El concepto de “oportunidad”, que esencialmente se identifica con la conveniencia de tiempo y de lugar, es fundamental en el desarrollo de cualquier actividad humana y, de forma muy especial, en el ejercicio de la política. Tiene lógicamente su contrapunto en lo “inoportuno”, es decir en lo que se muestra fuera de propósito y de esas condiciones de tiempo y lugar.
Los ingleses, que saben ir a lo suyo como nadie, sostienen que “hay que batir el hierro cuando está caliente” y, con un toque más diplomático, que “hay un momento para torcer los ojos y otro momento para mirar derecho”. En nuestro propio refranero también encontramos algunos proverbios bien ilustrativos de lo que significa el sentido de la oportunidad, como el de “ida la coyuntura, ida la ventura”.
En la antigua Grecia, Sófocles, experto en enfrentar la ley humana y la ley natural, ya advirtió que “la oportunidad es el mejor maestro de los hombres en toda empresa”, en tanto que Platón, alumno aventajado de Sócrates y maestro de Aristóteles, remarcaba a continuación que “la oportunidad es el instante preciso en que debemos recibir o hacer una cosa”. Ovidio, que fue desterrado de Roma hasta su muerte como autor del poema elegíaco Ars Amandi, urgía a sus contemporáneos: “Apresúrate, no te confíes a las horas venideras; el que hoy no está dispuesto, menos lo estará mañana”…
Pues bien, en los tiempos que nos ha tocado vivir, tenemos ejemplos muy significados de “inoportunidades” políticas que, como es natural, han dejado en evidencia lo que en su momento fueron “oportunidades”, que, sin haberse aprovechado, ya será vano esperar recuperarlas. Porque, si cuando se puede obrar nada se quiere hacer, a donde se suele llegar es a no poder hacer cuando se quiera; al igual que, por ejemplo, la ausencia de una diagnosis prematura en una enfermedad invasiva, o su falta de prevención, llevan la salud a pérdidas irreparables, precisamente por la inoportuna ausencia de la medicina más adecuada.
Los últimos gobiernos, el actual de Rajoy y sobre todo los de Rodríguez Zapatero, han sido bien generosos en desaprovechar oportunidades y en inoportunidades manifiestas, si consideramos el origen y la evolución de la brutal crisis económica, política y social que estamos padeciendo. Y no digamos los sindicatos, incapaces ya, como otros entes de representación ciudadana intermedia, de recuperar su prestigio y su olvidada función pública.
PALABRAS SABIAS QUE RESBALAN EN OÍDOS NECIOS
Pero en esa misma valoración también tienen cabida las altas instituciones del Estado que, desde hace tiempo, han venido haciendo oídos sordos de muchas y sensatas recomendaciones para restaurar o actualizar la vigencia de sus principios y valores fundacionales y prevenir su agotamiento vital, sin que en definitiva nadie haya prestado atención a las sabias llamadas reformistas. Aquí podríamos hablar de instituciones y organismos como el Senado, el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo… y hasta del actual sistema de partidos; convertidos, sobre todo, en “adornos” de una democracia cada vez más aparente que real y en instrumentos para la recolocación del empleo político. Lamentablemente, hoy por hoy la realidad pone a la propia Corona en un lugar destacado frente a esta crítica concreta.
No vamos a hablar de los errores que la Casa Real ha podido cometer en el ámbito relacional más íntimo, aunque la egregia familia esté sujeta por definición a pautas y comportamientos subordinados al interés del Estado y de la propia Institución Monárquica, se quiera o no. Pero la noticia de que “el Gobierno elabora la Ley Orgánica que regulará los actos de la Corona”, dada por “El Mundo” en su portada del 14 de abril de 2013, justo a los 82 años de proclamarse la II República Española, permite traer a colación algunos hechos desapercibidos, si no desconocidos, por los diputados y senadores que habrán de darle trámite parlamentario, e incluso por el Gobierno; una iniciativa en tiempo tardío (in extremis) que obedece más que nada al agobio judicial y mediático y a la creciente desafección de la monarquía en las bases más jóvenes y populares del país.
