del Estado, que es de todos, por parte de facciones o grupos caracterizados por el victimismo y el chantaje. Las asimetrías fiscales, los privilegios jurídicos territoriales y el reconocimiento de «identidades» culturales e históricas no son formas de emancipación o liberación nacional, sino estructuras de privilegio que erosionan la igualdad y unidad nacional de toda España.
En conclusión, el materialismo filosófico nos permite comprender que la idea (metafísica) de progreso, lejos de ser una guía fiable para la acción política, es una idea-fuerza ideológica que debe ser descompuesta en sus componentes reales. Su función ha sido muchas veces más encubridora que iluminadora, más dogmática que crítica. De modo que sólo una teoría filosófico-política rigurosa, que articule principios primeros (como la unidad política, la racionalidad de los fines o la igualdad estructural) con principios medios (como los aparatos estatales, las fiscalidades territoriales o los marcos legislativos concretos), puede ofrecer una alternativa seria frente a la inflación retórica del progresismo contemporáneo. El verdadero progreso, si es que puede hablarse así, no consiste en volver a fórmulas medievales revestidas de «derechos históricos», sino en afirmar la racionalidad política del presente como plataforma crítica para construir, con lucidez y al margen mitos oscurantistas, los planes y programas de la nación política que, entonces sí, partiendo de la realidad ya conocida marcarán el devenir del presente hacia el futuro.