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Más allá de este Occidente nihilista

Más allá de este Occidente nihilista

Por Administrator
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directorelespiadigitales/8/8/23
miércoles 07 de agosto de 2024, 22:00h
Carlos X. Blanco
Los pueblos de Europa occidental caminan mansamente hacia el matadero. Los famosos “expertos” en el totalitarismo (verbi gratia, Hannah Arendt) se preguntaban cómo esas masas de prisioneros de los campos de concentración creados por los nazis, masas domesticadas, se entregaban al sacrificio seguro sin apenas ofrecer resistencia, dejando a un lado unos pocos casos dados en episodios puntuales. Resultaba evidente que aquellos individuos condenados a muerte habían sufrido previamente un proceso de des-humanización, habían sido “asesinados en vida”, esto es, despojados de su contextura moral, jurídica y ontológica: por el trato aniquilador recibido previamente a su eliminación física, otras supresiones, no menos trascendentales que la supresión de la vida biológica, habían tenido lugar.
Ahora bien, ese mismo concepto de totalitarismo, el que apunta a un endiosamiento del Estado (“todo en el Estado, todo por el Estado, nada sin el Estado”), en el cual el individuo se abaja y se suprime ante un enorme Leviatán, es un concepto que ha de ser corregido si queremos aplicarlo cabalmente al mundo actual, que es el mundo del segundo tercio del siglo XXI, la fracción de centuria a punto de comenzar. Ahora hay totalitarismo en el mundo occidental, aunque no es exactamente del mismo género que el de Hitler o el de Stalin. El campo de concentración es muy amplio: Occidente entero. Los sujetos en proceso de sumisión total y aniquilación son millones.
La sumisión del individuo “marcado” (étnica, política, sanitariamente, etc.), tal y como se practicó bajo el nazismo o el estalinismo, es hoy la sumisión del individuo europeo occidental en cuanto miembro de un Pueblo. Son los pueblos de Europa los que caminan, como dije antes, hacia su sacrificio una vez que se les ha prohibido existir como pueblos. Pueden, podemos desaparecer bajo una catástrofe nuclear. Los individuos van a ser sacrificados próximamente, si Dios no lo remedia, en una generalización loca del conflicto de Ucrania, por mediación de la muerte sacrificial de los pueblos a los que pertenecen. Esta muerte de naciones y pueblos ya ha tenido lugar.
Ya no hay españoles, no hay franceses ni italianos. Ya no hay alemanes, nada de holandeses, ni hablar de griegos o checos, etc. Solamente hay individuos administrados por una Unión Europea –U.E- despótica que, periódicamente, renueva sus dictados –exagerado sería llamarlos “leyes”- sobreponiéndose a la soberanía y constitución de sus “estados miembro” y con el fin de alzarse por encima de la voluntad expresa de sus pueblos.
La U.E., en realidad el centro de control y coordinación de poderosos lobbies mundiales, cuenta con el apoyo de la súper burguesía europea, contratada por y subordinada a la súper élite mundial, la cual es una élite principalmente norteamericana. La súper burguesía europea, cada vez más “local” y subalterna, abdicó, tiempo ha, de su empeño de mantener una línea autónoma. Ha preferido des-europeizarse y, con ello, deseuropeizar el continente. Como la nobleza renacentista, la súper burguesía europea se ha rendido. Como aquella clase del siglo XV, vencida por los monarcas autoritarios y centralistas del renacimiento, y reconvertida en clase “ociosa” (Thorstein Veblen), ornamental, honoraria, la nobleza moderna era solamente guerrera y ejecutiva en la medida en que se convertía en perrito faldero del rey, empleada a sus órdenes. Análogamente hoy ya no hay burguesía europea occidental relevante. Son empleados de lujo de los grandes fondos especulativos, cortesanas y concubinas, agentes de representación, empleados bien pagados, principalmente controlados por judíos sionistas o norteamericanos multimillonarios muy ligados a este grupo sionista. El noble feudal se vuelve cortesano en el renacimiento porque ya ha perdido su poder en “las últimas decisiones”. Similarmente, el burgués y súper burgués oriundo de Europa prefiere ya no tener “patria”, pues su patria es el capital y sus capitales están controlados desde fuera. Se sienta en la mesa de un consejo de administración de un banco, de una compañía eléctrica, de una inmobiliaria gigante, de una multinacional, pero es solo un rostro, un apellido, un muñeco humano accionado por un Capital que no reside en Europa ni “piensa” en Europa.
