Monika Berchvok y Robert Steuckers
¿Cómo resumiría usted la vida y la obra de Carl Schmitt?
La vida de Carl Schmitt como jurista y teórico tanto del derecho como de la política comenzó en su juventud. Tuvo dos esposas, ambas de origen serbio, con una de las cuales tendría una hija, Anima, con quien se casaría en España. Desde el punto de vista político, Carl Schmitt fue inicialmente un partidario del Centro Católico (Demócrata-Cristiano), sin adherirse formalmente a él, ya que su familia era originaria de Mosela y eso implicaba una herencia tradicional muy fuerte y la defensa de un catolicismo rural. En un principio su padre apoyo el Centro Católico, pero este pronto perdió el rigor doctrinal y político que los católicos de Mosela y el Rin veían en él. Se podría decir que es la historia de la decadencia de una rama política que no existía en Francia y que ahora está en su fase final, especialmente en Bélgica y en Alemania ahora que Angela Merkel se ha retirado. En una primera fase de su vida política, Schmitt quiso dar rigor y fuerza al amplio movimiento que representaba este catolicismo romano y político: los representantes del partido lo ignoraron y el catolicismo alemán desde entonces vive desequilibrado por toda clase de debates teológicos infructuosos y débiles intentos de adaptarse al espíritu de la época. Schmitt, al menos superficialmente, y al igual que muchos miembros decepcionados del Centro Católico, se unió al nacionalsocialismo, al cual consideraba como una medida provisional para detener la decadencia de ese entonces. Carl Schmitt quedó marcado por los años de 1933 y 1934: a partir de entonces, muchos comenzaron a sospechar de él, especialmente debido a que publico un texto titulado “El Führer como garante de la ley” tras la famosa “Noche de los cuchillos largos”. Fue un intento tardío de Schmitt de adaptarse a los nuevos gobernantes, tratando de dejar atrás su pasado reciente como opositor al ascenso del hitlerismo. Además, Schmitt fue asesor de comunistas como Kurt von Schleicher, asesinado el 30 de junio de 1934. Sin embargo, siempre existió una profunda desconfianza hacia Schmitt por parte del NSDAP, especialmente en las SS: el periódico de la Guardia Pretoriana de Hitler atacó ferozmente a Schmitt en 1936, considerándolo como un representante del centro (ya disuelto) y hostil en secreto al nacionalsocialismo después de su llegada al poder el 30 de enero de 1933. Se le prohibió a Schmitt aspirar a cualquier puesto público después de este incidente, acompañado de amenazas de muerte y una minuciosa investigación ordenada por Himmler; a partir de allí dejó de preocuparse por la política interior alemana y por la codificación del nuevo sistema jurídico del nazismo, pero continuó con sus brillante y bien fundadas críticas al wilsonismo estadounidense, que a sus ojos era una continuación de la Doctrina Monroe proclamada en 1823 por el entonces presidente estadounidense de ese nombre. Los Estados Unidos de James Monroe rechazaron cualquier intento de intervención de la Santa Alianza europea en el Nuevo Mundo y, a cambio de esto, prometía no intervenir en los asuntos europeos o asiáticos. Tal proclama no tardó en ser abandonada una vez empezó la guerra contra España en 1898, cuando Estados Unidos conquistó las Filipinas e intervino en China en 1900. El intervencionismo estadounidense en Europa llegó de la mano de Woodrow Wilson. Ya para la década de 1920 los estrategas estadounidenses Frank B. Kellogg y Henry L. Stimson señalaban que Japón era una amenaza y elaboraron una serie de leyes que buscaban socavar la soberanía de los países no estadounidenses, prohibiendo toda clase de guerra, criminalizando a los Estados que se oponen al intervencionismo estadounidense y rechazando la neutralidad – ya que los enemigos de los EE.UU. son representantes del mal absoluto y, en consecuencia, afirmando que cualquiera que los defienda es su partidario, lo