Hace poco más de cuatro meses, el 19 de mayo de 2013, publicamos una Newsletter, titulada Monarquía sí, Monarquía no, con especial acogida tanto por el número de lectores que tuvo como por los comentarios que sobre su contenido nos hicieron llegar diversas personas de notoria relevancia social y profesional, incluidos políticos de variada ideología y algunos monárquicos más y menos próximos a la Casa Real. Es obvio que no procede desvelar el alcance ni el tono de las opiniones recibidas al respecto, pero sí que estamos en condiciones de confirmar que el tema de la Corona preocupa hondamente en círculos sociales, políticos e institucionales no precisamente revolucionarios y en no pocos aspectos (sucesión, estabilidad institucional, imagen pública…); situación enfrentada a otros posicionamientos políticos más despreocupados o empeñados de forma irresponsable en posponer y hasta negar cualquier debate sobre el mismo.
LA INSTITUCIÓN MONÁRQUICA EN CAÍDA LIBRE
En aquella Newsletter alertábamos sobre la fuerte caída en la valoración social de la actual Monarquía Parlamentaria registrada por el Barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) de Abril de 2013 (Estudio 2.984), con una nota de 3,68 puntos sobre 10. Un estado de opinión que, además de ser el peor de todos los tiempos, mostraba una evolución de crecimiento negativo mayor que la de cualquier otra alta institución pública, casi todas calificadas pésimamente.
Algo lamentable, entre otras cosas porque al Rey, que constitucionalmente ostenta la Jefatura del Estado y el mando supremo de las Fuerzas Armadas, compete velar por el buen funcionamiento del entramado institucional, que como es notorio presenta no pocos fallos deplorables. Y, de hecho, si desde los tristes acontecimientos del 23-F -que para el lector informado a estas alturas de la historia ya no necesitan más comentario- esa función arbitral se ha mantenido inédita o en pura hibernación, ahora el creciente deterioro de la política (reconversión de la democracia en partitocracia, Justicia politizada, corrupción desbordante, eclosión del independentismo, crisis generalizada, malestar social…) exige que el Jefe del Estado ejerza con total decisión y plenitud toda su alta responsabilidad nacional.
Pero es que, tras conocerse aquella preocupante encuesta del CIS, una nueva investigación demoscópica -la oleada del sondeo periódico que realiza Sigma Dos para El Mundo publicada el pasado 13 de mayo-, no hizo sino reafirmar esa tendencia de forma ya verdaderamente alarmante. El nuevo jarro de agua fría lanzado sobre la Corona por la propia conciencia ciudadana, cada vez más angustiada por el deterioro general de la política y sin un horizonte con perspectivas de futuro, reafirmaba la regresión que desde enero de 2012 se ha venido observando en la valoración social del reinado de Don Juan Carlos de Borbón.
Mientras que a principios de 2012 una gran mayoría de españoles opinaba que el balance de la Monarquía era ‘bueno’ (el 52,5%) y hasta ‘muy bueno’ (el 23,9%), lo que totalizaba un 76,4% de personas satisfechos, en mayo de 2013 ese porcentaje había caído sensiblemente hasta situarse en un 46,3% (el 36,6% estimaba el balance ‘bueno’ y el 9,7% ‘muy bueno’). Ello comporta que la insatisfacción, distribuida en un balance ‘muy malo’ (el 9,7%), ‘malo’ (el 11,8%) y ‘regular’ (el 31,3%), alcance ahora al 52,8% de la ciudadanía, es decir a la mayoría absoluta de los encuestados.
Es evidente que en los últimos meses la Corona se ha visto obligada a poner en marcha una intensa campaña para intentar recomponer su deteriorada imagen pública, pero obviamente de forma tardía y cuesta arriba. Es decir, ya con pocas posibilidades de éxito.
