Nadie puede discutir el valor de la constancia, es decir de la firmeza y perseverancia del ánimo en las resoluciones y en los propósitos, como base de otras virtudes, según Francis Bacon, o como el “fondo de la virtud”, al decir de Balzac. Con más profundidad y alcance, quizás por su mayor ‘visión del mundo’, Nietzsche fue algo más allá y dejó escrito: “No es la fuerza, sino la perseverancia de los altos sentimientos la que hace a los hombres superiores”.
Pero claro está que, bajo el gobierno de la inteligencia, la constancia o la tenacidad tienen que orientarse en el buen sentido. De forma que ni una ni otra se confundan con la obstinación, cosa que sucede a menudo.
Así, Luis XIV de Francia advirtió que “la constancia no consiste en hacer siempre las mismas cosas, sino las que tienden a un mismo fin”. Y, con mayor proximidad y un punto de ironía baturra, José Camón Aznar afirmó su idea de la perseverancia de esta forma: “¿Voluble, ese hombre? No hay constancia más firme que la de la veleta, siempre en la dirección del viento”…
Y cierto es que sobre la obstinación, entendida como pertinacia, porfía o terquedad, también se ha escrito lo suyo. Sófocles advertía: “El yerro es cosa común a todos los hombres, pero cuando ha cometido un fallo, el sabio repara el daño que ha hecho y no se mantiene inmutable. La obstinación engendra todo género de males”.
San Agustín, el ‘Doctor de la Gracia’ iluminado por las lecturas de Platón, precisó que “así como la constancia no deja que el hombre se pervierta, la pertinacia no permite que se corrija”. Y Michel de Montaigne, creador del ‘ensayo’ como género literario y hombre perspicaz como pocos en su época y su entorno, llevó la idea algo más allá señalando: “La obstinación y las opiniones ardientes son la más evidente prueba de tontería”.
(Paréntesis con toque de atención para Rajoy y Ruiz-Gallardón a propósito de la reforma de la Ley del Aborto: Uno de los capítulos más incisivos de los celebrados Ensayos de Michel de Montaigne, que a ambos convendría leer, es el titulado ‘No cambiar caprichosamente una ley recibida’…).
No menos sagaz que Montaigne fue Rousseau, al afirmar que “la obstinación es un vicio que depende del carácter natural y la falta de conocimientos”. Y mucho más, si cabe, Baltasar Gracián, maestro del conceptismo, que llegó a proclamar: “Todos los necios son obstinados, y todos los obstinados son necios”.
Aunque, sin necesidad de tener que recurrir a los autores clásicos, en la llana y natural sabiduría del refranero español han prevalecido también no pocos dichos que caracterizan las actitudes obstinadas: “Al terco, dale dos higas, pero no le contradigas”; “Muerto, sí, más no rendido”; “Al terco verás perecer, por no dar su brazo a torcer”…
LA CONTUMACIA EN PEDIRLE PERAS AL OLMO
Pues bien, a tenor del desprestigio de la clase política española -y por tanto de la política en sí misma-, sumida en un repudiable sistema partitocrático identificado con el pesebrismo, la corrupción y la incompetencia, no cabe sorprenderse, ni menos escandalizarse, de que el presidente Rajoy, como antes hizo el ínclito ZP, se haya rodeado ad líbitum, es decir ‘a placer’, de ministros que, como tales, en su mayoría lo son de tres al cuarto, aunque ellos puedan pensar lo contrario.
Y el caso es que, además, la cartera con la que se agració también a la mayoría de ellos no fue exactamente la más adecuada a su perfil personal, ni una responsabilidad proporcionada a su porte y bagaje profesional. En este país, los políticos, que salvo muy contadas excepciones han de ser amigotes o camanduleros del que manda, parecen valer lo mismo para un roto que para un descosido, como si fueran réplicas de los siete sabios de Grecia en vez de útiles para nada o inútiles para todo.
