Una de las actitudes más displicentes de los partidos políticos es la que mantienen desde la propia Transición sobre algunos aspectos ciertamente chocantes del sistema electoral, aunque sean muy fáciles de racionalizar.
Y la decepción social en este enervante asunto se ve agravada porque su reforma legal, justa y necesaria, ni siquiera exige modificar la Carta Magna ni demanda nada del erario público: sólo requiere voluntad política para retocar la LOREG (Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General), adaptándola de forma precisa e inequívoca al espíritu y la letra constitucionales. Algo que, sin ir más lejos, ha tenido el PP en su mano durante los cuatro años de su última mayoría parlamentaria absoluta, y que, en su caso, pocos se habrían atrevido a votar en contra.
En sus artículos 68 a 70 y conexos, la Constitución es meridianamente clara respecto a la ‘proporcionalidad’ de la representación electoral. Y habiéndose modificado la ley correspondiente ya en trece ocasiones sin problema ni mayor dificultad, no se ve razón alguna para tener que seguir soportándola sin sus correcciones más racionales y democráticas.
El problema esencial es que, asegurando el texto constitucional una mínima representación inicial a cada circunscripción, completándola acto seguido con criterios de proporción poblacional, su desarrollo normativo desvirtuó dicha norma suprema con una asignación de escaños por provincia y su reparto entre las fuerzas políticas esencialmente ‘aproporcional’.
Así, se da la curiosa circunstancia de que a Soria o Teruel les correspondan un diputado por menos de cada 50.000 habitantes, mientras que a Madrid o Barcelona la misma representación se les asigna por más de 175.000 habitantes. ¿Y es que acaso los sorianos o los turolenses estén más cualificados a efectos políticos que los madrileños o los barceloneses…? Evidentemente no; pero lo cierto es que cada escaño de Soria o de Teruel representa a menos de la tercera parte de los españoles de otras provincias, aunque con la misma y desproporcionada presencia parlamentaria.
Si en términos generales se suele afirmar que la democracia es tal porque cada ciudadano tiene el peso de su voto, en la nuestra algunos pesan lo que tres, y no por la cultura, la inteligencia o el mérito personal de quien lo emite, sino sólo por el lugar donde reside. Quizás con la intención de que las zonas con más población del país no tuvieran mayor peso político (algo absurdo e injustificado porque nadie está obligado a residir en un sitio concreto), pero evidenciándose en todo caso que el contra balanceo de esa posibilidad es desde luego excesivo. Situación que requiere un ajuste radical de la distribución de escaños por circunscripciones o de los votos necesarios para alcanzarlos, sobre todo en Canarias donde se aprobó una ley electoral autonómica especialmente arbitraria en la representación parlamentaria.
Y junto a esa desigualdad personal, otro fallo no de la Constitución sino del desarrollo que de ella se hizo en la LOREG, es aplicar el sistema D’Hont para la asignación de escaños a los partidos en cada circunscripción. En las once que tienen asignados tres o menos diputados, el reparto de escaños con ese sistema también favorece de forma desproporcionada a las fuerzas políticas mayoritarias, que, sólo por serlo, eliminan en la práctica a las terceras y cuartas opciones, capitalizando además -como sucede en toda España- los votos de los partidos minoritarios que se quedan sin representación cuando no han alcanzado el 3% de los válidamente emitidos, según establece la LOREG. Otra cosa sería aplicar el método Sainte-Laguë (o Webster).
De ahí que dichas listas electorales -y las de las 9 circunscripciones con cuatro diputados que les siguen en el mismo ventajismo electoral- sean las preferidas por los grandes partidos para asegurar un escaño a candidatos foráneos o ‘cuneros’, sin necesidad de que tengan el menor prestigio ni vinculación territorial alguna.
Ese juego de ventajas y desventajas en la representación parlamentaria (primando sobre todo al partido más votado), alcanza claro está a las 52 circunscripciones electorales, pero se manifiesta con mayor evidencia en las 11 que tienen asignados tres o menos escaños, donde a la tercera fuerza política le es casi imposible lograr siquiera el último de ellos. De esta forma, hay que insistir en que la pauta constitucional de establecer un sistema de representación política ‘proporcional’, duro y puro como consta en el texto constitucional, se ha traducido mal al desarrollo normativo.
Otro problema de la LOREG es el efecto negativo que conlleva su aplicación para los partidos con votos muy repartidos por todo el territorio nacional pero con poco porcentaje en cada circunscripción, como IU, pudiendo no superar la barrera del 3% de votos válidos en algunas de ellas aunque si se alcance en el conjunto nacional. Por el contrario, las grandes formaciones políticas y las que acumulan un gran número de votantes en el mismo espacio geográfico (las autonómicas), son las más favorecidas por este retorcido sistema. Así, puede suceder que un partido nacional con el 10% de los votos consiga sólo el 5% de los escaños, mientras que otro autonómico logra el doble de diputados con el 5% de los votos, en base únicamente a su distinta agrupación geográfica.
¿Y por qué se penaliza de forma tan bárbara la agrupación de votos en las provincias más habitadas, mientras los partidos autonómicos juegan con una sobreprima de representación en la política nacional…? ¿Dónde queda entonces la igualdad electoral de todos los españoles propugnada en la Constitución como valor superior de su ordenamiento jurídico (art. 1 CE)…?
En 1985 el bipartidismo PP-PSOE impuso la LOREG como le convino para reasentar un modelo político que en esencia es anti democrático, y también un reflejo de nuestra repudiada política decimonónica. El sistema electoral adolece de otros problemas, pero estos son los más visibles y chirriantes, siendo hora de rectificarlos, sin olvidar que se trata de un compromiso claro incluido en las promesas fundacionales de Podemos y Ciudadanos.
Fernando J. Muniesa