El refranero español, siempre acertado como otros tantos dichos peculiares de distintas regiones de la geografía nacional, recuerda que “nunca es tarde si la dicha es buena”. Así se indica que la buenaventura es siempre bien recibida, que nunca es tarde para llevar a cabo algo útil y beneficioso y que cualquier momento siempre es bueno para emprender aquello que haya de reportar algún placer o mejora.
Pero esta expresión popular alusiva al bien que se ha hecho esperar largo tiempo, no ha dejado de contenerse de forma implícita en infinidad de citas de personajes célebres de todos los tiempos. Por ejemplo, Alexander Pope (1688-1744), uno de los más ilustres poetas ingleses, ya advirtió: “Errar es humano, perdonar es divino, rectificar es de sabios”. Y también convino en afirmar que “el hombre nunca debe avergonzarse de reconocer que se ha equivocado, puesto que hacerlo corresponde a decir que hoy sabe más que lo que sabía ayer”.
LOS ‘SECRETOS OFICIALES’, ANCLADOS EN EL FRANQUISMO
Por ello, y por las malas prácticas políticas que últimamente vienen siendo proverbiales en España, es de destacar que la democracia acaba de tener una pequeña satisfacción en la Conferencia Política Socialista 2013, recién celebrada los pasados 8 al 10 de noviembre. Apenas visible entre toda la farfolla que acumulan las 1.798 propuestas de la ponencia marco, el texto de la número 1.786 dice literalmente:
“También se considera necesaria una nueva Ley de Secretos Oficiales que nos equipare a los países democráticos de nuestro entorno, estableciendo plazos de desclasificación legal, atribución de competencia exclusiva para clasificar al Consejo de Ministros o a los Ministerios concernidos no a órganos militares y estableciendo un cauce formal de control de las decisiones sobre clasificación”.
Pero, de hecho, esta propuesta, significativa en sí misma y que reitera una intención ya anunciada en agosto de 2012 por Diego López Garrido en la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados, en la que ejerce como portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, ha pasado inadvertida para todos los informadores y analistas que siguieron aquel evento. Sin obtener, por tanto, la menor relevancia pública.
Y esta falta de reflejo en los medios informativos, junto a la importancia política y jurídica del caso, es la que nos lleva a recordar el cenit alcanzado en 1995 por la escandalosa controversia pública sobre la vulneración del Estado de Derecho desde el propio entorno de la Seguridad Nacional. Un pandemónium verdaderamente infernal en el que se incluyeron la utilización ilegítima de los fondos reservados disponibles en el Ministerio del Interior, las escuchas ilegales realizadas por el CESID, el ‘caso Lasa-Zabala’, el secuestro de Segundo Marey y un extensísimo etcétera de actuaciones protagonizadas directamente por el aparato de la Seguridad Nacional que quedaban o se querían dejar al margen de la acción judicial, amparándolas precisamente bajo el oscuro manto del ‘secreto oficial’.
Por ello, la institución del Defensor del Pueblo, representada en aquellos momentos por Fernando Álvarez de Miranda, incluyó en su informe referido al citado año un tratamiento monográfico de los problemas que suscita el actual marco regulador de los secretos oficiales, preconstitucional ya que se conforma nada menos que con la Ley 9/1968, de 5 de abril. Dicho documento, incluía un significativo llamamiento final a las Cortes Generales marcado por su contenido inconstitucional:
(…) Por todo cuanto se ha expuesto, el Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, que tiene encomendado, conforme el artículo 54 de la Constitución, la defensa de los derechos comprendidos en el Título I de nuestra Carta Magna, se encuentra en condiciones de concluir afirmando que una aplicación estricta y literal de una norma preconstitucional como es la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre, puede llegar a vulnerar los derechos fundamentales previstos en los apartados 1 y 2 del artículo 24 de la Constitución, al tiempo que no respeta ni el deber de colaboración con la Administración de justicia, ni permite el sometimiento de la actuación de la Administración al control de los tribunales. Por ello, al amparo de lo dispuesto en el apartado 2 del artículo 25 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, reguladora de la institución, se propone, a través del presente informe anual a las Cortes Generales -como órgano de representación de la soberanía popular en el que se deposita la potestad legislativa- que por estas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978.
Más tarde, y archivada en el baúl de los recuerdos la razonable y razonada propuesta del Defensor del Pueblo, el propio Parlamento Europeo volvería a dejar en evidencia la legislación española en materia de Seguridad Nacional en su Informe titulado ‘Control parlamentario de las agencias de Seguridad e Inteligencia de la Unión Europea’, fechado en junio de 2011 y hasta ahora olímpicamente despreciado por el Gobierno, los partidos de la oposición y el propio CNI. En él se analizan de forma precisa y muy documentada los Servicios de Inteligencia de ocho países europeos y de tres externos (Australia, Canadá y Estados Unidos), incluyendo un trabajo específico sobre el caso español elaborado por Susana Sánchez Ferro, doctora en Derecho Constitucional por la Universidad Autónoma de Madrid y profesora contratada en su Departamento de Derecho Público y Filosofía Jurídica.
Este documento oficial de la Eurocámara, cuya publicación el pasado verano también pasó desapercibida para los medios informativos, centrados en las tensas circunstancias de nuestra política interna, critica muy duramente la legislación española denunciando importantes “fallas en los mecanismos de supervisión” del CNI, a pesar de reconocer las mejoras introducidas en su regulación del 2002. Y destaca las trabas impuestas a los parlamentarios españoles para acceder a toda la información relacionada con el CNI, la capacidad de sus responsables para ocultar datos a las Cortes Generales y la falta de normativa para determinar qué materias son o no son ‘secretas’.
Al Parlamento Europeo le preocupa de forma especial que el concepto de las materias clasificables como ‘secretas’ sea demasiado amplio, sin que pueda ser supervisado por el Congreso de los Diputados y que el Gobierno clasifique cualquier objeto, información o documento, alegando sin más que su publicidad conllevaría un riego para la Seguridad Nacional. También advierte que no hay un sistema adecuado de desclasificación, siquiera en términos temporales, ni legislación sobre cómo levantar esa clasificación ‘secreta’, resaltando que esa carencia normativa provoca que haya demasiada información clasificada, lo que, a su vez, aumenta notablemente las dificultades del control parlamentario.
