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Recordar quiénes somos. Identidad y Tradición para resistir al Globalismo

Recordar quiénes somos. Identidad y Tradición para resistir al Globalismo

Por Administrator
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directorelespiadigitales/8/8/23
viernes 02 de febrero de 2024, 21:00h
Diego Fusaro
En el tiempo de la «noche del mundo» prevalecen, como horizonte único, visiones del ser instaladas en un realismo ingenuo y anegado de altas dosis ideológicas, que disuelven lo posible en lo existente. La ontología impuesta, la funcional a la clase dominante, está centrada en la intransformabilidad del orden de las cosas y, al mismo tiempo, en el primado del hacer técnico, que instrumentaliza los entes con vistas al aumento infinito de la voluntad de poder.
Como hemos intentado mostrar en Idealismo o barbarie (Ed. esp. 2018), la primera revolución consiste en el cambio del marco ontológico de referencia y, específicamente, en la variación del coeficiente de inevitabilidad. A la mística de la necesidad y al absolutismo de la realidad dada, o sea los dos principios ontológicos sobre los que se funda la hegemonía del polo dominante (según el teorema del there is no alternative), es necesario contraponer una ontología de la posibilidad histórica. Esta última debe estar basada en una concepción del ser no como un datum inmodificable, sino como historia y posibilidad, por lo tanto susceptible de transformación mediante el proceso de la praxis subjetiva organizada colectivamente.
De conformidad con la ontología sujeto-objetiva teorizada por el idealismo clásico alemán, el Objeto, lejos de ser res separata a la que el Sujeto debe adaptarse (adaequatio rei et intellectus), está siempre mediado por el Sujeto mismo: fatum non datur. Con la sintaxis hegeliana, es necesario pensar die Substanz als Subjekt, («la Sustancia como Sujeto«), el ser como mediado por el hacer subjetivo. En coherencia con estos fundamentos ontológicos generales, la realidad es un proceso en acto -con Hegel, Wirklichkeit y no Realität– y no coincide con aquello que simplemente “es”: más bien, es la suma de aquello que “es”, de lo que “ha sido” y de lo que, a partir de lo existente y de lo que ya ha sido, “podría ser”. Así, en lo que denominaríamos con Marx el presente «reino de los seres extraños a los que el hombre está subyugado», actuar significa apoyarse en la libre decisión de realizar las posibilidades inacabadas de la propia historia, transformando el pasado en yacimiento de virtualidades que pueden implementarse mediante el encuentro concreto entre la decisión anticipatoria y la praxis transformadora: con las palabras de Heidegger en Ser y Tiempo, «la decisión, que retorna sobre sí misma y se autotransmite, se convierte entonces en la repetición de una posibilidad de existencia transferida», revitalizada y puesta en tensión con el presente en el que se halla.
La repetición del pasado, en consecuencia, no es la ritual celebración de aquello que ya no existe, ni la estéril seducción ejercida por un pasado que se cree que puede volver como ya fue. Es, por el contrario, el gesto activo del transmitir y del rememorar las posibilidades preservadas en aquello que ha sido y que puede incubar múltiples posibilidades para el futuro: die Wiederholung ist die ausdrückliche Überlieferung, das heiBt der Rückgang in Möglichkeiten des dagewesenen Daseins, “la repetición es la transmisión explícita, esto es, el retorno a las posibilidades del ser-ahí-que-ha-sido-ahí”. De nuevo con la sintaxis de Heidegger, el Dasein (“ser ahí”) -tanto del individuo como de los pueblos- es síntesis de las tres dimensiones: del futuro del proyecto, del presente de la decisión y del pasado del origen. Y, recurriendo ahora a Hegel, es portador de la conciencia histórica y de la consciencia de la contradicción como raíz del ser.
Aún cuando sea diferente y, en ocasiones, inconmensurable respecto a la de Ser y Tiempo, la subjetividad puesta en cuestión por Hegel en las páginas de la Fenomenología del Espíritu tiene en común con aquella la temporalidad histórica en su triarticulación, asumida como fundamento mismo del ser en el mundo del hombre. El Sujeto hegeliano es, por su esencia, portador de una conciencia histórica progresiva. Conquista gradualmente la consciencia histórica de sí mismo como sujeto unitario, que se objetiva en la temporalidad según formas cada vez más racionales. Tales formas son, a su vez, concebidas en su auténtica naturaleza sujeto-objetiva de productos históricos, y no de talidad dada y presupuesta.
