España entera ha sido testigo de cómo el acuerdo PSOE-Ciudadanos para la investidura presidencial de Pedro Sánchez fue derrotado en el Congreso de los Diputados por artificioso y de forma estrepitosa: nada menos que con 219 votos del ‘no’ frente a 131 del ‘sí’.
La aritmética parlamentaria (regla de oro de nuestro sistema constitucional) se impuso sobre la inconsistente actitud de dos políticos todavía verdes y con poco sentido de la realidad que, aún propugnando una idea de cambio y reformismo, verdaderamente solo están poniendo encima de la mesa ‘más de lo mismo’, e incluso peor (con pataleta incluida).
Ahora, los líderes de ambos partidos proclaman una nueva política, no por convicción personal (cosa evidente) sino porque esa es la exigencia social para depurar la vida pública española, arruinada a partir de la corrupción desbocada con la Gürtel y los falsos ERE de Andalucía y con el ‘quítate tú para ponerme yo’ como síntesis del bipartidismo PP-PSOE, pura herencia del mal decimonónico que la ha marcado a sangre y fuego a partir de las Cortes de Cádiz. Una mangancia que nos está haciendo regresar a las épocas más oscuras de nuestra historia, al derrumbe del sistema económico y del estado del bienestar -afianzado por las generaciones precedentes-, al dolor de volver a la emigración masiva generalizada (razón esencial del tan aireado y falso descenso del desempleo), a la expansión y consolidación de la pobreza, al populismo y al caciquismo de altura…
Pero esta regresión, mucho más profunda de lo que parece a simple vista, no nos la trae ningún rey absolutista, ni tampoco un arriesgado dictador de nuevo cuño: viene de la mano de los emergentes sabelotodo de la política que, como dirían los castizos, jamás se han comido una rosca… Aunque lo lamentable del caso es que sean fruto de la degeneración política precedente, fomentada por un PP-PSOE encastillado en sus errores y en una corrupción sistémica que no se quiere reconocer ni rectificar: esa es la evidencia que se nos sigue mostrando día a día y pase lo que pase.
Y con el agravante de ridiculez que supone ver a esta nueva generación de ‘políticos del cambio’ creyéndose -salvo contadas excepciones- más lista, preparada y honrada que la de la Transición y que quienes, quiérase o no, escribieron unas de las mejores páginas de nuestra historia democrática.
Sánchez y Rivera pueden verse a sí mismos como un revival de Felipe González y de Adolfo Suárez, pero no les llegan -ni parece que lo vayan a hacer nunca- a la altura de sus zapatos. Como Rajoy tampoco tiene nada que ver con el Fraga de antaño, ni Pablo Iglesias sirve para liderar a las clases trabajadoras (siquiera como lo hicieron no ya Santiago Carrillo, sino Gerardo Iglesias o Julio Anguita), que hoy se encuentran desamparadas o en manos de unos sindicalistas ineptos y trincones, sin sentido de la eficacia política y sobrados de demagogias y populismos baratos… Al igual que el Rey de ahora tampoco es el de entonces, dicho sea con todo respeto, que es lo mismo que sucede con los empresarios, los intelectuales, los periodistas o el profesorado, por poner algunos otros ejemplos.
Hoy sigue faltando en España formación y esfuerzos personales, sentido de la responsabilidad política, conciencia y vitalidad ciudadana, liderazgos sólidos, patriotismo, solidaridad social… Y, en fin, todos los valores que enaltecen a los pueblos civilizados y que son imprescindibles para superar las crisis que puedan acecharles.
Por eso, cualquier intento de auto proclamarse herederos de quienes hicieron posible la Transición -en eso están-, o la pretensión de asimilar el actual panorama político con el constituyente de 1978, no dejan de ser una broma de mal gusto. Protagonizada por todos y cada uno de los políticos que con su pobre bagaje personal, hablan de cambios y reformas que, por su propia incapacidad, jamás acometerán, y que en el fondo les traen sin cuidado: lo que persiste sigue siendo el ‘deja de llevártelo tú que me lo quiero llevar yo’. De entrada, baste ver cómo al tomar el poder institucional los nuevos partidos muestran actitudes y comportamientos internos más o menos similares a los de la precedente ‘casta política’.
Frente al consenso que permitió transformar la dictadura franquista en una democracia moderna, con todos sus más y sus menos, hoy vemos cómo la política nacional se desenvuelve en un teatro de despropósitos muy parecido al esperpéntico camarote de los hermanos Marx. Y encima con el rechazo despreciativo de cualquier consejo o reflexión que se intente aportar extra muros de la política, cada vez más podrida y tercermundista.
Por mucho que se hable de cambios y reformas, lo que vemos es que con las nuevas generaciones llegadas a la política (quizás su peor lastre) todo sigue igual, si es que no va a peor, y que siguen siendo la misma gente que hasta ahora alimentaba el bipartidismo PP-PSOE, pero con otras caras y siglas. Cualquier consejo sensato que se les lance, sea desde donde sea, es desoído incluso con insolencia: ‘yo a lo mío y ahí me las den todas’.
Todos rechazan las exclusiones y las líneas rojas de los demás, mientras mantiene las suyas a ultranza. Todos se creen con derecho a gobernar con el apoyo de los otros, cuando ninguno ha obtenido para ello la confianza cierta del electorado. Todos critican las poltronas que exigen sus contrarios, pero sin renunciar a las suyas. Los españolistas critican en público a los soberanistas, mientras pactan sus exigencias de forma soterrada.
Quien ha ganado las elecciones carece del coraje necesario para negociar su investidura, exigiendo recibirla poco menos que aclamado bajo palio y con otro ‘cheque en blanco’ para seguir haciendo -o no haciendo- lo que le venga en gana. Y quienes las han perdido se arrogan una legitimación para la gobernación del Estado de la que evidentemente carecen…
Parece que el 20-D no ha arreglado nada, porque ha alumbrado una nueva edición de la casta política corregida y aumentada. Eso es lo que hay.
Fernando J. Muniesa