Esto que he dicho, el fenómeno apenas creíble y apenas percibido aún en nuestra peculiar caverna platónica, vale decir que Europa no exista apenas como centro económico-político, posee una data muy precisa: el año 1945. Cae Hitler y su régimen criminal, en buena hora. Pero también cae Europa entera. La de-soberanización empieza siendo económica, pero ha venido sucediendo en muchas materias y siempre se hace ostensible y explicable como consecuencia de una ocupación militar. Soviética a un lado, yanqui al otro. Económicamente, el más feroz neoliberalismo, ajeno a la trayectoria de la Europa no anglosajona, se impuso “desde arriba”. Se hizo en contra de los preceptos de la mayor parte de los Estados de nuestro subcontinente, los cuales, de un modo u otro y al margen de la tradición anglosajona, incluían algunas alusiones al “Estado social”, al proteccionismo corporativista, al “bienestar general”, a la felicidad y salud de sus pueblos. Todo esto haciendo uso de fórmulas diversas, pero garantizando un control de la Economía siempre bajo tutela y responsabilidad del Estado.
La Unión Europea se ha convertido en el peor enemigo de las tradiciones constitucionales y, en general, políticas de la Europa occidental. Su comportamiento en las más recientes décadas ilumina sus verdaderos orígenes: la ocupación posterior a 1945. Fracasada esa UE como federación dotada de Constitución propia, orquestada en realidad como un “club” o asociación de países, la deriva despótica de la misma Unión ha consistido en una progresiva imposición de marcos legales anti-constitucionales, orientados siempre en un mismo sentido: desposeer a los gobiernos de los distintos pueblos de Europa de todo mecanismo monetario, fiscal, arancelario, planificador, inversor, dejar inermes a los Estados nacionales y desposeerles de todo dispositivo tendente a garantizar su autosuficiencia y su desarrollo autocentrado.
Es lógico, en realidad, que esto haya sido así. La creación de una “soberanía” europeísta en un subcontinente ocupado militarmente en su franja occidental por los yanquis, sólo ha sido instrumento de esos mismos ocupantes para llenar sus arcas. El curso del tiempo es como el movimiento de un telón en el teatro, que se va descorriendo y dejando a la vista de todo el mundo lo que allí se escondía. Se escondía una gran farsa: la farsa creada por los Estados Unidos al término de su ocupación de Europa occidental en 1945: la “ayuda” y “reconstrucción” de esta parte del mundo no tenía otra meta que captar beneficios y reembolsarlos hacia el Nuevo Mundo, y subordinar para siempre a toda esa plétora de pequeños países de un “Viejo”, cada vez más Viejo Mundo.
La plétora de pequeños países, cada uno ya empequeñecido de por sí: en eso se convirtió Europa occidental. Los Estados Unidos de América entraron en guerra solamente después de haberse enriquecido vendiendo suministros no solo a los países de su bando, los “aliados”, sino a los llamados “totalitarismos”, ya fueran nazis ya bolcheviques. Este es un dato de la Historia que a miles de liberales pro-yanquis les causa urticaria. No lo quieren saber, no lo desean divulgar. El Estado adalid del “mundo libre” no tuvo inconvenientes en engrandecerse económicamente por encima de las opciones ideológicas, ya rojas ya pardas. El Guardián de la Libertad, concepto que llegaron a divinizar con su enorme estatua en Nueva York, fue también la ubre de los totalitarismos que de manera sucesiva fue a combatir, después de alimentarlos: primero Alemania, después la URSS: justo en el momento en que el Imperio Británico se desmoronaba en el conflicto contra Hitler, aparecieron los yanquis como herederos y a la vez sucesores de aquel Imperio anglo, los garantes y guardianes de la Libertad.