Con independencia de las ‘cosas pasadas’ (las inocultables desavenencias entre Don Juan Carlos y Doña Sofía -con muchas Corinnas de por medio-, el fracasado matrimonio de la Infanta Elena con Jaime de Marichalar, la propia boda del Príncipe Felipe con Doña Letizia -consorte fallida como ‘princesa del pueblo’-, el deterioro del equipo asesor de la Casa Real a raíz del cese de Sabino Fernández Campo…), la dinámica de los últimos acontecimientos afectos a la Casa Real no van a favorecer precisamente la recuperación de la confianza ciudadana en la Institución Monárquica.
Ahí está el problema del escandaloso ‘caso Nóos’, de muy mal recorrido, junto a otras inconveniencias sobrevenidas cada dos por tres. Como el torpe abrasamiento del Príncipe Heredero con el fiasco del ‘Madrid 2020’; el propio aceleramiento del deterioro físico-funcional del Rey, precedido de numerosos y serios accidentes traumáticos -alguno de ellos sin llegar a tener trascendencia pública- y de la diagnosis de varias enfermedades graves, sin olvidar las de naturaleza oncológica; las muestras de rechazo a la Familia Real en los actos públicos que presiden sus miembros o en manifestaciones callejeras, cada vez más frecuentes y sonoras…
Y añadiendo a todo ello el efecto demoledor que sobre la misma imagen de la Monarquía vienen provocando también determinados fenómenos que se muestran peligrosamente insuperables, como los de la corrupción política, la manipulación gubernamental de la Justicia o el más trascendente del separatismo catalán (el separatismo vasco se reivindicará en 2015 según ha anunciado ya el lehendakari Urkullu), ante los que el Rey ha permanecido inhibido, a pesar de que como Jefe del Estado sea el símbolo de su unidad y permanencia y a él competa arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones que lo conforman.
Paréntesis: Sin querer añadir más desazón a nuestra atribulada situación de deterioro político e institucional, y estimando que hoy por hoy Su Majestad no parece tener clara la conveniencia de abdicar en la persona del Príncipe Heredero -cosa posiblemente no desacertada-, también hay que considerar la presión psicológica que con toda seguridad le provoca el cúmulo de circunstancia adversas que viene soportando desde hace tiempo, no exenta de la correspondiente carga depresiva. Sin ir más lejos, el pasado 16 de septiembre ha llamado la atención el hecho de que en la apertura del Año Judicial, el Rey, que presidía el acto, cediera la palabra por segunda vez al Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce, tras haber terminado éste de pronunciar su discurso…
Parece, pues, difícil que Su Majestad pueda volver a disfrutar del estado de salud perdido (como por ley de vida le sucede a cualquier ser mortal) y superar el fenómeno del descrédito social de la Corona, y mucho menos si se sigue apoyando para ello en un inepto entorno de asesores, incluido el alumbrado presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, cuyo torpe sentido del tiempo político sólo parece superado por su acomodada vaguería personal. De hecho, el 55,5 % de los encuestados por Sigma Dos cree inútil cualquier intento de recuperar el prestigio perdido por la Monarquía (datos publicados por El Mundo el pasado 13 de mayo); posibilidad en todo caso ya abortada prácticamente por la acentuada mala salud del Rey, evidencia que consuma una dinámica de agotamiento personal irreversible (baste recordar sus reiteradas caídas en actos oficiales, al margen de la dureza con la que está afrontando su vida privada bien alejada de las cámaras fotográficas).