La decena de páginas dedicadas al CNI concluyen que el “sistema español de supervisión de los servicios de inteligencia ha mejorado en los últimos años” debido a los “escándalos revelados por la prensa”, y que, entre otras cosas, “todavía queda un largo camino por recorrer” para que los Servicios de Inteligencia españoles cumplan con los estándares fijados por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos…
Poco hay que añadir, pues, sobre la inaplazable necesidad de contar con una ley constitucional de secretos oficiales, sustancial en el Estado de Derecho e imprescindible para que los Servicios de Inteligencia cumplan con su deber de protegerlo en plena concordancia con la legalidad vigente. Una cuestión que políticamente debería prevalecer sobre cualquier otra iniciativa de reforma relacionada con el CNI, incluyendo la de su Estatuto del Personal que también consideramos imprescindible, aunque realizada por supuesto mediante norma de rango legal sometida al debido debate parlamentario y no por Real Decreto (el 240/2013, de 5 de abril) como se ha hecho.
EL PSOE REPUDIA LA LEY DE SECRETOS OFICIALES
Con este agitado mar de fondo, cuando López Garrido anunció que el PSOE preparaba una iniciativa parlamentaria para adaptar la vigente Ley de Secretos Oficiales a la norma constitucional (¡por fin!), señaló que en ésta ya no cabían retoques y que había que ir a un texto legal nuevo que respetara plenamente el contenido esencial de los derechos humanos fundamentales. En su opinión, dicha reforma es hoy todavía más necesaria porque la Ley de Transparencia elaborada por el Gobierno de Rajoy deja al margen la información relacionada con la política exterior y de defensa.
Entre otras novedades, la nueva ordenación de los secretos oficiales ahora pretendida por los socialistas, debería atribuir en exclusiva al Consejo de Ministros la facultad de clasificar y desclasificar documentos y acabar con la absurda situación vigente, según la cual, por ejemplo, un órgano que ya no existe, la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM), puede declarar secreta una materia. Y ello con independencia de la mayor paradoja que remite el control de los secretos oficiales a las también inexistentes Cortes Españolas (no a las actuales y democráticas) y nada menos que al Consejo Nacional del Movimiento.
Además -sostenía el portavoz socialista-, parece obligado establecer una fórmula de relación entre el poder ejecutivo y el judicial que compagine el derecho a la tutela judicial efectiva con la necesidad de preservar la Seguridad Nacional cuando en un trámite jurisdiccional sea necesaria la incorporación de un documento clasificado. Se trataría -añadía- de evitar la generación de conflictos como los que se produjeron a propósito de los llamados ‘papeles del CESID’ sobre la guerra sucia contra ETA.
Y abogaba también López Garrido por reforzar el control parlamentario del Servicio de Inteligencia, atribuyendo competencias claras a la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso de los Diputados (en realidad denominada Comisión de control de los créditos destinados a gastos reservados). Un control hoy inexistente en la práctica, como precisaremos más adelante, por la forma en la que el ‘secreto oficial’ franquista blinda totalmente las actividades del CNI.
Otra novedad importante de la nueva reforma legal anunciada el verano pasado por el diputado socialista, y que ahora se ve confirmada en la propuesta 1.786 de la ponencia marco aprobada en la Conferencia Política Socialista 2013, sería la desclasificación automática de documentos una vez transcurrido cierto periodo de tiempo -que podría rondar entre los 25 y 30 años-, salvo en casos excepcionales y justificados, como ocurre en los demás países del entorno democrático occidental. En la actualidad, todos los documentos clasificados pueden permanecer secretos para siempre, ya que nadie está obligado a desclasificarlos; hasta el punto de que el Ministerio de Defensa tiene pendientes de desclasificar infinidad de informes anteriores a 1968 que tratan de las guerras de Marruecos o de la Guerra Civil.
EL FRUSTRANTE REFORMISMO DEL PP
Al margen de que este paso dado por el PSOE para ‘constitucionalizar’ la vigente Ley de Secretos Oficiales (de 1968) podía haber tenido lugar durante las dos legislaturas presididas por Rodríguez Zapatero (el propio López Garrido fue portavoz del Grupo Parlamentario Socialista del 2006 al 2008), lo cierto es que aún llega a tiempo para dejar en evidencia al Gobierno de Rajoy. Y parece ser (pero sólo lo parece) que sus pasadas connivencias para blindar a sangre y fuego un sistema de Inteligencia todavía en esencia franquista y apoyado en instrumentos inconstitucionales, comienzan a ser divergentes.
Esta nueva diferencia de posiciones políticas, y sobre todo las ocasiones perdidas por el PP para afianzar su débil imagen de partido democrático, se entiende mejor recurriendo a la reveladora narración que hace Fernando J. Muniesa en su libro ‘El Archivo Amarillo - La cara oculta de los Servicios de Inteligencia’ (Multimedia Militar 2011) al describir de forma minuciosa, dentro del capítulo titulado ‘Del CESID al CNI: Corporativismo y connivencia política’, lo que él mismo define como “la reforma maquilladora del PP”, que se reproduce a continuación:
El desembarco del PP en el Gobierno tras ganar las elecciones generales celebradas en marzo de 1996, comenzó con un desatino en materia de Seguridad Nacional de tamaño colosal: recuperar a Javier Calderón, ya teniente general que consumía sus últimos momentos en la segunda reserva con la canonjía de representar al Ministerio de Defensa ante la Cruz Roja Española, nada menos que para dirigir los conmovidos Servicios de Inteligencia. Él, más que nadie, los había puesto en la picota de la deslealtad institucional durante los sucesos del 23-F.
Para sustanciar las promesas regeneradoras del CESID, reiteradas de forma insistente por José María Aznar durante sus años de oposición política, no pudo tener idea más desafortunada que la de recurrir para ello al mini clan militar de ‘Forja’ liderado por el incombustible Calderón, acompañado entre bambalinas por su personal ‘guardia de corps’. Dicho llanamente, puso a la zorra a cuidar del gallinero, quizás presionado por la carcunda de su propio partido superviviente de los tiempos de GODSA, con Fraga a la cabeza. Y así iría la cosa.
