Beto Cremonte*
La juventud global, conectada y movilizada, se ha convertido en protagonista de manifestaciones que parecen espontáneas, pero que revelan la acción de sofisticados dispositivos de control y financiamiento. Desde Nepal hasta Perú, desde Madagascar hasta Europa del Este, los símbolos, las redes sociales y la cultura pop se combinan para canalizar la energía juvenil hacia objetivos políticos pre configurados.
En una época donde todo parece simultáneo y fugaz, la imagen de jóvenes movilizados en las calles se repite con una frecuencia inquietante. Desde Nairobi hasta Lima, desde Antananarivo hasta Katmandú, desde Belgrado hasta Kiev, un nuevo actor, la llamada Generación Z, ocupa el espacio público con una potencia que parece incontrolable. Los medios de comunicación celebran esta energía como el despertar político de una juventud global, conectada, empática y “libertaria”. Pero detrás del relato de la espontaneidad se esconde un dispositivo más complejo: una arquitectura de intervención blanda que hace de la rebeldía un instrumento del poder, y de los jóvenes el gatillo que ejecuta esa rebeldía “controlada”.
La idea de que toda revuelta popular surge de la indignación colectiva ha sido desmentida por la propia historia contemporánea. El politólogo estadounidense Gene Sharp, considerado el “Mao de la no violencia”, elaboró a mediados de los años noventa un manual que hoy funciona como piedra angular de una nueva forma de guerra política. En su libro “From Dictatorship to Democracy” (De la Dictadura a la Democracia) escrito en un ya lejano 1993, Sharp enumera 198 tácticas de desobediencia civil, diseñadas para provocar cambios de régimen sin recurrir a las armas. Su obra fue financiada y difundida por la Albert Einstein Institution, y rápidamente absorbida por la National Endowment for Democracy (NED) y la USAID, organismos creados para sustituir el rol clásico de la CIA en la manipulación de procesos internos. De Serbia a Georgia, de Ucrania a Egipto, los manuales de Sharp sirvieron como guías prácticas para derribar gobiernos incómodos sin que la intervención extranjera se hiciera explícita, o al menos que los hilos que movían a las marionetas fueran imperceptibles.
La primera gran demostración de ese modelo fue Otpor!, el movimiento estudiantil que en 2000 derrocó a Slobodan Milošević en Serbia. Aquella organización, financiada por la NED, Freedom House y la Open Society Foundation, fue entrenada directamente en técnicas de comunicación, logística y marketing político. Su símbolo, un puño cerrado en blanco y negro, se replicó luego en Georgia (Kmara!), Ucrania (Pora!) y más tarde en Túnez, Egipto y Hong Kong. Detrás de la aparente diversidad cultural, el guion era el mismo: generar desobediencia sostenida, crear mártires mediáticos, activar redes sociales y deslegitimar al Estado.

El caso ucraniano es paradigmático. El Euromaidán de 2013-2014, presentado como una rebelión pro europea contra la corrupción del gobierno de Yanukóvich, fue en realidad el resultado de un sofisticado entramado de financiamiento occidental. Documentos filtrados y declaraciones posteriores revelaron el rol activo de la USAID, la NED y fundaciones alemanas y suecas en la formación de líderes juveniles y en la provisión de infraestructura digital para las protestas. El resultado fue un cambio de régimen funcional a la OTAN y al capital financiero europeo, a costa de una guerra civil y la destrucción parcial del país. La juventud ucraniana, movilizada en nombre de la libertad, terminó siendo combustible de una operación geoestratégica. Sin Euromaidán sería imposible pensar en un Zelensky al frente del Estado ucraniano.
La guerra contemporánea ya no se libra solo con armas. Desde 2020, la OTAN reconoce oficialmente la existencia de la guerra cognitiva, definida como la capacidad de “convertir la mente humana en el nuevo campo de batalla” (NATO Innovation Hub, 2021). Las redes sociales son el frente más visible de esta ofensiva. Plataformas como TikTok, X (ex Twitter) o Instagram no solo median la comunicación: producen realidad. Mediante algoritmos de segmentación emocional, fabrican indignación, promueven causas, amplifican símbolos y neutralizan disidencias, incluso imponen candidatos, sus candidatos que a fin de cuentas serán los que terminen el trabajo sucio. Lo que parece un estallido social puede ser, en rigor, una coreografía algorítmica.
Aquí entra la dimensión cultural del control. En los últimos años, la bandera pirata del anime japonés One Piece ha aparecido en manifestaciones juveniles desde Francia hasta Kenia o Perú. El rostro sonriente de Monkey D. Luffy, símbolo de libertad y aventura sin límites, se convirtió en un estandarte de rebeldía. Pero el fenómeno va más allá de la estética: One Piece encarna una visión de la libertad desideologizada, donde la justicia se confunde con la aventura personal y la resistencia se reduce a la obstinación del individuo. El sistema convierte esa narrativa en una pedagogía emocional: jóvenes que marchan bajo un emblema nacido del consumo global, sin advertir que el mismo mercado que los oprime provee también los símbolos de su supuesta emancipación.
