En más de una ocasión, y a veces con contundencia, nos hemos visto obligados a poner en negro sobre blanco la política mentirosa de Mariano Rajoy.
Hemos escrito lo indecible sobre la inutilidad manifiesta del presidente del Gobierno para acometer las auténticas reformas de todo tipo (económicas, políticas, institucionales…) necesarias en un tratamiento eficaz de la crisis global en la que estamos inmerso. Cierto es que propiciada en sus orígenes por otros gobiernos anteriores, a partir incluso del último que presidió Felipe González, que fue causa de unas promesas regeneracionistas de la política por parte de José María Aznar, finalmente incumplidas aunque también disfrutara de una segunda legislatura de mayoría parlamentaria absoluta, como la actual de Rajoy.
Hemos dejado en clara evidencia la falsa reforma de la Administración del Estado, denunciando la insuficiencia que supone el Plan CORA (Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas). Y hemos dedicado también una especial atención a criticar la política vacua y tentativa de Rajoy, su carácter a menudo frentista, el incumplimiento de sus promesas electorales, el tiempo perdido en atajar los males del país, incluida la corrupción política, y, en fin, su indecisión y su desconexión hasta con el electorado propio.
Y ahora no tenemos más remedio que calificar su anunciada reforma para la ‘democratización’ del sistema político como una desfachatez partidista de vergüenza ajena, limitada a los intereses coyunturales del PP -no a los de la sociedad en su conjunto- y sobrevenida por el pánico gubernamental que han generado los resultados de las elecciones europeas del pasado 25 de mayo.
El ‘regeneracionismo’ fruto del pánico electoral
Lo que el pasado 30 de junio Rajoy puso sobre la mesa en una reunión del Comité Ejecutivo del PP, la última antes del paréntesis veraniego, fue estudiar la elección directa de los alcaldes y la posibilidad de reducir el número de aforados para “mejorar la calidad de la democracia”. Temas que ahora se consideran parte de la agenda de regeneración institucional que le queda a su partido hasta las próximas elecciones generales, tras dar por hecho que se ha encarrilado la recuperación económica y que se verá asentada con reformas pendientes como la fiscal (¿?).
Pero, conociendo la escuela galaico-oscurantista de Rajoy y su escasa capacidad decisoria (¿o no?), acto seguido María Dolores de Cospedal aclaró que tan sólo se trata de “reflexionar” sobre las posibilidades de reducir el número de aforados o sobre el tipo de aforamiento, estudiar la conveniencia de una reforma electoral para implantar la elección directa de los alcaldes e incluso reducir el número de parlamentarios autonómicos y el de municipios (sin que de momento el PP presente apuestas concretas). La ‘número dos’ del PP añadió también que el partido abordaría estos asuntos en la Escuela de Verano a celebrar los días 10 al 12 de julio, ya cumplidos (poco arroz para ese pollo, que está perfectamente cocinado ‘a la trágala’ para ser impuesto, sí o sí, en el próximo periodo de sesiones del Congreso de los Diputados)…
Es decir, estando el sistema de convivencia política tan deteriorado como está, y visto que a efectos resolutivos de nada ha servido otorgar al PP una mayoría parlamentaria absoluta, ahora, a pocos meses de unas elecciones municipales y autonómicas que se anuncian demoledoras para el partido del Gobierno, se trata únicamente de ‘plantear’ un debate pero sin adelantar posiciones ni apuntar objetivos concretos, a pesar de que se trate de temas perfectamente conocidos, estudiados y con conclusiones inequívocas desde la exigencia democrática. Y ello con independencia de que el PP plantee la cuestión de los aforamientos una semana después del intenso debate que se produjo en el Congreso sobre su masiva extensión a miembros la Familia Real, y que, de alguna forma, ha conllevado una ruptura del consenso constitucional de 1978 en relación con la Institución Monárquica.
