Fernando J. Muniesa
Ya se han cumplido tres años desde que el diario “El País” comenzara a desvelar la trama del espionaje a que se vieron sometidos diversos cargos políticos de la Comunidad Autónoma de Madrid(CAM) y un poco menos desde que el juez Garzón comenzara a investigar el colateral “caso Gürtel”, mucho más rico en entresijos políticos.
Aunque a tenor de los resultados judiciales todo pueda quedar en “agua de borrajas”, la cosa ha dado para mucho. Más allá, incluso, del deterioro añadido que ha conllevado para la ya cuestionada imagen pública de la clase política, del comportamiento partidista evidenciado al respecto por algunos medios informativos o del descrédito del propio sistema de justicia, que marea al ciudadano con sus incomprensibles vaivenes de competencias, aforamientos, tribunales profesionales versus jurados populares, criterios de instrucción y condicionamientos del Ministerio Fiscal, etcétera.
Al observador imparcial, no ha dejado de sorprenderle, por ejemplo, la amortización política del Presidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, aun cuando mantuvo a su partido con mayoría absoluta en las últimas elecciones autonómicas del 22 de mayo de 2011, evidenciando que las regalías quizás disfrutadas desde el cargo importaban muy poco al electorado. O que la exoneración inicial de otros implicados del PP (el ex senador por Cantabria Luis Bárcenas, el ex diputado por Segovia Jesús Merino y el ex eurodiputado Ricardo Galeote) por parte del juez instructor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Antonio Pedreira, luego fuera rectificada, siendo “reimputados”, por el nuevo juez instructor Pablo Ruz... Sin olvidar las declaraciones lanzadas desde el cuartel general del PP acusando al Gobierno socialista de haber manipulado a la Policía y a la Fiscalía General del Estado en su contra, que son ciertamente palabras mayores.
Lo significativo del caso, es que el enredo inicial, nacido sin más de un enfrentamiento entre la tesorería nacional del PP y la homóloga de su organización madrileña, alentado por los favores políticos y las compensaciones empresariales conniventes con su financiación, condujo de inmediato al segundo. Un corto recorrido en el que tampoco faltarían las luchas políticas vinculadas al poder interno del partido, ni, por supuesto, todas las lealtades y deslealtades personales que suelen conllevar.
Asunto, pues, de gran interés ciudadano y profundo trasfondo político que, más allá de lo que haya podido suponer para la imagen pública del PP, ha terminado impactando por elevación, como sucedió en los casos “Filesa” y “Naseiro”, en los propios cimientos del sistema democrático, dejando en evidencia la debilidad de alguna de las vigas maestras que lo soportan. Las advertencias para que el PP “delimitara daños” al inicio del problema, cayeron en saco roto y, así, las refriegas políticas y judiciales entre dirigentes populares de la CAM y del Ayuntamiento de Madrid siguieron vivas y retroalimentando el esperpento partidista. Y, sobre todo, manteniendo el “fuego amigo” en la guerra abierta entonces por el control de Caja Madrid, un importante bastión de apoyo financiero al que no eran ajenos intereses tan dispares como los de FAES, la fundación-juguete de José María Aznar, y los del Grupo Prisa, patrocinador de una de las partes enfrentadas (la municipal) y encargado de asistirla en el terreno mediático.
Pero la afección más grave del caso, porque más allá de esa pelea fratricida arrastra prácticas sintomáticas que deterioran gravemente la precaria salud de nuestra joven democracia, se centra en las vías ilegales utilizadas para la financiación de los partidos políticos. Llegar desde esas iniciativas al blanqueo de capitales, al fraude fiscal, al cohecho y al tráfico de influencias, es prácticamente irremediable. Sin considerar, además, la deriva del lucro personal de quienes intermedian en ese proceloso menester, que es el peligroso flanco por el que siempre terminan estallando los escándalos de la corrupción política.