Al analizar los movimientos sociales recientes y su grado de autonomía frente a influencias externas, emergen diferencias profundas entre lo que podemos llamar revoluciones gestionadas y revoluciones soberanas. Las primeras, como Euromaidán en Ucrania, las protestas en Nepal, Perú y Madagascar, presentan patrones característicos de intervención indirecta: financiamiento externo, capacitación de líderes juveniles por ONG y agencias internacionales, y una cobertura mediática cuidadosamente modulada. La narrativa dominante en estos casos suele enmarcar la protesta como un acto de libertad espontáneo, pero en realidad la dirección estratégica y la selección de símbolos, consignas y mártires son, en gran medida, planificadas desde fuera del contexto local. La juventud movilizada se convierte así en un instrumento, aunque poderoso, de objetivos geopolíticos que pueden no coincidir con las necesidades inmediatas de sus comunidades. Las revueltas juveniles detrás de la crisis energética en Madagascar acabaron con el gobierno de Andry Rajoelina un claro títere francés, pero al ser un proceso en curso es muy difícil aun desentrañarlo, lo que si podemos señalar que los dispositivos utilizados son los que venimos desarrollando aquí y que están en relación con el “manual de Sharp”.
Por otro lado y justamente del lado contrario, podemos ver las revoluciones soberanas, observadas por ejemplo en los últimos movimientos populares llevados adelante en el Sahel bajo el liderazgo de Traoré, Goïta o Thiani que emergen de manera orgánica de la historia local y de la acumulación de injusticias sociales, con un claro objetivo soberanista y sobre todo anti colonial. En estos casos, la juventud participa de manera consciente, conectando sus acciones con referentes históricos, memoria colectiva y demandas genuinas. No existe un financiamiento centralizado desde organismos externos que dicte la agenda, y el control mediático es limitado o alternativo, generalmente construido a partir de redes locales y comunicación comunitaria. Las decisiones estratégicas, los símbolos adoptados y los mártires reconocidos reflejan la cultura y la experiencia propias, no la interpretación de intereses foráneos. La figura de Thomas Sankara volvió a flamear en agitadas banderas, pero también su legado político es adoptado por quienes están al frente del Estado.
El análisis comparativo revela también cómo las revoluciones gestionadas tienden a generar resultados políticos funcionales a actores internacionales, más que a soluciones estructurales para la población local. La narrativa de libertad y justicia sirve para movilizar, pero el impacto real en la redistribución de poder y recursos es limitado o incluso contrario a los intereses de la comunidad. En cambio, las revoluciones soberanas, aunque más frágiles frente a represiones externas y desafíos económicos, buscan modificar el entramado social y político según necesidades internas, y la energía juvenil se canaliza en un proyecto colectivo que integra identidad, historia y territorio.
En suma, la diferencia fundamental radica en la autonomía estratégica y cognitiva de los participantes: mientras en las revoluciones gestionadas la acción juvenil se convierte en un medio para fines ajenos, en las soberanas la acción misma es parte de la construcción de un futuro definido por la propia comunidad. Esta distinción no es meramente académica: determina la durabilidad de las conquistas, la consolidación de la identidad política y la capacidad de los movimientos para resistir intentos de cooptación futura.
Soberanía digital y horizonte emancipador
Frente a la guerra cognitiva y el control algorítmico de la información, la juventud de la Generación Z tiene la oportunidad de reapropiarse de los medios y construir formas autónomas de comunicación y movilización. Proyectos de redes descentralizadas, como Mastodon, Briar o Diaspora, así como iniciativas locales de servidores comunitarios en África Occidental y América Latina, permiten a los jóvenes organizarse sin depender de plataformas corporativas sujetas a censura o manipulación algorítmica.
La alfabetización digital crítica se convierte en una herramienta clave: no basta con saber usar las redes sociales, sino comprender cómo funcionan los algoritmos, cómo se segmenta la información y cómo se producen sesgos en la percepción colectiva. Talleres educativos, laboratorios tecnológicos y espacios de formación en universidades y centros comunitarios han surgido en lugares como Perú, Senegal y Madagascar, donde los jóvenes aprenden a usar herramientas de cifrado, comunicación segura y producción de contenido autónomo.
Otro aspecto fundamental es la resistencia digital frente a la censura. Movimientos juveniles en Nepal, Kenia y Sudáfrica han desarrollado estrategias para sortear bloqueos de redes, filtrando información por VPN, aplicaciones de mensajería cifrada y repositorios descentralizados de datos. Estas prácticas no solo aseguran la continuidad de la movilización, sino que generan comunidades políticas más conscientes y cohesionadas.
La soberanía digital también tiene un impacto directo en la construcción de identidad política y colectiva. Al apropiarse de sus canales de comunicación, los jóvenes pueden definir sus símbolos, narrativas y referentes culturales, en contraposición a los contenidos prefabricados por intereses externos. Esto refuerza la conciencia histórica y territorial, integrando cultura, memoria y valores locales en la acción política.
Sin embargo, estas estrategias enfrentan desafíos: la infraestructura tecnológica descentralizada requiere recursos, conocimientos técnicos y coordinación; existe riesgo de fragmentación y la amenaza constante de vigilancia digital; y, aunque se minimiza la influencia externa, no se elimina completamente. Aun así, estas prácticas representan un horizonte emancipador para la Generación Z, demostrando que la lucha por la libertad y la autodeterminación puede trascender las limitaciones del ecosistema digital global.
En palabras de Fanon, la verdadera libertad no se descarga ni se comparte: se construye. La soberanía digital no es un fin en sí misma, sino un instrumento para que la juventud pueda decidir su propio futuro, organizarse colectivamente y resistir la manipulación externa, consolidando así una política consciente, autónoma y profundamente emancipadora.
* docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.