Al mismo tiempo, José Luís Cortina, el militar-espía especializado como veremos más adelante en burlar el Estado de Derecho, se reconvertía en uno de los pocos expertos en Seguridad e Inteligencia que despachaba de forma habitual con el vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos.
Esta camarilla, interesada en el continuismo funcional del CESID, es la que, a tenor de las (para ella) amenazantes promesas regeneracionistas de Aznar, conduciría una primera estrategia disolvente para que las cosas quedaran, más o menos, como estaban. No en vano, uno de los autores más admirado por Javier Calderón es Tomasi di Lampedusa, cuya obra ‘El Gatopardo’ ha tenido como libro de cabecera, según dejó oír en más de una ocasión a colaboradores muy cercanos.
En aquellos momentos, es obvio que Aznar olvidó, o quizás no quiso recordar, quiénes eran realmente los militares del ‘Alto’ [el Alto Estado Mayor] vinculados a GODSA. Jorge Verstrynge, ex secretario general de Alianza Popular (predecesora del PP), les retrató de forma acertada en su libro ‘Memorias de un maldito’ (Editorial Grijalbo 1999), entre otras cosas como militares visionarios capaces de poner con su mano derecha una vela a Dios y con la izquierda otra al Diablo. De hecho, en el primer programa electoral de Reforma Democrática (partido político que fue antecesor de Alianza Popular y éste del actual Partido Popular), con Manuel Fraga Iribarne a la cabeza, se incluía nada menos que “la cesión progresiva de la soberanía de Ceuta y Melilla a Marruecos”.
Como es lógico, la propuesta, aportada por los militares del ‘Alto’ desembarcados en GODSA, causó gran revuelo. Se incluyó en un documento elaborado a mediados de los años 70 con el título ‘Libro Blanco para la Reforma Democrática’, que fue coordinado por el propio Verstrynge. Éste relata en su libro: “El borrador del Libro Blanco fue entregado a Fraga en agosto de 1976 para que lo leyese durante sus vacaciones en Perbes: En septiembre dio el visto bueno, incluyendo el apartado que aseguraba que tarde o temprano habría que devolver Ceuta y Melilla a Marruecos. Se imprimieron unos 5.000 ejemplares del mismo, y se enviaron a políticos, periodistas y otros grupos de presión”.
A continuación, el ex secretario general de Alianza Popular recuerda que cuando el documento llegó a Ceuta y Melilla, se originó un rechazo muy violento al grito de “Fraga, Fraga, Melilla (o Ceuta) no te traga”. De inmediato, Fraga ordenó que se hiciese lo antes posible un folleto para aplacar los ánimos, redactado y llevado a la imprenta aquella misma noche. Se tituló ‘Una Política Exterior para España’ y en él se reivindicaba de forma grandilocuente la españolidad de Ceuta y Melilla, tratando de restaurar a duras penas la brecha electoral abierta en aquellas plazas norteafricanas por los ‘inteligentes’ militares de GODSA que lideraba Javier Calderón…
Volviendo a la VI Legislatura, tras el último chapoteo normativo de la ‘era González’ (el Real Decreto 266/1996, de 16 de febrero, que modificaba la estructura orgánica básica del CESID), Aznar inició, en efecto, su prometida reforma de los Servicios de Inteligencia, anunciando que, para empezar, el Gobierno aprobaría por fin un proyecto de ley de secretos oficiales garantista del Estado de Derecho. Algo que, con el objeto más elemental de adaptar nuestra normativa a los criterios de la OTAN, ya había intentado de forma infructuosa Virgilio Zapatero en 1986, siendo ministro socialista de Relaciones con las Cortes.
Aquel paso, que habría de conllevar lógicamente la derogación inmediata de la ley inconstitucional vigente, era del todo imprescindible para evitar los excesos de impunidad del CESID, regenerar su más que deteriorada imagen pública y acabar con un esperpento normativo sin parangón. De hecho, la Ley 9/1968, de 5 de abril, de Secretos Oficiales (modificada por la Ley 48/1978, de 7 de octubre), todavía remite en su introducción nada más y nada menos que al control político de las Cortes Españolas (no las Cortes Generales) y del Consejo Nacional del Movimiento, lo que no deja de ser deplorable.
Pero, una vez elaborado el borrador correspondiente, que en todo caso seguía restringiendo en demasía las libertades públicas, los propios asesores áulicos de La Moncloa en materia de Inteligencia y Seguridad Nacional lo filtraron de inmediato a los medios de comunicación social, antes incluso de que fuera conocido por los grupos parlamentarios del Congreso de los Diputados. La maniobra, ciertamente maquiavélica, tenía por objeto provocar la crítica mediática al documento en cuestión, que fue de aluvión, exigiendo su retirada en una defensa cerrada de los intereses informativos. No en vano, el citado borrador establecía, entre otras cosas, una multa de 100 millones de pesetas para quienes cometieran el desliz de publicar información ‘clasificada’.
De aquella forma, los mismos periodistas que deberían haber reclamado la reforma del CESID propugnada por el Aznar opositor, olvidaron de inmediato cualquier demanda de una nueva normativa constitucional reguladora de los secretos oficiales. Su equivocada defensa de la libertad de información, prefiriendo cohabitar con una ley inconstitucional antes que compaginar su ejercicio profesional con una nueva normativa adaptada al Estado de Derecho, es la que terminaría disolviendo la reforma prometida de Aznar en materia tan sustancial.
Cierto es que hoy en día nadie discute la institución del “secreto oficial”, cuya legitimidad se encuentra establecida formalmente en el artículo 105, apartado b, de la Constitución Española, siendo además su declaración una prerrogativa gubernamental generalizada en los países democráticos y en las organizaciones supranacionales. Sin embargo, unos y otros, el gobierno y su contrapunto mediático, olvidaron en aquel devaneo tramposo las sencillas reglas equilibradoras del juego democrático.