Dicho de otra forma, todo indica que se trata de lanzar un globo sonda, no para afrontar de verdad el necesario regeneracionismo institucional, sino para endilgar con el calzador del PSOE, o sin él, la reforma exclusiva de que el partido más votado sea el que presida las corporaciones locales (con algún ‘fleco’ ornamental como reducir el número de cargos públicos aforados, a lo que ya ha instado hasta el Tribunal Supremo, o liquidar administrativamente unos pocos municipios -no todos los necesarios- ya en cierre por defunción), tratando de conservar así el poder en las alcaldías más importantes que el PP vislumbra perdidas ante una mayoría social de izquierdas.
Las propuestas regeneracionistas del presidente del Gobierno aparecieron en todos los medios informativos. Pero en los análisis correspondientes no faltaron dos ideas evidentes para la mayoría: que su tardía consideración responde en efecto al revulsivo electoral desencadenado en los comicios europeos del 25-M (en los que el PP perdió 2,6 millones de votos) y al éxito obtenido por la marca ‘Podemos’ -cuyo abatimiento desde los medios pro gubernamentales ha sido decretado a sangre y fuego-, y también que se trata de una propuesta sin contenido real y en todo caso de marcado interés partidista.
De hecho, El Mundo (30/06/2014) criticó editorialmente que Rajoy lance el debate sin propuestas concretas, reclamando que, una vez resucitada la agenda que extravió al inicio de la legislatura, detalle sus reformas para ‘regenerar las instituciones’:
El PP debe concretar con reformas su 'agenda de calidad democrática'
Un mes después del severo castigo cosechado en las elecciones europeas, y empujado por quienes dentro del PP reclaman reformas y advierten de que el partido del Gobierno debe salir de su «zona de confort», Mariano Rajoy planteó ayer en su Comité Ejecutivo una «agenda de calidad democrática». El problema es que no trascendió ni una sola medida concreta con la que apuntalar tan loable objetivo. En teoría, los populares aprovecharán su Escuela de Verano para debatir y fijar posición sobre el número de aforados; la elección directa de alcaldes; la reducción de diputados autonómicos y ayuntamientos; e incluso la reforma de la Constitución. La intención, según María Dolores de Cospedal, es «plantear grandes acuerdos a la oposición que acerquen más la democracia a los ciudadanos». La entidad de estos debates requiere ambición y sentido común, así que, anunciado el reto, hay que pedir al PP que sea valiente y riguroso en la concreción de reformas.
Por lo que atañe a la de la Constitución, se trata de un debate crucial. El sólo hecho de que el presidente del Gobierno haya manifestado su disposición a «estudiar» una reforma es positivo. El modelo instaurado en 1978 está agotado, principalmente, porque el consenso que lo hizo posible ha desaparecido. El PP se mantiene como formación hegemónica del centro derecha, pero la izquierda se ha fragmentado y se ha dejado seducir por apuestas que se alejan de los espacios de consenso sobre los que se erige la Constitución. El PSOE es ahora un partido débil, en el que algunos dirigentes y referentes flirtean con la república. CiU mantiene un pulso al Estado y el PNV aguarda con atención el desenlace de ese órdago, lo que aleja a ambas formaciones de aquel espíritu de la Transición. IU se ha echado al monte y abandera, en clara competencia con Podemos, y en contra de lo que hizo el PCE de Carrillo, el fin de la Monarquía parlamentaria. Es evidente que la primera obligación de Rajoy, y su primera necesidad, es intentar reconstruir aquel consenso.
Establecer un sistema de elección directa para garantizar que gobierne el alcalde más votado es también razonable. No lo sería que el PP planteara una reforma exprés de la ley electoral sólo porque ve peligrar su hegemonía en Madrid y Valencia. En un país con 10.000 aforados, limitar el número de personas sujetas a tribunales superiores es obligado por razones de equidad y de sentido común: en ninguna nación de nuestro entorno hay tantos aforados como en España. El problema es que UPyD ya planteó esta medida en el Congreso y el PP votó en contra, así que ahora tendrá que dar muchas explicaciones para justificar su cambio de opinión. Reducir el número de diputados autonómicos y eliminar municipios parece razonable para contener el gasto público y cumplir con el objetivo de déficit, pero el resto de fuerzas políticas pueden plantear dificultades ante tales medidas si ello supone alterar su representación.