que conlleva la defensa del intervencionismo estadounidense en todo el mundo –. Schmitt fue el primero en oponerse a estas afirmaciones a partir de un gran rigor intelectual. Dado que EE.UU. es una potencia de dimensión continental, Europa también debe aspirar a convertirse en una y por eso él llamó a la creación de una “Gran Europa” bajo el liderazgo de Alemania y junto con las colonias africanas de los demás países europeos. Es por eso que Schmitt es considerado como el teórico del “Großraum” (Gran Espacio) y la prohibición de toda forma de intervencionismo por parte de un poder extranjero dentro de dicho Gran Espacio (“está prohibido que los poderes ajenos a este espacio intervengan en él”). Después de la guerra, y habiendo salido de la cárcel, en la que pasó varios meses, Schmitt volvió a su pueblo natal, Plettenberg, en Sauerland, negándosele la posibilidad de dar cátedra universitaria. Estaba muy amargado. Sin embargo, recibió muchas visitas en ese momento y fue invitado regularmente a España, donde se negaron a aplicarle el ostracismo que le habían impuesto en Alemania. Fue allí donde desarrolló la “teoría del partisano”, a partir de un análisis de ciertas características del maoísta (o el Vietcong) que se podían encontrar en muchos medios católicos rurales de Flandes, Austria y Alemania todavía en la década de 1960. No obstante, Schmitt nunca ridiculizó estas características rurales del maoísmo, como si lo hicieron muchos activistas maoístas europeos, generalmente descerebrados y ridiculizados por humoristas como Lauzier, que los caricaturizó cruelmente. Schmitt se limitó a analizar la teoría clausewitziana de la “pequeña guerra” (guerrilla) del Tirol y España contra Napoleón y justificó la lucha del partisano si y sólo si defiende a su país (si su lucha tiene una dimensión “telúrica” y a menudo “campesina”), lejos de cualquier delirio ideológico abstracto. Al fin y al cabo, el orden mundial posterior a 1945 estaba compuesto por tres “Grandes Espacios” según él: EE.UU., la URSS y China. La bipolaridad creada por Yalta era disputada por los pueblos en proceso de descolonización y los No Alineados (en los que Schmitt depositaba todas sus esperanzas).
¿Cómo influyó la fe católica en la formación intelectual de Carl Schmitt?
La fe de Carl Schmitt no puede ser asimilada de ninguna manera al fanatismo religioso ingenuo, lo cual no implicaba la intransigencia. Podemos decir que el catolicismo de Schmitt era de origen ibérico y provenía de su lectura del diplomático español del siglo XIX, Juan Donoso Cortés, que consideraba como “satánicas” las maquinaciones de la “clase discutidora”, es decir, la burguesía parlamentaria y todos los pensadores que la apoyaban. La política solo acontece en el estado de excepción y peligro y no surge de los debates; es imposible que de charlas interminables y repetitivas puedan surgir decisiones rápidas y contundentes. Dios no creó el mundo a partir de una discusión parlamentaria: el acto divino más importante no es producto de un debate. Las decisiones papales también son hechas sin recurrir a ninguna forma de debate y lo mismo se aplica a las decisiones de los monarcas absolutos. El decisionismo de Schmitt depende mucho de Donoso Cortés, aunque su catolicismo se apoya en otras ideas rectoras que encontramos en su teología política como el pesimismo antropológico y la idea del “retenedor romano”. Schmitt hereda de la tradición agustiniana la idea de un “ser humano pecador” que debe ser integrado en un sistema religioso con tal de que no se entregue a sus bajos instintos: el pecador necesita de la “forma”. La antropología pesimista, contraria a la antropología optimista de Rousseau (“el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”), no conduce al totalitarismo, ya que Schmitt observa que son los representantes de los totalitarismos modernos los que se consideran “buenos”, es decir, por encima del pecado, y en