Con la entrada de los EUA en la II Guerra Mundial, y el consiguiente derrumbe del Imperio británico, se volvió a repetir un esquema de gran alcance histórico: la subordinación de un Imperio a otro. A España le sucedió justo al sonar la hora de inicio del siglo XVIII: La llegada de los borbones a Madrid (Felipe V llega a la capital española en 1701, aunque el Tratado de Utrecht, tras una larga guerra se sucesión, no llega hasta 1713), supone la subordinación del entonces enorme Imperio Español al ya gigante poder francés. El imperio subordinado, por fuerza, debe desmoronarse económicamente poco a poco y, a la larga, también política y militarmente. Un imperio subordinado a otro es una especie de colonia gigante: al existir de forma descabezada e instrumentalizada, no le queda otro camino ulterior que su desintegración final. Empieza a ser tratado como mero botín del Imperio principal, pues renuncia a su esencia. Cuando Napoleón recibe de los imbéciles borbones españoles el Trono de Madrid, el Imperio Hispánico sólo puede heder y descomponerse. Y previamente las élites hispanas ya habían sido contaminadas por el afrancesamiento.
Pues bien, a partir de 1945, los norteamericanos potencian mundialmente el desprestigio de los sistemas coloniales europeos en Asia, África, América, y de la Europa occidental en sí misma, como concepto. Un desprestigio muy justificado en numerosos casos, pues los pueblos nativos de las colonias, dotados a lo largo del siglo XX de una autoconciencia identitaria creciente, no observaron en las grandes guerras europeas otra cosa que “escabechinas tribales”, mucho más crueles y de una escala mayor que aquellas que ellos mismos, los nativos de la periferia, habían sufrido o alimentado. Las lecciones cargadas de falsa moral decimonónica (“elevar a los indígenas al nivel de la civilización”), ya no podían seguir vigentes en el XX. Los amos esclavistas de piel blanca, con su látigo en una mano y la Biblia en la otra, ya no estaban para dar lecciones a las gentes de otro color. Allá lejos en Europa los amos se habían asesinado bárbaramente entre ellos, aunque la “nación joven” americana podría ayudarles en su emancipación (cuando la influencia soviética o china quedaba lejana o se había neutralizado oportunamente).
La Europa “reconstruida” debía salir adelante con el dólar, ya sin las colonias y sin el prestigio del anterior periodo histórico imperial. Una mano oscura casi invisible, recorrió todas las rebeliones indígenas, y esa mano no siempre procedía de Moscú o Pekín, capitales rojas, también se extendía desde Washington. La Europa reconstruida posterior a 1945 debía ser la Europa de pequeñas entidades impotentes, muy necesitadas de rehacer ideológicamente su propio pasado y su misma identidad, para así llevarlas a converger, aunque fuera a la fuerza y con artificios, con el propio imaginario norteamericano de una Jerusalén Celeste, la utopía de un oasis de libertad. Muchos son los términos fantásticos que se han ido inventando para crear esta convergencia, este conglomerado del Occidente colectivo: el “mundo libre” (W. Churchill), o “sociedad abierta” (K. Popper). En la actualidad, de una manera irrisoria y con el uniforme de camuflaje literalmente puesto, Josep Borrell ha renovado el concepto con su famoso “jardín”. Europa, según dice, es un bonito jardín. Todo lo demás, jungla.
