Hásel-Paris Álvarez
Enmarquemos la batalla de Eurovisión. Occidente está sumido en la Guerra Cultural. En una trinchera está la derecha, liderando la ofensiva: cuestionando las pensiones, los impuestos y la crisis medioambiental.
En la otra trinchera está la izquierda, en desbandada: incapaz de recuperar posiciones entre los mayores, los autónomos o los obreros. ¿Y por qué a esta guerra la apellidan 'cultural'? Pues porque en vez de debatir sobre las susodichas pensiones e impuestos y recursos energéticos, en lugar de combatir con cuentas y mapas, ambos bandos pretenden envolverlo todo con argumentos emocionales, subjetividad, identidades, ideales abstractos y conceptos de moda.
No es que las derechas quieran impedir una reforma laboral mínimamente social, no. Es que están dando la batalla por “la voluntad popular” contra la “ministra comunista”. No es que la derecha del dinero esté defendiendo el negocio de las macrogranjas, no. Están protegiendo a los pequeños ganaderos contra la conspiración de vegano-animalistas que quieren sembrar el tofu en Soria. ¿Y qué pasa con la galopante desigualdad económica? Pues que hay batallas más urgentes: contra el okupa de no sé donde, los menas de Hortaleza y el 'marxismo cultural' de un colegio de Castellón. Además, ¡en la vida siempre ha habido pobres y ricos! La clave es que los ricos no sean unos progres como Bill Gates y George Soros.
Y la izquierda, incapaz de enfrentarse al oligopolio eléctrico, decide que lo importante no son las carísimas facturas de la luz. Lo importante es la “perspectiva de género”: preocuparse de si quien pone la lavadora es hombre o es mujer. Y, hablando de mujeres, tampoco pasa nada si no se aprueban las ayudas a la maternidad. Porque la verdadera cuestión es deconstruir el concepto de maternidad. Quizás promulgar una nueva ley sobre géneros fluidos y seis nuevos sexos. ¿Que la izquierda no se atreve a plantarle cara al mercado y nacionalizar la Nissan? No es problema: 'nacionalizar' era una cosa carca, que alude a la nación y por lo tanto al fascismo. Lo mejor sería insistirle a los parados de la Nissan de que utilicen los conceptos 'matria' y 'plurinacional'.
Eurovisión y la batalla cultural
Pero entonces, en mitad de esta larga y penosa guerra, llegó la final española de Eurovisión. Y claro, se activaron todos los resortes de la 'batalla cultural'. Una mitad de la opinión pública se situó a favor del grupo gallego Tanxugueiras; la otra mitad, de Rigoberta Bandini. Las primeras hostilidades se dieron entre progresistas y conservadores. Para Jordi Évole, la opción de progreso era Rigoberta. Su canción sería una reivindicación feminista estilo Femen, aquellas activistas que hacían topless como acto de protesta. Un himno del movimiento yanki free the nipple (frente nacional de liberación del pezón), que tiene como exigencia revolucionaria que Instagram no les censure las foto-tetas.
Pero conservadores como Enrique García-Máiquez han apoyado también a Rigoberta, por entender que su “Ay mamá” es una reivindicación de la maternidad y la familia. La Bandini canta, junto a su pareja y primos, un mensaje que comparte el Papa de Roma: el derecho a dar de mamar en público.
Aquí hubo una escaramuza entre diferentes cuarteles feministas. Para el regimiento queer, eso de alabar las tetas femeninas era tránsfobo, porque los hombres también pueden dar lactancia y menstruar, así como las niñas tener pene. Así que se posicionaron a favor de las Tanxugueiras, que después del concierto habían dado las gracias “a todas, todos y todes”. Sin embargo, el regimiento queer sufrió una dura deserción cuando una de sus comandantas, Irene Montero, manifestó su adhesión a Rigoberta.
Esto, a su vez, causó una nueva brecha en las posiciones de la izquierda. La Montero estaba con la Rigoberta, pero Yolanda Díaz se había alineado con las Tanxugueiras. El escritor Daniel Bernabé señaló que era una batalla entre los pijos-progres (línea de Irene Montero) y la clase obrera (línea de Yolanda Díaz). El pijerío estaría representado por Rigoberta, nacida en familia adinerada, formada en colegio privado y respaldada por el duopolio mediático de Atresmedia y Mediaset. Las Tanxugueiras, de origen humilde, serían la candidatura del pueblo trabajador. La España del cincel y de la maza, que en este caso coincidía con la España de charanga y pandereta.
¿Globalismo o terruñismo?