Y así podemos ver, por poner un ejemplo, cómo una licenciada en Medicina y funcionaria del Cuerpo Superior de Sanidad Pública, tras ocupar cargos de relevancia acordes con su formación en el sector sanitario e incluso en el de la enseñanza -con acierto- ha terminado dirigiendo sin gloria alguna el Ministerio de Fomento; mientras Sanidad y Educación quedan en manos de personas inexpertas en esos campos, como Ana Mato y José Ignacio Wert (que sin más razón podrían haber aterrizado en Justicia o Interior), y que muchas veces no llegan a saber de qué va la cosa hasta el momento del cese. Vía por la que las Aído, las Pajín y los Roldán de turno, o los Floriano, los Cotino y los Fernández de Mesa del PP, pueden terminar dirigiendo indistintamente, la defensa, la industria, la política exterior de España, el CNI, el CSIC o la verbena de la Paloma: da lo mismo.
Sin necesidad de poner más ejemplos, eso hace ver que la conformación del actual Consejo de Ministros ha respondido mucho más a una suerte de tómbola política o de filias y fobias del llamado ‘Dedo Divino’ (el de Rajoy) que a un criterio de selección serio y riguroso. Porque, ¿dónde ha quedado el viejo principio de buscar la idoneidad personal para el cargo político o la designación previa de candidatos en la sombra que puedan ir ‘craneando’ y pertrechándose para su futura responsabilidad…?
La mayor evidencia al respecto, es que el propio presidente del Gobierno reservó para sí mismo nada más y nada menos que la responsabilidad de dirigir el equipo de ministros económicos (asignada tradicionalmente a una vicepresidencia específica), sin tener ni pajolera idea del tema y justo ante una descomunal situación de crisis económica y financiera. De hecho, y a tenor de lo que insistimos en definir como su ‘errada’ política económica, Rajoy jamás ha comprendido el origen ni la naturaleza real del problema, razón por la que su verdadera solución (que debería vincularse necesariamente a un cambio del modelo económico con reformas conceptuales y estructurales profundas que ni se vislumbran), sigue aparcada en el limbo del Consejo de Ministros y a remolque de ocurrencias, directrices y vaivenes externos, aunque las habituales medias verdades, pequeñas mentiras (o grandes) y declaraciones políticas triunfalistas del Gobierno proclamen lo contrario.
Sabido es que no se pueden pedir peras al olmo. Y claro está que, bajo la dirección de un registrador de la propiedad incapaz de entender y analizar realidades económicas complejas (Rajoy), la política económica del país está dirigida por una irreductible cuadriga de funcionarios alejados de la problemática empresarial y laboral y del sistema productivo real, en la que conviven una abogada del Estado que no sabe nada del tema y que, además, carga sobre sus todavía inexpertas espaldas bastante más de lo que puede (Soraya Sáenz de Santamaría); un auténtico ‘profesor chiflado’ pasado de rosca (Cristóbal Montoro); un técnico comercial del Estado que lía todo cuanto toca (José Manuel Soria) y, finalmente, otro economista-funcionario (Luís de Guindos) que goza de una inmerecida fama como experto en economía y competitividad (¿?), sólo gracias a su ‘carrerita’ y tejemanejes como militante del PP.
En el escaso currículo extra-político de este último, que obviamente es el ‘especialista’ o la figura seleccionada por Rajoy para ganar (o no ganar) la gran batalla de la crisis, destaca sobre todo su condición de consejero asesor para Europa de Lehman Brothers y director de la filial del banco en España y Portugal, cargo que ostentó desde 2006 hasta la quiebra y bancarrota de la entidad en 2008, dicho sea con todo respeto. Además, siendo secretario de Estado de Economía en el último gobierno de Aznar, y por darle algún otro mérito, conviene recordar que no se cortó un pelo en desmentir una posible burbuja inmobiliaria, declarando: “[En España] no hay burbuja inmobiliaria, sino una evolución de precios al alza que se van a ir moderando con más viviendas en alquiler y más transparencias en los procedimientos de urbanismo” (ABC 02/11/2003)…
Y esto es lo que hay. Algo más o menos parecido a que Caperucita Roja se ponga a cuidar del rebaño de tiernas ovejitas con el Lobo Feroz dentro del redil, bajo la supervisión de un aprendiz de brujo gallego o, peor aún, de un ecónomo sobrevenido incapaz de analizar y mucho menos de solventar una realidad económico-financiera compleja. Pero, ¿es que no se podría sustituir al equipo económico del Ejecutivo por quienes ya tienen bien acreditada su capacidad profesional y de liderazgo empresarial, con éxitos contrastados (los Pizarro de turno -que hay unos cuantos- despreciados por Rajoy)…?