Howard Simons ya las había interpretado clarísimamente a propósito del ‘escándalo Watergate’, que vivió en primera persona al principio de los años 70 como redactor-jefe del Washington Post. En su opinión, sin duda acertada, detrás de los secretos oficiales no siempre se esconden intereses de Estado: “En muchos documentos se pone la etiqueta de secreto no para proteger un secreto auténtico, sino para evitar ciertas revelaciones auténticamente embarazosas, o para ocultar una extralimitación en los gastos, o un abuso de poder, o para impedir las críticas, o para evitar la inspección pública, o simplemente por costumbre”.
Según Simons, si se quiere saber algo en verdad relevante de un gobierno, no hay más remedio que conocer sus secretos: los periodistas no se inventan los secretos, más bien los reciben del otro lado de la mesa. Y, en relación con la actitud que deberían adoptar los medios de comunicación ante la petición de guardar silencio sobre materias clasificadas, razonaba: “Es tarea del Gobierno guardar los secretos. Y, tal como yo lo entiendo, es tarea de periodistas y directores averiguar esos secretos y decidir si deben revelarse al público o si deben mantenerse ocultos en los oscuros armarios del secreto”.
Después de reconocer que ningún periódico es totalmente bueno o totalmente malo, justo o injusto, y que todos tienen sus defectos y sus tendencias, al igual que sus lectores, Simons no dejaría de advertir: “Pero, si los periódicos no sacan a la luz las noticias y las publican, si no llevan a cabo las investigaciones y no hacen los comentarios, si no examinan los problemas y los denuncian, entonces ¿quién lo hará?”. Defendiendo esa función irrenunciable, añadiría: “Lo que hace falta son ojos independientes, no únicamente para asegurar que los gobiernos sean honrados, sino para dar a los ciudadanos un punto de vista que no sea el oficial”.
Pero antes del ‘escándalo Watergate’, durante el mismo mandato presidencial de Nixon ya se había producido en 1971 una comprometedora publicación de documentos clasificados, que en el fondo terminaría siendo causa de aquel caso posterior. Se trataba de los informes secretos sobre la guerra de Vietnam, conocidos como ‘Papeles del Pentágono’, que, tras la première publicada en el diario The New York Times, terminarían alimentando las redacciones de toda la prensa estadounidense.
Cuando el juez federal Murray Gurfein se pronunció sobre su publicación, exculpando a los dos principales diarios norteamericanos, dejó bien claro, al menos en Estados Unidos, el fondo legal de la cuestión: “También hay seguridad en los valores de nuestras instituciones libres: una prensa crítica, una prensa obstinada, una prensa omnipresente, es la que tienen que soportar quienes estén en el poder, con el fin de preservar los valores aún mayores de la libertad de expresión y del derecho de los ciudadanos a estar informados”.
En España, a lo más que se ha llegado es a montar pantomimas como la protagonizada por la fiscalía de la Audiencia Nacional, cuando en un escrito fechado el 29 de diciembre de 2006 propuso desclasificar información sobre los vuelos de la CIA que trasladaron a presuntos terroristas a Guantánamo haciendo escala en Mallorca. El fiscal Vicente González Mota, encargado de la causa, argumentaba razonablemente a tales efectos, pero en realidad como quien pide peras al olmo, que “el carácter reservado o secreto de la información que hipotéticamente tuviera el Centro Nacional de Inteligencia, antes CESID, no debe constituirse en obstáculo a cooperar con la Justicia en la investigación de hechos delictivos”.
Su iniciativa no dejaría de sorprender dentro de un sistema judicial en el que, dígase lo que se diga, la Institución Fiscal depende directamente del Gobierno, razón por la que aquella proposición desclasificatoria se podía gestionar, sin más vericuetos, por un conducto político ‘lineal’, aunque, claro está, presuponiéndola infructuosa.
Por su parte, los gurús de la Inteligencia rescatados de las cavernas franquistas por José María Aznar, tenían una opinión poco dudosa sobre la conveniente impunidad de su actividad. La patente de corso para blindar con el oscuro manto del ‘secreto’ todo lo que se quisiera, aún sin justificación por verdadero interés del Estado, debía supeditarse a los intereses del CESID… Sólo de esta forma se cubrirían sus desmanes y tropelías pasadas y futuras. Imponer y levantar a discreción la naturaleza clasificada en la acción del Gobierno, sin discernir si se actúa al servicio del Estado, del partido gubernamental o de intereses grupales o personales, es parte sustancial del sistema de Inteligencia que arrastramos desde 1968.
Sin ir más lejos, ese mismo grupo de Inteligencia sería el que más tarde, en enero de 2004, obtendría y filtraría, entonces a su conveniencia, la información clasificada del CESID desvelando las conversaciones mantenidas por Carod-Rovira, secretario general de Ezquerra Republicana de Catalunya (ERC) y Conseller in Cap de la Generalitat, para que ETA no atentara en territorio catalán. Una vulneración del secreto oficial diseñada y explotada en beneficio partidista para desprestigiar al político en cuestión y dinamitar el pacto del gobierno catalán tripartito del que formaba parte. Al parecer, el fin perseguido justificaba los medios utilizados.
En cualquier caso, el borrador de aquel proyecto de ley de secretos oficiales ciertamente ‘reformista’, aunque impusiera un plazo de 50 años para desclasificarlos y multas millonarias a los medios informativos que los revelaran, saltó por los aires de forma interesada. Antes que perfeccionar el texto y modificar sus posibles excesos, siendo como era una propuesta y no un proyecto de ley aprobado formalmente por el Gobierno, se decidió retirarlo de la circulación para, y así se dijo públicamente, elaborar otro con menos oposición mediática: una promesa que jamás se cumpliría.
El Gobierno de Aznar, sometido a la nefasta influencia de Javier Calderón y sus acólitos, que iría reconociendo penosamente durante la VI Legislatura y hasta despachar sus servicios en junio de 2001, no llegó a comprender algo elemental en un Estado democrático. Aun estando legitimado y legalizado, el ‘secreto oficial’ no constituye un fin en sí mismo, razón por la que no quedó recogido en la parte dogmática del texto constitucional (Título I) dedicada a los derechos y libertades fundamentales: sólo es un instrumento para la consecución de un fin, aunque éste pueda identificarse con un derecho formal (por ejemplo, el derecho a la seguridad del Estado). Pero esta capacidad instrumental es justo la que puede ser desviada, y de hecho a menudo lo ha sido, para encubrir ilegalidades manifiestas so capa de una falsa razón de Estado, a su vez difuminada con más o menos desvergüenza al amparo del propio ‘secreto oficial’.
