RAFAEL VERA nació el 7 de febrero de 1945 en Madrid, en el seno de una familia vinculada al sindicalismo vertical del momento (su padre ejerció como perito agrícola y jefe de servicio del Grupo Sindical de Colonización).
Tras obtener el título de Arquitecto Técnico (aparejador), cursar la licenciatura de Gestión Comercial y Marketing y diplomarse en Informática, Vera se incorporó al Ayuntamiento de Madrid como aparejador, organismo en el que consolidó una plaza como funcionario de la Administración Local. Allí coincidió con José Barrionuevo, quien desde 1979 y hasta 1982 ocupó la concejalía de Seguridad con el profesor Tierno Galván ejerciendo de Alcalde-Presidente.
La carrera política de Rafael Vera se inició el 26 de octubre de 1980, momento en el que fue nombrado director de la Delegación de Seguridad y Policía Municipal del ayuntamiento madrileño, cargo en el que se mantuvo hasta que el 26 de octubre de 1981 el propio Barrionuevo le promovió a delegado de dicha Área.
Desde aquella plataforma municipal, limitada pero apreciable en el todavía escaso ejercicio político del PSOE, el 8 de diciembre de 1982 saltó a la dirección de la Seguridad del Estado, apadrinado también por Barrionuevo cuando fue nombrado ministro del Interior del primer gobierno socialista presidido por Felipe González. Entonces, la preparación específica de Vera para desarrollar esa complicada responsabilidad se limitaba a la adquirida de forma circunstancial en algunos seminarios y en los trabajos escasamente asimilables desarrollados durante dos años en el Ayuntamiento de Madrid.
No obstante, Rafael Vera afloró de inmediato condiciones excepcionales para desarrollar aquella función, convirtiéndose rápidamente en un auténtico experto en materia de seguridad nacional. De hecho, transcurridos poco más de dos años desde su nombramiento como director de la Seguridad del Estado, el 9 de febrero de 1984 fue “ascendido” a subsecretario de Interior, sustituyendo en el cargo a Carlos Sanjuán.
El 27 de octubre de 1986, se convirtió definitivamente en el “hombre fuerte” del Ministerio del Interior al ser nombrado secretario de Estado para la Seguridad, dentro de un nuevo organigrama en el que desaparecía la dirección general de Seguridad titulada por Julián Sancristóbal, con quien venía sosteniendo una pugna notoria desde la Subsecretaría del Departamento. Tras desempeñar durante ocho años aquel significativo cargo, el Consejo de Ministros del 28 de enero de 1994 aprobó su cese, que él mismo había solicitado, concediéndole la Gran Cruz de Carlos III por sus once años de servicios en el Ministerio del Interior. En ellos, y al margen de sus posteriores enredos judiciales, alcanzó en efecto importantes éxitos en la lucha antiterrorista y en el mantenimiento de la seguridad, particularmente en celebraciones tan importantes como las de 1992: los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla.
En cualquier caso, aquella petición de cese se vio precedida por el relevo de José Luis Corchera al frente del Ministerio del Interior, tomado el 24 de noviembre de 1993 sin mucho acierto por Antoni Asunción. El nuevo ministro decidió no cubrir la vacante de Vera y asumir personalmente sus funciones, redirigiendo algunas hacia Baltasar Garzón, que entonces ocupaba la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas. Al mismo tiempo, se mantuvo a todo el equipo de asesores alojados en la Secretaría de Estado para la Seguridad, incluido el súper amortizado comisario Manuel Ballesteros, que terminó siendo cesado ese mismo año por Juan Alberto Belloch, sucesor de Asunción cuando éste tuvo que dimitir por la fuga de Luis Roldán…
Aquel escenario, ciertamente agitado, ya preludiaba la hecatombe judicial que se cernía sobre un buen número de antiguos altos cargos del Ministerio del Interior, con el propio Vera a la cabeza. Tres fueron las condenas que éste acumuló de forma sucesiva:
- En el “caso Marey” (Causa Especial 2530/1995), Vera fue condenado por[la Sala Segunda del Tribunal Supremo (Sentencia nº 2/1998, de 29 de julio) a diez años de prisión y doce de inhabilitación absoluta por los delitos de secuestro y de malversación de caudales públicos; penas que también recayeron en José Barrionuevo y Julián Sancristóbal.
Tras aquel fallo, recurrido sin éxito, Vera ingresó en prisión el 10 de septiembre de 1998. No obstante, mientras el Tribunal Constitucional suspendía su ejecución hasta resolver negativamente en 2001 el recurso de inconstitucionalidad presentado por sus abogados, el Consejo de Ministros presidido por José María Aznar le concedía, como a otros nueve condenados en el mismo caso, entre ellos José Barrionuevo y Julián Sancristóbal, un indulto parcial (dos terceras partes de la pena de prisión impuesta) y una modalidad especial de tercer grado penitenciario, precisamente en su reunión anterior a la nochebuena de 1998.