Cuando uno recuerda la babia en la que el actual presidente del Gobierno estuvo vagueando como jefe de la oposición y líder del PP durante los ocho años de dos legislaturas seguidas (su partido tenía responsabilidades de gestión en no pocos ayuntamientos y comunidades autónomas que también se pasaron la crisis por la faja), para llegar a formar un equipo ministerial tras el 20-N tan mediocre como el actual, es fácil comprender que lo quiera mantener hasta el final. Claro está que confundiendo la tenacidad con la obstinación y, por tanto, asentado en la pura necedad, como diría Gracián (“Todos los necios son obstinados, y todos los obstinados son necios”).
Porque ¿cuáles son los méritos de la mayoría de sus ministros para seguir en sus cargos a punto de cumplir dos años y medio sin dar pie con bola…? Pues, salvo en los casos de Miguel Arias Cañete y Ana Pastor, que más o menos cubren el expediente, francamente, ninguno. Antes al contrario, la mayoría de ellos hace tiempo que tiene acreditada su incompetencia política y su gran capacidad no para resolver problemas sino para crearlos, hasta el punto de que incluso Alberto Ruiz-Gallardón, que comenzó la legislatura como ministro ‘estrella’ del núcleo duro de Rajoy, se ha convertido -quizás contagiado- en el más torpe de la clase, el más dañino para el PP y el más rechazado por sus votantes.
EL INSOPORTABLE DESPRESTIGIO DEL GOBIERNO
Y, de hecho, el Gobierno de Rajoy, ministro por ministro y en su conjunto, no deja de ser el más desprestigiado socialmente desde que se instauró el nuevo régimen democrático. Con la inevitable precisión de que él mismo sea el presidente peor valorado de la democracia, sin duda porque una cosa arrastra indefectiblemente a la otra.
Tras el mínimo periodo de gracia que se suele otorgar a todos los gobiernos antes de pasarlos por la ‘prueba del algodón’, es decir someter su gestión a encuestas de valoración social, los ministros de Rajoy ya quedaron de forma bien prematura a la altura del betún. Desde el principio de su andadura, todos ellos cosecharon un suspenso sin paliativos, realmente categórico, con una media para el conjunto de los trece ministros situada siempre muy por debajo del aprobado.