Mientras tanto, el conflicto entre progresistas y conservadores dio un vuelco cuando algunos de estos últimos, como Feijòo, dieron su apoyo a las Tanxugueiras. En ellas veían una reivindicación de la música tradicional frente al modernismo de Rigoberta: las mujeres vestidas de negro contra el destape, la cantiga contra el sintetizador, lo folclórico de toda la vida contra el indie posmoderno. Y, a su vez, otros progresistas se posicionaron con las Tanxugueiras por los motivos radicalmente opuestos. Como ellas cantan que “no hay fronteras”, estarían del lado de la multiculturalidad y la ideología open borders y refugees welcome. No serían las profetisas del terruño telúrico, sino del globalismo.
Los sectores independentistas también estaban encantados con las Tanxugueiras, viendo que eso de “no hay fronteras” lo cantaban en gallego, en catalán y en vasco. El problema es que también lo cantaban en castellano, refiriéndose más bien a la unidad de España: que es igual de española la muiñeira que el flamenco. Este planteamiento no gusta al independentismo, que quiere instalar nuevas fronteras por toda España. Tampoco gustó que las Tanxugueiras se identificasen con la línea cultural del españolísimo y madrileñísimo C. Tangana. Así que independentistas como Gabriel Rufián acabaron pronunciándose a favor de Rigoberta Bandini, por aquello de que es catalana, de apellido Ribó y con ciertas dificultades con el sentimiento español.
Algunos patriotas españoles, sin embargo, concentraron su fuego en las Tanxugueiras. El divulgador Javier Rubio Donzé les hizo la misma crítica que se suele hacer a los partidos independentistas. Que estaban electoralmente sobrerrepresentadas, porque concentraban todo el voto de Galicia. Pero claro, el andaluz Gonzalo Hermida no había concentrado el voto de Andalucía, ni los alicantinos Varry Brava el de la Comunidad Valenciana. Algo más tenía que haber. Además, las gallegas lograron mayorías absolutísimas en Burgos, Huelva, León, Teruel o Zamora. Surgió una nueva hipótesis: las Tanxugueiras no eran las representantes de las nacionalidades históricas, sino las portavozas de toda la España Vaciada. Así que se abrió un nuevo frente en la guerra cultural: los ruralistas contra los urbanitas. El rival a batir: la favorita de las grandes ciudades, la barcelonesa Rigoberta.
La derrota final
Aprovechando toda esta colosal guerra civil, un jurado de 'expertos' (compuesto por un par de germanos y una multinacional francesa) nombró vencedora a Chanel. Una candidata completamente comercial, convencional y desprovista de identidad. Los guerreros culturales de unos y otros bandos están indignados. Ninguno de ellos había estado debatiendo sobre Chanel. Pero, sin saberlo, todos eran culpables de haberle abierto el paso hasta la victoria.
Los que querían enseñar tetas como acto empoderante y emancipador tienen en Chanel el máximo espectáculo de transparencias y exhibición. Los que querían una canción con diversidad lingüística pueden admirarse de que "SloMo" tiene la mitad de su letra en un idioma diferente al castellano: el inglés. La canción incluye, para los partidarios del ruralismo, una mención a la agricultura: el zumo de mango. Y para los del obrerismo, una mención a la industria: la Bugatti. Los entusiastas de la familia pueden alegrarse de que los beneficios irán a una de las familias más grandes: los Bertelsmann, propietarios de la discográfica. Quienes querían un mensaje globalista y sin fronteras se han topado con el culmen de la multiculturalidad: el elogio del Miami yanki. También el regimiento queer puede celebrar que participe en el negocio la drag queen Carmen Farala. Hasta los nacionalistas se han visto superados por una candidata nacida en Cuba, país que sí logró independizarse de España.
La lección de Eurovisión es clara. No se puede competir con el capitalismo en cuestión de satisfacer identidades, ofrecer diversidad y generar nichos de mercado. Si la guerra es cultural, nadie será capaz de complacer a todas las sensibilidades salvo el monstruo del comercio, que tan pronto vende satisfyers como Biblias. Quien insista en situar la guerra en lo cultural, sin atender a las cuentas y a los mapas, será barrido o absorbido por el mercado. Blackstone absorberá a las izquierdas que critican al fondo de inversión pero se centran en defender la cultura eco-trans-diversa que financia el mismo Blackstone. Netflix absorberá a una derecha que se centra en criticar la 'cultura Netflix' pero defiende su mismo modelo de libre mercado y bajos impuestos.
¡La lección de Eurovisión! En la guerra cultural, unos apostamos al rojo, otros al negro, pero siempre gana la banca.
Fuente: Vozpopuli