Además de estas propuestas, los populares deben insistir en combatir de una manera efectiva la corrupción, fomentar la transparencia en las Administraciones e impulsar la participación en política y la democracia interna en los partidos. Rajoy debe concretar su compromiso de regeneración democrática. De no ser así, decepcionaría las expectativas que él mismo ha generado y agravaría la desconfianza hacia los políticos.
Por su parte, Joaquín Prieto recordó con acierto en El País (30/06/2014) que la elección directa de alcaldes es una vieja propuesta inconclusa tanto del PSOE como del PP (ambos partidos abandonaron la idea cuando en pura aritmética electoral estimaron que no les convenía), que este recupera cuando está en declive electoral y se arriesga a perder muchas alcaldías en el 2015, y que entiende de interés particular para los partidos mayoritarios:
Interesante, pero partidista
Con las elecciones hay un gran equívoco en España. Toda la propaganda se orienta a hacer creer a los ciudadanos que eligen con su voto al alcalde, al presidente de la autonomía o al jefe del Gobierno; y sin embargo, ninguna de las tres cosas es del todo cierta. Los votantes eligen a concejales, que a su vez designan al alcalde; a diputados autonómicos, y ellos se lo guisan para sacar al presidente de la comunidad; y a diputados al Congreso, que seleccionan al presidente del Gobierno. No son pocas las ocasiones en que la cara del electo coincide con la publicitada por el partido victorioso, y eso contribuye a mantener la idea de que los electores son decisivos a la hora de cubrir el cargo disputado. Pero cuando ningún partido gana claramente y hacen falta pactos, empieza la confusión. Personas de grupos poco votados se hacen con el puesto en liza, eso si no hay tripartitos.
Por eso no carece de interés la propuesta realizada por Mariano Rajoy. No menciona cambios en las elecciones autonómicas ni en las generales, pero sí habla de pensar en la “elección directa” de alcaldes. Esa propuesta ya surgió con cierta fuerza desde el PSOE en 2003, que incluso la incluyó en su programa para las elecciones generales de 2004. Pero no se llevó a cabo, en medio de las dudas del PP y de IU. Reapareció fugazmente años después de la mano de los populares. Y Rajoy vuelve a lanzarla en estos momentos, cuando un PP en declive electoral se arriesga a perder, en 2015, muchos ayuntamientos a manos de pactos de izquierda.
La elección directa de alcaldes podría contribuir a eliminar transfuguismos o acuerdos oscuros. En el supuesto de avanzar por esa vía, queda mucho por saber: ¿el alcalde es simplemente el cabeza de la lista cerrada más votada, o los concejales serían elegidos en lista aparte? En ese segundo caso, el alcalde podría ser de un partido y la mayoría del ayuntamiento de otro, con la consiguiente dificultad de gestión. ¿Y la elección de alcalde sería a una vuelta o a dos? Este segundo supuesto parece lo lógico cuando nadie obtiene mayoría absoluta a la primera. En todo caso, el concepto de elección directa es un elemento singular en un sistema político donde la proporcionalidad (y por lo tanto, la elección indirecta de los cargos ejecutivos) se aplica en diversas clases de comicios desde la Transición.
A un año escaso de las municipales, cambiar las reglas del juego es una propuesta más partidista de lo que indica la envoltura con que ha sido presentada: “regeneración de la democracia”. Podría estudiarse, lo mismo que reducir drásticamente el enorme número de personas con derecho a fuero en un tribunal concreto; pero “regenerar” la democracia tiene que ver también con transparencia y limpieza en los procesos. En cualquier, debería hacerse por un amplio consenso. ¿Cuenta con ello el PP o trata de aprovechar lo que le queda de mayoría absoluta?
Lo cierto es que el planteamiento de mejora democrática que, de repente, se han puesto a estudiar Mariano Rajoy y María Dolores de Cospedal, parece una respuesta en toda regla al éxito cosechado por Podemos en las elecciones europeas. Y que, a pesar de sus grandes esfuerzos por desacreditarlo, los análisis internos del PP detectan que este partido sigue creciendo y que su discurso está calando en el tejido social (otro problema es el fenómeno de una convergencia de la izquierda política).