Considerando sólo las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que es un organismo dependiente del Ministerio de la Presidencia, y por tanto con todo lo que se pregunta y cómo y cuándo se pregunta bajo tutela gubernamental, siempre se ha observado una reprobación social de los ministros del Gobierno total y continua, efectivamente sin parangón en el nuevo régimen democrático. El siguiente cuadro lo muestra aplicando una escala en la que el diez representa el valor máximo y el cero el mínimo:
VALORACIÓN SOCIAL DE LOS MINISTROS DEL GOBIERNO
MINISTROS VALORADOS
|
Estudio 2.960
Octubre 2012
|
Estudio 3.001
Octubre 2013
|
Estudio 3.011
Enero 2014
|
Alberto Ruiz-Gallardón
Miguel Arias Cañete
Ana Pastor Julián
Soraya Sáenz de Santamaría
José Manuel García-Margallo
José Manuel Soria López
Luis de Guindos Jurado
Ana Mato Adrover
Pedro Morenés Eulate
Jorge Fernández Díaz
Cristóbal Montoro Romero
Fátima Báñez García
José Ignacio Wert Ortega
|
3,54
3,32
3,28
3,28
3,20
3,02
2,92
2,90
2,81
2,77
2,77
2,71
2,15
|
2,53
3,05
2,68
2,88
2,85
2,46
2,46
1,99
2,31
2,48
2,09
2,12
1,46
|
2,05
3,17
2,80
2,75
2,82
2,27
2,48
1,97
2,41
2,36
1,84
2,22
1,42
|
NOTA MEDIA
|
2,97
|
2,41
|
2,35
|
Y lo más sorprendente del caso, por no decir lo ‘esperpéntico’, es que este suspenso radical no sólo se mantiene en el tiempo, sino que incluso se ha venido deslizando de forma continuada hacia el insólito ‘cero patatero’, encuesta tras encuesta. Es decir, sin que los reprobados hagan el menor esfuerzo por superar esa triste calificación de ministros torpes, torpes y torpes; aunque es muy probable que lo hayan intentado sin éxito, carentes en su caso de la más mínima capacidad de superación.
Claro está que el Gobierno es un ente de decisiones solidarias y que su propio jefe, el presidente Rajoy, no sólo no riñe a sus ministros por zotes desaplicados sino que saca pecho presumiendo de un gran equipo, como si poco más o menos fueran los Harlem Globetrotters de la política, cuando técnica y socialmente ya han sido descendidos a segunda división con las orejas bien gachas.
RAJOY, EL PRESIDENTE PEOR VALORADO
El elevadísimo nivel de rechazo social al Gobierno, queda sistemáticamente de manifiesto en las continuas oleadas de todos los estudios de demoscopia política. Así, el Barómetro Electoral de Metroscopia publicado en febrero de 2014, insistía en que la amplia mayoría de los ciudadanos y una sustancial proporción de votantes del PP siguen mostrándose críticos con la gestión de Rajoy al frente del Ejecutivo: nada menos que un 78% de los electores españoles (42% entre los votantes del PP) la desaprueba de forma radical. Valores que más o menos se mantenían en la oleada publicada el siguiente mes de marzo.
Pero es que, si volvemos al Barómetro oficialista del CIS (Estudio 3.011 de enero de 2014), resulta que al preguntar a los encuestados sobre el grado de confianza que les inspira personalmente el presidente del Gobierno (Mariano Rajoy), la respuesta es demoledora. Sólo al 1,4% de los electores les inspira ‘mucha confianza’ y al 9,4% ‘bastante’, mientras que al 24,8% les inspira ‘poca confianza’ y al 63,3% ‘ninguna’. Dicho de otra forma, sólo un exiguo 10,8% de los encuestados aprueba su gestión, frente a un 88,1% (ocho veces más) que la desaprueba…
Siguiendo con las encuestas barométricas del CIS, poco sospechosas desde luego de querer perjudicar la imagen del presidente del Gobierno, Rajoy ya alcanzó en octubre de 2012 la peor valoración jamás otorgada por el cuerpo electoral a ninguno de sus predecesores en el cargo desde la Transición, con un 2,78 situado muy por debajo del aprobado raspado de los 5 puntos y entonces incluso menor que la media otorgada al conjunto del Ejecutivo, situada ya en un bochornoso 2,97).
El record en valoración negativa la ostentaba hasta aquella fecha el ínclito ZP, con el 3,07 que alcanzó un mes antes de perder las elecciones, nota todavía superior al 2,78 alcanzado por Rajoy hace casi año y medio, muy posiblemente rebajado aún más al día de la fecha (el CIS ha dejado de incluir en sus encuestas, sin duda por vergonzosa, la valoración personal del presidente del Gobierno), en un claro décalage con el apoyo electoral que obtuvo en los comicios del 20-N. La peor valoración de José María Aznar fue de 3,99 puntos; la de Felipe González de 3,86 en septiembre de 1995, poco antes de perder el Gobierno, y la de Adolfo Suárez de 3,99 en octubre de 1981, al hundirse UCD.
