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Eurovision y la ampliación de la OTAN

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
martes 17 de mayo de 2022, 20:00h

No entro ni salgo en las calidades interpretativas y musicales del grupo ganador de Eurovisión 2022. Dicen que se trata de un “grupo ucraniano”. En realidad, no es así, ha ganado el mal gusto. Hoy el mal gusto tiene un nombre: RAP. Música negra urbana llegada, ni siquiera de los guetos norteamericanos, sino de las oficinas de adoctrinamiento psicológico de aquel país; música de ínfima calidad para un público modelado para ser poco exigente y al que se le alimenta con comida basura, telebasura, información basura y, música basura.

Ernest Milá

 

Ernest Milá

No entro ni salgo en las calidades interpretativas y musicales del grupo ganador de Eurovisión 2022. Dicen que se trata de un “grupo ucraniano”. En realidad, no es así, ha ganado el mal gusto. Hoy el mal gusto tiene un nombre: RAP. Música negra urbana llegada, ni siquiera de los guetos norteamericanos, sino de las oficinas de adoctrinamiento psicológico de aquel país; música de ínfima calidad para un público modelado para ser poco exigente y al que se le alimenta con comida basura, telebasura, información basura y, música basura.

No diríamos, desde luego, lo mismo, si Ucrania hubiera ganado con una música tradicional, propia de aquellas latitudes. Pero ha ganado utilizando la peor de todas las falsificaciones: vestidos tradicionales para una música que es, cualquier cosa, menos ucraniana.

De hecho, Ucrania hubiera ganado, aunque presentase a un cantante mudo. Estaba escrito que la edición de este año de Eurovisión debía ser una “operación psicológica” más del conjunto que compone la posverdad de este conflicto.

Es cierto que el festival de eurovisión es un arcaísmo que no puede tomarse en serio y que, de hecho, está instalado entre el freakysmo y el descrédito y desde hace décadas ya nada tiene que ver con la música.

Si el Festival de Eurovisión sigue existiendo es porque es un “signo de los tiempos”: hemos visto memos -el Chiquilicuatre- que estaban allí, simplemente, como crítica a algo que es cualquier cosa menos música; hemos visto a un travestí judío barbudo y tetón lanzando gorgoritos, hemos visto conjuntos y solistas olvidables de los que nadie se acuerda una semana después de apagadas las luces del festival. En Eurovisión hemos visto, cualquier cosa, menos música.

España ganó a finales de los años 60, porque Fraga Iribarne untó a unos y a otros. No es que la España de aquella época fuera la Ucrania de ahora, era que había que ampliar los cantos de sirena hacia el turismo y una chica con minifalda y una canción facilona servían para alcanzar el objetivo. Ahora, la “solidaridad con Ucrania” es la línea única que se trata de seguir. Cuando toca que un travestido barbudo gane, poco importa lo que canta, las votaciones, misteriosamente, decantan hacia él. Si hay conflicto en Ucrania, está claro quién será el vencedor, cante lo que cante, incluso el peor rap, el más machacón, el menos original y el de más bajo nivel de todos los tiempos.

Y el espectador se lo traga. Hoy se sigue el Festival de Eurovisión como si se tratase de una fricada. Desde hace décadas se sabe que nada serio puede salir de allí, y hasta los más lerdos intuyen que la calidad es algo que ha quedado al margen del festival.

En 1978 y 1979, un país no europeo y que tenía poco que ver con Europa, el Estado de Israel, ganó “eurovisión”, con dos cancioncillas mediocres. Repitió en 1998 y luego, otra vez, en 2018. Ucrania, ya ganó en dos ocasiones, en 2004 y en 2016 que, por aquellas casualidades, coincidió con la “revolución naranja” y con lo que siguió al “euromaidán”. Ahora, también, sin duda, como “por azar”, coincide con el conflicto ruso-ucraniano.

Sería deseable un poco más de imaginación en los laboratorios de “operaciones psicológicas” y, sobre todo, sería de agradecer que terminara esa tortura anual del Festival de Eurovisión, verdadera irrisión que provoca vergüenza ajena. Pero decir esto no es decir nada nuevo. Lo nuevo es que el presidente ucraniano ha afirmado que el próximo año se celebrará el Festival en Mariupol… Ciudad que, hoy por hoy, ha pasado a ser rusa. Optimismo, ante todo.

Mucho más preocupante es que España haya quedado en tercera posición y que un portavoz de RTVE haya anunciado -sin duda, por orden de arriba- que nuestro país se ofrecía para organizar el festival del año que viene en caso de que Ucrania no esté en condiciones de hacerlo.

Si nos fijamos bien, la canción de Chanel, “SloMo”, es muy parecida a la ganadora… y, por lo demás, España no organiza el evento desde 1968 (cuando Fraga entró en acción). Lo preocupante es que España tome una antorcha que, el año que viene, Ucrania, verosímilmente, será incapaz de asumir. Si el conflicto ha terminado, ¿qué interés puede tener realizar un festival entre ruinas? Y si no ha terminado, a ver quién es el cantante que se viste de superhéroe y canta entre sacos terreros, búnkers, y katiuskas que van y vienen…

Pensar que España está llamada a organizar el festival en 2023, equivale a pensar que algo gordo va a pasar en nuestro país. Que caerá Pedro Sánchez, eso parece por descontado. Que la situación con Marruecos se habrá agriado más que lo que está, incluso más de lo que se ha agriado con Argelia, es algo que confirman todos los analistas. Que la inflación habrá restado entre un 8 y un 10% de capacidad adquisitiva al español medio, solamente lo dudan los “especialistas” en economía próximos al gobierno. Y que, el contribuyente se verá comprimido por una mayor presión fiscal, algo que tenemos todos los que nos ganamos la vida con nuestro trabajo. Y, todo esto, genera una situación muy parecida a la de Ucrania, pero sim bombas.

El gran mérito del pedrosanchismo es que, no necesita de una guerra para ver el país reducido a escombros, basta con cuatro años de gobierno socialista con el apoyo de la no-España, para obtener el mismo resultado y forzar la conmiseración de los participantes en Eurovisión. Sí, lo más adecuado no es que el próximo festival de Eurovisión se celebre en Mariupol, sino en la Barcelona de la Colau, ciudad de okupas y funcionarios de la gencat, de mangantes de cuello blanco y carteristas, de colgados y subsidiados, que ahora -a buenas horas mangas verdes- con ese panorama aspira a un “turismo de calidad”.

Es incluso posible que España gane, a la vista de que parecen los países más desgraciados los que ganan, últimamente, este evento. Es como si se tratara de una “compensación”: la primera bomba la lanzó Putin, pero la OTAN fue la que generó la causa primaria del conflicto. Y Zelensky, el jázaro hijo y nieto de jázaros, se ha visto recompensado con unas cuantas armas para encabronar más a los rusos y prolongar unas semanas la agonía de su régimen, y, por otra parte, con la conmiseración internacional manifestada en Eurovisión.

Al paso que van las cosas, va a ser España en 2023, la que precise, amparo, consuelo y apoyo internacional. Y en esta bendita tierra raperos, lo que se dice raperos, sobran…