Diego Fusaro
Al igual que los caprichos de los consumidores con los colores del arcoíris, los impulsos ecológicos del ambientalismo capitalista también se subsumen por completo en el capital. El «futuro verde» siempre se concibe como un producto comercial del poder comercial; y esto para que (como destaca Harvey) el orden neoliberal pueda «manejar la contradicción entre el capital y la naturaleza de acuerdo a sus grandes intereses de clase».
La economía verde y el ambientalismo neoliberal en el que se basa teóricamente revelan claramente cómo el capital logra convertir incluso sus propias contradicciones en un factor de ganancia. Y convertir todo en mercancía, incluso la protesta contra la mercantilización.
En la apoteosis de la crítica conservadora, la protesta contra la enajenación se da ella misma en formas enajenadas: en formas, es decir, que acaban reforzando los barrotes de la jaula que también les gustaría derribar. En virtud de una alquimia enigmática, en el momento de la reificación planetaria, la dinamita siempre se transforma en cemento, lo que hace que todos los posibles «materiales explosivos» y todos los posibles «espíritus de la dinamita» sean simplemente «otro ladrillo en el muro», como el título de una canción conocida.
El tecnocapital, además, opera infaliblemente según la estrategia paradigmática de normalización, absorción y normalización: la expresión más brillante de ello es el destino reservado a la imagen revolucionaria del Che Guevara, reducido a un icono pop inofensivo, vendido barato en camisetas en todo el mundo. La desactivación de la crítica se produce a través de su mercantilización integral y su conversión normalizadora en mero espectáculo, garantizando así el doble objetivo de su neutralización frente a cualquier posible desenlace emancipador y su reconversión en mercancía circulante.
La devastación ambiental generada a su imagen y semejanza por el tecno-capital, por su «olvido del ser» y por su voluntad de poder para un crecimiento inconmensurable, de hecho, se convierte, gracias a la economía verde, en un fenómeno a través del cual la astucia de la razón capitalista, por un lado, inventa nuevas fuentes de ganancia («coches eléctricos», «bioproductos», etc.). Y, por otro lado, con una función apotropaica, se asegura respecto de un verdadero ambientalismo, es decir, tal que se sume a la lucha más general contra la contradicción capitalista como tal. En resumen, los estrategas del orden dominante logran transmitir el mensaje según el cual los problemas ambientales, generados por el capital, pueden resolverse no cambiando el modelo de desarrollo, sino reorganizando en verde el existente. Incluso en un nivel estrictamente lógico, es un verdadero non sequitur: como si los efectos pudieran cambiarse al continuar cultivando sus causas.
Que hay un problema ambiental es evidente, así como lo sustenta un aluvión de estudios científicos dedicados al tema: nulla quaestio, por tanto, sobre la insostenibilidad de las posiciones incluso generalizadas de quienes sostienen la inexistencia del problema. La pregunta, sin embargo, se refiere a las formas concretas en las que abordarlo y, con suerte, resolverlo. Desde este punto de vista, si el tecnocapital se basa esencialmente en la usabilidad ilimitada del ente en vista del fortalecimiento inconmensurable de la voluntad de poder, se sigue que, en todo caso, es una forma de producción destinada a producir su propio fin: y bien porque, con su devastación de la tierra, traerá finalmente el fin de todas las cosas (y por tanto también de sí mismo), o bien porque, para evitar este epílogo, tendrá que detenerse y, por tanto, también en este caso determinar su propia desaparición. Frente a estas dos posibilidades, el tecnocapital intenta seguir una tercera, verde, apoyándose en la técnica y la geoingeniería.
En realidad, esta posibilidad es íntimamente contradictoria y, en verdad, sólo vuelve a proponer -quizás diferida en el tiempo- la primera perspectiva, la del fin de todas las cosas provocado por ese sistema, llamado capitalismo- que, como un cáncer, aniquila el cuerpo que lo alberga. Y, sin embargo, hoy parece ser la visión de las cosas la que se impone como dominante, también por las razones ya parcialmente esclarecidas, haciendo minoritaria la única posición racional: la que propone, como única salida, el cambio radical de un modelo socioeconómico, es decir, la superación del capitalismo. El hecho de que la nueva izquierda se case con las razones de la economía verde, desertar una vez más del camino del anticapitalismo es una prueba más de nuestra tesis sobre su reabsorción en las espirales del turbocapitalismo. El desenfoque del tema de los derechos sociales al de los derechos civiles y la protección ambiental es el quid proprium de la izquierda neoliberal.
El avance de la izquierda verde, desde Alemania hasta California, representa otro ejemplo convincente de la esencia izquierdista del neoliberalismo progresista y de la metamorfosis de la propia izquierda. Por un lado, la sensibilidad verde, con su necesidad de proteger el medio ambiente, desvía la mirada de la contradicción socioeconómica y la necesidad de proteger a los trabajadores y las clases más débiles: para los «militantes» de la izquierda verde, el escándalo por la «botellas de plástico» o por «coches contaminantes» convive con la aceptación indiferente de la explotación laboral o con los ejércitos de vagabundos y descamisados que viven en los márgenes de las metrópolis opulentas.
Fuente: Izquierda verde, economía verde y ambientalismo neoliberal – Adáraga