Señalado, pues, el Gobierno de Rajoy por los gobernados como un insólito plantel de ‘inútiles totales’, bajo el mando efectivo de un ‘inútil manifiesto’, sin precedentes históricos ni siquiera en la época del ‘zapaterismo’ (lo que ya es mucho decir), sólo cabría esperar de forma más que razonable una crisis en el Consejo de Ministros con cambios profundos tras el último debate sobre el estado de la Nación (en el que Rajoy quiso señalar de forma expresa una nueva fase o etapa en la acción gubernamental), aprovechando las elecciones al Parlamento Europeo de inminente celebración.
La alternativa a esa posible (pero improbable) decisión revulsiva, es la de que todo se siga desmoronando bajo la triste presidencia de Rajoy, aunque él niegue la mayor y afirme que la recuperación económica y la creación real de empleo, que cual ‘ojo de lince’ ya había vaticinado primero para el 2012 y después para el 2013-2014, será efectiva a partir de 2015 (es decir, en el ‘cuán largo me lo fiais’ ya fuera de legislatura). Sin explicar cómo ni por qué se produciría su esperado milagro (el cuándo volverá a cambiar dentro de poco), simplemente porque, como ‘inútil manifiesto’ que es, no lo sabe (y menos sus inútiles ministros); y escamoteando a la opinión pública todos los aspectos negativos de la realidad económica, como el incumplimiento del objetivo de déficit público y la caída del Índice de Producción Industrial (IPI) en 2013, el alarmante crecimiento de la deuda pública…
LA INUTILIDAD MANIFIESTA DE MARIANO RAJOY
Sabido es que la ‘inutilidad’ es la calidad de lo inútil, lo inservible, vano o estéril. Y que, como desambiguación aplicada a las personas, el vocablo es sinónimo de ineptitud, incompetencia, incapacidad, ineficacia, ignorancia…
Hay un refrán popular, tan espontáneo y anónimo como sabio, que afirma: “Cuchillito que no corta, que se pierda ¿qué me importa?”. René Descartes, uno de los hombres más destacados de la revolución científica y padre del racionalismo occidental, remarcaba que el no ser útil a nadie es realmente lo mismo que no valer nada.
De forma algo menos ácida y determinante, Giacomo Leopardi, de origen campesino pero uno de los grandes autores de la lírica italiana del siglo XIX, extendía este significado de la inutilidad a la vida misma, afirmando que ésta, bajo todas las condiciones humanas, “no consiste más que en la ociosidad, si puede llamarse así al trabajo, al incesante tráfago que no nos conduce a ningún fin o que intenta llegar a uno, que no será capaz de hallar”…
Pues bien, esa inutilidad como expresión de lo humana y políticamente infructuoso, es quizás el factor más característico y condicionante de la fría e introvertida personalidad de Mariano Rajoy (y en el fondo frívola), incluido su amor por la ociosidad, que debió comenzar a desarrollar tras obtener una plaza concursal en el Cuerpo de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y de Bienes Muebles, con 24 años de edad y recién acabada la licenciatura de Derecho. Una meritoria oposición funcionarial que, como otras muchas, marca carácter, aunque aplicado al caso éste no sea precisamente el de persona activa, batalladora o integrada en el anhelo del progreso social ni en la búsqueda de un mundo mejor, sino más bien, y con todo el respeto que merezca el oficio, de escribanos o chupatintas de lujo enriquecidos por la misma burocracia que en España siempre ahoga a quienes sudan su trabajo y su dinero.
