Concluidas las Guerras Yugoslavas de Secesión que tuvieron lugar entre 1991 y 2001, dando existencia sucesiva nada menos que a seis Estados nuevos o repúblicas ex yugoslavas (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Serbia, Montenegro, Macedonia y Eslovenia), la organización político-territorial de Europa todavía siguió abierta al fenómeno atomizador del secesionismo. De hecho, la propia Unión Europea, junto con Estados Unidos, también avalaría a continuación la proclamación unilateral de independencia de Kosovo fuera de Serbia del 17 de febrero de 2008, a pesar de contravenir la Constitución que vinculaba a las partes (como sucedería en España con una iniciativa de similar naturaleza).
Con todas aquellas experiencias, se reafirmó el término ‘balcanización’, que surgió a raíz de los dos conflictos bélicos de principios del siglo XX en la Península Balcánica (el primero entre octubre de 1912 y mayo de 1913 y el segundo en junio-julio de 1913), todos del mismo corte, con el significado geopolítico de describir el proceso de fragmentación o división de una región o Estado en partes o entes más pequeños, por lo general mutuamente hostiles y que no cooperan entre sí. De hecho, la RAE ha definido la ‘balcanización’ como desmembración de un país en varias comunidades o territorios enfrentados…
La nefasta y progresiva balcanización de Europa
Pero no muy lejos de producirse la independencia de Kosovo, Europa volvió a conocer la eclosión de otra aventura independentista, entre las muchas latentes. El 12 de diciembre de 2012, Artur Mas, recién investido como presidente de la Generalitat tras las elecciones autonómicas anticipadas del 25-N, cuyos resultados fueron mal interpretados en términos políticos por el Gobierno de Rajoy y la oposición socialista (ver El “problema catalán” y las falsas lecturas del 25-N), anunció la intención de celebrar un referéndum sobre la independencia de Cataluña fuera de España, con fecha incluida (el 9 de noviembre de 2014).
Iniciativa política lógicamente controvertida que se acompañó de forma inmediata con una ‘Declaración Soberanista’ del Parlamento Catalán en el primer pleno de la legislatura (23 de enero), aprobada con 85 votos a favor y 41 en contra -el resto fueron abstenciones o ausencias-, es decir con más del doble de votos a favor que en contra (ver El PP y el PSOE yerran ante el “problema catalán”). Un pronunciamiento parlamentario que, aun siendo reputado de inconstitucional, no dejaba de señalar la preocupante deriva que tomaba el desacomodo de Cataluña en el Estado español.
Y poco después, en marzo de 2013, el Ministro Principal de Escocia, Alex Salmond, anunciaba con año y medio de antelación la celebración el 18 de septiembre de 2014 de un referéndum para independizar el territorio del Reino Unido; decisión apoyada por el Partido Nacional Escocés (SNP) al que pertenecía y que controla el Parlamento de Edimburgo con mayoría absoluta tras las elecciones del 5 de mayo de 2011. Una aspiración de muchos escoceses que se ha venido manteniendo con más o menos viveza desde la misma aprobación del ‘Acta de Unión’ de 1707, cuando el Reino de Escocia se unió con el de Inglaterra para establecer el Reino Unido, que en su actual configuración también incluye a Gales e Irlanda del Norte.
Algo más tarde, los sucesos vividos en la Plaza de la Independencia de Kiev (Ucrania), la Maidán Nezalézhnosti, a partir del 21 de noviembre de 2013 y prolongados durante tres meses (hasta el 23 de febrero), que conllevaron el derrocamiento del presidente constitucional ucraniano, Vícktor Yanukóvich, seguido de la proclamación de un gobierno interino, abrieron otro frente separatista imparable. De hecho, aquellos violentos disturbios surgidos en torno a la firma del Acuerdo de Asociación con la Unión Europea (y con la Comunidad Europea de la Energía Atómica, EURATOM), que anunciaban la subsiguiente incorporación de Ucrania a la OTAN, afloraron una situación latente de división irreconciliable entre dos grandes posiciones ciudadanas.
Según un estudio del Instituto Internacional de Sociología de Kiev, recogido por Pilar Bonet en una crónica titulada ‘Las dos Ucranias frente a Europa’ (El País 29/11/2013), la iniciativa europeísta chocaba con la realidad social del país que había ‘renacido’ en 1991 al amparo de la disolución de la Unión Soviética. Mientras un 38,0% de los ucranianos apoyaba una ‘asociación con Rusia’, el 37,8% prefería una ‘asociación con Europa’, siendo cierto que el mayor apoyo hacia la integración con la UE se situaba en Kiev (alrededor de 75%) y en el oeste de Ucrania (81%), pero se reducía al 56% en el centro del país, al 30% en el sur y en Crimea (base concertada de la flota rusa) y al 18% en el este.
Con todo, la situación desatada en Ucrania, básicamente por la imprudencia con la que la Unión Europea ha planteado su política expansionista y su relación diplomática con Rusia, llevó rápida e inexorablemente a que el 11 de marzo de 2014 la República Autónoma de Crimea y la Ciudad de Sebastopol, que se mantenían como parte de Ucrania pero con un régimen administrativo especial, proclamaran su independencia; y a que siete días después, el 18 de marzo, se incorporaran conjuntamente a la Federación de Rusia como sujetos federales con un periodo transitorio que concluye el 1 de enero de 2015. El proceso, extremadamente rápido, estuvo precedido de un referéndum en el que 1.233.002 crimeos, que representaban al 96,77% de los votantes, se pronunciaran a favor de la reunificación con Rusia.