Y lo que revelan las investigaciones del CIS (que es un organismo oficial) al conectar el suspenso radical en la valoración social de la Monarquía (un 3,68 sobre 10) con el porcentaje de personas que considera dicha institución como uno de los problemas que hoy preocupan en España (un exiguo 0,9 % frente a la identificación masiva de otros que preocupan mucho más), es una percepción ciudadana muy clara de su ‘inutilidad’. Dicho de otra forma, además de que la Corona está claramente reprobada por los españoles, a éstos esa realidad les importa muy poco, algo por supuesto contradictorio con el papel ‘mediador’ que otros estudios de opinión (por ejemplo los de Sigma Dos) buscan asignarle para salvar los muebles del Estado en el desastre institucional latente…
PRISIONEROS DE LA MANIPULACIÓN Y DEL TIEMPO PERDIDO
Pero, como ya hemos advertido en otras ocasiones, el cul de sac en el que se encuentran las necesarias reformas institucionales, genera además una presión mediática que no se conforma con el embrollo de la abdicación del Rey (que en realidad tendría poca justificación institucional), ni con procurar un consenso sobre la reforma de la Constitución (mucho más justificado). Mediáticamente se sigue insistiendo -porque de algo tienen que vivir los medios informativos y sus columnistas- en un sinfín de ‘recomendaciones’ de amplio espectro incidentes, por ejemplo, en la gestión del ‘caso Nóos’, en las relaciones familiares del Rey, en sus controvertidas amistades, en el nivel de transparencia que debe o no debe asumir la Casa Real, en su política de comunicación…, realimentando de esta forma la controversia pública desatada sobre la propia Monarquía, lo que a su vez introduce en el Parlamento cargas de tensión y temores inconvenientes en la eventual tramitación de cualquier iniciativa legislativa que afecte a la Corona.
Si repasamos los últimos acontecimientos históricos, parece irrefutable que la Monarquía ha venido perdiendo demasiado pie para promover en tiempo y forma convenientes las reformas y el aggiornamento institucional más indispensables, por no hablar de la desatención prestada a su propio desarrollo legal mandado constitucionalmente. Una cuestión lamentable que ya se trató con cierta profundidad y algunas revelaciones exclusivas en la Newsletter titulada Las oportunidades perdidas de la Corona.
En ella señalábamos que quizás por esa desidia regia -sin profundizar en otros errores-, la Institución Monárquica anda ahora maltratada en boca de todo el mundo y a remolque de los acontecimientos, sorteando malamente las minas sembradas por sus detractores (y a veces también por los más torpes y conspicuos defensores de la Corona): en suma, prisionera del tiempo perdido en épocas de vino y rosas y de prácticas manipuladores sin mayor horizonte que el de su egoísmo e hipocresía política.
Ahora, al rey Juan Carlos, que es el pilar en el que, bien o mal, se sustenta la actual Monarquía Parlamentaria, sólo le queda -si su salud se lo permite- hacer de la necesidad virtud y convertir su pérdida de popularidad en un punto de arranque para recuperar las oportunidades desperdiciadas en lo que debería haber sido un servicio a España y a los españoles con mayor visión de futuro. Y dedicado antes que nada a salvaguardar la verdadera democracia, a perfeccionar el sistema de convivencia y el funcionamiento de las instituciones del Estado, incluyendo el sistema de justicia, los partidos políticos, las autonomías…, y anteponiendo incluso estas necesidades vitales a los intereses sucesorios de la propia Corona, porque de forma contraria su supervivencia será imposible, por inutilidad manifiesta.
Referencia: Otto von Bismarck, el político prusiano artífice de la unidad alemana y acreditado exponente del realismo político del siglo XIX, más partidario de los hechos que de las palabras y del trabajo que de los festejos, dejó escrita una idea de proyección histórica y personal que le honra: “El político piensa en la próxima elección; el estadista en la próxima generación”. Pero, ¿dónde está el monarca ilustrado y estadista empeñado en asegurar la España del futuro…?
Sea como fuere, con tanta torpeza institucional por medio (no sólo analítica y estratégica sino también en el día a día operativo), lo realmente triste del caso es tener que volver a recordar ahora que, como siempre ha sucedido en relación con las grandes cuestiones nacionales, la hora de la política también llega tarde para la Corona, prácticamente cuando ha comenzado su embalsamamiento social, previo, en la cultura cristiana, a la sepultura o la cremación de la persona ya muerta.
