Los servicios de inteligencia ayudan a ganar las guerras, observó un alto mando de la CIA, pero quienes las ganan son los hombres y mujeres que ponen su sangre, su tesón y su coraje en el campo de batalla; en cambio la inteligencia puede evitar las guerras. Estas reflexiones, planteadas desde la frustración que han provocado los efectos de la intervención en Irak, contrastan con la historia real de la agencia, que pocas guerras ha ayudado a evitar o a ganar. En cierta ocasión Henry Kissinger le comentó al primer ministro chino Zhou Enlai que la capacidad de la CIA estaba muy sobrevalorada, porque la mayoría de sus agentes se dedicaban a escribir largos e incomprensibles informes y no a organizar revoluciones. Zhou matizó que la CIA no se dedicaba a la revolución, sino a la subversión, una distinción importante para un marxista pero que al pragmático secretario de Estado le parecía irrelevante.
Lo cierto es que, en sus seis décadas de historia, la agencia ha producido toneladas de informes banales, unos cuantos muy acertados y otros más completamente erróneos, pero ha dedicado también grandes esfuerzos, no siempre coronados por el éxito, a conspirar contra gobiernos extranjeros. Sus críticos conservadores han tendido a destacar su incompetencia, mientras que los progresistas han deplorado sus operaciones encubiertas y su apoyo a golpes de estado, pero en conjunto hace mucho que la CIA no tiene buena prensa. El presidente Eisenhower, en cuyo mandato la agencia obtuvo sus mayores “éxitos” subversivos en Irán y Guatemala, comentó en su día que respecto a los servicios de inteligencia el legado que iba a transmitir a su sucesor era un “legado de cenizas”. De ahí el título que Tim Weiner, reportero del New York Times especializado en el tema, ha dado a su reciente historia de la CIA.
En el mejor estilo del periodismo de investigación, Weiner ha consultado los archivos y bibliotecas en que se conserva la documentación accesible, ha batallado para tener acceso a algunos documentos todavía clasificados y ha entrevistado a lo largo de los años a un buen puñado de protagonistas. Así es que es a menudo la voz de los propios responsables de la CIA la que se oye en un amplio relato coral que cubre desde los momentos iniciales de la guerra fría, cuando se montaron las primeras operaciones especiales en un vano intento de evitar el control comunista de la Europa centro-oriental, hasta el momento actual, en el que el papel de la agencia está una vez más en entredicho.
El inconveniente es que son tantos los personajes y los episodios mencionados que el lector se puede sentir abrumado. Los grandes temas, como el espionaje en la Unión Soviética o el papel de la agencia en la guerra de Vietnam, no son analizados por separado, sino que se entremezclan entre sí y con muchos otros temas menores, de manera que el lector puede captar muy bien la sensación de lo compleja que es la tarea de un director de inteligencia en una potencia global, pero comparte también la frustración de muchos responsables políticos que hubieran preferido que la agencia les suministrara menos información detallada y más visión de conjunto.
Al acabar la lectura de “Legado de cenizas”, cuando muchos nombres y episodios comienzan a olvidarse mientras que otros se fijan en el recuerdo, el lector se da cuenta de que su percepción de algunas cuestiones básicas se ha enriquecido. Por ejemplo, la dificultad a que se enfrenta un analista de inteligencia al tratar de distinguir los detalles significativos en medio del atronador ruido de fondo que supone la información trivial. Algunos de los errores más espectaculares de la CIA al captar la dirección de los acontecimientos son difícilmente comprensibles, por ejemplo su incapacidad para percibir el deterioro de la URSS que conduciría a su implosión final en 1989, pero en otros casos, como el de los ataques del 11-S, el problema fue el de no haber sabido dar suficiente relevancia a fragmentos dispersos de información. Con todo, no hay duda de que el 11-S supuso el mayor fracaso de una agencia que se había fundado para evitar un nuevo Pearl Harbour.
