El término ‘coherencia’ se define como la conexión o relación existente entre unas cosas y otras, como una actitud lógica y consecuente con una posición anterior o pre-establecida.
Claro está que la coherencia tiene su reflejo en cualquier actividad humana, incluidas las más triviales, por lo que de ninguna manera un cambio más o menos repentino de opinión o de comportamiento previsible, o incluso una contradicción en la toma de algunas decisiones, puede representar un rasgo negativo de quien lo protagoniza, ni una amenaza para los afectados. A pesar de que puedan ser ejemplos válidos de falta de coherencia.
Así, la incoherencia práctica puede tener poca importancia en contextos intrascendentes, pero ser muy grave en otros: especialmente en los que las declaraciones y promesas previas afectan a quienes, en función de ellas, han delegado su representación política, comprometiendo sus expectativas naturales. Por ello, las diferencias entre las decisiones de los partidos y sus posiciones anteriores, se convierten en un sinónimo de irresponsabilidad, directamente opuesto al principio de confianza que los ciudadanos buscan en sus dirigentes.
También es necesario reconocer que la coherencia no supone mantener a ultranza determinados errores, o no aceptar equivocaciones en algunas formulaciones iniciales que merezcan ser rectificadas, asumiendo en su caso las responsabilidades correspondientes. Cosa muy distinta de la falta de rigor y seriedad que supone defender ayer como ‘blanco’ lo que mañana se defenderá como ‘negro’.
La coherencia política, tanto a nivel individual como grupal, se da cuando el pensamiento, las palabras y las obras guardan, en lo esencial, un apreciable grado de congruencia, cuando coinciden con lo esperado en cada caso. En su globalidad, el asunto es complejo, porque en términos políticos tampoco existe una conciencia absoluta de toda la problemática afrontada, dentro y fuera de cada partido, ni de todas sus variables: el propio sistema tiene escasa conciencia de muchas necesidades y objetivos políticos prioritarios, con el inconveniente añadido de que también son muchas las personas y grupos que intervienen e interactúan dentro del mismo.
Por eso, no es extraño que, en general, el nivel de coherencia política sea más bien bajo, salvo quizás en las grandes orientaciones globales. De hecho, la sociedad actual se caracteriza por una gran falta de coherencia entre las necesidades de los ciudadanos y la acción política correspondiente, sobre todo en países invertebrados y situados en fronteras interculturales como el nuestro.
Con todo, lo que los ciudadanos entienden como ‘coherencia política’ se identifica mucho más con lo que se hace que con lo que se dice, dado que, para conseguir lo que se dice siempre existen caminos alternativos. Gabriel Marcel (1889-1973), dramaturgo y filósofo francés padre del existencialismo cristiano o ‘personalismo’, sostenía que, al fin y a la postre, “cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive”.
Lo cierto, aquí y ahora, es que el talón de Aquiles del sistema político no es otro que el de la ‘incoherencia’ entre lo que se dice y lo que se hace. Y que la crítica más demoledora contra los representantes electos es precisamente la que se basa en ese desviacionismo manifiesto.
Justo estos días, el experimentado Felipe González, recién llegado de su polémico viaje a Venezuela, ha lanzado una seria advertencia al PSOE sobre el enfoque de las negociaciones con Podemos (y hay que entender también que con IU) para alcanzar gobiernos municipales y autonómicos, en estos términos: “Lo único que pido es coherencia y estabilidad. Formar mayorías por ocupar instituciones no me parece suficiente”.
Pero esta apreciación del ex presidente González no deja de ser una especie de contemporización con el acuerdo suscrito entre el PSOE andaluz y la llamada ‘marca blanca’ del PP, es decir Ciudadanos. ¿Acaso hubiera sido más coherente un acuerdo directo PP-PSOE…?
En nuestra modesta opinión, lo coherente es que, atendiendo a la aritmética electoral, la izquierda se asocie entre sí para arrebatar el poder a la derecha y, después, plantear desde una posición de gobierno la acción política de corte progresista que convenga a esas fuerzas mayoritarias en su captación de votos. Esto es lo razonable, guste o no guste, y lo que el electorado puede entender como ‘coherente’ dentro del sistema.
Es más, también parece coherente que si el PSOE puede arrebatar el poder al PP lo haga incluso apoyado por un partido como Ciudadanos, si éste, desde su propia responsabilidad, se presta a la faena. Y si en el País Vasco, en Cataluña o en Canarias pudiera hacer lo mismo con el apoyo del PNV, de CiU o de CC, pues mejor para el PSOE: la incoherencia vendría en todo caso del lado de los partidos que, sin ser progresistas, e incluso siendo anti-socialistas, entren en ese juego.