Pero el hecho es que el jardín europeo no es el jardín del Edén, donde los hombres y mujeres viven inocentemente en un mundo nuevo, fresco, cercano a lo divino. Es más bien la jaula de hierro creada por los norteamericanos desde 1945, condenada a llevar, por contraste, el rótulo de “Viejo Mundo”. Da lo mismo que los Estados Unidos sean, más que nadie, una gerontocracia (Biden no es ya un mozo). No importa que sus infraestructuras públicas se caigan a pedazos y que la gente de allí se vuelva zombi con el fentanilo y el consumismo. Lo europeo, sin embargo, es “lo viejo”.
¿En qué se ha convertido la Europa de la pax americana? En un mundo en el que habrá que ejercer la más férrea de las vigilancias, dicen nuestros pastores y sus lacayos. Los norteamericanos, no se olvide, se han quedado aquí desde 1945, “para protegernos a los europeos de nosotros mismos”. Cualquier resurgir de los pueblos, tildado de populista, nacionalista, euroescéptico, etc. será automáticamente alineado, o incluso equiparado, con el nazismo derrotado en 1945. En cuanto a la izquierda, incluso antes de haberse derrumbado el bloque soviético, éste grupo de fuerzas políticas y sociales, las mismas que explícitamente se presentaban como comunistas y revolucionarias, fueron desactivadas en cuanto a su potencial soberanista y, por tanto, anti-norteamericano. Los servicios secretos yanquis contrataron y reclutaron a influyentes intelectuales europeos de izquierda y con los dólares metidos en su bolsillo, y numerosas palmaditas en la espalda, se sustituyó la ideología revolucionaria, e incluso la reivindicación socialista moderada en pro de un Estado social y de un reparto equitativo de la riqueza por la más yanqui de las alternativas: la demanda de los “derechos civiles”.
Sabido es que el individualismo absoluto triunfante en la Angloesfera es incapaz de generar una verdadera izquierda dotada de planteamientos comunistas, socialistas o comunitaristas. Siempre se han quedado anclados en sus individualistas demandas de los Civil Rights. Los países que han incubado el virus de liberalismo, Reino Unido y EUA, principalmente, sólo pueden entender y admitir los cambios globales de una sociedad a través de cambios legislativos que benefician a un colectivo particular, sector dotado de una identidad abstracta que los delimita por alguna cualidad concreta, por encima de la organicidad social. Las mujeres, los negros, los gais, los trans, los emigrantes… Todos estos son, simplemente, “colectivos” sociológicos abstractos. En cada uno de ellos hay pertenencia a clases sociales distintas, y todos carecen de fuerza movilizadora per se, más allá de las subvenciones artificialmente recibidas. Esta forma abstracta de proceder es lo que he llamado, en artículos y libros anteriores, la “izquierda identitaria”.
Tal izquierda identitaria era inconcebible en Europa antes de la gran posguerra, entre 1945 y 1989. Cualquier líder auténtico de izquierda hubiera calificado estos movimientos de tipo anglosajón, los movimientos en pro de los Civil Rights, como contrarrevolucionarios y reaccionarios, tal cual, sin ambages. Una gran empresaria o banquera no es mujer que vaya a cambiar el mundo..."para bien". Un negro rico quizá haga muy poca cosa por los negros pobres y no es raro que cometa, muy probablemente, muchos desmanes con el proletariado, sea blanco o de otro color. Un gay o un trans puede vivir en el seno de la más bohemia burguesía y es fácil que piense que el capitalismo les sonríe, que es maravilloso, diciéndole al pobre heterosexual, a ese a quien le comen las deudas y las cucarachas: “que te zurzan…”. En resumidas palabras: la izquierda identitaria es intrínsecamente egoísta, piensa en el pequeño reducto abstracto al que un pensamiento made in USA nos tiene acostumbrado.
