Nunca como ahora la palabra futuro tuvo tanta potencia y tantas esperanzas. Pero no el futuro lejano, el que imaginamos de pequeños repleto de coches voladores, robots, viajes interplanetarios, ciudades flotando en el aire e intercambio de pareceres con razas, por lo general, mucho más avanzadas que la nuestra, lo que tampoco es decir mucho. Me refiero a ese futuro que expresamos a diario infinitas veces cuando decimos, “bueno, cuando esto acabe...”, añadiendo algo que hasta hace solo dos semanas nos parecía insignificante. Porque cuando esto acabe lo que nos gustaría sería pasear, abrazar, tomar el aperitivo en una terraza, ir al cine, fisgonear en nuestras librerías preferidas o, simplemente, levantarnos con la certidumbre de siempre, la que nos permite creer que la vida tiene sentido.
Hablo del horizonte próximo en el que hemos cifrado nuestros sueños que, insisto, parecían modestísimos y la crisis del Covid-19 ha revelado como los más importantes. Porque hablamos de vivir. De vivir en la cotidianidad, en esa adorable y acogedora rutina sin la que no sabemos qué hacer, de esos miles de gestos y cosas que hacemos a diario sin reparar en lo benéficos que son para nosotros, para los demás, para la sociedad. Nos dicen los que gobiernan que recuperaremos la normalidad en este o aquel plazo de tiempo. Qué craso error cometeríamos si obrásemos de tal manera. No deberíamos volver a la falsa normalidad en la que estábamos instalados como si nunca tuviera que pasar nada, como si vivir fuese un juego en el que se pueden hacer trampas sin consecuencias.
Deberíamos aprender a construir una normalidad nueva que fuese más allá de los aplausos, los tutoriales y las canciones, cosas que, si bien pueden ser muy útiles ahora, no tendrían que ser un freno para superar junto a la pandemia la enorme crisis de banalidad con la que nos ha pillado. Hemos de madurar como individuos, como país, y para ello estaría bien que encontrásemos el camino ético, intelectual y moral que precisa ese nuevo paradigma. No podemos permitirnos que otro virus nos encuentre con el músculo social atrofiado por la telebasura, el deporte convertido en un escándalo de masas y esa pornografía de las ideas que denominamos políticos. Si no hemos aprendido nada cuando esto acabe, y eso significa cuestionarnos a quienes nos gobiernan junto a aquellos que nos dicen qué debemos pensar, comprar o calificar de bueno y malo, siento decir que nos mereceremos todo lo que nos pase.
Cuando se nos insta desde la oficialidad a que ocupemos nuestro tiempo de forzosa reclusión siempre encuentro en falta el exhorto a la meditación, a la reflexión, a la autocrítica. Esa sería una vacuna al alcance de todos que, administrada con severidad por nosotros mismos, nos permitiría ver en manos de quienes hemos depositado algo tan sagrado e importante como es la buena gobernanza de nuestra tierra. Si no aprendemos que no podemos entregar las riendas del estado a unos aficionados que solo piensan en su propio bienestar, mal iremos.
Porque ese es el asunto. Para regresar al punto de partida sanitario, y ya no digamos económico, hará falta mucho tiempo y serán no pocos los que caerán en el camino. Pero me parece infinitamente peor si lo único a lo que aspiramos es a que las cosas sigan donde estaban, que es justamente lo que preferirían los que mandan. Aquí paz, después gloria, y a seguir con la perpetua pancarta que oculta nuestra incapacidad para hacer nada que no sea llenarnos los bolsillos. No. De ningún modo. La salida de la pandemia ha de suponer un regreso a la salud, pero también a la higiene democrática, al saneamiento de esos establos de Augias en los que hemos convertido a nuestras instituciones, llenándolas de inútiles, vagos, pícaros y malintencionados.
Si les volviésemos a confiar nuestros destinos, no habríamos aprendido nada. Ni acerca de ellos ni acerca de nosotros mismos. Y no sé cual de las dos cosas me produce mayor inquietud.
Miquel Giménez
Publicado en Vozpopuli