Que PSOE, IU y otras fuerzas autodenominadas ‘de progreso’ se apoyen mutuamente para alcanzar gobiernos de ese signo, es lo lógico y natural, porque así está contemplado en la Ley Electoral. Lo ilógico y antinatural fue, sin ir más lejos, la ‘pinza’ que se montó Julio Anguita con el PP de Aznar para tratar de sacar al PSOE del Gobierno, dicho sea con todos los respetos para el entonces dirigente comunista, y sin que nadie cuestionara por ello al PP, que era la fuerza beneficiada por aquel acuerdo.
Lo cierto es que, pactando con unos y con otros, el PSOE ha recuperado un poder político muy importante y ciertamente desproporcionado con su deteriorada cuota electoral. Eso no es incoherencia, sino realismo político, máxime cuando las contraprestaciones pactadas con Ciudadanos en Andalucía son poco menos que ‘agua de borrajas’, y muchas incluso propias del socialismo radical.
Cuando la prensa le pregunto a Rivera si se fiaba de Susana Díaz, su bisoñez le llevo a señalar que su compromiso “estaba firmado” y que, si no cumplía, Ciudadanos estaba dispuesto a presentar “una moción de censura”, sin calcular siquiera que para ello le faltaban escaños aun uniéndose al PP. Torpe, torpe, torpe, Rivera podrá ver fácilmente que, una vez sentada en el trono de la política autonómica, Susana Díaz gobernará en Andalucía más cerca de Podemos y de IU que de Ciudadanos…, formación ésta que además tendrá que soportar la ira del electorado andaluz de centro-derecha.
Ciudadanos: De marca blanca del PP a marca rosa del PSOE
Cuando hace tiempo advertíamos en nuestras Newsletters que se avecinaba el fin del bipartidismo y que la nueva forma de hacer política pasaría por los pactos y el entendimiento entre las fuerzas fragmentadas, anunciamos que esa misma situación daría también la medida y la valía real de los partidos emergentes, su verdadera capacidad política y su cintura para sostenerse o progresar electoralmente. De entrada, esa falta de capacidad ya se ha llevado por delante a UPyD y está a punto de acabar también con IU.
Y también anticipamos que los pactos de la izquierda estarían mucho más claros que los de la derecha, y que quien, a la vista de los resultados del 24-M, iba a tener que afinar mucho su estrategia política y su posición en materia de pactos era Ciudadanos. Equivocarse sería fatal de cara a los próximos comicios legislativos.
La realidad es que, diga Rivera lo que diga, en Andalucía ha pasado de propugnar ‘el cambio’ a reasentar el modelo neo caciquil, clientelar y súper corrupto que el PSOE mantiene desde la Transición, y que muy probablemente seguirá manteniendo. ¿Y qué entienden entonces Rivera y Ciudadanos por ‘el cambio’, si allí apuestan por más de lo mismo…?
Algunos analistas bien intencionados alaban la actitud ‘ponderada’ de Ciudadanos, facilitando la permanencia del PP al frente de algunas Autonomías y capitales de provincias y haciendo lo propio con el PSOE en Andalucía: una vela por aquí y otra por allí, aceptando lo comido por lo servido y las gallinas que entran por las que salen, como diría José Mota. En política, la ingenuidad tiene un coste muy alto y, a veces, también puede encubrir la corrupción más taimada.
Hablan de “coherencia frente a oportunismo”, como hace Agapito Maestre en Libertad Digital (10/06/2015), aunque nosotros podemos entenderlo justo al revés: como oportunismo frente a coherencia. Y también de una actuación impecable: “Ciudadanos está salvando la gobernabilidad de la nación a través de darle estabilidad a dos grandes regiones de España”. Ahí es nada.
¿Y de dónde se ha sacado eso…? Tras las elecciones, en todos y cada uno de los ayuntamientos de España siempre gobierna quien gobierna y punto pelota. Y en las Comunidades Autónomas, ídem de ídem, porque quienes pueden hacerlo (pura aritmética parlamentaria) jamás renunciaran a ello…
¿Cómo explicará Ciudadanos que en Andalucía apoya una política económica cuando menos socialdemócrata y en otras el liberalismo conservador, a veces salvaje, que practica el PP…? ¿Es que alguien puede entender la contradicción de apoyar al PSOE en la Junta de Andalucía y al PP en los ayuntamientos de Almería, Granada, Málaga o Jaén…? ¿Dónde se sitúa la ‘coherencia’ y dónde el ‘oportunismo’ que aplaude Agapito Maestre…?
¿Qué lección magistral dará el profesor Garicano a sus alumnos de la London School of Economics para explicar tamaña chafarrina en términos de política económica…? ¿Cómo justificar el apoyo de Ciudadanos a que Andalucía cree un banco público y cuarenta ‘embajadas’ autonómicas…? ¿Se apoyaría eso mismo en las restantes autonomías…?