Es el pensamiento sociológico neopositivista, y también el postmoderno, que piensa en función de “constructos”. Un tipo de pensamiento abstracto, muy propio de ambientes académicos desconectados de la realidad, en donde un “colectivo” (como antaño se hacía con el análisis factorial de la inteligencia humana) primero se ve investido de entidad estadística y, después, por una especie de animismo, se ve investido de supuesto poder real para actuar y transformar el mundo. Los negros de Black Lives Matter sólo han logrado romper estatuas, nunca van a generar un mundo nuevo. Igualmente, los colectivos LGTBIQ+ sólo lograrán, de seguir así, volver más complejo y difuso el elenco de “delitos de odio”, pero desde luego, no construirán con su Inquisición, un mundo nuevo y mejor. Nada más viejo que la Inquisición.
La izquierda “progresista” y el neoliberalismo son ideologías de Occidente que han perdido contacto con la realidad. Una realidad, la de la Totalidad Social, que es de por sí orgánica, atravesada por las luchas de clases. Las clases medias, obreras y campesinas de Europa están condenadas a seguir viendo su patria chica y su patria europea como una totalidad orgánica, donde “el rico”, ya da igual su etnia y su género, su orientación sexual o su credo, es rico; por ende, enemigo de las clases explotadas que, para colmo, son las clases populares que reciben mofas y desprecios por anclarse en una vetusta tradición. Pero el nativo de Europa se comportará, a fin y al cabo, como lo que es, como miembro de una clase empobrecida y, por ende, su voto y su rabia no podrá controlarse de acuerdo con los deseos de las minorías privilegiadas que el capitalismo, principalmente yanqui, albergan. El ascenso de los llamados “populismos”, o como se quiera denominar al conjunto de nuevos partidos de ultraderecha, xenófobos, soberanistas, euroescépticos, etc. obedece completamente al vacío ocasionado por las fuerzas “progresistas” o de izquierda. Tales fuerzas políticas han ido demostrando, desde 1989, claramente sistémico. Son pro-sistema, esto es, neoliberales, otanistas, sumisas a los dictados de una reducida, opaca y autoritaria casta de políticos de la U.E. Son enemigas de los pueblos. En España, por ejemplo, da lo mismo que votes a socialistas, a conservadores, a la izquierda “woke” o a los ultras de VOX…Todos estos partidos “garantizan” la permanencia en la OTAN, la sumisión al Imperio yanqui, la integridad de la Unión Europa, la aplicación de políticas de-soberanizadoras, la ingeniería social (ideología de género, terror climático, etc.) y demás.
Al final le tenemos que dar la razón a los clásicos de la Dialéctica, a Hegel y a Marx. La sociedad puede ser “cuarteada” de infinitas maneras por el entendimiento abstracto, pero las leyes que rigen su curso, las rupturas, los cambios, son leyes de la sociedad entendida como un todo orgánico, un todo que debe ser conocido y superado por medio de la razón, que es una facultad distinta del entendimiento. La mujer es proletaria o burguesa antes que “feminista”. Lo mismo se diga del negro o del indígena o del sujeto “racializado” que sea: antes es proletario o burgués, y en función de su posición en la Producción formará parte de una clase social activa, apta para cambiar o no cambiar el estado de cosas. Las clases abstractas, tomadas al margen de la Realidad-Producción, por el contrario, son incapaces de transformar o mover nada. Son producto del más abstracto de los entendimientos, son fruto de un nominalismo atroz, radical, cual es el nominalismo que se ha importado desde las universidades estadounidenses.