Tras realizar el servicio militar obligatorio (no se quiso integrar en la Milicia Universitaria como entonces solían hacer normalmente los españoles que podían) y apenas con dos años de ejercicio profesional en municipios de menor rango, Rajoy entró también precozmente en la mamandurria política con 26 años, conservando siempre su plaza oficial de registrador oficial y cuidando de que fuera realmente atendida por ‘suplentes’ que le permitían ganar parte de los honorarios sin dar un palo al agua. Argucia que mantuvo toda una vida, desde 1981, sin enfrentarse jamás al mundo de la economía real ni a la competencia del sector privado, compatibilizando también a dos manos los puestos y nóminas de partido y/o de cargos políticos cuyos ‘problemas’, si aparecían, le resolverían los ‘alfombrillas’ de turno.
Mariano Rajoy, hoy presidente del Gobierno, no deja de ser, por tanto, y aunque sus partidarios no lo vean así, un pluriempleado más del “donde está lo mío” y “cuanto más mejor”, y bien alejado del “estoy en política perdiendo dinero”, como se atrevió a pregonar en el Congreso delos Diputados mientras presuntamente distraía en la declaración de la renta algunas partidas con origen en el aparato del PP y en la plaza que conserva como Registrador de la Propiedad en Santa Pola (Alicante). A tenor de lo que, entre otras cosas, sus enemigos políticos denuncian en la Red sin que nadie lo desmienta de forma fehaciente.
Según él mismo confiesa en su libro titulado ‘En confianza’ (Planeta, 2011), que subtitula como “Mi vida y mi proyecto de cambio para España”, aunque tal proyecto no aparezca por ninguna de sus páginas ni en su posterior acción de gobierno, ya en otoño de 1981 se vio convertido en diputado autonómico gracias a un resultado electoral “un tanto inesperado”, porque iba “en un puesto de los de no salir”. Dicho de otra forma, con la misma e inusitada comodidad personal con la que, gracias a unos y otros y al propio sistema electoral de listas cerradas (pura partitocracia), ha desarrollado toda su carrera política, incluidos los fracasos en las elecciones generales de 2004 y 2008 frente al ínclito ZP, otro que tal baila.
A partir de aquel 1981, su actitud personal es la típica del funcionario de oposición (con plaza asegurada) y, más a más, del perfecto ‘colaborador’ del líder de turno, pendiente de subir peldaños no por hacer grandes cosas y tomar riesgos personales, sino más bien por no molestar al superior y no hacer nada inconveniente: un político ‘a la gallega’, reservón, vestido de gris -pero a veces un auténtico soberbio con retranca- y pendiente de los errores de otros para mover ficha y, si conviene, ocupar su puesto. Así se comportó en Galicia con Gerardo Fernández Albor al inicio de su carrera política, después con Manuel Fraga y, finalmente, con José María Aznar.
Y así también marcó Rajoy en su momento distancias internas dentro del PP con Francisco Álvarez-Cascos, con Rodrigo Rato, con Esperanza Aguirre, con Jaime Mayor Oreja e incluso con el propio Aznar, todos con mayor talla política que la suya (y posiblemente humana). Al tiempo que procuraba valerse de un equipo de sumisos disciplinados y tan leales a ultranza como ‘pringones’ de oficio, que llegaban a imitarle la firma (con su autorización) para eximirle de tan agobiante carga de trabajo, mientras el ociaba ante la ‘caja tonta’ de la tele para no perderse cada uno de los acontecimientos deportivos que menos interesan a los intelectuales, a los grandes hombres y mujeres volcados en el servicio público y a los verdaderos currantes del país.
(Otro paréntesis: El caso más señalado de la aliviadora suplantación de su firma lo elevó a paradigma Ana Pastor cuando era la subsecretaria de Rajoy en el Ministerio del Interior, que él prácticamente no pisó jamás mientras fue titular de esa cartera al tiempo que ministro de la Presidencia (febrero 2001 a julio 2002), como bien saben los funcionarios afectos…).
Un meritorio perfil el de Mariano Rajoy de ‘vago-listo’ (o tal vez de opositor cansado prematuramente y dispuesto a vivir del esfuerzo inicial sin volver a hincar los codos de por vida) que alcanzó su personal ‘principio de incompetencia’ (o principio de Peter) cuando pasó a ocupar la dirección del PP y después la presidencia del Gobierno, en momentos de especial exigencia y dificultad.