consecuencia tratan a sus enemigos como alimañas que deben ser exterminadas (por ejemplo, la Vendée). El optimismo antropológico conduce al terror; su eudemonismo superficial desemboca finalmente en el “exterminio” violento. En segundo lugar, algunos teólogos tardoimperiales sobre los que reflexiona Schmitt sostenían que la providencia había entregado a los primeros cristianos la defensa del “retenedor romano”, es decir, el Imperio Romano, y que este retenedor debía ser mantenido contra viento y marea por un katehon contantemente amenazada por el peligro y la decadencia (la resistencia a la decadencia o a las fuerzas del mal como medio para detener una catástrofe apocalíptica). Schmitt tomó muy en serio la idea del “retenedor romano”: siendo renano y moseliano, sabía que su región natal floreció bajo el Imperio Romano y este Imperio sobrevivió gracias a la “translatio imperii ad Francos” y posteriormente “ad Germanos”. El Sacro Imperio Romano Germánico existió hasta que fue destruido por Napoleón: es necesario restaurarlo y recatolizarlo (darle una forma). Por lo tanto, es necesario consolidar el retenedor, además de defenderlo y preservarlo durante el mayor tiempo posible. La catolicidad de Schmitt es inseparable de esta defensa del Reich medieval, siendo paradójicamente “gibelina” y no güelfa. Igualmente, esta idea es inseparable de la forma, la cual se manifiesta constantemente a través de su esplendor y visibilidad, su triunfo constante, su arquitectura, su solemnidad y pompa. Aquí es evidente la hostilidad de Schmitt hacia la sobriedad de la liturgia protestante. Pero tampoco hay que olvidar sus reservas frente al catolicismo conservador que soñaba con una ingenua restauración romántica medieval promocionando el anti-estatalismo, anti-prusianismo y antifascismo con el pretexto de que el Estado alemán e italiano eran de origen prusiano, protestante y/o provenientes de la tradición filosófica de Hegel (llamada “actualista” en Italia y Holanda): Schmitt seguía siendo católico (renano), pero también era un estatista prusiano y un nostálgico del Sacro Imperio Romano Germánico en su forma gibelina.
La relación de Carl Schmitt con el nacionalismo socialismo, al igual que las de sus compañeros Heidegger y Jünger, sigue siendo objeto de un apasionado e interminable debate. ¿Fue Carl Schmitt un asesor o un opositor al régimen de Hitler?
En cierta forma, se puede decir que fue ambas cosas. Fue un compañero de viaje del nacionalsocialismo porque la situación de principios de la década de 1930 y después de la llegada al poder del NSDAP en enero de 1933 postulaba un volens nolens. Schmitt, como muchos de sus contemporáneos, odiaba el sistema de la República de Weimar sometido a los poderes extranjeros franceses y estadounidenses (por ejemplo, los intentos de Dawes y Young de controlar la economía alemana). La economía de la República de Weimar era, como decían los empresarios estadounidenses, una “economía penetrada/dependiente” que impedía que el país fuera realmente autónomo. Estos planes no pudieron resolver los problemas creados por el crack bursátil de 1929. El nuevo régimen podría ser capaz de consolidar el “retenedor alemán” para que este volvería a convertirse en un Reich, es decir, un “área metropolitana” autónoma y ajena a los Estados Unidos. Schmitt fue opositor del nacionalsocialismo porque criticó la ideología del nuevo régimen, la cual contenía muchos elementos románticos que califica de “ocasionalistas” y, por lo tanto, representaban un “bricolaje” sin referencias sólidas, profundas y antiguas, que terminarían por desintegrarse a mediano plazo. Como sea, Schmitt fue denunciado como el jurista del nazismo después de 1945, fue interrogado sin cesar por los agentes de inteligencia estadounidense y condenado al ostracismo por la nueva Alemania democrática. Se le prohibió enseñar por el resto de su vida.
¿Cuál fue la relación de Schmitt con el liberalismo?