A este respecto, nos parece especialmente acertado el artículo de opinión de Josep Ramoneda publicado en El País (26/09/2013), precisamente con el título ‘La política llega tarde’:
Los Gobiernos tienden a ser conservadores. Las inercias del ejercicio del poder generan alergia a los cambios. Estos solo llegan bajo presión, es decir, en el peor momento. En política, el principio más vale prevenir que curar tiene pocos adeptos. Por eso en tiempos inciertos como el nuestro cunde la sensación de que la política siempre llega tarde. Y a remolque del poder del dinero. ¿Es esta “la evolución natural del mundo” a la que se refiere Mariano Rajoy? Mientras el sistema político se cae a trozos, las únicas reformas que Rajoy emprende son aquellas destinadas a recortar las condiciones de vida de los que tienen menos (salarios, pensiones, subsidios) y aumentar los privilegios de los que tienen más, con la transferencia masiva de dinero de todos a los bancos y la privatización de servicios públicos básicos.
El régimen surgido de la Transición -treinta y cinco años ya- hace tiempo que da muestras de desgaste. La propagación de la corrupción, la evolución del sistema autonómico hacia formas de caciquismo posmoderno, la crisis de l’Estatut, que culminó con la decisión del Constitucional de enmendar el voto de los ciudadanos de Cataluña, la ceguera (o complicidad) de la política ante los disparates financieros que llevaron a la crisis, y el escándalo Bankia, icono de la promiscuidad entre política y dinero, son algunas de las señales que desde hace tiempo nos iban recordando que este régimen no funciona. Nadie hizo nada. El resultado es que el deterioro institucional se ha hecho imparable. Estos días, son noticia la cúspide del régimen y el soporte físico-histórico del Estado: la Corona y la estructura territorial. Rubalcaba, por fin, habla de reforma de una Constitución que la mayoría de españoles no tuvieron ocasión de votar porque no tenían 18 años. Rajoy, como siempre, no ve “razón alguna” para los cambios. Siempre me han fascinado estos miedos inefables que algunos parecen sentir: temor de Dios, temor de la Monarquía, temor de la nación, temor del dinero, temor de la Constitución. Demasiados intocables para una sociedad democrática.
La Monarquía, un anacronismo evidente, se funda en la legitimidad de sangre y no en la de los votos. Sus bazas son el carisma del Rey, como portador de lo atávico, de lo permanente, del cuerpo de la nación, y la familia, que es la vía de transmisión del poder. El Rey está enfermo, atrapado además en una cadena de errores reconocidos, en parte, por él mismo; la familia está en crisis, con asuntos de dominio público; y el agrio aroma de la corrupción ha alcanzado a la Casa del Rey. La única certeza que tenemos es que el Rey no tiene la menor intención de abdicar, según se proclamó en la primera conferencia de prensa de la historia de la Zarzuela, con escenografía propia del politburó de la URSS. Y el Gobierno dice que no hay nada que reformar. En treinta y cinco años, nuestros representantes han sido incapaces siquiera de regular la abdicación del Rey. “Reflexión pausada y prudencia”, pide de Cospedal. ¿Treinta y cinco años más? Siempre hay una excusa para que nada cambie. Unos dicen que cualquier movimiento sería precipitado antes del desenlace del caso Nóos. Otros, que la situación de Catalunya desaconseja cualquier mudanza. ¿Alguien cree realmente que, en las circunstancias actuales, el Rey puede ejercer alguna función arbitral? La norma de nuestros políticos aconseja no afrontar nunca las situaciones hasta que se hacen insostenibles. Y cuando eso ocurre, por lo general, ya es tarde.