Para empezar, tendríamos que recordar que al amparo de otro aniversario significativo, cuando la Constitución de 1978 cumplía 20 años, Julián Marías, profesor acreditado en diversas universidades de Estados Unidos, miembro de la Real Academia de la Lengua, sobresaliente ensayista y distinguido filósofo, ya advirtió que la Monarquía Parlamentaria transitaba por los impredecibles caminos de la política sin que la Corona, uno de los pilares fundamentales del actual sistema de convivencia democrática, tuviera el preceptivo “desarrollo legal”. Es decir, que, a diferencia de lo que de mejor o peor forma sucedía con el resto de los contenidos establecidos en la Carta Magna, todo lo concerniente a la Corona recogido en su Título II carecía de la necesaria (si no obligada) concreción normativa, quedando su interpretación al albur de la historia.
La afinada observación del profesor Marías, que también fue senador por designación real entre 1977 y 1979, se produjo durante la conferencia magistral que pronunció en el Congreso de los Diputados, integrada en los actos oficiales de aquel vigésimo aniversario de la Constitución. Sin que dejara de sorprender, al menos a los diputados más perspicaces, el hecho de que fuera guardada sin editar (es decir haciendo de la misma algo peor que “caso omiso”) por la secretaría general de la institución parlamentaria que había diseñado, organizado y financiado el evento, entonces presidida por Federico Trillo-Figueroa.
La cuestión planteada por Julián Marías no era, en modo alguno inoportuna ni baladí, porque el vacío legal que afectaba a la Corona ya revoloteaba sobre la cuestión sucesoria, dado que, por ejemplo, el propio artículo 57.5 de la Constitución había dejado endilgada la resolución de las abdicaciones y renuncias, y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona, a “una ley orgánica” torpemente relegada ad calendas graecas. Ahora, parece que, a tenor de la noticia dada por “El Mundo” anunciando la elaboración de lo que podría ser una “ley de la Corona”, los oídos necios se abren por fin a las palabras sabias, aunque de forma ya más urgente y obligada que “oportuna”.
LA OBEDIENCIA MILITAR AL MONARCA “IRRESPONSABLE”
Otra cuestión, no menos delicada y trascendente, que había anunciado también la necesidad del desarrollo legal que comentamos, es aclarar la naturaleza y alcance real del “mando supremo” de las Fuerzas Armadas asignado constitucionalmente al Rey, que en pura racionalidad colisiona con la potestad del Presidente del Gobierno y que, con el tiempo tendría que recaer naturalmente en persona distinta de Don Juan Carlos de Borbón, de origen, formación y vinculación castrense muy diferente. Incluso en el caso del actual Heredero de la Corona.
Este tema, desatendido con total despreocupación regia durante 35 años, ya se mostró como fundamental en el desarrollo del Consejo de Guerra seguido contra los encausados por el intento de golpe de Estado del 23-F. Básicamente en cuanto a la comparecencia del Rey como testigo de los hechos, según requirió alguna de sus defensas, y por el argumento esgrimido por el Tribunal que dictó en casación la sentencia definitiva para refutar el principio de “obediencia debida” al que se acogían los condenados.
Porque, no estando la persona del Rey sujeta a responsabilidad alguna según el artículo 56.3 de la Constitución (lo que exige que todos sus actos como jefe del Estado deban ser refrendados por el Gobierno), se produce una evidente incoherencia legal con el teórico “mando supremo” de las Fuerzas Armadas; lo que, a su vez, choca con el hecho incontrovertido de que la caracterización del mando reside en su capacidad para decidir y en la responsabilidad derivada del mismo. Es decir, que en la concordancia de ambas circunstancias, el Monarca no podría ser mando supremo de las Fuerzas Armadas, ni éste titular de mando ser, al mismo tiempo, Rey de España.
El mando militar es indivisible y plenamente responsable, pero el Rey es irresponsable y sus actos (salvo los que afecten al gobierno de la Casa Real) requieren un refrendo responsable ajeno a su persona. Dicho de otra forma, quien no es responsable no puede mandar.
Por eso, durante el 23-F fue patético ver como los capitanes generales se ponían, finalmente, a las órdenes incondicionales de su “mando supremo”, en un tema desde luego delicado pero que tenía una respuesta democrática y una dependencia política inequívocas, sin necesidad de mayor consulta. Aunque no menos chocante para esa misma sensibilidad democrática fuera ver al propio Rey lanzando sus órdenes militares, que por fortuna fueron de reconducción constitucional, a la cúpula de nuestros ejércitos en la oscura madrugada del 24 de febrero de 1981.