Schmitt consideraba el liberalismo como su principal enemigo, la forma que asumían todos los delirios y desviaciones modernas. Sin embargo, su crítica al liberalismo cristalizó en su constante rechazo del “derecho positivo”, el cual postula la aplicación estricta de las leyes y normas sin referencia a los cambios en la realidad, el contexto político y sociológico y los hechos que dieron lugar a los delitos o infracciones. Esta posición de Schmitt proviene de sus primeros años de estudio en Estrasburgo, donde trabajó con un tal profesor Fritz van Calker, quien consideraba que el derecho no podía estudiarse sin tener en cuenta los valores tradicionales de las diferentes sociedades. Por supuesto, el sistema de valores de Schmitt, que encontramos en las primeras etapas de su obra, estaba ligado al catolicismo renano, a veces truculento y cortés, que se manifestaba en las celebraciones carnavalescas, su bella forma romana y su referencia al “retenedor romano” (germanizado por los carolingios y los otonidas). No obstante, este catolicismo de Schmitt no dejó de influir en sus altas producciones intelectuales. Schmitt no veía a las vanguardias literarias y artísticas como una continuación delirante de la modernidad progresista, sino, más bien, como un desafío radical a la Modernidad liberal y burguesa que buscaba destruir la columna vertebral de todo Estado verdaderamente “político”, es decir, la marginación de toda forma de militarismo. Schmitt creía que las energías de las protestas vanguardistas, una vez socavado el orden burgués, volvería inevitablemente a las tradiciones positivas de los pueblos y por lo tanto debían efocar su lucha contra el liberalismo burgués (Hugo Ball, que era un admirador dadaísta de Schmitt, volverá, aunque de forma torpe, a una especie de catolicismo lleno de fervor medieval y esplendor triunfal). En segundo lugar, la crítica de Schmitt al “derecho positivista”, teorizado en su momento por Hans Kelsen, es inseparable de su crítica a la partitocracia de la República de Weimar. La partitocracia conducía a una perjudicial fragmentación del “corpus mysticum”, es decir, del pueblo, tal y como lo definió Suárez, un pensador español del siglo XVII: la partitocracia yuxtapone fragmentos del pueblo que son hostiles entre sí. Además, entrega el poder a diferentes facciones de la “clase discutidora” fustigada por Donoso Cortés y, finalmente, conduce a la decadencia irreversible de lo político y las instituciones del Estado. Queda claro que Carl Schmitt es más actual que nunca en este sentido. Al igual que Maurras, buscó el triunfo de la legitimidad y desconfiaba de la legalidad que es la base del “derecho positivo” del liberalismo.
El decisionismo es fundamental en Carl Schmitt. ¿Cómo se puede definir este decisionismo en su obra?
Schmitt consideraba el estado de excepción o emergencia como el momento de la verdad, lo cual contrastaba con la normalidad legalista y burguesa. Este estado de excepción de alta intensidad exige tomar decisiones rápidas y sin vacilar. El “decisionismo” de Schmitt es, por lo tanto, inseparable del concepto “kairológico” del tiempo de los griegos, es decir, de un momento que exige una acción rápida que implica aprovechar la inmediates (sin mediación) y la oportunidad con tal de forzar el destino y de ese modo obtener la victoria y prevalecer. Este tiempo “kairológico” contrasta con el suave desenvolvimiento del tiempo “cronológico”, el tiempo normal, ligado a las rutinas banales y la vida cotidiana (el “gobierno del hombre” según Heidegger). Ante los ojos de Schmitt el derecho positivo es el derecho que se niega a pensar en otra cosa que no sea la normalidad, una normalidad regulada y estandarizada por leyes inmutables e ininterpretables que nunca entraban en contacto con la riqueza de la realidad (el derecho consuetudinario suele ser pícaro y bribón). El derecho positivo consideraba que la historia jurídica anterior fue abolida por el pensamiento y la práctica jurídica del siglo XIX: el derecho consuetudinario y el estado de excepción (que funciona de otra forma) quedaron excluidos del pensamiento y la práctica jurídica por ser considerados