Sin citar a la formación emergente, la secretaria general del PP animó a su partido a combatirla durante su intervención en la inauguración del Campus FAES en el Centro de Convenciones Fray Luis de León de Guadarrama (Madrid), inmediatamente antes de celebrarse la reunión del Comité Ejecutivo del PP en la sede de Génova. La prueba es cómo clamó ante los militantes presentes en el Campus: “Me producen desasosiego algunas arengas de políticos de viejo cuño o nuevo cuño, que quieren conquistar el poder con banderas del hostigamiento y del miedo, no las de la concordia. Tenemos que actuar contra ello”.
Y justo a la semana siguiente, en la inauguración de la Escuela de Verano del PP, Esperanza Aguirre lanzó esta acusación, más propia del pánico político que de la convicción (así es ella): “Podemos está con el chavismo, con el castrismo y con ETA”. Es decir, que sigue la torpeza estratégica popular y hasta el punto que la propia vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, se metió en el lío alentando en el mismo escenario a combatir la “antipolítica” que según ella triunfa en las tertulias, en las redes sociales y hasta en los escaños, y soltando además perlas cultivadas como esta: “Algunos se dicen más ciudadanos porque comen menús de seis euros, pero a los que comemos un sándwich en el despacho, de sus seis euros, nos sobran tres y medio”…
Pero, frente a la propuesta popular de que ahora el partido más votado sea el que presida las corporaciones municipales evitando pactos (está por ver cómo quedaría la distribución de concejales y cómo en Cataluña y el País Vasco los partidos independentistas se hacen con el poder local), Pablo Iglesias ha declarado que no le llaman la atención las características de la reforma, pero sí “el hecho de que se produzca a pocos meses de las elecciones municipales cuando parece que el PP puede perder”. Y ha soltado esta pedrada política: “Hay ya periodistas que llaman a esta reforma Ley antiPodemos”.
Empezar las reformas por donde se debe
Claro está que si la voluntad regeneracionista del PP fuera cierta en lugar de oportunista, su propuesta democratizadora del sistema electoral vigente debería empezar de forma más significativa y convincente: por ejemplo, eliminando el sistema D’Hondt establecido para la adjudicación de escaños y los porcentajes de votos que limitan la representación política. Es decir, respetando el derecho electoral de las minorías en vez de ignorar sus votos en beneficio de los partidos mayoritarios, que además -gran paradoja- suelen ser opuestos ideológicamente.
Y nadie puede negar que lo establecido por los constituyentes en la Carta Magna para sustanciar esa representación política de los ciudadanos, es meridianamente claro y expresivo al respecto: “La elección se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional” (art. 68.3 CE). Es decir, sin alusión alguna a la fórmula de reparto de escaños ideada por Victor d’Hondt, que terminó introduciéndose en la Ley Electoral General con posterioridad gracias a la presión manipuladora para fortalecer el bipartidismo, sin que se contemple de forma alguna en el texto constitucional.
Según la RAE, ‘proporcional’ es un adjetivo perteneciente o relativo a la proporción, de forma que así se dice del nombre o adjetivo numeral que expresa cuántas veces una cantidad contiene en sí otra inferior (doble, triple…). Y ‘proporcionalidad’ significa “conformidad o proporción de unas partes con el todo o de cosas relacionadas entre sí”.
Los partidarios del sistema D’Hondt como fórmula de reparto electoral, argumentan que tiene un ‘alto grado’ de proporcionalidad en un escenario con gran número de escaños a elegir en cada circunscripción, pero admiten, porque es así, que sus resultados distan mucho de la ‘proporcionalidad’ real cuando los votantes están divididos en numerosos distritos electorales con un número reducido de representación, que es lo que sucede en España y cosa no contemplada por los padres de la Constitución, pero sí por quienes la desarrollaron legalmente conculcando claramente su espíritu e incluso su letra.
Y conviene saber que, siendo la participación política de los ciudadanos un derecho fundamental, establecido en el artículo 23.1 del Título I de la Constitución (De los derechos y deberes fundamentales), el ejercicio del mismo vincula a todos los poderes públicos y que su regulación legal (en esta caso con la Ley Orgánica de Régimen Electoral General) “en todo caso deberá respetar su contenido esencial” (art. 53 CE). Una garantía de naturaleza constitucional que algunos especialistas consideran vulnerada precisamente con el sistema D’Hondt y los porcentajes de exclusión en los distintos ámbitos electorales establecidos de forma discrecional.