Es decir, cuando la ligereza normativa, intencionada o no, entrega el marchamo del ‘secreto’ al albur de la discrecionalidad política, la realidad es que éste se convierte de inmediato en ‘secreteo’ gubernamental. Una práctica deplorable que alcanzó su cenit cuando, por ejemplo, se pretendió encubrir con ella el terrorismo de Estado practicado contra ETA desde instancias de la propia Seguridad Nacional, o cuando de hecho encubrió las verdades más profundas del 23-F.
Lo malo de esta desnaturalización abusiva en el ejercicio del poder es que, una vez normalizada, o simplemente tolerada por quienes participan en el juego de la política, tiene muy difícil retorno. Llega un momento, como el que ha llegado, en el que, discursos electoralistas y oportunismos aparte, ni el partido gubernamental ni la oposición, que tarde o temprano rotarán sus funciones, tienen el menor interés por alterar sus ‘derechos de pernada’ política. Esta complicidad en salvaguardar los atributos del establishment, es una de las servidumbres del bipartidismo imperfecto con el que, en 1978, los constituyentes arbitraron la convivencia democrática del país, marcados más por el interés coyuntural de los grandes partidos que por su propia grandeza política.
Pero, sobrepasando incluso este grave problema, también sería necesario correlacionar de forma congruente toda la normativa relativa a la tutela del secreto oficial con vigencia en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en el Código Penal (Civil y Militar), y hasta en los Reglamentos de las Cortes Generales. Ello con independencia del cumplimiento que debería darse al mandato establecido en el artículo 24, apartado 2, de la Constitución: “La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”.
Esta endeble y dispersa normativa, quedó en entredicho cuando, con motivo del escabroso ‘caso GAL’, algunos diputados, funcionarios civiles y militares y altos cargos o ex cargos del gobierno socialista, estuvieron a punto de tener que comparecer en sede parlamentaria o de declarar ante la autoridad judicial, en relación con materias directamente afectas a la Seguridad Nacional y clasificadas como ‘secreto oficial’. Tras el amparo parlamentario que iban a solicitar unos y las amenazas proferidas por otros justo para rescindir sus compromisos personales y profesionales con la manida razón de Estado, la comisión de investigación impuesta entonces en el Senado por la mayoría del PP se diluyó como un azucarillo en un vaso de agua. Igual camino tomaría la combativa actitud inicial mostrada al respecto por la Fiscalía General del Estado y por otros medios del poder judicial no menos obedientes a las consignas gubernamentales.
La tesis de manipulación omitiva, es decir la idea de que regular el secreto oficial con la debida seguridad técnico-jurídica y democrática podría limitar la eventual impunidad de determinadas actuaciones irregulares del propio aparato del Estado, quedaría acreditada con aquella retirada del tentativo proyecto de ley de secretos oficiales que el Gobierno de Aznar se planteó al inicio de la VI Legislatura. Por tanto, y sensu contrario, es fácil de entender que, sin una normativa de secretos oficiales ‘conveniente’, que asegurara el blindaje a cal y canto de las posibles actividades ilícitas o delictivas de los Servicios de Inteligencia, su poderoso aparato directivo, experimentado en aquellos menesteres, difícilmente iba a permitir modificaciones o controles sustanciales en el modus operandi del CESID. Ya se encargaría el general Calderón de dejarlo bien claro.
Otro personaje empeñado en disolver el proyecto de reforma de los Servicios de Inteligencia asumido por Aznar en su época opositora, fue el primero de sus ministros de Defensa, el independiente Eduardo Serra. Sus padrinos políticos le propusieron como el mejor cancerbero posible para custodiar, no la puerta del inframundo mitológico de la antigua Grecia gobernado por Hades, asegurando que los muertos no salieran de él y que los vivos no pudieran entrar, sino los secretos más vergonzosos y comprometedores del Estado guardados en la memoria histórica del CESID, que los humanos votantes y sostenedores del sistema como humildes cotizantes de Hacienda jamás deberían conocer. Eran momentos de máxima tensión política, en los que la estabilidad del Estado estaba pendiente del hilo tejido por la telaraña de la ‘guerra sucia contra ETA’ durante el ‘felipismo’.
La actitud inequívoca del general Félix Miranda, último director del CESID bajo la presidencia de Felipe González, para no complicar a la Inteligencia del Estado en los tejemanejes delictivos impulsados desde medios gubernamentales, sería verdaderamente alarmante. De hecho, exigió al ministro de Defensa, Gustavo Suárez Pertierra, que le ordenara por escrito no atender la petición del juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, que le había requerido una copia de los ‘papeles del GAL’, documentos internos clasificados, advirtiendo de por dónde, en el interés del Gobierno y su partido, no debería ir jamás el CESID.
La firmeza de aquel militar honorable, obligó al ministerio afectado a interponer, con todas las alarmas encendidas, un conflicto de jurisdicción con el magistrado de la Audiencia Nacional, que finalmente sería resuelto por el Tribunal de Conflictos a favor del titular de Defensa y de su negativa a entregar los documentos clasificados como ‘secretos’. Al parecer, que éstos pudieran encubrir los delitos más despreciables, no vendría al caso… o tal vez sí.
El nombramiento en mayo de 1996 de Eduardo Serra como ministro de Defensa del Gobierno Aznar, difícil de entender y muy trabajado en los cenáculos del poder aunque pareciera sobrevenido, quedó recogido en el libro ‘La España Otorgada’ (Anroart Ediciones 2005) en los siguientes términos:
… Sin olvidar que en el genuino caso español el Ministerio de Defensa ha asumido y reasumido toda la potestad jerárquica y funcional sobre los Servicios de Inteligencia (tanto con el CESID como con el CNI), justamente en la vorágine de su época más escandalosa (el entorno electoral de 1996 que propició el acceso de José María Aznar a la presidencia del Gobierno) llamó la atención el hecho de que éste pusiera al frente de tan relevante y estratégico ministerio a Eduardo Serra. El nombramiento fue cuando menos sorprendente, por cuanto tan discutido personaje no militaba, ni de lejos, en el PP y porque nadie ignoraba sus comprometidas relaciones previas con el PSOE. Se consumaba así todo un espectacular ‘borrón y cuenta nueva’, desde luego bien llamativo después de haberse vivido una virulenta campaña electoral en la que los líderes populares esgrimieron descalificaciones sin precedentes contra el histórico partido fundado por Pablo Iglesias.