extrajurídicos. El liberalismo es la ideología de esta exclusión general, de esta depuración total de lo mundano y concreto que, en última instancia, conduce, como dijo nuestro ministro Theo Francken, a que el aparato judicial solo elija “jueces no mundanos” (“wereldvreemd”). A esta aguda crítica, difícil de analizar en todas sus consecuencias en esta simple entrevista, Schmitt añade que el verdadero jurista, legitimador y decisionista, como él mismo lo era, debía tener una sólida formación literaria y clásica, pues de lo contrario se convertiría en un abogado o juez aburrido y sin cultura, un estúpido o perverso seguidor de las ideologías “del momento” o “de moda” que enturbiaban y neutralizaban el sentido mismo del derecho natural. Esta crítica, expresada por Simmel en 1914, y luego por Schmitt y Max Weber en la década de 1920, fue retomada mutatis mutandis por François Ost (F.U. Saint Louis, Bruselas) en su obra Raconter la Loi. Aux sources de l'imaginaire juridique (O. Jacob, 2004), obra que no ha sido lo suficientemente estudiada en los círculos no conformistas actuales. Ost quiere superar todas las visiones formalistas y moralistas del derecho, básicamente lo mismo que quiso Carl Schmitt en su momento, deseando que el derecho vuelva a retomar las paradojas que nos revela la literatura (cita a Sófocles, Goethe, Defuoe, Kafka, etc.). Según Schmitt el liberalismo es un orden pervertido que debe ser eliminado porque obstruye la posibilidad de la polis de comprender el estado de excepción o de necesidad, además de promover la partitocracia, el derecho positivo (de Laband y Kelsen) y justificar toda clase de errores moralizantes y economicistas.
¿Qué “lecciones” de la obra de Schmitt siguen siendo relevantes?
Las enseñanzas que dejó Carl Schmitt son numerosas como demuestra el creciente interés que existe en todo el mundo por su obra. Una lectura atenta de las obras de Carl Schmitt permitiría realizar una crítica constructiva sobre los perversos efectos de la partitocracia. Personalmente, considero que la definición que da Schmitt de los “Grandes Espacios” y el hecho de que este “prohibido la intervención de potencias extranjeras que no pertenezcan al espacio europeo” en nuestros asuntos es muy importante. La Europa de hoy está sometida a la constante intervención del poder estadounidense, siendo esta última una talasocracia tanto en sus principios como en sus valores culturales. Estados Unidos es una talasocracia debido a su extensión continental bi-oceánica (Atlántica y Pacífica), tal extensión bi-oceánica la permite ser autosuficiente y proyectarse a los continentes insulares o costeros que estén en el Atlántico y el Pacífico, tanto en Asia como en Europa, pero, sobre todo, satelizar a las potencias menores y, lo que es peor, penetrar en mares interiores como el Mediterráneo, el Mar Negro, el Mar Báltico, el Golfo Pérsico y el Mar Rojo con tal de aplastar a cualquier otro poder imperial que pueda surgir en esos lugares. Europa (y Rusia) se encuentran muy expuestas a estas acciones porque nunca han acatado los consejos de Schmitt de prohibir que el lejano Estados Unidos pueda invadir militarmente nuestras tierras y mares, tolerando la presencia estadounidense en el Mediterráneo (con la Séptima Flota estacionada en Nápoles y la alianza incondicional con Israel). La guerra en Ucrania permite una intrusión permanente en el Mar Negro y ha llevado a todas las pequeñas potencias del Báltico, antes neutrales, a unirse a la OTAN. La desaparición de la neutralidad de esta región, ahora altamente estratégica, es una catástrofe para toda Europa, pues ya no será posible ampliar esta neutralidad con tal de crear un espacio de amortiguación entre el verdadero Occidente, heredero de los iconoclastas de 1566 y los sansculottes, y Rusia. Carl Schmitt escribió en la p. 257 de Posiciones y conceptos que lamentaba la desaparición y la potencial criminalización del derecho de los Estados a la neutralidad tal y como había sido consagrado por el derecho internacional, es decir, el derecho a no participar en una guerra entre terceros y por lo tanto no permitir que sus propios territorios se convirtieran en escenario de