Ese apadrinamiento espurio de la democracia, generalizado en la actual política española, tomó rápida referencia en las ayudas prestadas en 1984 por las empresas constructoras al Partido Reformista Democrático (PRD), liderado por Miquel Roca, Antonio Garrigues y Florentino Pérez tras la debacle electoral de la UCD. Los grandes empresarios del momento, básicamente de la construcción, aportaron a las arcas del PRD unos 1.500 millones de las antiguas pesetas en dinero “negro” como compensación a las adjudicaciones de obra comprometidas por el Gobierno de la Generalitat de Catalunya, dirigido por CiU, formación política que apadrinaba la denominada “Operación Reformista”.
Aquella financiación “extra” o complementaria de los créditos bancarios oficiales, supuso un éxito de captación de fondos, ocultación fiscal y negocios fáciles, que se convirtió de inmediato en el modelo a imitar por los demás partidos políticos. Conformó el procedimiento ilegal a seguir, que ya había generado algún disgusto al PSOE, primero con el cobro de comisiones ilegales por adjudicación de concesiones en el Ayuntamiento de Madrid en 1981 (a las empresas Semat y Selberg) y, a continuación, con la ayuda económica que el grupo alemán Flick prestó a su campaña electoral de 1982, desvelada en 1984.
La ligereza con la que se engrasó la tesorería de la “Operación Reformista”, marcó un antes y un después en la financiación ilegal de los partidos políticos con cuotas de poder que les permitiera adjudicar “contratos y concesiones contra comisiones”. El modelo se extendió rápidamente, corrompiendo como es obvio el sistema de contrataciones públicas, falseando las contabilidades oficiales (con el consiguiente quebranto para el erario público) y, finalmente, generando una nueva clase de “delincuencia-recaudadora” auspiciada, de forma sin duda paradójica, por los medios políticos que más debían respetar y proteger el Estado de Derecho.
Aún a pesar de haberse convertido en un modelo connivente entre toda la clase política, los excesos que le acompañaron concluyeron en casos judiciales tan sonoros como el de la “construcción de Burgos”, que explosionó en las manos del PP en 1988, y el de “casinos de Cataluña”, desvelado en 1989 y que afectó de lleno a la financiación de CDC (Convergencia Democrática de Cataluña). A ellos siguieron un creciente listado de ilegalidades que eclosionaron en 1990, afectando de forma generalizada al PSOE (caso Juan Guerra y caso Ceres), al PP (caso Naseiro) y al PNV (caso Tragaperras).
En 1991 explotó la trama de Filesa, Malesa y Time-Export, en 1993 el “caso del AVE” y en 1996 el procedimiento que implicó a Gabriel Urralburu y Javier Otano, todos ellos protagonizados por el PSOE. A continuación, la corrupción política indiscriminada abarcó en su desmesura casos como el de la Diputación de Zamora (PP), el del Ayuntamiento zaragozano de La Muela (PAR), el expolio degenerativo de Marbella protagonizado por el entorno de Jesús Gil…
Es cierto que en 1995 se intentó reconducir aquella imparable oleada de delincuencia nacional, creándose en el Congreso de los Diputados una Comisión de Estudio para la Financiación de los Partidos Políticos (V Legislatura), aunque con más intención de tranquilizar al electorado que interés en resolver el problema de fondo. A pesar de la imparcialidad con la que fue presidida por el diputado Luis Mardones, de sus metódicos análisis y de las propuestas concertadas, incluso, con las entidades financieras del país afectadas por los continuos “pufos” de los partidos políticos, la mentalidad y el arraigo de sus intereses impidieron la reforma del sistema, sin que se llegara a dar siquiera carta de naturaleza a las conclusiones del trabajo realizado.