Por otra parte, la cartera de Eduardo Serra sobrevenida en mayo de 1996, no sólo frustraba otras muchas y fundadas expectativas de políticos bien significados dentro del PP, sino que obligaba a recomponer el Gobierno que, vulnerando el sigilo propio del caso, había trascendido ya a los medios de opinión informada. En ese filtrado equipo inicial, el Ministerio de Defensa lo ocupaba Rafael Arias-Salgado, y el de Fomento, donde este disciplinado profesional de la política terminó acoplándose sobre la marcha, se adjudicaba en teoría a Jesús Posada. El antiguo centrista Arias-Salgado había llegado, incluso, a comentar con personas de toda confianza que ya tenía “medio uniforme” para ponerse al frente del Ministerio de Defensa, mientras que su fiel colaborador, Joaquín Abril Martorell, deslizaba en los pasillos del Congreso de los Diputados que él mismo le acompañaría como nuevo secretario de Estado en ese Departamento.
Las razones efectivas de aquel sorprendente nombramiento de Eduardo Serra como ministro de Defensa, de quien dependía el proceloso mundo de un CESID convulsionado y a punto de estallar (ya se había engullido a su propio director general, a un vicepresidente del Gobierno y a un ministro de Defensa, que se vieron obligados a dimitir precisamente por las irregularidades que protagonizó), nunca fueron desveladas. No obstante, por las redacciones de los medios informativos se aventuraron hipótesis sobre tan enigmática decisión, entonces no publicadas, que aludían a la sugerente mediación del propio monarca en el momento que el presidente del Gobierno, José María Aznar, le presentaba de forma preceptiva la relación de los candidatos que habrían de integrar su primer Consejo de Ministros.
De ser cierto, dicho padrinazgo quizás hubiera tenido un hipotético origen en el interés del gobierno saliente por blindar a cal y canto la condición ‘clasificada’ de los documentos del CESID más comprometedores en la denominada ‘guerra sucia contra ETA’, dejándolos bajo el férreo control de un ministro independiente de la mayor confianza, experto como pocos en subvertir los auténticos intereses del Estado. Puede que esa eventualidad, bien sopesada en su momento por los analistas más perspicaces, no pasara de ser una pura especulación, aunque la realidad posterior de los hechos tampoco haya demostrado lo contrario.
La labor de zapa de Eduardo Serra para evitar la más mínima democratización de los Servicios de Inteligencia, quedó patente cuando, todavía con la prometida reforma del CESID pendiente, quiso imponer su plena militarización mediante una enmienda introducida de matute por la propia ponencia en la tramitación senatorial de la nueva Ley de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas (17/1999), que despreciaba la revisión del modelo de Servicios de Inteligencia teóricamente en curso. Entonces, la inmediata reacción del diputado canario Luís Mardones logró que, en la votación de la sesión plenaria del Congreso de los Diputados del 29 de abril de 1999, aquella iniciativa manipulada en el Senado por el Ministerio de Defensa fuera rechazada por todas las señorías presentes.
Lo que sí consiguió Eduardo Serra, es que durante su mandato ministerial no prosperase la prometida e imperiosa reforma del CESID. Su cerrazón se apoyó justo en el hecho de que mientras no se dispusiera del instrumento previo ‘necesario’ para salvaguardar la ‘razón de Estado’ ante los tribunales de justicia, aquella debería quedar igualmente aparcada, cuestión en la que entonces convinieron gustosamente PP y PSOE. El titular de la cartera de Defensa, ni corto ni perezoso, llegaría a zanjar públicamente la cuestión afirmando nada menos que “el pueblo español no estaba preparado para afrontar la reforma prometida”.
Compartiendo, pues, el gobierno y su oposición la relación de causa-efecto que vinculaba la cobertura del secreto oficial con la reforma del CESID, los dirigentes del PP se vieron políticamente legitimados para posponer sine die ambas iniciativas, que tanto juego le habían dado poco antes como ariete electoral contra el PSOE. Una razón desde luego poco tranquilizadora en el teórico marco de convivencia democrática que creemos habernos dado los ciudadanos españoles.
Al aceptar aquella vinculación como determinante, no se dejaba de reconocer de forma implícita que el CESID seguía anclado conceptualmente en 1968, cuando se promulgó la vigente ley de secretos oficiales para dar cobertura a las operaciones encubiertas de la OCN. El fondo, pues, de la cuestión, es que, en su esencia funcional, los Servicios de Inteligencia continúan bajo formulaciones del antiguo régimen dictatorial, más allá de una simple circunstancia o fundamento legal, razón por la que en el epílogo de ‘El Archivo Amarillo’ se propone una nueva refundación del CNI.
Prueba palpable de aquella connivencia política entre PP y PSOE, fue el silencio sepulcral con el que enterraron la prudente y elemental enmienda de adición presentada también por el diputado Luís Mardones al proyecto de ley reguladora del CNI, que transcribimos literalmente: “Regulación de los Secretos Oficiales. El Gobierno desarrollará y aprobará, antes del 31 de diciembre del año 2002, una nueva Ley reguladora de los Secretos Oficiales que ampare la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas, de acuerdo con lo establecido en el artículo 105, apartado b), de la Constitución Española, proporcionando la necesaria coherencia técnico-jurídico a toda la normativa legal afecta en la materia”. El silencio político que obtuvo esta razonable propuesta confirmó de forma bien expresiva que en materia de Seguridad Nacional todo seguiría ‘atado y bien atado’, como en los mejores tiempos del franquismo.
Solo los acontecimientos terroristas sobrevenidos el 11 de septiembre de 2001, con Eduardo Serra fuera del gobierno y Javier Calderón fuera del CESID, y también con una holgada mayoría parlamentaria absoluta, animaron a José María Aznar a sustanciar la prometida reforma de los Servicios de Inteligencia. Pero con una intencionalidad muy distinta a la que durante la V Legislatura inspiraba sus denuncias de oposición contra el escandaloso modelo imperante en los estertores del ‘felipismo’.