Cuando el líder izquierdista español Pablo Iglesias aglutinó años ha, en su fracasado proyecto “Podemos”, a toda la izquierda woke del país, no tuvo más remedio que acogerse a ese nominalismo abstracto, por la mediación de teorías como las de Laclau, según el cual, a falta de un proletariado “clásico” (clase obrera fabril) en un Occidente postindustrial y sin el sostén, siquiera simbólico de la URSS, había que aglutinar pseudo-proletariados: feministas, emigrantes, animalistas, separatistas, colectivos LGTBIQ+, y todo un abigarrado mosaico de colectivos cuya existencia, en términos dialécticos, no es real, porque su conexión con la Producción es puramente individual: una mujer empresaria o catedrática podrá sentirse “feminista” en su fuero interno, como también una modesta obrera o una limpiadora de escaleras, pero funcionalmente ambos tipos feminismos acabarán siendo muy distintos, y la clase abstracta de las feministas siempre será abstracta, definida en términos de subvenciones y pancartas, incapaz de reunirlos a todos los integrantes de una verdadera fuerza popular explotada en el trabajo. Y lo mismo se diga de los negros, e hispanos de EUA, los emigrantes en Europa, los colectivos del “arcoíris” y del “día del Orgullo”, etc. La izquierda woke, como la que representó perfectamente el español Pablo Iglesias, es una izquierda funcional al capitalismo, colaboradora con él. Discursivamente, es una izquierda que dice luchar por privilegios y resarcimientos de colectivos muy concretos, definidos por una etiqueta externa: la persona ya no es, en esta izquierda woke, ante todo, persona miembro de una Comunidad, en el más clásico sentido aristotélico. La persona para la izquierda woke no existe: no pasa de ser, en cambio, individuo de un colectivo.
La sociedad retratada por esta izquierda woke aparece atomizada, al más puro gusto neoliberal: lo primero, y antes que nada, hay individuos. Y luego, los individuos “salientes” por algún rasgo que previamente ha sido victimizado por los medios de adoctrinamiento (escuela, TV, radio, redes sociales…) que se agrupan en colectivos “exigentes”, o mejor, colectivos de “ofendidos”. El problema es que esta izquierda woke, llamada de diferente manera según los países y gustos (progres, bo-bos, izquierda caviar, etc.) carece de un método para la reconstrucción del Todo: todo aquel que quede fuera de los colectivos identitarios, creados abstractamente por el Sistema para la captación de votos y subvenciones, aparece como un espécimen demasiado vulgar y potencialmente se ve como un lastre o un peligro para el proyecto neoliberal al que sirven.
El neoliberalismo feroz, privatizador y asocial, como el de Milei, ya sea el neoliberalismo “progresista” de la izquierda woke, son idénticos en su naturaleza. Comparten la misma sustancia: no hay Comunidad para ellos. No existe una Totalidad orgánica a la que quede asida la persona. Todo el elenco de partidos sistémicos, salvando aquellos que reciben el sambenito antisistema (“populistas”, etc.), son partidos que apuntalan un Imperio unipolar yanqui, rodeado de un núcleo interno duro (la Anglósfera), y en una capa, más gelatinosa y en proceso de descomposición, una periferia colonizada que se arrastra bajo diversos nombres: Iberoamérica, Unión Europea, “tigres asiáticos”, etc.
El proyecto base de los partidos sistémicos, todos neoliberales, es la ausencia de proyecto. El nihilismo. El populismo neoliberal de Javier Milei es el mismo populismo neoliberal de Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Santiago Abascal. Es irrelevante que haya partidas de limosnas y subvenciones para ciertos colectivos de “nuevos activistas”. Por ejemplo, las partidas de dinero destinadas en España a innumerables marroquíes que viven en el país, e incluso fuera del país, es una garantía de votos para la “izquierda”, pero nadie está seguro de que la derecha, tan enemiga de las “paguitas”, teóricamente, cerrara el grifo de dinero ante la sumisión geopolítica de España al eje USA-Israel-Marruecos. Al final el sistema necesita crear sus colectivos para manipular la lucha de clases y neutralizarla. Exista la “motosierra” neoliberal o no, siempre quedan los marcos geopolíticos de sumisión a las potencias hegemónicas y ninguno de los lobbies captadores de votos va cambiar un ápice este estado de cosas.