Es lo que está pasando en relación con Cataluña. Al PP y al PSOE les cuesta enormemente construir una respuesta alternativa a la secesión. Primero, perdieron mucho tiempo negando la realidad, en parte porque para ellos el problema entraba en el ámbito de lo impensable. Después se han enrocado en la legalidad, convirtiendo un problema político en jurídico, forzando de esta manera enormemente las costuras de las instituciones. El Tribunal Constitucional es una víctima evidente de esta dejación de responsabilidades de la política. Y finalmente, cuando algunos, como Rubalcaba, asumen que algo hay que cambiar (Rajoy sigue en lo suyo: vivimos en el mejor de los regímenes posibles), hay quien sospecha que el momento adecuado ya pasó. El eterno pánico al cambio lastra el atrevimiento necesario para las soluciones audaces que requieren los problemas estructurales. Ante esta parálisis selectiva del régimen, no es extraño que cunda la idea de que la política llega tarde a todo menos a defender los intereses del dinero. Si la política fuera capaz de prevenir, nos ahorraríamos muchos tratamientos dolorosos a la hora de curar. El buen político es aquel que es capaz de anticipar. Y obrar en consecuencia.
Claro está que toda esta cuestión de la ‘oportunidad de acción’ con la que nuestra ralea política más atrófica encubre su incompetencia y su deslealtad con los votantes, cuando no sus intereses personales más espurios, no deja de ser materia recurrente de los comentaristas libres e independientes. Por eso, Federico Jiménez Losantos también se ha pronunciado sobre el debate en cuestión en otro artículo de opinión, titulado sintomáticamente ‘Nunca es el momento’, escrito con su habitual desenvoltura y publicado en El Mundo (27/09/2013):
La penúltima estadía en el quirófano del Rey ha demostrado, según fuentes del Gobierno, el “vacío legal” en que, por no querer desarrollar el Título II de la Constitución, están las figuras del Príncipe, la regencia y las funciones de la Jefatura del Estado cuando este Monarca al que a veces parece que le molesta la Corona, este Rey de Oros con demasiada Sota de Copas que algunos creyeron As de Bastos está por sopitas y buen vino, con permiso del doctor Cabanela. Tiene por delante el Rey un barbecho interminable: dos meses de gotero, otra operación, meses de recuperación casi desde cero y una perspectiva, en el mejor de los casos, crepuscular. En el peor, de ocaso.
Y, claro, si desde el propio Gobierno se reconoce que hay un “vacío legal” que deja al Príncipe de Asturias en tierra de nadie y las funciones del Jefe del Estado al albur de las ocurrencias o conveniencias del gobierno, cualquiera podría concluir que es el momento de llenar ese vacío y prever cualquier contingencia. Eso, al menos, diría cualquier ciudadano común, pensaría un caletre vulgar y corriente. Pero Mariano no es un ciudadano común, ni su caletre pertenece al orden vulgarísimo del ‘homo sapiens sapiens’. Ni antes ni después de él se ha usado el molde en que ‘Alguien vació el bulto de Mariano Pantocrátor’. Así que desde Moncloa, a la vista del vacío legal, han emitido una frase que resume a la perfección su pensamiento político: “no es el momento”. La ventanilla del Ministerio de Dar Largas es la única que funciona en el Gobierno. ¿Qué algo hace falta? Pues que siga faltando. ¿Qué el momento apremia? Pues que deje de apremiar. A ver qué se ha creído el momento. A eso llama la Brigada del Aplauso el “manejo magistral de los tiempos”.
Artur Mas, del que la Cofradía de la Sagrada Ovación Monclovita decía que estaba arrepentido y se acercaba mimoso a Rajoy, ha abofeteado a los españoles y a todas sus instituciones. Mantiene el referéndum y, en plan chuleta de la Barceloneta, llama a España “perdonavidas”. ¿Qué hará Rajoy? Nada. Hace un año dijo que no entraría con Mas “en dimes y diretes”. ¿Soberanía? ¿Legalidad? Vulgaridades. A ver si porque haya un incendio vamos a llamar a los bomberos. El mejor momento de actuar es nunca. Siempre.