La concepción de la Sustancia como Sujeto, definida en la Fenomenología del Espíritu, implica que la Totalidad se dé como movimiento del propio desarrollo y que el Concepto se resuelva en la dinámica que lo hace volverse verdaderamente sí mismo; con la Fenomenología, «es el Espíritu mismo el que se mueve: él es el Sujeto del movimiento (er ist das Subjekt der Bewegung) y, a un tiempo, el movimiento mismo, es decir, la Sustancia a través de la cual pasa el Sujeto», que por tanto existe imprescindiblemente en la dimensión del tiempo y del devenir, o sea de su historia. Por eso, precisamente, el Espíritu es tiempo o, como precisa Hegel, erscheint der Geist notwendig in der Zeit, «el Espíritu se manifiesta necesariamente en el tiempo», como autoconciencia procesual y como una serie de objetivaciones prácticas.
Más allá de las evidentes diferencias, tanto el Dasein de Ser y Tiempo como el Sujeto comunitario de la Fenomenología del Espíritu, quedan igualmente “dados de baja” por la lógica de la flexibilización de las identidades coesencial al nuevo espíritu del sistema de las necesidades deseticizado y absoluto. El homo instabilis, cooriginario respecto al nuevo perfil antropológico precarizado, no puede decidir libremente puesto que, cada vez de forma más ostensible, figura como un peón externo y dirigido, considerado del mismo modo que todas las demás mercancías on demand. No tiene, hegelianamente, conciencia histórica y eticidad comunitaria, ni, heideggerianamente, temporalidad proyectual y rememorante. No puede disfrutar de una libre proyectualidad ek-statica dirigida al futuro, condenado como está a la vida precaria que, por su esencia, niega el fundamento mismo de la ek-sistencia como reivindicado trascendimiento del presente para alcanzar futuros deseados.
En fin, el homo instabilis posmoderno se ve privado de la memoria mnéstica y del propio arraigo histórico. La movilidad absoluta a la que está condenado lo vuelve desarraigado y desterritorializado, proyectado en la pura inmanencia ahistórica y aprospectiva del eterno presente flexible, del que es habitante nómada e inestable. Viene así deconstruida una de las bases fundamentales del Dasein, sea individual o colectivo.
El «yo global» del homo instabilis, privado de memoria y de tradición, queda por eso mismo mutilado de alma, si damos por cierto, como San Agustín afirma en sus Confesiones, que sedis animi est in memoria. Al mismo tiempo, se disuelve la esfera de la prospectiva y la dimensión mnéstica, es decir, la capacidad de rememorar la tradición e inspirarse en ella en clave proyectual («el yo es memoria«, recordaba Hegel). Sobrevive solamente la mens instans, como lo llamaba Leibniz, la «mente instantánea» incapaz de rememorar y de proyectar, de pensar y de imaginar, enteramente absorbida en la inmanencia cosificada del cálculo y del know how. La construcción de las identidades de los individuos y de las comunidades se sustenta siempre sobre la estratificación de las experiencias, sobre su sedimentación en la forma de la memoria. No existe identidad cultural en ausencia de memoria histórica. El hombre desarraigado se ve privado de conciencia histórica y vive, con una necesaria falsa conciencia, el tiempo de la acumulación flexible como destino natural y eterno. “La ahistoricidad de la conciencia es la mensajera de un estado estático de la realidad”, como señalara Adorno.
La planificación ek-sistente desaparece y, con ella, es negado por la barbarie tecno-nihilista el humanismo de la civilización clásica, expresado, por ejemplo, en el Brutus (§ 257) de Cicerón: non quantum quisque prosit, sed quanti quisque sit poderandum est.
Se trata, mutatis mutandis, de la misma distinción establecida por Kant, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), entre precio y dignidad: aquello que tiene precio -explica Kant– puede ser intercambiado por su equivalente, mientras que lo que no tiene precio, al no tener equivalente, es aquello que posee sólo dignidad.