En sus estudios sobre la ‘jerarquiología’, Laurence J. Peter sostiene que las personas que realizan bien su trabajo en un determinado nivel suelen verse promocionadas a puestos de responsabilidad mayor, hasta que alcanzan su nivel de incompetencia. Dicho de otra forma: en cualquier jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia, como la nata sube hasta cortarse y como Rajoy ha llegado a la presidencia del Gobierno, tras dos merecidas derrotas electorales en las que otro político inepto de solemnidad (ZP) le mojó la oreja bien mojada.
Un principio poco sorprendente porque, antes que Peter, nuestro Ortega y Gasset, buen conocedor de la realidad política y social española, ya nos legó un aforismo que, hoy por hoy, también parece pensado para el actual presidente del Gobierno, aunque no sólo para el: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.
UN PRESIDENTE EN LA INOPIA DE LA REALIDAD POLÍTICA
Pero, aun acomodado en la mamandurria pública y sin enfrentarse jamás a la dura realidad y competitividad de lo privado, Rajoy sí que ha estado inmerso en la política práctica de los últimos treinta años (estar ‘atento’ es cosa distinta y ‘procesar’ la acción de gobierno como el arte de lo posible aún más), pero asentado también en la inopia de su esencia. Porque, ducho como concejal de ayuntamiento, presidente de una diputación provincial, parlamentario autonómico y nacional, vicepresidente de la Xunta de Galicia, ministro en dos largas legislaturas y hasta vicepresidente del Gobierno, y por supuesto secretario general y a continuación presidente del PP, no puede decir, como él sigue diciendo a estas alturas de la historia y de la crisis, que ha sido víctima del “engaño” y la “herencia” de la mala gestión del gobierno precedente (cuyos fallos eran evidentes para el común de los mortales), con objeto de justificar ahora su propia inutilidad política, más que manifiesta.
Sobre todo, considerando también que cuando su partido no ha gobernado a nivel nacional sí que lo estaba haciendo en muchas de las autonomías y en miles de ayuntamientos, ostentando la jefatura de la oposición durante ocho años (con la capacidad inherente de control al Gobierno que él no quiso ejercer), y sin ofrecer colaboración o propuestas políticas alternativas que mostrasen un mínimo sentido de Estado. Falta, pues, veracidad en sus palabras inconcretas, en sus conceptos y teorías sin formular, en las verdades retocadas y en las expresiones veladas propias de su compleja personalidad, a veces teñidas de una ironía galaico-portuguesa rayana en la hipocresía.
La realidad es que durante los ocho decisivos años que fue jefe de la oposición, Rajoy se dedicó a ‘vegetar’ sin llegar a tomar conciencia exacta del drama que ya en la IX Legislatura (2008-2011) estaba asolando España, incluyendo las autonomías y los ayuntamientos gobernados por el PP, ni de sus causas. Y olvidando, claro está, diseñar las reformas que a todas luces necesitaba España para salir del atolladero (“sé lo que tengo que hacer” y “esto lo arreglo yo en cuanto los electores me lleven a la Moncloa”, repetía ufano en la oposición) y preparar los proyectos de ley y decretos necesarios para implementarlas rápidamente tras la investidura presidencial.
Pero es que, además, cuando tuvo que formar Gobierno, se rodeó de un equipo sin el menor peso específico, con escasa capacidad de diagnosis y, por tanto, sin la de generar ideas resolutivas para afrontar la situación. De hecho marginó a quienes, siendo más capaces, como Manuel Pizarro o Esperanza Aguirre, no se iban a comportar como alfombras políticas, ignorando, entonces y ahora, la vertiente institucional de la crisis y negándose a discutir siquiera las reformas necesarias…
Errores de partida a los que Rajoy añadió otro gravísimo: asumir en persona la dirección económica del Gobierno sin tener la más mínima formación ni experiencia para ello, lo que, por otra parte, ha condicionado por efecto de imagen su capacidad de remover a los cargos implicados. Con la inconveniencia añadida de dejar la supervisión de la acción política en manos de una vicepresidente todavía ‘verde’ y excesivamente ‘suficiente’ (basta observar cómo ha venido manejando, o le han manejado, el CNI o el permanente desastre del ministro Fernández Díaz al frente de Interior).