combates y destrucciones irremediables. Schmitt dice: “La amenaza y el peligro de la criminalización del principio de neutralidad en el derecho internacional no emanan, pues, de un Estado que únicamente se preocupa por él mismo, sino, por el contrario, de las pretensiones de poderes supranacionales y suprapopulares que quieren impedir el derecho o no de un pueblo a elegir para sustituirlo por valores colectivos predeterminados (nota del traductor: la comunidad de valores occidental/atlántica) que son considerados como universales o ‘suprapopulares’ de una forma u otra”. El derecho a elegir la neutralidad, como lo hizo la Finlandia de Paasikivi y Kekkonen en 1948, con tal de evitar la ocupación soviética o la anexión, es un derecho inalienable de los Estados que va de la mano del rechazo de todas las ideologías universalistas, ya sea que se trate del modelo fallecido modelo soviético o del transatlantismo actual. El derecho a la neutralidad significa también no discriminar a las partes en conflicto y no permitir ningún desequilibrio a favor de una u otra en perjuicio de todas las partes, incluso en los medios de comunicación. Las ideas schmittianas sobre la no injerencia, junto con su crítica a las ideologías mesiánicas y universalistas y la defensa del principio de neutralidad, deben ser rescatadas y defendidas más que nunca.
El libro de Schmitt Tierra y Mar es muy actual. ¿Acaso Rusia y Occidente representan esta lucha entre el poder de la tierra contra el poder del mar? ¿Ofrecen estas reflexiones de Schmitt una clave para el ulterior curso de esta guerra?
Por supuesto, como ha señalado Alexander Dugin en sus extensas y didácticas obras publicadas en Moscú, la lucha global actual es un conflicto entre una talasocracia hegemónica, que ha ampliado su dominio técnico hasta convertirse en una potencia aérea, espacial y balística, contra varias potencias continentales (telurocráticas) que han desarrollado flotas y submarinos, sobre todo China en la región del Océano Pacífico. Dugin resume muy bien las posiciones de Schmitt en su libro El auge de la cuarta teoría política (Torredembara, ed. Fides, 2018; del cual solo he podido consultar su versión española) al decir que el “Gran Espacio” continental del que habla Schmitt es actualmente Rusia, pero las fronteras de Rusia se han vuelto frágiles después de la disolución de la URSS. Schmitt considera que la figura simbólica del zoon politikon, encarnada en un imperio telurocrático, es el “geómetra romano” que mide, levanta y traza carreteras, construyendo puentes y acueductos en todas partes. Él organiza el espacio para convertirlo en parte de la civitas y crea de ese modo la civilización. Schmitt sostiene que la talasocracia no es más que una ilusión que no se sostiene sobre nada concreto: en su Glossarium, es decir, en sus apuntes que no aparecerían sino diez años después de su muerte, dice que la talasocracia es una entidad política hegemónica de carácter oceánico/marítimo que tiene la necesidad de moverse constantemente, porque de lo contrario “se hundiría irremediablemente, ya que en el agua uno tiene que nadar”. La hegemonía talasocrática implica un movimiento constante: una sociedad fluida que considera que cualquier forma sólida basada en la tierra es criminal y totalitaria. El conflicto actual que se desarrolla en varios escenarios, entre ellos Siria y Ucrania, es un conflicto entre una talasocracia que ha reemplazado parcialmente el poderío de sus naves por el mundo digital, la nube y el “offshore”, frente a diversos poderes telurocráticos que además de contar con barcos también construyen ferrocarriles, canales y nuevas rutas marítimas (incluso en el océano Ártico). El representante más importante de esta telurocracia es la China de Xi Jinping con su doble proyecto de un sistema de comunicación tradicional-terrestre, el Cinturón y la Franja (o “nueva Ruta de la Seda”) junto con su banco de inversiones de proyectos concretos (referencia a las “ordenes concretas” de Schmitt). Hubiera sido interesante conocer la opinión de Schmitt sobre las guerras actuales, ya que sólo pudo teorizar el rígido orden mundial producto de la “Guerra Fría”.
