Carlos X. Blanco
El siglo XX fue el siglo norteamericano.
Vayamos hacia atrás. El XIX lo fue inglés; el XVIII francés. El siglo XVI y la mitad del XVII fueron los siglos de España, y el interregno del barroco lo cubrió Holanda. La Modernidad implicó (casi) un siglo por cada potencia. La potencia dominante o hegemón marca la pauta de toda una época: ella escribe la Historia, las otras potencias se resisten, las periferias son saqueadas y los vencidos son empujados por los designios del hegemón o, en su caso, por la potencia regional y resistente bajo cuyo dominio cae. Las potencias dominantes emplean a los demás en su propio y exclusivo beneficio. Pocas veces hay un Orden diseñado para el Bien Común. Esto es posible únicamente en aquellas situaciones en las que se erige una cosmovisión racional y de gran altura ética, muy por encima de los intereses crematísticos.
El Imperio Hispánico, mal que les pese a tantos indigenistas, poseía esa cosmovisión, y subordinó el interés crematístico a un Orden Universal, a un Bien Común. Portugal, Holanda, Inglaterra, Francia. nunca poseyeron ese designio de un Orden Universal. Fueron imperios coloniales puros, grandes negocios basados en el saqueo, la esclavitud, la piratería. No obstante, no somos ingenuos: el Imperio Hispánico no siempre actuó a la altura de su designio, ni fue algo así como el Cielo en la Tierra. Además, ha de tenerse en cuenta que la forja de un Orden Universal despierta las fuerzas contrarias: la luz existe, y también la oscuridad. El día no se comprendería sin la noche. La noche correspondiente al Mediodía de una Humanidad Católica (universal) se llamó Inglaterra: la verdadera heredera de las piraterías portuguesas, holandesas y galas, el infierno para los demás pueblos.
No siempre se recalca, pero el magno proyecto de los Austrias españoles, en especial el designio de Felipe II, fue consumar la unión no sólo con Portugal (reino hispánico o ibérico, a fin de cuentas) sino la recuperación de las Provincias rebeldes (la quimera de unos Flandes pacificados y regentados con la misma autonomía que los territorios ibéricos e italianos), así como la anexión -vía matrimonio o vía invasión- de la Pérfida Albión. Algo de esto comento en mi reciente libro sobre el Padre Suárez. El magno proyecto de Felipe, más hispánico en su matriz que el de su padre, el emperador Carlos, de haberse completado, habría dado un giro a la historia de Europa, y con ello, a la historia del mundo. En gran medida era una cuestión de “orden público”, pero a escala continental.
Volviendo al siglo norteamericano, el siglo XX, vemos que éste llega a su fin. En el país del Tío Sam no hay un Felipe II, ni siquiera hay un verdadero designio de orden público universal. Tras la caída de la URSS y, con ella, el derrumbe del campo socialista, parecía haber llegado el “Fin de la Historia”, esto es, la culminación del siglo norteamericano: un solo polo o hegemón, sin el contrapeso de la ideología comunista y sin amenazas serias por parte de otras pequeñas potencias no alineadas. Pero el Fin de la Historia de Francis Fukuyama resultó ser únicamente el fin de un capítulo y el inicio de otro nuevo: el capítulo del “Choque de civilizaciones” (Samuel Huntington). Los norteamericanos no vieron ya rivales al otro lado de una cortina de acero, comunistas con misiles apuntando a Occidente, sino amenazas globales procedentes de un Islamismo fanático, cuyo terrorismo se infiltraría invisible y silencioso en todas partes. El islamismo criminal sustituyó al comunismo como “Mal” absoluto y objeto hacia el cual dirigir odios y angustia.
Pero los acontecimientos para este hegemón imperial norteamericano van desvelando el propio curso de la Historia, un curso que no siempre es claro para los actores y testigos en el momento de registrarse los hechos concretos, pero que se esclarece con el paso de los años, y admite la revisión, la explicación retrospectiva que tanto interesa al geopolitólogo.
Y la retrospectiva nos dice que el siglo norteamericano, iniciado con su fraudulenta guerra contra España en 1898, y el inicio de su expansionismo al robar los territorios españoles de América y Asia, era, en puridad, el siglo de un capitalismo imperialista en tránsito hacia la economía financierizada. Este tránsito es justamente el que media entre el siglo inglés y el norteamericano. Sería fácil ver en la era de los yanquis (1898-2023) un “siglo largo” perfilado a modo de continuación del británico. Es cierto que, a fecha de hoy, yanquis y británicos coinciden en muchos intereses estratégicos (no en todos), y que, ante una Europa débil y desunida, el Reino Unido jamás ha actuado como verdadero socio leal, constructivo y “europeo” sino en mancomunidad con los EEUU. Las Islas eran, y son, una cabeza de puente de los norteamericanos en Europa, su avanzadilla desde la cual desembarcar con rapidez en costas normandas y flamencas.