Y prueba de toda esta incoherencia formal, se tuvo efectivamente con el pronunciamiento del Tribunal Supremo al fallar en casación las sentencias definitivas para los encausados del 23-F. En él, y para deslegitimar el pretexto de “obediencia al Monarca” argumentado por los acusados (pero que también hubiera podido expresarse como “obediencia militar debida al mando”), se manifestaba: “Con el debido respeto al Rey, y aceptando, por supuesto, la inmunidad que concede al Rey la Constitución, si tales órdenes del Rey hubieran existido, no hubieran excusado de ningún modo a los procesados, pues tales órdenes no entran dentro de las facultades de Su Majestad el Rey y siendo manifiestamente ilegales no tendrían por qué haber sido obedecidas”.
Por otra parte, el juramento impuesto al Rey en su propia proclamación para que guarde y haga guardar la Constitución, la exigencia de que arbitre y modere el funcionamiento regular de las instituciones, la reiteración que de su condición de mando supremo de las Fuerzas Armadas se viene haciendo en muchos desarrollos normativos (ignorando la potestad que sobre ellas tiene el Poder Ejecutivo), las demandas sociales de una mayor transparencia en el entorno de la Institución Monárquica y otros aspectos técnicamente no resueltos en su orden funcional (como los honores y distinciones afectos a la figura de su Heredero que están sometidos a la discrecionalidad del gobierno de turno), aconsejan en efecto un desarrollo legal urgente que clarifique y perfeccione el Título II de la Constitución Española dedicado a la Corona. Aunque mucho nos tememos que, tanto ésta como el Gobierno, limiten su tardía reacción a “parchear” los agujeros más evidentes de la situación, perdiendo de nuevo otra oportunidad para afrontar sin circunvalaciones ni complejos las reformas y el aggiornamento institucional más convenientes.
CORTAR LA HIERBA BAJOS LOS PIES DEL PRÍNCIPE FELIPE
De hecho, en la citada noticia de “El Mundo”, Casimiro García-Abadillo no dudaba en definir la reforma en preparación como “una ley para proteger a la Corona”. Aunque advertía que “no se remitirá al Congreso hasta que se sustancie el proceso en el que están implicados las Infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarin, con la apertura del correspondiente juicio oral”.
Y, a continuación, precisaba: “El Ejecutivo esperará porque quiere evitar las suspicacias que generaría la propuesta de una ley que implica mayor protección jurídica para los miembros de la Casa Real justo cuando uno de ellos puede sentarse en el banquillo”. ¿Se entiende mejor ahora lo de las “oportunidades perdidas de la Corona”…?
Al parecer, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, lleva estudiando el tema prácticamente desde su nombramiento (quizás eso forme parte de la confianza regia que, según se cuenta en los círculos más próximos al presidente del Gobierno, le encaminó “directamente” a ese cargo concreto). Según “El Mundo”, en primera instancia se pensó utilizar dos reformas legales (otro barullo más) para introducir las modificaciones que ahora se quieren plasmar de forma sobrevenida en la ley orgánica de marras.
La idea inicial era cambiar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que en las competencias del Tribunal Supremo se incluyera a los miembros de la Familia Real, al igual que ocurre con los diputados aforados; modificación que también implicaba cambios en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ahora en plena reforma. Sin embargo, se optó por elaborar una ley orgánica específica de acuerdo con lo establecido en el ya citado apartado 5 del artículo 57 de la Constitución, en orden a resolver las posibles abdicaciones y renuncias a la Corona, por supuesto con la presión derivada de su tardía consideración.
Perdido, pues, el Gobierno en la absurda intención de encajar los problemas de la Corona en leyes generales inútiles al caso (de la Carrera Militar, del Poder Judicial, de Enjuiciamiento Criminal, de Transparencia…), en vez de propiciar directamente una “ley de la Corona” específica que ponga lo que tenga que poner en su cabal sitio, todo apunta a que, de paso, al Príncipe Heredero se le está haciendo el flaco favor de cortar la hierba bajo sus pies; no sabemos si por la torpeza de unos y otros, incluido el entorno de La Zarzuela, o de forma maquiavélicamente intencionada para dejar herida de muerte a la propia Monarquía Parlamentaria. Queden los “listos” de turno atentos a la que se avecina si la Corona sigue apoyándose en asesores necios, ministros sin fuste y palanganeros de pacotilla.