¿Qué intelectuales de izquierda y derecha reivindican a Carl Schmitt actualmente?
La recepción actual de Schmitt abarca un espectro muy amplio, aunque quienes más lo leen son naturalmente los intelectuales, pues resulta imposible abarcar la obra de un hombre que murió a la edad de los 97 años, escribiendo su último libro a los 91 años. La prematura muerte de su hija Anima lo dejó literalmente sin palabras. En Francia fue leído principalmente por Julien Freund, su alumno alsaciano. Sus exegetas italianos tanto de izquierdas como de derechas son todos dignos de ser tenidos en cuenta. Schmitt ha sido muy estudiado en España e Iberoamérica, mientras que en Alemania, a pesar de haber sido demonizado por sus relaciones con el nazismo, sus antiguos alumnos han seguido promocionando su obra, en particular el primer Helmut Quaritsch, un alemán suscrito a la ENA tras el acuerdo De Gaulle/Adenauer de 1963 y que posteriormente dirigió la prestigiosa revista de ciencias políticas Der Staat (Berlín). Dado que es imposible abarcar todos los aspectos de su obra en esta entrevista, me gustaría mencionar sobre todo a Günter Maschke, un camarada mío fallecido en febrero de este año, antiguo agitador de izquierda en los años sesenta tanto en Alemania como en Austria que dio literalmente un giro a su perspectiva ideológica y se convirtió en uno de los más ardientes seguidores de Schmitt, siendo un meticuloso investigador de su obra. También merece la pena mencionar al profesor Rüdiger Voigt, que estudio la actualidad del “Gran Espacio” de Schmitt en este mundo “desterritorializado”, tema muy importante hoy. Podríamos decir que mi compatriota Chantal Mouffe es la schmittiana de izquierda más importante, especialmente porque está vinculada al movimiento neocomunista español Podemos debido a su marido, el postmarxista Ernesto Laclau, retomando muchos de los conceptos acuñados por Schmitt con tal de criticar el liberalismo (y el neoliberalismo). El liberalismo, esa ideología debidamente fustigada hasta el cansancio por Carl Schmitt, destruye/deconstruye las comunidades humanas de modo que la lucha de clases ya no es posible en una sociedad fragmentada donde solo existen individuos aislados. Chantal Mouffe también retomó, como lo hizo Maschke al principio de su encuentro con la obra de Schmitt, la idea de lo político, negada por la izquierda clásica y especialmente por quienes han sucumbido a las encantadoras sirenas del neoliberalismo. Lo político permite reunir “al nosotros como grupo” que, resistiéndose a otros “grupos”, permite la riqueza del juego de lo político, a diferencia de la implosión de lo político en nuestras sociedades neoliberales actuales. Según Chantal Mouffe, Schmitt permite pensar lo agonal y restablecer la lucha política como única forma de salvación de las civilizaciones en esta era del vacío (liberal), algo que, por cierto, también defendía Armin Mohler en 1982 en un artículo olvidado que publico en el Criticón y que yo traduje hace mucho. Por último, el corpus teórico de Schmitt ha sido popularizado por la revista teórica estadounidense Telos, ¡la cual fue la responsable de la difusión de las ideas de la Escuela de Frankfurt en los Estados Unidos! Uno de sus redactores en jefe, el ya fallecido Paul Piccone, descubrió a Schmitt y orientó su revista hacia esa asombrosa síntesis que hoy en día ellos mantienen y que no tiene equivalente alguno en el ámbito francófono. Recientemente, la revista ha publicado un análisis de la obra de Schmitt realizado por uno de sus primeros lectores estadounidenses, Joseph W. Bendersky, y su alumno chino, Qi Zheng. 37 años después de la muerte de Schmitt, 43 años después de haber publicado sus últimos libros, la obra de este ermitaño de Plettenberg sigue resonando en todo el mundo: tratar de eludirla con tal de darle el triunfo a los borregos e imbéciles de hoy, dominados por los deshilachados discursos de la corrección política e ideologías sin contenido como el neoliberalismo, que promocionan a toda esa camarilla de apolíticos incautos y políticos canallas, sería un crimen inmenso que no podemos permitirnos.