En términos generales, la CIA no ha sido una agencia de espionaje eficaz, pues ha tenido gran dificultad en infiltrarse en los centros de decisión de sus enemigos durante la guerra fría. Una y otra vez aparecen en “legado de cenizas” sus problemas para reclutar agentes adecuados. No es fácil ser un buen agente de inteligencia, pues ello requiere, en palabras de Weiner, tener el sentido de la disciplina y el sacrificio de un buen militar, la sensibilidad hacia otras culturas de un buen diplomático y la curiosidad de un buen periodista, y además la capacidad de hacerse pasar por palestino o por pastún. No hay muchas personas así, pero la estupidez burocrática que inevitablemente tiende a aflorar en toda organización puede llevar a no aprovecharlas, como en el delirante caso de un estadounidense que hablaba sin dificultad el azerí, porque se había criado en Azerbaiján, pero fue suspendido en los exámenes de admisión de la CIA porque su inglés escrito no era suficientemente bueno.
Existe además el problema moral. El primer gran director que tuvo la CIA, el general Walter Bedell Smith, lo explicó de manera muy clara: en una guerra, aunque se trate de una guerra fría, es necesario contar con una agencia amoral que pueda obrar en secreto. Esto, sin embargo, resulta mucho más fácil en una dictadura que en un país libre, en el que la transparencia informativa es la norma, los secretos son difíciles de guardar y la contradicción entre los elevados principios que se proclaman y los vergonzosos métodos que se emplean para defenderlos tienden a salir a la luz con una embarazosa frecuencia, como le ha ocurrido a la CIA. El espionaje en sí mismo implica la violación de las leyes del Estado en que se opera, pero esta es una necesidad que pocos discutirán.
Los verdaderos dilemas morales se plantean respecto a las operaciones encubiertas, que representaron el principal campo de actividad de la agencia durante la guerra fría. En los años cincuenta la política del polémico secretario de Estado John Foster Dulles era que la CIA, dirigida por su hermano Allen, se esforzara en derribar a los regímenes neutralistas, antiimperialistas y anticolonialistas de Asia, África y América Latina. Los grandes éxitos de aquella política, que proporcionaron a la CIA una imagen de omnipotencia, fueron los golpes de estado que montó en Irán y Guatemala, pero además de las consideraciones morales pertinentes, es dudoso que vistos en perspectiva histórica fueran genuinos éxitos. ¿Contribuyó de verdad al triunfo sobre el bloque soviético el establecimiento de dictaduras sanguinarias y corruptas en América Latina? Y el golpe contra Mossadeg ¿hizo de Irán un aliado firme o preparó el camino a Jomeini?
El cinismo de un Henry Kissinger, empeñado en fomentar a toda costa un golpe contra Salvador Allende con el peculiar argumento de que no se podía permitir que un país cayera en manos del comunismo por la irresponsabilidad de su propio pueblo, no es ya de recibo en nuestra época, en la que la condescendencia hacia las dictaduras es tan políticamente correcta como la comprensión hacia los pedófilos.
En su respuesta al terrorismo tras el 11-S, sin embargo, la administración de George W. Bush ha autorizado a la CIA prácticas moralmente reprobables. Pero todos los errores y los crímenes del pasado no nos deberían llevar a la peligrosa conclusión de que el mundo libre no necesita de espías ni de agentes encubiertos. Un director de la CIA en tiempos de Clinton, James Woolsey, resumió en una imagen tan pintoresca como acertada la situación al final de la guerra fría: tras cuarenta y cinco años de lucha los Estados Unidos habían matado a un dragón, pero sólo para encontrarse en una selva llena de serpientes. En esa peligrosa situación seguimos y nos resulta indispensable penetrar en la mente de las serpientes. Ese es el trabajo de los espías.
Juan Avilés
Perfil del autor:
En el momento de editarse la obra de referencia, Tim Weiner era reportero de “The New York Times”, publicación a la que se incorporó en 1993, y llevaba veinte años cubriendo profesionalmente los temas de inteligencia y seguridad en Estados Unidos. En 1988 había obtenido el Premio Pulitzer por su trabajo periodístico de investigación sobre programas secretos desarrollados en ese campo, publicado en el “Philadelphia Inquirir”.
Viajó por lugares remotos, por ejemplo Afganistán, para conocer de primera mano las operaciones secretas de la CIA.
“Legado de cenizas” es su tercer libro y con él obtuvo numeroso premios, entro otros el National Book Award de no ficción y el Premio de “Los Ángeles Times” al mejor libro de historia de 2007, año de su publicación en Estados Unidos (Editorial Doubleday). También fue finalista del Nacional Book Critics Circle Award de no ficción, figurando igualmente en las listas de los mejores libros del año en “The Economist”, “The Boston Globes”, “Washington Post”, “Time” y del propio “The New York Times”, entre otros medios informativos.