Instalado en el confort del poder, que prevería duradero a tenor de los estudios demoscópicos del momento, el PP y su gobierno olvidaron el regeneracionismo predicado antaño para tomar un atajo rapidísimo que convirtiera el modelo ‘alegal’ en el que se movía la operatividad del CESID en otro, el nuevo CNI, plenamente amparado, por fin, con una norma de rango legal. Y cubriendo su misma impunidad con el acompañamiento de una ley de control judicial, más semántica que garantista, que seguiría condicionada por el mismo ‘secreto oficial’ de siempre, sin plantearse la mínima estética política y democrática de ‘constitucionalizar’ la última ley vigente del franquismo. Un maquillaje oportunista pactado de urgencia con el PSOE, aprovechando los excesos reaccionarios que siguieron al 11-S en todo el mundo.
Aquel suceso aterrador, que desde luego a todos conmocionó, permitió, en efecto, matar dos pájaros de un solo tiro: sustanciar a la vista del electorado la reforma prometida y dejar el sistema en el mismo fondo de impunidad que tanto se había criticado.
La evidencia de que la recreación del CESID en el CNI fue amañada entre el PP y el PSOE con nocturnidad y alevosía parlamentaria, sería inmediata. Ambas formaciones políticas mayoritarias son las únicas que, hoy por hoy, detentan la posibilidad alternativa de manejar los Servicios de Inteligencia. Esa sería razón por la que en la tramitación de la que terminaría siendo Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, complementada con la Ley Orgánica 2/2002, de la misma fecha, que regula su control judicial previo, aplicaron de consuno el rodillo parlamentario, despreciando todo lo que adujeron al respecto las demás partidos presentes en el Congreso de los Diputados. Y ello a pesar de que la normativa en cuestión conformara auténtica ‘política de Estado’.
La maniobra fue tan advertida, que, nada más conocerse los proyectos de ley correspondientes, prácticamente todos los grupos minoritarios de la Cámara suscribieron enmiendas de totalidad a los textos propuestos, pidiendo la retirada de su tramitación parlamentaria. Algo repudiable se vislumbraría en aquel repentino entendimiento entre opositores tan conspicuos, para que el resto de representantes del poder legislativo se enfrentaran a su repentina connivencia de forma tan radical.
Así, en todas las enmiendas parlamentarias de totalidad presentadas contra una o contra otra de las propuestas gubernamentales, se recogerían críticas rotundas e incontestables.
El Grupo Parlamentario Federal de Izquierda Unida (IU) hacía, entre otras, las siguientes afirmaciones:
n “El Gobierno de la Nación ha optado claramente por primar la seguridad (la inteligencia como instrumento al servicio de la misma) en detrimento de las garantías jurídicas, parlamentarias y judiciales de los derechos y libertades constitucionales de las y los ciudadanos españoles”.
n “En relación al nominalmente llamado control judicial previo de la actividad del CNI, cabe decir que éste está plagado de lagunas y peligros para el Estado de Derecho”.
n “En definitiva, entendemos que no se crea un procedimiento de control judicial del CNI, sino más bien una vestimenta semánticamente jurídica con una apariencia judicial que en el fondo no es más que una santificación casi incondicional de las actuaciones de la inteligencia española”.
Por su parte, los nacionalistas vascos (PNV), advirtiendo claramente que el control judicial previo de las actividades del CNI propuesto podía incidir en cuestiones de inconstitucionalidad, señalaban de forma literal:
n “La caracterización del Centro Nacional de Inteligencia que se hace en este Proyecto de Ley se mantiene apartada de las tendencias de Derecho comparado occidental, que han llegado a distinguir tres ámbitos distintos de actuación, a saber, ámbito de seguridad interior, ámbito de seguridad exterior y, en algunos casos, ámbito relacionado con la inteligencia estricta de las Fuerzas Armadas”.
n “No se ha superado la tradición pre-democrática que confundía y aglutinaba en un mismo saco el concepto de seguridad con el de defensa del aparato del Estado, lo que implica el resultado de englobar en la misma estructura ámbitos funcionales que en la mayor parte del entorno europeo se encuentran claramente diferenciados. Este defecto provoca la continuidad de una adscripción o dependencia para con el ámbito de defensa, que conduce de este modo a una visión deformada del ejercicio de sus funciones, anacrónica desde la perspectiva de profesionalización y modernización, y peligrosa para la perdurabilidad del sistema democrático desde la perspectiva de los posibles controles, la transparencia y el ejercicio de libertades y derechos fundamentales”.
Joan Saura, portavoz de Iniciativa per Catalunya-Verds (IC-V), advertía en primer lugar que diversos conceptos recogidos en el texto regulador del CNI servían, en su opinión, para introducir elementos discrecionales sobre sus objetivos y actividades. A continuación, recurría al informe del propio Consejo General del Poder Judicial adjuntado por el Gobierno a su proyecto de ley orgánica reguladora del control judicial previo del CNI, para recordar que éste “no prevé cómo se configuraría el derecho del titular de las libertades sacrificadas a conocer la actuación judicial y a reaccionar contra ella”. El texto gubernamental (volvía a transcribirse de la misma fuente) “no precisa tampoco el particular alcance del régimen de control al que quedaría sujeta la actividad del centro, cuando pudiera colisionar con otros derechos fundamentales distintos de los recogidos en el artículo 18.2 y 18.3 de la Constitución, singularmente en lo ateniente al uso de la informática previsto en el artículo 18.4 de la Constitución”.
Concluyendo su argumentación, el representante de IC-V, de nuevo en línea de opinión con aquella misma alta institución, señalaba que el Gobierno no concretaba la definición del modelo de control judicial elegido, no especificaba la existencia de mecanismos para la revisión jurisdiccional de las medidas afectas, ni establecía límites temporales a su prevista prórroga...