El indulto comportaba la aplicación más benévola del tercer grado contemplada en el artículo 86.4 del Reglamento Penitenciario, permitiéndoles no pernoctar en prisión durante el tiempo que les quedase de condena, teniendo sólo que ir a firmar dos veces por semana. Aquel tratamiento, aplicado a presos que en ningún momento habían mostrado síntomas de arrepentimiento y que tachaban su sentencia de “injusta”, planteaba una evidente desigualdad de la justicia en función de intereses políticos.
De hecho, el presidente del PNV, Xavier Arzalluz, declaró entonces que la aplicación extensiva de los principios utilizados por el Tribunal Supremo para recomendar aquel indulto parcial, implicaba que muchos presos de ETA podrían verse en la calle con un trato similar. Para el líder nacionalista, la actuación del alto tribunal en el caso suponía “una quiebra en la confianza judicial”, afirmando que en el País Vasco “hay una vara de medir y fuera otra; hay un linchamiento para unos y un aplauso para otros”.
Por otra parte, los servicios jurídicos del PNV cuestionaron los argumentos del dictamen emitido al respecto por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, advirtiendo que no eran “conformes a Derecho” y que modificaban una sentencia previa utilizando elementos que jurídicamente no pudo utilizar en el momento de su elaboración. Afirmaron que, en la práctica, “los condenados Barrionuevo y Vera quedan exonerados de sus penas de privación de libertad de manera definitiva”.
No obstante, cuando ambos indultados leyeron un comunicado a su salida del penal de Alcalá de Henares, en el que agradecieron al Gobierno “su decisión de seguir el criterio marcado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo”, insistiendo en que habían sido condenados sin pruebas “por algo que no hemos hecho”, no dejaron de recordar que se trataba de un indulto parcial y no total: “Se ha tomado la clasificación más restrictiva y estricta de las posibles, por lo que ejercitaremos las acciones que consideremos oportunas”. En esa misma línea se manifestó también el portavoz parlamentario del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien declaró que “el Gobierno tenía dos opciones: el indulto parcial y el total como nosotros queríamos; no nos ha hecho caso en nuestras reclamaciones y ha hecho el mínimo esfuerzo”.
- En el “caso Fondos Reservados” (DP 5140/1994 del Juzgado de Instrucción nº 5 de Madrid), la Sala Segunda del Tribunal Supremo confirmó en su Sentencia 1074/2004, de 18 de octubre, la dictada dos años antes, el 21 de enero de 2002, por la Sección Quinta de la Audiencia Provincial de Madrid, que condenaba a Rafael Vera a siete años de prisión y 18 de inhabilitación por la comisión de un delito continuado de malversación de caudales públicos, considerando probado su lucro personal “en cantidades importantísimas” y que sustrajo otras cantidades a favor de terceras personas, “hasta una cifra global que supera de lejos los 600 millones de pesetas”.
El ex presidente Felipe González y los ex ministros José Luis Corcuera y José Barrionuevo (este último también compañero de sentencia en el “caso Marey”) solicitaron su indulto, apoyados por otros particulares, que finalmente fue denegado.
- En el “caso Maletines”, el 16 de noviembre de 2007 la Sección 26 de la Audiencia Provincial de Madrid hizo público el fallo que condenaba a Rafael Vera y a su ex secretario en el Ministerio del Interior, Juan de Justo, a un año, seis meses y un día de prisión como autor y cooperador necesario, respectivamente, de un delito continuado de malversación de caudales públicos.
El tribunal consideró probado que Vera ordenó, entre 1988 y 1994, que más de 206 millones de pesetas procedentes de los fondos reservados se utilizaran para “compensar la disminución de ingresos” que sufrieron los ex policías José Amedo y Michel Domínguez a raíz ser condenados en la Causa 1/1998 (“caso Amedo”) a penas de cárcel centenarias, que en la práctica supondrían seis años y medio de prisión para cada uno de ellos.
La sentencia del “caso Maletines” establecía también que aquellos pagos se realizaron para “garantizar el silencio de los dos procesados y evitar así que delatasen a otros implicados en la trama de los GAL”, entre los que se encontraba el propio Vera, añadiendo que éste tomó aquella decisión “con pleno conocimiento de que los fondos reservados no se podían destinar a cubrir este tipo de gastos”.