De hecho, el que los partidos que no consigan alcanzar ese umbral o barrera electoral quedan excluidos del cuerpo deliberante, agrava aún más la ‘aproporcionalidad’ del sistema D’Hont. Éste tiene un efecto distorsivo menor cuando la circunscripción es única; pero si se incluye un porcentaje de exclusión, se divide el territorio donde tienen lugar las elecciones en un número alto de circunscripciones y además ambas circunstancias se acompañan con la ley D'Hondt, la discrepancia entre el porcentaje de votos de cada partido y el porcentaje de escaños que se le asignan se dispara, quedando como la opción de mayor distorsión dentro de lo que se podría entender como cierta ‘representación proporcional’ (otros sistemas como el método ideado por el matemático francés André Sainte-Laguë, en su versión pura o en la llamada ‘modificada’, presentan una menor distorsión de las preferencias).
Lo cierto es que, la caótica diversidad de criterios aplicados en España en cuanto al porcentaje de exclusión, que en las elecciones municipales es del 5% pero que en las autonómicas varía desde el 3% (en Cataluña, Aragón y Andalucía), el 5% (en la Comunidad de Madrid, Murcia, Castilla y León…) o el 6% para el conjunto autonómico de Canarias (y hasta el 30% en sus circunscripciones insulares, salvo que se trate del partido más votado), desbarata el espíritu de la representación más democrática y su correlación directa con los escaños. Con el añadido de que la naturaleza de los distritos o circunscripciones electorales también es diversa: provinciales; de isla mayor o menor; de uno o más municipios…, e incluso la única a nivel del Estado en las elecciones europeas.
Y justo en esa circunscripción electoral de ámbito estatal, es en la que el número de cargos electos se atribuye en la práctica como un sistema proporcional puro, aunque en este caso queden muy perjudicados los partidos de implantación no nacional (autonómicos y municipales).
¿Reformas de martingala y toreo de salón…?
Porque la realidad es que con las martingalas introducidas en el desarrollo legal de la Carta Magna, en este caso reinterpretando de forma torticera los “criterios de representación proporcional’ establecidos constitucionalmente a efectos electorales, los resultados pueden llegar a ser sorprendentes.
Así, las cuatro mayorías absolutas registradas hasta ahora en el Congreso de los Diputados (con más de 175 escaños), nunca han sido respaldadas con la misma mayoría absoluta de votos, sino con un porcentaje inferior que incluso se podría limitar a un 40%. El PSOE consiguió 202 escaños con el 48,11% de los votos en 1982 y 184 escaños con el 44,06% en 1986 (en 1989 el 39,60% de los votos le dejaron en la antesala de la mayoría absoluta con 175 escaños). Y el PP, por su parte, logró 183 escaños con el 44,52% de los votos en 2000 y 186 escaños con el 44,63% en 2011.
Y esto quiere decir, ni más ni menos, que en esas legislaturas llamadas de ‘mayoría absoluta’, lo cierto es que una minoría social (la del 40%) se llega a imponer ‘absolutamente’ a una mayoría total (la del 60%), que queda excluida en el plano legislativo y, por tanto, de la política misma. ¿Estamos o no estamos entonces ante una democracia distorsionada…?
Esperemos, entonces, que, puesto por fin Rajoy a considerar la reforma del Régimen Electoral General, lo haga con un mínimo de rigor, con sentido de la ética política y con espíritu de verdadera regeneración institucional democrática (cosa que dudamos vaya a suceder). Lo contrario, la reforma selectiva interesada electoralmente, sólo sería otro ‘cuento chino’ más de su habitual repertorio político, a la postre convertido en el mejor abono para el mismo crecimiento de Podemos -y de otras fuerzas políticas en línea con la ruptura del sistema- que trata de combatir.