Cierto es que la situación política no deja de ser complicada. Pero, justo por eso, la actitud de Rivera debería haber sido, en nuestro modesto entender, más prudente y menos protagonista, porque en realidad el problema no era exactamente suyo, sino de los demás. Allá la izquierda con sus pactos y allá el PP con sus fracasos, debiéndose limitar Ciudadanos, de momento, a dar doctrina, y a proponer y apoyar desde la oposición lo más conveniente a efectos de su ideario o posición ideológica, en vez de comprometerse con lo que otros hagan o no hagan.
Por ejemplo, reclamando una reforma urgente de la Ley Electoral para establecer un sistema de ‘segunda vuelta’, que es bastante más lógico y razonable que la tontuna de que gobierne, porque sí, la lista más votada (que podría situarse en mínimos de representación ciudadana). Cosa que Ciudadanos no ha hecho ni por asomo, y que el PP todavía podría imponer fácilmente con su mayoría parlamentaria absoluta…
Los pipiolos de Ciudadanos parecen pensar que el ‘centrismo’ les permite pactar indistintamente con dios y con el diablo, valga la comparación, confundiéndolo con el ‘bisagrismo’ (oportunismo duro y puro), que es cosa muy distinta y que no se tiene que ejercer necesariamente desde posiciones centristas (‘bisagras’ han sido el PNV, CiU, CC y hasta IU). Y eso no es así.
Por eso, las alusiones de algunos portavoces de Ciudadanos al ‘centrismo’ y al papel que pudo jugar en la Transición son erróneas. La UCD (que era un partido de derechas) apostó, como hizo el PSOE, por la ‘moderación’, pero no por el ‘centrismo’, que apareció después con el CDS del ex presidente Adolfo Suárez y llegó hasta donde llegó, que fue a la vuelta de la esquina.
Como también es erróneo pensar, como sostienen algunos politólogos, que las elecciones se ganan y/o se pierden en el espacio político de centro, que es un espacio prácticamente inexistente. Otra cosa distinta, que tiene poco que ver con la geometría política y más con el talante político, es que el mayor caladero de votos se encuentre en el espacio de la ‘moderación’ (que es el proceso de eliminar o disminuir los extremos en busca del equilibrio), libre de ejercerse bajo cualquier prisma ideológico…
Más fino y acertado, pues, que Agapito Maestre y otros entusiastas de Ciudadanos, nos parece el comentario que sobre su misma política pactista hace Federico Jiménez Losantos en un artículo de opinión titulado ‘De marca blanca a marca rosa’ (El Mundo 12/06/2015):
(…) Pero es tan del PP Rivera, o sea, tan ‘maricomplejines’ que, para que no digan que es la marca blanca del PP, se ha convertido en la marca rosa del PSOE. Y lo ha hecho en Andalucía, el régimen más corrupto de Europa, que ayer recibió un cheque en blanco para otros cuatro años -39 ya en el Poder-, renunciando a todas sus condiciones dizque regeneradoras que, al final, sólo han regenerado el Imperio de los ERE. Ni siquiera ha entrado en el Gobierno y como antes entregó al PSOE el control de la Mesa del Parlamento, seguirá sin haber comisiones de investigación. El segundo de Díaz y el segundo de Marín, o sea, el penúltimo, no han firmado nada sobre Canal Sur, los 35.000 contratados de la administración paralela del PSOE, ni Sucesiones y Donaciones, ni, en su trola más clamorosa, el entierro de Chaves, que tenía que irse para empezar a hablar y se ha quedado para ver la firmita. Más regeneración: C's acepta mantener 40 embajadas autonómicas y crear un banco público andaluz, que, en manos de la banda de Alí Babá se llamará, supongo, ‘Alibabank’…
En alusión a la proposición de cambio propugnada por Ciudadanos, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, fue bastante expresivo: “Una cosa es el cambio y otra muy distinta el recambio”. Distinto sería debatir sobre si los cambios proceden o no proceden.
En esto de la nueva política y de los partidos emergentes, no basta parecer limpios y aseados, sino que también hay que serlo, de forma efectiva, sin posiciones equívocas ni guiños a los electores que han votado a otros partidos, y sin confundir tres conceptos bastante diferenciados: la plausible ‘moderación’ política; el ‘centrismo’, que sólo es un concepto espacial o geométrico ciertamente limitado, o a lo sumo una búsqueda de políticas consensuadas, y la ‘bisagra’, que es hija del oportunismo y de la bajeza política.
Como también son distintos el ‘reformismo’, vinculado a cambios graduales en un sistema político, de organización o de convivencia ciudadana, y el llamado ‘regeneracionismo’, que es, por necesidad, mucho más profundo y radical. Pero ¿Ciudadanos es reformista o regeneracionista…?
Y en esas estamos. Ya veremos cómo salen del lío unos y otros. O si unos y otros nos devuelven a donde estábamos.
Fernando J. Muniesa