Con respecto al argumento que esgrimió la defensa de Vera para indicar que los hechos en cuestión podrían considerarse “cosa juzgada” en el procedimiento sobre el “caso Fondos Reservados”, en la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid se aclaraba que los pagos aludidos eran “muy concretos” y que el objeto de la condena no había sido juzgado nunca, concluyendo que el dinero entregado por Vera a los responsables civiles del caso era para un fin muy específico: “guardar silencio”.
Posteriormente, el Tribunal Supremo confirmó la pena dictada contra Rafael Vera pero rebajó la de Juan de Justo de dieciocho a nueve meses de prisión, al considerar que, aun cuando su participación en los hechos fue “imprescindible”, en él no concurrieron “idénticas condiciones y cualidades”.
La agitada vida de Rafael Vera, llena en algunos momentos de experiencias sin duda excepcionales, no ha dejado de despertar en él cierto afán de escritor, más reivindicativo que estrictamente literario. Dos han sido los libros que ha publicado hasta el momento, ambos enmarcados en el mismo género de memorias medio noveladas y con idéntica intencionalidad política.
El primero se titula “Las 19 puertas” (Espejo de Tinta, 2007), en alusión a las que separaban su celda de la calle mientras se encontraba en prisión. En él, y desde aquella forzada reclusión, Rafael Vera describe asesinatos, penas, reformas, intenciones y esperanzas para vencer la pesadilla del terrorismo... Pero sobre todo conforma un extenso e intenso memorial de quejas.
En su relato, muestra el dolor por la desatención a su familia y la cuchillada que, dice, le asestaron los tribunales de justicia de forma injusta, encarcelándole durante algo más de dos años por sus dos primeras sentencias condenatorias, tiempo en todo caso desproporcionado frente el total de 17 años que le fueron impuestos en las mismas. También ofrece una versión matizada de algunos acontecimientos realmente importantes en la más reciente historia de España, de los que fue arte y parte, en clave de ficción y con escasa argumentación para que los lectores puedan asumir sus mismas tesis.
Lo cierto es que la presentación pública del libro, realizada el 8 de marzo de 2007 en una abarrotada sala del hotel Wellington de Madrid, se convirtió en una reivindicación de la lucha antiterrorista practicada durante los primeros Gobiernos socialistas, sin adentrarse en la “guerra sucia” y en un momento en el que PP y PSOE se lanzaban a la cara sus respectivas políticas antiterroristas de los últimos veinte años.
Vera, que en aquellos momentos todavía cumplía condena en régimen de tercer grado, estuvo ostensiblemente “arropado” por el ex presidente del Gobierno, Felipe González, y el presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. También acudieron al acto otros dirigentes históricos del PSOE, como José Barrionuevo, José Luis Corcuera, ambos ex ministros del Interior, o Francisco Fernández Marugán. Por contra, no acudió ningún miembro de la dirección del PSOE.
Entre todas las intervenciones, la de Felipe González fue la que generó el titular de prensa más llamativo: “Vera pagó más que nadie una cacería que iba dirigida contra mí”. El ex presidente hizo una única alusión a los GAL, sólo para pedir al PP que si de nuevo “quiere poner en marcha una comisión de investigación sobre ese terrorismo no se arrepienta”. Sus palabras hacían clara referencia a la iniciativa puesta en marcha por los populares en el Senado en 1994 para forzar la creación de una comisión que investigara los crímenes de Estado, enterrada cuando el PSOE la condicionó a que se incluyeran también los crímenes contra ETA anteriores a los del GAL…
El segundo libro de Rafael Vera, titulado “El padre de Caín” (Ediciones Foca, 2009), se sitúa también a caballo entre la ficción y la realidad, salpicado de referentes interesados en un contexto exculpatorio y a veces propagandista. Sus páginas traducen de nuevo profundas quejas y tristezas autobiográficas, mucho orgullo, ningún arrepentimiento y un silencio total sobre el indulto parcial que le concedió el Gobierno presidido por José María Aznar en la condena del “caso Marey”, frente al que le fue denegado en el “caso Fondos Reservados” ya con Rodríguez Zapatero en la Presidencia del Gobierno. En definitiva, todo un catálogo de disconformidades con un notable exceso de memoria vindicativa.
Quizás, sus mejores argumentos de reivindicación personal sean los que expuso en la entrevista publicada en junio de 2009 por la revista mensual “Vanity Fair” (edición española), coincidiendo precisamente con el lanzamiento de aquella segunda novela. En sus respuestas rememoraba cómo había heredado de gobiernos anteriores la guerra sucia contra el terrorismo, cómo no tuvo reparos en echar mano de ella y cómo, al final, en 1987, tras haberle puesto fin, terminó por llevarle a la cárcel.