¿Y qué decir de la ‘reducción’ de los aforamientos…? ¿Pasarlos de más de 10.000 a cuántos…? ¿A 9.000, a 6.000, a 3.000…? La repugnancia social del caso es tan grande que se deberían eliminar por completo, como sucede en la mayoría de los países democráticos, o en todo caso limitarlos a su mínima expresión y vinculados sólo a las funciones propias del ejercicio que corresponda, parlamentario o judicial.
¿O cómo no solventar de una vez por todas la absurda atomización de los entes locales, que el PP apoya como nadie en Aragón, donde además se complementan con unas ‘comarcas’ políticamente clientelares y que además compiten directamente con las diputaciones tradicionales…?
En fin, bueno está que se hable de la ‘regeneración de las instituciones’, pero no de forma tan gratuita, frívola y oportunista como ahora hace el PP, tratando de ganar ventaja electoral y dejando de lado el verdadero fondo de la cuestión. Miguel Ángel Aguilar ha retratado la situación en uno de sus incisivamente habituales artículos de opinión (El País 08/07/2014):
La regeneración, para septiembre
El Partido Popular hizo una campaña electoral victoriosa en noviembre de 2011 basada, más que en la propuesta de soluciones, en proponerse a sí mismo como la solución, la verdad y la vida. Declararon el desahucio del Partido socialista gobernante, le negaron hasta el agua de Lourdes, celebraron las dificultades y los hundimientos porque, como dijo Cristóbal Montoro, cuanto antes y peor terminaran, mejor. Ya vendrían ellos y con ellos la recuperación de la confianza, el alud de las inversiones extranjeras, la multiplicación del empleo, la bajada de la prima de riesgo. En España empezaría a amanecer, se expandiría su prestigio, volvería a ser tenida en cuenta en Bruselas, se acabaría el déficit presupuestario, disminuiría la deuda, fluiría el crédito, despegaría el consumo, crecerían las exportaciones y el pueblo todo contento de ver tanta maravilla.
Pero, como en el romance, vinieron los sarracenos y nos molieron a palos. Todo fueron recortes, con la prima de riesgo triplicada, mientras se batían los récords históricos de parados y disminuía la cobertura de los subsidios, se congelaban las pensiones, se reducían las becas, las prestaciones sanitarias y las de la ley de dependencia. En compensación se tomaba al asalto RTVE para devolverla a su anterior condición de servicio doméstico del Gobierno, se promovía una nueva ley reguladora de la interrupción voluntaria del embarazo para asegurar el nacimiento de los fetos con graves malformaciones y se recuperaban algunas devociones. Así, la Virgen del amor hermoso recibía la medalla de oro al mérito policial, por orden del ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, y la Virgen del Rocío era declarada el recurso más eficaz en la lucha contra el paro por la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez.
Decidido a impedir que la realidad le estropeara su discurso de clausura de la escuela de mandos de la fundación ‘pepera’ FAES, el presidente Mariano Rajoy compareció en Guadarrama para hablar descorbatado a los cachorros que siguen la estela luminosa de Alejandro Agag. Bien oiréis lo que decía, en su propósito de negar que su Gobierno esté debilitando el Estado del bienestar: que la sanidad pública es más universal que antes, que no hay copago sanitario sino farmacéutico (por culpa de los socialistas), que nunca se ha dedicado más dinero a becas, que al PSOE corresponde apoyar al Gobierno en cuanto le pida y que los españoles deben recuperar la confianza perdida en las instituciones. Por eso propone una agenda de regeneración democrática, que ya ha quedado aplazada para septiembre después de postergarse durante dos años y medio. Pero de acabar con la vergüenza del ‘caso Bárcenas’ ligado a la financiación ilegal de las campañas electorales del PP; del ‘caso Gürtel’; de los corruptos en forma de racimos en Alicante, en Valencia, en baleares, en Brunete o en San Serení del Monte, oiga, ni palabra. A cambio se espera que el PSOE también se guarde para sí mismo sus vergüenzas sin amputarlas. La mayor urgencia reside en asegurar la elección directa de alcaldes para que gobierne el más votado. Una reforma que pondría alcaldías del País Vasco en manos de Bildu y facilitaría las de ERC en Cataluña pero salvaría a los ‘peperos’ en lugares ahora amenazados. Griten conmigo, ¡Viva España!