Occidente no reconoce ya la existencia de personas ni de pueblos (o naciones). Sólo reconoce “individuos”, y estos, a su vez, son únicamente conjuntos de datos a partir de los cuales se puede extraer algún tipo de beneficio. Además de la explotación laboral, cada vez más estratificada a escala internacional (jerarquizándose los explotables “legales” y los explotables “ilegales” extranjeros), existe toda una explotación digital del individuo, que aumentó considerablemente durante la pandemia de la COVID-19. Las grandes empresas tecnológicas (las GAFAM, y otras) han ejercido su pastoreo sobre los rebaños humanos de Occidente, con la colaboración necesaria y coercitiva de los Estados, y se han dedicado a “ordeñar” datos incluso a los niños, potenciando así unas sociedades cada vez más manipuladas, espiadas, individualistas y cobardes.
El contexto que nos ha dejado la pandemia es ideal para los grandes grupos que rigen los destinos de esta parte del mundo (Foro de Davos, Grupo Bilderberg, FMI, etc.), y todo induce a pensar que se trata de un contexto buscado, planificado, diseñado expresamente para aumentar las tasas de plusvalía. El contexto es el de un modo de producción capitalista altamente financierizado, lo cual quiere decir, altamente desconectado de la Realidad, palabra ésta que en Economía se dice: “Producción”. Si más arriba señalábamos que los distintos partidos e ideologías occidentales pecaban de desconexión con la realidad (plano de las superestructuras), ahora, en el plano estructural económico debemos decir lo mismo. Los grandes capitales de Occidente se han ultra-concentrado: unas pocas empresas especuladoras, que gestionan fondos de inversión (BlackRock, Vanguard, etc.) son las dueñas de las grandes compañías transnacionales, las cuales a su vez son las propietarias de multitud de empresas medianas y pequeñas. Los accionistas de cada uno de estos fondos, a su vez, son dueños de numerosas acciones de los otros fondos, lo cual indica que Occidente está en manos de muy pocos individuos, familias y castas, poquísimos, y el radio de influencia de su capital es enorme, afectando a la “industria del entretenimiento” (que incluye ya el sector de noticias, falsas y manipuladas en su mayoría), las grandes líneas en educación y manipulación mental, la industria armamentística, energética, etc.
Estos poderosos ya no conforman, realmente, una clase. Cuando hoy en día algunos marxistas hablan, en una paleolingua cada vez más ridícula, del “poder de la burguesía”, estas voces parecen ignorar que la propia burguesía nacional, e incluso la burguesía de élite a escala europea, ya no es una clase “soberana” en el sentido productivo. Desde la ocupación militar posterior a 1945, la élite burguesa europea “nativa” se volvió clientelar o cortesana del capital norteamericano, de un modo análogo a como, previamente, la burguesía nativa de Iberoamérica se volvió clientelar y subsidiaria de las metrópolis yanquis o europeas. Se ha reproducido el esquema propio de una teoría económica de la dependencia. Las élites de políticos y capitalistas europeos son dependientes de un capital poseído y controlado por el hegemón norteamericano y ese, principalmente, en última instancia, es el factor explicativo de su actual suicidio. Son élites que están llevando a los pueblos de Europa al matadero.
Eso que llamamos nihilismo, es mortal y destructivo para el recipiente. Europa es el recipiente de la ideología y el poder yanqui: los pueblos de Europa han aceptado su nihilidad, su radical reducción a papilla humana, su abajamiento a la condición de hormiguero formado por individuos solitarios, carentes de valores, completamente desarraigados, consumistas dependientes de la conectividad tecnológica, sin fe ni patria. Se trata de un nihilismo emanado desde los propios centros de poder, léase acumulación de plusvalía, que pastorean las sociedades con el único objeto de llevarles al redil, al matadero, o poder ordeñarlas en calidad de fuerza de trabajo explotable o de datos susceptibles de extracción de plusvalía. Una élite nihilista, opaca y reducida que impone nihilismo y suicidio a sus siervos.