LAS TRISTES CONSECUENCIAS DE LA MEZQUINDAD POLÍTICA
Estamos, pues, es un deprimente escenario político en el que las cuestiones de Estado más sustanciales (las garantías constitucionales, la división de poderes, la justicia social, la educación, la unidad nacional, la política exterior, la lucha contra la corrupción…) se reconducen de inmediato al interés más villano y circunstancial del Gobierno, de la Oposición y de la propia Corona, sin grandeza alguna. En él, cualquier asomo de propuesta para perfeccionar el modelo de convivencia y asegurar el futuro de la Nación, incluido el debate sobre la Monarquía, es tachado de ‘transgresor’ y calificado como ‘políticamente incorrecto’, siendo condenado de inmediato a la censura más implacable: es, en efecto, el triste momento de la ‘política tardía’, del ‘dar largas’ y de los políticos mediocres dedicados sobre todo a ver ‘cómo va lo mío’.
En este nuevo contexto de inacción y conformismo político, sostenido sobre todo por el adocenamiento y la sumisión informativa, instalada a su vez en la subvención y el favor económico generalizado, la sociedad civil soporta una peligrosa degradación más allá de la pérdida de sus principios éticos y referentes de convivencia democrática. Una oscura senda que lleva de forma acelerada al progresivo ocaso ciudadano, alienado por la inmoralidad política, la corrupción a gran escala y el ahogamiento de las voces críticas, cuya reconducción sólo será posible mediante una revisión y reversión global del sistema de interacción social, muy apoyada en Internet y en las redes sociales.
Ya hemos sostenido también que si la ciudadanía aceptase la dinámica sumisa y diese por bueno el pancismo institucional que caracteriza la política del momento, sometiéndose definitivamente a la ya insoportable ‘dictadura partitocrática’ que lo realimenta de forma vergonzosa y a los mecanismos de manipulación social que pretenden amordazarla, quizás no merecería la pena plantear siquiera las razones de la crítica, el valor de la intelectualidad o la esencia de nuestra propia libertad. Pero sucede que, como también hemos advertido, hay grupos de personas, prevalentes sin duda en la sociedad española, que no se acomodan, ni tienen por qué hacerlo, al dominio de las oligarquías políticas y de los ‘poderes fácticos’, incluido el de la Corona…
Y este tipo de alientos y actitudes sociales, es el que, de hecho, ya está decidiendo sobre el futuro de la actual Monarquía Parlamentaria (quiérase o no heredada del franquismo), junto con el cuestionamiento del bipartidismo político. Por eso, lo que toca esencialmente en estos momentos, en los que se ha levantado el tabú de reprobar a la Corona, es que el Gobierno decida las reformas institucionales que necesita el país, incluidas las que afectan al propio sistema político, y las ponga en negro sobre blanco antes de que sea demasiado tarde y con peores consecuencias.
Porque viniendo la actual Monarquía de donde viene (de la renuncia de Alfonso XIII, de la imposición de Franco y de la voluntad del pueblo español al aprobar la Constitución de 1978), lo menos que se le puede exigir es una mínima actitud inteligente de estabilidad y supervivencia. A estas alturas de la historia, ya nadie pretende reavivar el enfrentamiento entre Monarquía y República, generacionalmente superado, sino símplemente algo bien facil de entender e instrumentar: poder optar por un régimen presidencialista -el más extendido en el mundo democrático- en el que la Jefatura del Estado asuma las competencias debidas y pueda ser renovada cuando proceda por decisión electoral.
Hoy, en España sobran demasiados anacronismos, debilidades de Estado, dejaciones institucionales, jardines políticos privativos y corrupción pública, espectáculo lamentable ante el que la Monarquía se ha venido mostrando indiferente e inoperante, cuando no pasivamente interesada. Y el colmo sería llevar el actual régimen político al mismo agotamiento al que llegó el franquismo, con una última imagen del Rey tan patética como la que llegó a ofrecer su predecesor en la Jefatura del Estado, propiciada por el mismo tipo de políticos interesados, traidores hasta las cachas y desleales con el pueblo, que alentó aquel peligroso despropósito histórico.