También debemos reconocer la promulgación de una nueva normativa, más avanzada, sobre Contratos del Sector Público (Ley 30/2007) y sobre Financiación de los Partidos Políticos (Ley Orgánica 8/2007), e incluso la modificación de la Ley Orgánica 5/1085, de 19 de junio, del Régimen Electoral General. Pero ni estas actualizaciones ni el propio Tribunal de Cuentas, con funciones específicas (fiscalizadora y de jurisdicción contable) para ejercer el control externo de la actividad económico-financiera del sector público, han podido llegar al meollo del asunto, ni reconducir, por tanto, la permisividad del sistema con el que se financian realmente los partidos políticos.
Un mecanismo de “pago por favores políticos” que afecta a todo tipo de concesiones y contrataciones públicas (estatales, autonómicas, municipales y de diputaciones provinciales o cabildos insulares) y, más allá todavía, a la propia ordenación urbanística del territorio nacional (con las tentadoras “recalificaciones” de suelo). Es decir, a toda una trama de intereses económicos que acumula cifras ingentes de negocio, y que, dígase o no, pasa por las arcas caudinas de la clase política.
Esto, ni más ni menos, es lo que controlan y administran los “tesoreros” de los partidos políticos, con las consiguientes derramas entre intermediarios y aprovechados de turno. Y esto es lo que también subyace profundamente en el “caso Gürtel” y en todos sus numerosos precedentes y subsiguientes: la versión “democrática” de la corrupción política de cuello blanco, envuelta, si se quiere, en papel de celofán.
Los ingredientes novedosos del sistema, que conlleva una dinámica propia e incontenible, aportan, en primer lugar, la implicación de personas como instrumentos vehiculares del sistema devenidos en sinvergüenzas de primera clase, que en su descarado papel utilizan procedimientos bastos y rudimentarios coherentes con su escasa formación personal. Son los consabidos Correa, los “Bigotes”, los Juan Guerra, las Aída Álvarez... Dicho de otra forma, gente de medio pelaje que poco tiene que ver con el Florentino Pérez de la “Operación Reformista”, que nada metió en bolsillo propio durante su cuestionable función de ecónomo partidista, por cínica que parezca la comparación.
En segundo lugar, el deterioro de la vida política y la regresiva calidad de sus protagonistas ha llevado a que los “tesoreros-recaudadores” de los partidos, que en todo caso deberían ser meros empleados o colaboradores sin responsabilidades políticas, hayan accedido a sus órganos de gobierno e incluso a cargos de elección pública, buscando quizás alguna suerte de protección personal ante eventuales actuaciones judiciales. A nadie se le escapa la diferencia sustancial que existe entre procesar a un simple intermediario o a quienes ocupan escaño parlamentario o cargos políticos en cualquier nivel del poder ejecutivo.
Y, por último, tampoco deja de ser preocupante para la reconducción de una situación tan delicada, que en su peligroso juego de intereses hayan entrado a saco las compañías de seguridad, como ha sucedido con Serygur (ahora prudentemente transformada en Alium Seguridad) en el “caso Gürtel”. Los despechos de este tipo de empresas, con grandes medios de investigación propios o concertados con detectives privados y free-lancers de la propia Seguridad del Estado, ante cualquier trato político que consideren desfavorable, son capaces de montar una cadena de venganzas soterradas que, como se ha visto, más allá de procurar llevarse por delante a partidos y líderes políticos, también arrastran un daño colateral demoledor para la imagen del sistema democrático.
El “caso Gürtel” se nos muestra, pues, como la viva imagen de un moderno Saturno, pero ahora amenazando con devorar a sus progenitores en vez de a sus hijos. Un espectáculo poco edificante en un contexto democrático, que los líderes políticos deberían disolver manu militari de forma consensuada, incluyendo el inmediato control por parte del Ministerio del Interior de las compañías de seguridad, detectives privados y agentes de los Cuerpos de Seguridad del Estado entrometidos en las cloacas de la financiación y la lucha partidistas.
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Fernando J. Muniesa es analista y consultor en Defensa y Seguridad