La lógica de la extracción y acumulación incesante de plusvalía no es la única lógica de otros estados enfrentados o, al menos, distanciados de Occidente. En Occidente sí ha llegado a ser única y exclusiva, y por ello, suicida. Nadie niega que Rusia, China, India y otros países del BRICS no sean países capitalistas también. Lo son. Pero fuera de Occidente se observa una vuelta a la perspectiva del Estado Nacional, e incluso un regreso de las Civilizaciones como grandes espacios axiológicos, y eso implica una subordinación de la nihilista lógica de la extracción y acumulación a criterios de Estado, digamos a criterios imperiales. Si es el Estado el que doblega a los señores del dinero, si es el Estado aquel tipo de instancia con poder real capaz de planificar la producción, capaz de velar por los espacios de seguridad y abastecimiento en provecho de sus pueblos y de sus valores fundacionales…entonces ya estaremos delante de otra cosa, no del neoliberalismo salvaje de Occidente, sin idealizar excesivamente estos modelos. Tenemos en algunos países BRICS el modelo de (gran) Estado Nacional en el sentido clásico, inserto en un sistema multipolar, en donde la cooperación acorde con el derecho internacional (y no arbitrarias reglas de “matón de barrio”) preside el encuentro de diversas formas de ser y vivir la humanidad.
“Occidente”, en cambio, se ha convertido en un engendro que esconde cada vez con mayor dificultad todas las vergüenzas de su hegemón, el Imperio yanqui, ese nefasto heredero de los anteriores imperios europeos (el británico, de forma inmediata). El mundo se está levantando contra el hegemón. Los propios pueblos de Europa, tan anestesiados y castrados, empiezan a intuir confusamente que el mundo ya no es como la propaganda orquestada por la CIA, el Mosad, el MI6, etc. enseñaban. Quizá no sea el voto orientado hacia formaciones pintorescas y envueltas en confusión ideológica lo que vaya a modificar verdaderamente las cosas. Quizá sea el intercambio asiduo con instituciones y colectivos de los países miembros del mundo multipolar lo mejor: descubrir que el hegemón no representa “Democracia” o “Derechos Humanos”, ni “Mundo Libre” unilateral e interesadamente entendidos. Dar la espalda, poco a poco, con prudencia y por actos soberanistas bien medidos pero valientes, a ese hegemón yanqui será un verdadero descubrimiento para el “Occidental”. El “otro”, decididamente, no le es inferior. Ese “no occidental” se lo hará saber de un modo u otro. Las derrotas y crímenes de la OTAN, la fabricación vergonzosa de ojivas nucleares y la complicidad con los magnates estadounidenses de la industria de la muerte quedarán al descubierto. Ahí fuera, fuera del telón de acero y muerte que el otanismo ha creado para aislarnos, hay una variedad de pueblos y estados que están viendo, por fin, la oportunidad dorada para librarse del yugo. El Tío Sam va a matar a mucha gente en su caída, pero de este imperio nihilista, como todos los que fueron voraces y no constructivos, no habrá nostalgia. Entre el miedo a los hongos nucleares en Europa, debe brotar la esperanza de un mundo para los pueblos, un globo diverso, un sistema multipolar de civilizaciones que admiten sus diferencias y colaboran en paz.
CARLOS X BLANCO
Nacido en Gijón, 1966. Doctor en Filosofía (Pura). Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación (secciones de Psicología y Pedagogía). Premio Extraordinario de Licenciatura y de Doctorado. Autor de más de 50 publicaciones (http://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=31725), y de varios libros (La Luz del Norte, La Caballería Espiritual, Casería y Socialismo, Oswald Spengler y la Europa Fáustica...). Miembro del Comité Científico de la Revista La Razón Histórica. Revista Hispanoamericana de Historia de las Ideas. Es colaborador de Revista Contratiempo, donde ha publicado varios ensayos.
Ha sido profesor asociado en la Universidad de Oviedo y en la Universidad de Castilla-La Mancha. Es profesor en el Instituto "Maestro Juan de Ávila" de Ciudad Real (España).