Hace poco mencionó la influencia de Carl Schmitt en China. ¿Hasta qué punto su obra ha influenciado a los gobernantes de ese país?
Puede consultarse la obra del italiano Daniele Perra sobre ese asunto, hace poco público un libro muy conciso y claro titulado Stato e impero da Berlino a Pechino. L'influenza del pensiero di Carl Schmitt nella Cina contemporanea (Anteo Ed., Cavriago/RE, abril 2022). En este libro, que desgraciadamente todavía no ha sido traducido al francés o al inglés, Daniele Perra enumera los más importantes pensadores políticos chinos contemporáneos de corte “schmittiano”: Liu Xiaofeng, Jiang Shigong, Wang Huning y Zhang Weiwei. Xiaofeng subraya la importancia del puritanismo en el surgimiento del idealismo estadounidense y su forma de abordar la política internacional, además de su obsesión por obligar a otros Estados, incluidos los que están emergiendo o desean emerger, a adoptar una “política de puertas abiertas” con tal de no ser considerados como “totalitarios” o “sociedades cerradas” (como los denominan Popper o Soros). Xiaofeng subraya que China debe conocer el origen de esta obsesión e intentar de alguna forma mitigar su virulencia, pues tarde que temprano estallará. Jiang Shigong teorizó el concepto de imperio y de “Gran Espacio”, concluyendo que China debe asumir un papel de liderazgo ante el posible nacimiento de un “nuevo nomos de la tierra” tal y como fue teorizado en su momento por Schmitt. Wang Huning analiza los modos de expansión de la cultura occidental (es decir, estadounidense, ya que Estados Unidos es la potencia hegemónica de Occidente) “progresista”, ya que Estados Unidos, como entidad estatal sin profundidad histórico-temporal, sólo piensa en el futuro, por lo que no respeta el pasado y, por lo tanto, la sabiduría adquirida e interiorizada por medio de la experiencia histórica. El neoliberalismo es la actual encarnación de esta voluntad de destrucción del pasado, una ideología/teología puritana estadounidense contra la cual China debe oponerse mediante la defensa de sus autoridades políticas (es decir, el “partido”) y un socialismo colectivo ajena a la mentalidad liberal. Por su parte, Zhang Weiwei afirma que China debe esforzarse por “deconstruir el discurso hegemónico de Occidente” por medio de los principios culturales heredados de su pasado, esta idea de la “deconstrucción” está basada en la obra filosófica de Martin Heidegger, para quien “deconstruir” no significa destruir los fundamentos de una civilización, como pensaban sus seguidores en la Escuela de Fráncfort o filósofos franceses como Jacques Derrida o Michel Foucault, sino “deconstruir” aquellas actitudes ridículas en las que ha caído el Occidente actual, cuyas manifestaciones más recientes son el sesentayocho, el idiotismo festivo (denunciado por Philippe Muray), la corrección política y el wokismo. Los principales teóricos chinos también son consumados lectores de Heidegger.
¿Cuál es su conclusión de todos esto?
Lo que he dicho está aquí es muy superficial: soy muy consciente de que la obra de Schmitt merece un estudio muy profundo y de que muchos aspectos de su pensamiento aún no han sido abordados. Su obra está abierta y no sé cerrará jamás.
Robert Steuckers, Sur et autour de Carl Schmitt - Un monument revisité