Ya hemos dicho en alguna ocasión que no merece la pena dar otros nombres, porque los profesionales de la economía, la empresa, las finanzas y hasta los funcionarios de prestigio (que de todo queda en el país) son perfectamente conocidos, con carnet o sin carnet del PP. Esos expertos reconocidos deberían haber sido, como sucedió en la época de Aznar, los consejeros técnicos y más inmediatos de Rajoy al menos en esa materia económica que él, obviamente, no es ni será jamás capaz de digerir, pudiendo haberse dedicado entonces de forma más productiva -también lo hemos advertido- a impulsar las reformas políticas necesarias, estructurales e institucionales, para las que, por su propia carrera política, parecía más preparado, cosa para la que ahora ya sabemos que tampoco sirve.
Es evidente que esta crítica a Rajoy no deja de ser recurrente en nuestras Newsletters, en las que a veces nos vemos obligados a la auto-cita y a reiterar párrafos ya publicados. Pero es que la actitud política de Rajoy no deja de ser contumaz en el error y sus debilidades bien manifiestas, sin el menor atisbo de rectificación.
Un comportamiento que alcanza el paradigma en su cerrazón a ‘sanear’ el Consejo de Ministros (ya no valen pequeños ajustes), devaluado de forma irremisible.
En él y en su acción de gobierno faltan reflexión, sentido común y un amplio catálogo de actuaciones sensatas y ajustadas a las necesidades reales del momento, acompañado de los profesionales capaces de llevarlas a buen término. Y sobran las naturales consecuencias de sus irracionalidades políticas: improvisaciones, palos de ciego, decisiones pacatas y tardías (que siempre son decisiones malas), caciquismos autonómicos, soberbia política y todos los inútiles que el partido en el poder ha puesto al frente de muchos cargos de relieve, incapaces de la menor aportación personal…
Porque la realidad del caso es que la política española no se basa en la preparación específica de quienes la ejercen, en la excelencia pública y en el servicio al Estado, sino en el ‘amiguismo’, en la connivencia personal y en el servirse del Estado. De hecho, incluso cuando un partido político llega al poder, no promociona a sus militantes más preparados, que los puede tener, sino a los más dispuestos a servir de alfombra de sus jefes, siguiendo el principio inequívoco de que los tontos más tontos nunca se rodean de listos, sino de tontos imperiales.
Ezequiel Martínez Estrada, poeta y afinado ensayista argentino, desdichado profeta de la revolución latinoamericana, nos legó estos melancólicos versos que bien podrían ser premonitorios de la España que Rajoy, después de ZP, nos está echando encima:
El inútil apremio de la hormiga atareada,
y al fin de tanto esfuerzo, de tanto afán prolijo,
ni un gran libro,
ni un árbol que dé sombra, ni un hijo.
La tristeza, el trabajo y el amor, para nada.
Al parecer, sólo queda esperar pacientemente al otoño (o no, como suele ironizar el presidente del Gobierno), a que se nombre (o no) comisario europeo a Miguel Arias Cañete y a que Luis de Guindos se haga (o no) con algún alto cargo internacional, para ver si, después de haber “atravesado con éxito el cabo de Hornos”, la obstinación de Rajoy, malentendida como tenacidad, deja de circunnavegar y se centra en la realpolitik (política de la realidad en la acertada praxis alemana). Con las ideas necesarias para superar de verdad la crisis y con el gabinete adecuado para desarrollarlas (o no…).