Rafael Vera subrayaba en efecto que él no había sido el padre de la guerra sucia, sino quien la enterró: “Al llegar nos encontramos con una estructura que ya existía y que era legal. Simplemente continuamos con ella. La guerra sucia existía, eso se os olvida. Yo acabé con ella en 1987, ese año terminó, cuando yo estaba en la posición necesaria para hacerlo. Cuando acabar con la guerra sucia contra ETA dependía exclusivamente de mí. Si los que estaban antes que yo eran inocentes, yo también”.
El tono amable de la entrevista no le impidió pronunciarse sobre la controversia que ya había aquilatado el periodista irlandés Paddy Woodworth, experto en terrorismo, con la dualidad de si entonces los españoles tuvieron un presidente del Gobierno culpable o incompetente. Su respuesta a cuestión tan delicada, alambicada pero en modo alguno inexpresiva, merece ser reproducida en su totalidad:
Nosotros sabíamos que estábamos trabajando en la limpieza de las alcantarillas del Estado, que nuestro ministerio no era el de Cultura ni el de Educación, sino uno muy delicado, y que nuestra misión era consolidar el sistema democrático a costa de muchas cosas. Si Felipe González hubiese salido en su día diciendo “yo me responsabilizo de lo que pasó porque soy el presidente del Gobierno”, igual hubiese terminado en la cárcel. Este país no era el Reino Unido, donde el Parlamento cerraba filas alrededor de Margaret Thatcher. Creo que González ha sido el mejor presidente de la democracia, un líder de talla internacional. También creo que ser un buen político es incompatible con ser una buena persona. Supongo que la tragedia individual les parece incompatible con el bien general.
Vera también repasaba con sosiego la forma cainita con la que gobernantes y opositores se enfrentaron por los GAL, aun cuando fueran creados en una suerte de consenso tácito, en la creencia general de que eran buenos para España. Su discurso proseguía de forma elocuente: “La guerra sucia era algo que a muchos sectores de la opinión pública, a la derecha, por ejemplo, les parecía bien. Miraban para otro lado. ‘No me cuente lo que hace, hágalo y ya está’. Esa era la actitud”.
A partir de ahí, en sus elegantes respuestas Vera evitaba implicar a ningún superior en el conocimiento de cómo se había manejado la guerra sucia:
Nunca diré que mis superiores sabían lo que pasaba, sí que la sociedad en su conjunto estaba al cabo de la calle de las actividades de la guerra sucia. Yo era el director de la Seguridad del Estado, que no es poco. Por encima de mi había unas personas y por debajo otras. Yo sólo me responsabilizo de las cosas que hacía los que estaban por debajo de mi y que eran consecuencia de mis órdenes. Nunca he mentido. He podido ocultar, callar las cosas que conozco, pero no mentir. Estoy tranquilo conmigo mismo y con lo que hice. En cualquier caso, vamos a ver, después de un atentado como el de Hipercor, con más de 20 muertos, ¿usted qué cree que pide la opinión pública?
Con el complejo de sentirse responsable “sólo del caso de Martín Barrios” (el capitán del Cuerpo de Farmacia del Ejército secuestrado por ETA el 5 de octubre de 1983 y asesinado quince días después por no acceder el Gobierno a satisfacer sus exigencias políticas), asegura que lloró cuando el hijo de aquella víctima se le acercó en un supermercado para decirle: “¿Es usted Rafael Vera? Mi familia le agradece mucho lo que intentó hacer por mi padre”.
En su entrevista, Vera despachaba su relación con el segundo presidente de Gobierno socialista de forma escueta: “A Zapatero sólo le he visto una vez. Tuve una conversación con él justo antes de que ganara las elecciones de 2004. Le dije que consideraba mi condena injusta, y que para mí el partido estaba por encima de cuestiones personales. No espero nada de él…”.
Siendo un hombre esencialmente duro y que, con errores y aciertos, con razón o sin ella, ha transitado mil caminos infernales, Rafael Vera sólo evidencia su fragilidad cuando se reprocha el abandono y las tensiones padecidas por su familia en razón de su dedicación a la Seguridad del Estado, incluidas sus consecuencias penales. Esta realidad, acompañada por la muerte de uno de sus dos hijos en un accidente de carretera, la cruel enfermedad diagnosticada a un nieto y las secuelas psicológicas de todo ello en su entorno más íntimo, le convierte en un icono de la desgracia política, que, no obstante, arrastra sin perder su porte elegante, transmitiendo siempre empatía, afabilidad y confianza.
FJM (Actualizado 01/07/2011)
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