Antes que descalificar la institución republicana de forma generalizada y absurda, lo que a todos debería preocuparnos en estos momentos, incluidos los palanganeros regios, es revisar la herencia política que se impuso a generaciones pretéritas (en muchos aspectos cuestionable y cuestionada), en inapelable concordancia con la ortodoxia constitucional, la dinámica del desarrollo social y los principios esenciales del entendimiento democrático.
Atendiendo todas las posibles críticas políticas y sociales y eliminando todas las vías de manipulación que subyacen en el texto constitucional, sin dejar de alcanzar en los aspectos que sean necesarios a la propia Institución Monárquica y a la actual organización territorial y administrativa del Estado.
El reto de la clase política de cara al futuro más inmediato, no es otro que afrontar una reforma constitucional profunda, desarrollando el Título II de la Carta Magna con la necesaria ‘Ley de la Corona’, refundando de forma razonada y razonable el Estado de las Autonomías, reconduciendo los poderes legislativo, judicial y ejecutivo en el sentido de independencia y contrapeso que les dieron los padres de la Ilustración y reformando el sistema electoral y de partidos políticos para devolver a la ciudadanía la auténtica impronta de la democracia. Pero ahora, no ‘mañana’ con Don Juan Carlos ausente -que es a lo que esperan los políticos más torpes- y con un Estado debilitado y unos partidos de gobierno totalmente desacreditados.
Claro está -no dejaremos de repetirlo- que eso significa subordinar la mezquindad política a la grandeza de miras y que quienes titulan la Corona, el Gobierno y la Oposición se muestren como auténticos estadistas. El Rey no gobierna, pero reina, y eso tiene un recorrido que, como todo en la vida, se puede seguir hacia el infierno o hacia la gloria, que es en lo que estamos.
NADIE ES INMORTAL Y NADA ES INMUTABLE
Los falsos latiguillos políticos del “No es el momento”, “Cada cosa a su tiempo” y “No conviene legislar en caliente”, chocan con citas políticamente mucho más sensatas y próximas a la realidad de la vida política española. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez, a quien tanto debe la Corona y a quien ésta pagó tan mal, sostuvo, por ejemplo, la necesidad de “Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal” y, más allá de las vanas aspiraciones de quienes se creen dueños de la historia y de la voluntad popular, también hizo suya la verdad de que “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”.
Nunca los tratamientos paliativos han servido para atajar la sintomatología de las enfermedades, y mucho menos en sus estadios terminales, que en no pocas ocasione exigen dolorosos tratamientos quirúrgicos. De hecho, cierta ha sido la mala praxis médica de enviar enfermos a los balnearios no para curarlos, sino para quitárselos de encima…
Por eso, entre otras cosas mucho más prosaicas, yerran quienes proclaman artificiosamente la buena salud del Rey y la de la propia Corona, engañados con la inmutabilidad de la Institución Monárquica. El benedictino Padre Feijoo (1676-1764), figura señera de la primera Ilustración Española vivida entre 1720 y 1750, ya señaló que “En el reino intelectual, sólo a lo infalible está vinculado lo inmutable”. Algo después, Schopenhauer (1700-1800), estudioso del concepto de la ‘voluntad’ y gran conocedor del mundo de los ‘fenómenos’ -que él entendía como la misma voluntad ‘objetivada’-, sería aún más realista afirmando: “El cambio es la única cosa inmutable”.
Torpezas pasadas e hipocresías actuales aparte, lo evidente es que la salud del Rey ya condiciona de forma lamentable e irremisible la salud de la Corona y –se quiera o no se quiera asumir- va marcando con paso cada vez más decidido la senda de su enterramiento. En ella, y una vez consumada, sólo cabrá concluir: Requiescat In Pace (Descanse En Paz).