Como dirían los taurinos acreditados, cuando el toro mal lidiado contra querencia llega a embrocar al torero “de cuadrado sobre corto”, rematando de lleno en el bulto, no hay quite divino que evite una cornada de categoría. De las que dejan el hule de la enfermería perdidito.
LA TRISTE HISTORIA DE UNAS ENMIENDAS DESPRECIADAS
Que esta reforma “salva muertos” no se está planteando ya en el momento más conveniente ni con la oportunidad debida, se puede ilustrar también con lo sucedido hace ahora catorce años, con motivo del gran cambió del modelo de Defensa Nacional, que pasó a ser plenamente profesional con la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas. Una reforma desarrollada en momentos paralelos al menosprecio del sabio mensaje lanzado por Julián Marías sobre el error que suponía no haber desarrollar una “ley de la Corona” en las legislaturas más inmediatas a la aprobación de la Carta Magna.
Aquella norma legal terminó incluyendo la siguiente Disposición Adicional Primera: “El Gobierno, mediante real decreto aprobado en Consejo de Ministros, regulará la carrera militar de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, en la actualidad Capitán del Cuerpo General de las Armas del Ejército de Tierra (Infantería), Teniente de Navío del Cuerpo General de la Armada y Capitán del Cuerpo General del Ejército del Aire, quedando facultado para adaptar los preceptos de la presente Ley a las singularidades que se estime oportuno han de concurrir en su regulación y desarrollo, estableciendo un régimen propio y diferenciado, teniendo en cuenta las exigencias que Su alta representación demanda y las circunstancias que concurren en Su persona como Heredero de la Corona de España”.
En el trámite parlamentario del Proyecto de Ley, el diputado canario Luis Mardones, poco sospechoso de plantear veleidades sin sentido de Estado, propuso una enmienda de adición extraordinariamente oportuna y sensata, para que se añadiera al texto gubernamental un segundo párrafo redactado literalmente en estos términos: “(…) Por ley ordinaria específica se establecerá y regulará el rango militar, con sus honores y distinciones, propio del Heredero de la Corona de España, diferenciado del régimen del personal profesional de las Fuerzas Armadas”.
En la argumentación básica de aquella enmienda, se sostenía que era necesario distinguir con claridad la persona de Su Alteza Real Don Felipe de Borbón, de la figura del Heredero de la Corona de España como alta institución y sea quien fuere su titular, hombre o mujer, y militar o no, en cada momento. Al mismo tiempo, y considerando el nivel y las exigencias de tan alta representación, también se advertía que el precepto normativo para establecer y regular sus atributos militares (cuando existieran), con sus honores y distinciones, requería obviamente un rango jurídico de reconocimiento y estabilidad superior al real decreto, cuya promulgación es potestad exclusiva del Gobierno de turno; estimando, por tanto, que esa norma de rango menor era del todo inapropiada en relación con el carácter de la Corona como institución permanente.
Lo que políticamente subyacía en aquel lenguaje parlamentario, de forma obvia y oportuna, era la exigencia de desarrollar una “ley de la Corona”. Una sabia consideración, como la previa de Julián Marías, que, más que ser desoída, enervó a los necios asesores de la Corona y a sus “pelamanillas” gubernamentales.
El ministro de Defensa, Eduardo Serra, pidió de forma infructuosa al diputado Mardones que retirara su enmienda, que, tras no ser aceptada en Comisión, éste mantenía “viva” para su defensa ante el Pleno de la Cámara. Acto seguido, sería el presidente del Congreso de los Diputados, Federico Trillo-Figueroa, quien intentó lo mismo con idéntico resultado. Y, en tercera instancia, fue el propio presidente del Gobierno, José María Aznar, quien descendiendo del olimpo de La Moncloa y personalmente, que ya es decir, pidió el mismo y equivocado “favor”, alegando sugerencias de mayor instancia; circunstancia que llevó a Mardones, escéptico ante tan torpe actitud política y con una excelente relación personal con Su Majestad, a responder más o menos “que me lo pida quien puede pedírmelo”.