Pero el modelo colonial-comercial de los británicos no es el que rige en el siglo que hoy, en la Ucrania del patético Zelensky, va muriendo poco a poco. El modelo es de un colonialismo muy distinto. Mientras los ingleses sólo imponían su lengua a las élites indígenas de las colonias, que presurosas imitaban la cultura y modales de sus amos, los yanquis imponen por vía informal y consumista un american way of life. Mientras los reyes zulús o los rajás indios podían vestirse con trajes tradicionales y exóticos para recibir a su Graciosa Majestad, los indígenas cooptados por el imperio yanqui (incluyendo alemanes, franceses o españoles) rápidamente se visten con holgadas ropas deportivas del Bronx, y colocan las gorras del beisbol con la visera hacia atrás. En las ciudades españolas nadie sabe jugar al beisbol, pero hay cientos de millares de imbéciles que se ponen la gorra al revés y aprenden con gusto el spanglish, indistinguible ya del de sus hermanos, los emigrantes caribeños. Dígase esto por vía de ejemplo, como muestra de que el imperialismo siempre es imperialismo colonizador.
En Ucrania, se está haciendo patente el fin de este siglo. No es el fin de una potencia agresiva, porque como potencia ultra-militarizada, lo va a seguir siendo. Pero los Estados Unidos de América ya no van a poder ser por mucho más tiempo los dueños del planeta ni los dueños del siglo XXI. La propia economía financierizada socava sus bases. El armamento sofisticado y caro que, junto a chatarra y piezas de museo, se le envía a Zelensky, muestra lo que hemos llamado “falta de designio”. Los norteamericanos no pueden ya presumir de cambiar el curso de los acontecimientos en todas partes y a todas horas. Han sido ineficientes en todas las guerras. Incluso en su primera aventura exterior importante, contra España, ellos se apoyaron en el poder del dólar y en la compra de voluntades de separatistas, así como de la propia corte corrupta madrileña, llena de traidores entonces como ahora. Su guerra híbrida les fue siempre eficaz, pero en la confrontación militar directa son un fracaso. Sus soldados se hacen pis y tiemblan de miedo cuando no existe un importante soporte material y tecnológico cubriéndoles, y no saben qué hacer ante combatientes de verdad. Por eso eligen guerras interpuestas, revoluciones de color, sobornos, propaganda. Pero están perdiendo áreas gigantescas de influencia, están arrinconándose. La arena va a situarse en Asia-Pacífico, por más matanzas que se den en Europa del Este o en Oriente Medio. Allí, en Asia, se está concentrando el potencial nuclear y otro armamento de alta tecnología. El paso de un hegemón a varios (hasta siete, calcula Alexander Dugin en sus recientes publicaciones) no será pacífico, todo lo contrario. Será cruento y altamente arriesgado. Las armas nucleares tácticas no las poseen los ejércitos nacionales únicamente como si fueran pegatinas intimidatorias, como esas que se ponen en las tiendas diciendo “zona videovigilada”, siendo en realidad una mentira para ahuyentar a los cacos más torpes. Nada de eso. Toda arma, llegado el momento, acaba usándose.
La humanidad desciende por una rampa muy peligrosa. Son pocos los imperios que mueren sin lucha, por obra de una mera descomposición interna. Y aun cuando esto sucede, las guerras intestinas, así como el ansia depredadora de antiguos rivales, poderes emergentes y vecinos revanchistas se despierta al instante. Por el propio bien de los norteamericanos, más les vale conservar la Unión, y librarse de las tendencias separatistas latentes, pues la sombra de los Balcanes (que ellos mismos arrojaron criminalmente en el corazón de Europa) ya cubre cualquier país de tamaño medio o grande sumido en el fracaso exterior y en la falta de proyecto. Este es miedo que debería aquejar a ese “constructo” que ellos llamaron Occidente: tras el fracaso viene la desunión. Y a España.
En España, a nuestra propia escala, conocemos bien lo que eso significa. Poca importancia tendría para nosotros, los hijos de la Hispanidad que vivimos a ambos lados del “charco” atlántico, que una Cataluña independiente se convirtiera en un nuevo Kosovo, esto es, un váter de la OTAN y un nuevo paraíso fiscal para la anglosfera, los árabes y toda esa gente. El miedo lo tenemos por quienes se queden dentro, como los palestinos en apartheid, como los habitantes de los guetos. Y el miedo lo tenemos por las luchas al modo balcánico que en todo separatismo no pactado ni legal pudieran darse. Dice el refrán español: “a perro flaco, todo son pulgas”. Pues eso.
La caída de Occidente es, en realidad, el fin del siglo yanqui. Los europeos podemos optar: o dejarnos caer con el coloso, o aprovechar el Kairós, la ocasión propicia. Quizá sea el momento de una nueva unión de los pueblos, una unión fuera de la OTAN y fuera del tinglado Bruselas, sin el euro y sin la burocracia de cipayos que siguen las señales que le llegan de Washington.