Pero, junto a Joan Saura, otros portavoces integrados también en el Grupo Mixto (los del Bloque Nacionalista Galego, Esquerra Republicana de Catalunya, Eusko Alkartasuna...) evidenciaron con sus enmiendas de totalidad a los proyectos de ley que conformaban la reforma del CESID, necesaria y trascendente pero finalmente frustrante, que se trataba tan sólo de un cambio nominal. Y que, con una denominación más actual y utilizando desde luego una terminología legal suficientemente equívoca, el CNI volvía a encubrir los mismos intereses espurios que han caracterizado a los organismos homólogos precedentes…
¿Dónde quedaba entonces la exigente remoralización de la vida y las instituciones públicas antes propuesta por el presidenciable José María Aznar…? ¿Y para qué mejor ocasión guardó su opositor Rodríguez Zapatero la vara de marcar distancias de sensibilidad democrática con la que tanto ha agredido más tarde al PP desde el poder, y por tanto sin eficacia legislativa práctica...?
Con las Cortes Generales acomplejadas por el bochornoso pactismo de los partidos mayoritarios en una cuestión tan capital como la reforma de los Servicios de Inteligencia y su reconducción hacia el interés general en el Estado de Derecho, fue especialmente significativa, otra vez, la posición crítica del diputado Luís Mardones, portavoz de Coalición Canaria (CC). Su partido, al igual que Convergencia i Unió (CiU), mantenía un acuerdo de apoyo legislativo al Gobierno, aunque a éste, con mayoría absoluta, aritméticamente le fuera innecesario. Por ello, antes que rechazar en su totalidad ambos proyectos de ley, lo que hubiera podido tildarse de desleal, salvó su dignidad democrática y coherencia personal presentando un bloque de enmiendas al articulado que, tanto por su cantidad como por su contenido constructivo, y admitiendo incluso el repudiable unitarismo del CNI, evidenciaba su plena discrepancia y las vías de ineficacia e impunidad que presentaba el nuevo Servicio de Inteligencia.
En el Boletín Oficial de las Cortes Generales y en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, quedaron efectivamente registradas sus veintidós enmiendas al articulado del proyecto de ley reguladora del CNI (que sólo consta de doce artículos) y sus cinco enmiendas al proyecto de ley orgánica reguladora de su control judicial previo (de artículo único), junto con su defensa política y técnico-jurídica. Todas ellas serían rechazadas por la mayoría parlamentaria del PP, sin que nadie se atreviera a rebatir sus impecables contenidos, ni de forma oficiosa en el habitual comadreo de la Cámara, ni mucho menos oficialmente, con luz y taquígrafos de por medio.
Pero el portavoz de Defensa del PSOE, Jordi Marsal, aun tendría una actuación políticamente menos gallarda. Ejerciendo como alguacil del PP, mostró su total connivencia con el Gobierno con un discurso crítico, vago y generalista, pero no contra los proyectos de ley en debate, que hubiera sido lo suyo, sino contra las enmiendas presentadas por los nacionalistas canarios. Toda una vergonzosa evidencia del pasteleo consumado entre los partidos mayoritarios para falsear la necesaria democratización de los Servicios de Inteligencia, torpemente escenificada: quedó muy claro cuando el diputado Felipe Alcaraz (IU) recordó al ‘despistado’ portavoz socialista de marras que se estaba atribuyendo gratuitamente funciones del portavoz del Gobierno…
La realidad es que las Cortes Generales, invidentes ante la nebulosa opacidad del secreto oficial con la que se envolvió otra vez la actividad de los Servicios de Inteligencia, inoperantes para controlarlos en su legítima función parlamentario y maniatadas por el dócil colaboracionismo del poder judicial, terminaron por otorgarles un auténtico cheque en blanco para salvaguardar cualquier responsabilidad en sus eventuales conculcaciones del Estado de Derecho. Si lo que PP y PSOE pretendieron con la conversión del CESID en el CNI fue consolidar los Servicios de Inteligencia como policía encubierta del bipartidismo, no fueron por mal camino. Pero veamos entonces, entre otras cosas, a lo que conduce ese irreductible sistema.
[Continúa…].
LA LEY DE SECRETOS OFICIALES Y LA POLÍTICA BASTARDA
Lo que se desprende de la narración extraída de ‘El Archivo Amarillo’, es que la vigente Ley de Secretos Oficiales se mantiene efectivamente en una especie de frangollo o enredo impresentable, en el que convergen intereses corporativos (y hasta grupales o personales porque a ellos llega también el blindaje del ‘secreto oficial’), prácticas de corte franquista impropias de un régimen democrático y no pocas deslealtades políticas, ilícitas e inmorales, que resguardan, como ha sucedido con demasiada frecuencia, actuaciones de los Servicios de Inteligencia incompatibles con el Estado de Derecho. Y ahí está, sin ir más lejos, su conocida colaboración con el ciberespionaje masivo de la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos).
Porque, para empezar, el artículo 5, apartado 1, de la vigente Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del CNI, establece la siguiente barrera de protección: “Las actividades del Centro Nacional de Inteligencia, así como su organización y estructura interna, medios y procedimientos, personal, instalaciones, bases y centros de datos, fuentes de información y las informaciones o datos que puedan conducir al conocimiento de las anteriores materias, constituyen información clasificada, con el grado de secreto, de acuerdo con lo dispuesto en la legislación reguladora de los secretos oficiales y en los Acuerdos internacionales o, en su caso, con el mayor nivel de clasificación que se contemple en dicha legislación y en los mencionados Acuerdos”.
Y si todo lo concerniente a las actividades del CNI es, per se, de ‘máximo secreto’, ¿de qué más se puede seguir hablando…? El fondo de la cuestión, en orden a garantizar sobre todo al comportamiento lícito del CNI, no es otro, pues, que eliminar el blindaje que le proporciona la actual Ley de Secretos Oficiales para obviar su control democrático y actuar cuando mejor convenga en discrepancia con los valores y principios que inspiran nuestra Carta Magna.
Bienvenida sea, por tanto, la iniciativa socialista para reformar, de una vez por todas, la vigente e impresentable ley franquista de secretos oficiales, soporte de la política bastarda. Ahora veremos si el Gobierno de Rajoy, con su mayoría parlamentaria absoluta, es capaz de reaccionar o no y quienes se ponen de nuevo a favor o en contra de la Constitución.