De esta forma, sería el mismo rey Juan Carlos quien, durante la celebración de una cena de Estado en el Palacio de Oriente, comentó con Mardones la conveniencia de que retirara su enmienda antes de la votación final del Proyecto de Ley con argumentos infundados -provenientes de asesores estúpidos- que no es prudente comentar, requerimiento que fue atendido de forma disciplinada a primera hora del día siguiente. Pero aquí no termina esta historia, que es bien reveladora en el contexto que comentamos de las “oportunidades perdidas de la Corona”.
Aquella misma mañana, Su Majestad recibía una larga misiva del diputado y leal servidor del Estado Luis Mardones en la que, además de notificarle el inmediato cumplimiento de su petición, le desgranaba toda una serie de argumentos justificativos de su proceder, señalando el significado político de la enmienda, su largo alcance histórico y los recursos de consenso parlamentario que, en aquellos momentos, hubieran llevado a la aprobación de la enmienda sin oposición de ninguna fuerza política presente en la Cámara (los dos diputados electos de HB en aquella legislatura no llegaron a tomar posesión del escaño). Ante tales explicaciones, la contestación de Su Majestad no dejaría en buen lugar a quienes habían muñido aquella torpeza (algo más o menos como “Estoy mal asesorado…”).
Para no hacer la historia más larga de lo necesario, digamos que ocho años más tarde, al tramitarse en el Congreso de los Diputados la Proposición de Ley que terminaría convertida en la desastrosa Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar, el mismo Mardones volvió a presentar una enmienda para suprimir el artículo 2.2, devenido de la Disposición Adicional Primera de la Ley 17/1999, al que el Gobierno socialista había dado esta redacción literal: “El Príncipe de Asturias podrá desarrollar la carrera militar y tener los empleos militares que, mediante real decreto, determine el Gobierno, que queda facultado para establecer un régimen propio y diferenciado teniendo en cuenta las exigencias de su alta representación y su condición de heredero de la Corona de España”.
Esta nueva forma de “orientar” la carrera militar del Príncipe de Asturias (básicamente sus ascensos), evidenciaba que, tras ocho años de vigencia, la anterior fórmula se había mostrado totalmente inoperante… Pero, no obstante, los redactores del nuevo intento, y la propia Corona, contumaces en el error, recaían en la misma instrumentación a través de un mero real decreto, y perdiendo otra oportunidad para desarrollar la necesaria “ley de la Corona”.
Por ello, tras solicitar la supresión del artículo 2.2, Mardones presentó también una enmienda de modificación al texto de la Disposición Adicional Primera, recogiendo, nuevamente de forma infructuosa, la fórmula más adecuada para establecer los atributos militares del Heredero de la Corona, por supuesto mediante norma de rango legal. El texto propuesto, era el mismo que ya había defendido ocho años antes en la tramitación de la Ley 17/1999: “Por ley ordinaria específica se establecerá y regulará el rango militar, con sus honores y distinciones, propios del Heredero de la Corona de España, diferenciado del régimen del personal profesional de las Fuerzas Armadas”.
Pero, además, dada la insistencia del Gobierno y de La Zarzuela de querer desarrollar de forma tan inapropiada la carrera militar del Príncipe de Asturias, quien en la práctica y por razones obvias ni la ejerce ni se puede equiparar tampoco con la de un militar convencional (jamás tuvo ningún destino concreto dentro de las Fuerzas Armadas), Mardones tuvo que advertir en su justificación, aunque fuera desoído, las inconveniencias que podrían derivarse de sus posibles ascensos extraordinarios, no regulados por ley específica. “Bien conocida [se decía en la enmienda] es la sentencia firme dictada en contra del ascenso al generalato de un coronel del Cuerpo Jurídico Militar, promovido de forma irregular por el Gobierno en el Real Decreto 1116/95, de 2 de julio, acompañada del bochorno personal e institucional que supuso la posterior degradación del afectado”…
LA “LEÑA AL FUEGO” DE LAS INOPORTUNIDADES MANIFIESTAS
Con lo dicho, no parece necesario aportar más ejemplos de “oportunidades perdidas” para desarrollar, conforme a sus propias exigencias, el Título II de la Constitución dedicado a la Corona, que a partir de esa norma suprema ha venido cumpliendo su alta función institucional manteniendo en el limbo legal muchos aspectos determinantes para su afianzamiento social y su proyección histórica. Pero de las “inoportunidades manifiestas” exhibidas en ese mismo sentido, tampoco faltan pruebas abundantes alrededor de los inconvenientes “sucesos” (por no decir “escándalos”) protagonizados en los últimos tiempos por el Rey y su yerno, el Duque de Palma (lo del otro yerno, lo de los “amigos delincuentes” y lo de los “apetitos borbónicos” ya estaba descontado socialmente).