Martingalas y toreo de salón. Puro arte de birlibirloque, pero no en su afección a medios ocultos y extraordinarios sino en el sentido metafísico de ‘birlar’, hurtar o estafar, de repente, por sorpresa, con destreza o maestría…
No es lo mismo predicar que dar trigo
Y a todo esto pasándose Rajoy por la faja cada tres por cuatro exactamente la misma ‘soberanía democrática del Parlamento’ que tanto protege el PP de las airadas manifestaciones ciudadanas cuando le interesa, poco menos que a punta de pistola. Ahí está, como el caso más impresentable que jamás se haya podido pensar en un Estado democrático, el Real Decreto-Ley 8/2014, de 4 de julio de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia.
Un tocho de 172 páginas, con 124 artículos densísimos y 12 anexos muy complejos, que modifica 25 leyes y otras normas de rango menor afectas a ocho ministerios distintos, que nada más ser aprobado por el Gobierno fue presentado para iniciar su convalidación en el Congreso de los Diputados el 10 de julio como ‘ley ómnibus’ y por vía de extrema urgencia, sin margen para presentación de enmiendas ni de debate y con aplicación del rodillo de la mayoría absoluta del PP. Es decir, con total desprecio de todas las demás fuerzas parlamentarias, que sin tener mayoría absoluta de escaños sí que la tienen de votos, y que, para empezar, calificaron dicha iniciativa de “abuso” y “cacicada”.
Es más la oposición en bloque lamentó el ejercicio “despótico” del poder, anunciando un recurso de inconstitucionalidad apoyado de entrada por PSOE, La Izquierda Plural, UPyD, PNV y el Grupo Mixto, en base a la conculcación del artículo 86 CE, según el cual el Gobierno sólo puede dictar este tipo de normas “en caso de extraordinaria y urgente necesidad”, ya que con ellas se arrebata la competencia legislativa de las Cortes Generales.
Prácticamente, todas las fuerzas de la oposición convinieron en que con esa actitud “despótica” el Gobierno destroza de un plumazo su discurso de regeneracionismo democrático, anulando el intento de aproximar la política a los ciudadanos. Por poner un ejemplo de lo manifestado al respecto en el Congreso, la portavoz socialista, Soraya Rodríguez, afirmó: “La primera exigencia de regeneración, es el respeto a la centralidad del Parlamento, que es presupuesto de una democracia parlamentaria”…
Si esto, al decir de Mariano Rajoy, es ‘mejorar la calidad de la democracia’ o ‘regenerar las instituciones’, que venga Dios y lo vea. Y de paso que se pronuncie sobre el grave atropello democrático protagonizado también por el PP en Santiago de Compostela, donde inhabilitados y/o dimitidos todos sus concejales y el propio alcalde por su implicación en diversos escándalos políticos, han sido sustituidos por otros no electos y que ni siquiera figuraron en la candidatura de los comicios correspondientes, sin proceder a su disolución, como hizo el Gobierno del PSOE el 7 de abril de 2006 en el caso del Ayuntamiento de Marbella.
Una posibilidad establecida en el artículo 61.1 de Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local: “El Consejo de Ministros, a iniciativa propia y con conocimiento del Consejo de Gobierno de la comunidad autónoma correspondiente o a solicitud de éste y, en todo caso, previo acuerdo favorable del Senado, podrá proceder, mediante real decreto, a la disolución de los órganos de las corporaciones locales en el supuesto de gestión gravemente dañosa para los intereses generales que suponga incumplimiento de sus obligaciones constitucionales”. Acompañada con la designación de la comisión gestora prevista en el artículo 183 de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General.
En fin, que, como consta en el sabio refranero español, ‘una cosa es predicar y otra dar trigo’. Lo dicho: para ser significativa, cualquier propuesta gubernamental de ‘regenerar las instituciones’ debe acompañarse de realidades consecuentes; lo contrario -que los hechos no acompañen a las propuestas-, como sucede con las de Mariano Rajoy, es pura hipocresía y más cuentos chinos de tres al cuarto.
Fernando J. Muniesa