Unos y otros han sido gestionados con escaso acierto, tanto en su vertiente política y jurídica como en la informativa. Con el agravante de que, además, se hayan producido en medio de una crisis global, con múltiples y graves afecciones económicas, políticas, sociales e institucionales; es decir, en tiempos de un malestar ciudadano colmatado y sin precedentes en el nuevo régimen.
Ahora, y en razón de sus “oportunidades perdidas” y sus “inoportunidades manifiestas”, todo enseña también a la Corona su peor cara, de forma que lo que antes era tolerable (e incluso aplaudido), se ha tornado en crítica y hasta en exasperación social. Ahora, todo lo relacionado con la Corona se mira con lupa y a todo se le saca punta. El polvo de otros tiempos se ha convertido en lodo, las cañas en lanzas punzantes y los pecadillos veniales en faltas mortales de necesidad, con amenaza de excomunión.
Como ya hemos comentado en otras Newsletters, el presidente del Consejo de Estado, José Manuel Romay Beccaria, afirmó en una entrevista concedida al diario “ABC” (21/05/2012) nada más tomar posesión del cargo: “No hace falta hacer ninguna ley sobre la Familia Real; la Corona está muy bien”. Una opinión que debería ser reconsiderada, porque, en apenas un año, esa supuesta “buena salud” ha derivado en un cuadro clínico a punto de insuficiencia orgánica, pasando desde la España “Corinnata” a la petición regia de perdón (“Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”) y desde las bromitas de “El duque em…Palma…do” a calentar el banquillo de los acusados.
De hecho, también en este sentido de deriva vuelve a ser significativo lo que continuaba escribiendo García-Abadillo en “El Mundo” el pasado 14 de abril:
(…) Hay un debate abierto. Por primera vez desde la muerte de Franco. Los republicanos están haciendo su agosto con el desgaste de la Corona (hoy se cumplen 82 años de la proclamación de la Segunda República).
Entre los monárquicos hay división entre los que opinan que hay que dejar a Don Juan Carlos en paz hasta su muerte y quienes creen que lo mejor para la institución es que el Monarca abdique ya en el Príncipe Felipe.
El pasado miércoles, el ex presidente Felipe González dijo en un almuerzo organizado por la Asociación para la Defensa de la Transición: “De la crisis económica estoy seguro que saldremos... de la crisis política e institucional ya no estoy tan seguro que vayamos a salir”. En el centro de esa crisis institucional está la Monarquía.
Hay algunas ventajas respecto a la situación que vivía España a medidos de los 70 (fundamentalmente más nivel cultural y mayor renta per cápita), pero existe un gran inconveniente. Hace 40 años los políticos (la mayoría de ellos en la ilegalidad durante el franquismo) y la figura del Rey de España eran percibidos como la solución para llevar a buen término el proceloso tránsito de la dictadura a la democracia. Ahora, para muchos ciudadanos, los políticos y las instituciones son precisamente el problema...
Diga, pues, lo que diga Romay Beccaria, es innegable que cada día se habla más, y en todos los niveles sociales, de crisis política institucional, de abdicaciones, de alternativas republicanas y, el día menos pensado, se dirá, y será absolutamente cierto, que de los 15.706.078 españoles, y no más, que el 6 de diciembre de 1978 votaron a favor de la Monarquía Parlamentaria establecida en la Constitución Española, quedan cuatro y el de guitarra: un melón de agrio sabor ya abierto que algunos tendrán que comerse sí o sí. Y todo porque, jugueteando y jugueteando entre “oportunidades perdidas” e “inoportunidades manifiestas”, la propia Corona no se ha tomado lo suyo verdaderamente en serio.