Pero la ruptura de Ucrania no quedará ahí. Ya son bien evidentes otros levantamientos secesionistas que se extienden en forma imparable por la mitad oriental del país (Donetsk, Lugansk, Járkov, Odesa, Mykolaiv…), en un fenómeno extensivo de ‘mancha de aceite’ que con toda probabilidad terminará abarcando a todas las provincias orientales de ascendencia étnica y cultural rusa…
Y todo ello sin olvidar otros movimientos europeos de corte similar, no adormecidos precisamente con la situación establecida a finales del siglo pasado por las Guerras Yugoslavas de Secesión. Ahí, además de tener que añadir a la ‘cuestión catalana’ la ‘causa vasca’, más preocupante si cabe y con afectación contaminante en Navarra y el sur de Francia, hay que contemplar otros muchos escenarios de independentismo en diferentes estados de agitación: la Isla de Córcega en Francia; Padania y la Isla de Cerdeña en Italia; Gales en Reino Unido; Flandes y Valonia en Bélgica; Baviera en Alemania; las Islas Feroe en Dinamarca; Silesia en Polonia; Osetia del Sur en Georgia; Transnitria en Moldavia…
Relación que sería ciertamente interminable si además incluyéramos en ella todas las comunidades más o menos ‘autonómicas’ ya existentes en los países integrados en la Unión Europea. Exigencias de autogobierno que van más allá de la mera descentralización administrativa y que, como relata la historia, poco a poco tienden a desembocar en el nacionalismo, luego en esa cosa extraña llamada ‘soberanismo’ y, finalmente, en el secesionismo.
Una senda, en fin, que, como hemos señalado en otras Newsletters (ver por ejemplo El insostenible descalabro de las Autonomías), apunta directamente a la balcanización de Europa, justo en un inconcebible proceso antagónico o de reversión de la idea generadora de la actual Unión Europea, que es una comunidad política de derecho constituida para acoger la integración y gobernanza en común de los estados y los pueblos de Europa. Principio integrador que choca con la progresiva división de sus miembros, o con la de otras naciones europeas potencialmente integrables, hasta convertir la idea fundacional en una triste parodia de la Torre de Babel, incluida en el imaginario judeocristiano como origen del caos y la confusión y símbolo de la destrucción de ambiciones infinitas.
La unión hace la fuerza y la división debilita
Porque, ¿acaso tiene algo que ver esta comunidad europea divisionista y frenéticamente expansiva con la construcción de una potencia supranacional basada en el supuesto acervo común, moral y cultural, coherente y sólida en el concierto de las naciones…? ¿Y, con esa deriva disgregadora, es útil frente a los grandes países unitarios como Estados Unidos, China, Rusia… o frente a las alianzas y asociaciones cohesionadas de cualquier otro orden…? ¿No está incurriendo la Unión Europea en una gran contradicción que disuelve su propio sentido fundacional de fortalecimiento común…?
Lo cierto es que el proyecto europeo ha crecido territorialmente de forma descontrolada hasta conformar la actual realidad comunitaria nada menos que a ‘veintiocho bandas’, sin haber tramado antes la urdimbre o cimentado los pilares de todo tipo (sociales, jurídicos, bancarios…) capaces de sostener una configuración ya tan diversa y complicada, con la misma carencia de límites que, sin ir más lejos, está llevando a que nuestro desbocado Estado de las Autonomías disuelva la idea de España…
Y, entonces, uno puede preguntarse con cierto realismo y preocupación si el proceso de balcanización de Europa (por no decir el de la Unión Europea) es de casual afloramiento, responde a premisas razonables y coherentes o está instigado por intereses superiores ocultos a los ojos del ciudadano de a pie. ¿Para qué tanta disgregación de países evolucionados y tanta regresión a épocas medievales, o incluso precristianas, marcadas por la esclavitud, las desigualdades sociales, la falta de conocimientos, las guerras vecinales…?
Al observador perspicaz no se le puede escapar que una mayor atomización política y social se corresponde con una mayor fortaleza del poder fáctico mundial, hoy esencialmente identificado con el poder económico, y con una mayor tiranía de sus dirigentes. Por eso, hay que observar cuidadosamente el papel que en el mundo moderno desempeña el creciente fenómeno de la disolución nacional y particularmente en Europa, incluidos sus paraísos fiscales (Suiza, Luxemburgo, Liechtenstein, Andorra, Gibraltar, Chipre, Malta, Mónaco, Isla de Man…). O el interés último de Estados Unidos por dividir y atomizar la organización político-territorial del mundo entero, mientras refuerza su poderío imperial y su insólita condición de ‘Gendarme Universal’.
Por la vía de la balcanización, Europa no podrá disponer de una economía productiva sólida, de una industria competitiva, de un desarrollo tecnológico avanzado, de suficiente capacidad educativa y de investigación, de ejércitos eficientes…, todo ello dentro de un sistema de progresiva globalización en el que la acción individualista imposibilita apalancar los recursos sociales en conjunto. Y sabido es que cuando el tejido social se fortalece en todas sus expresiones la sociedad se hace más próspera.
Quizás por ello, la conocida expresión de que ‘la unión hace la fuerza’ (que conlleva implícitamente su contraria del ‘divide y vencerás’), con raíces ancestrales y reasumida de diversas formas por notables pensadores de todos los tiempos, ha inspirado los lemas emblemáticos también de muchos países. Ahí están, por poner algunos ejemplos, los de Alemania (‘Unidad y Justicia y Libertad’ o ‘Un Pueblo, un Imperio, un Líder’ durante el Tercer Reich), Estados Unidos (‘E pluribus unum’), Bélgica, Bolivia, Bulgaria, Georgia, Malasia, Suiza…, resumiendo la necesidad unionista de los grupos humanos.
Sin olvidar que el lema oficial de la propia Unión Europea (‘Unidad en la Diversidad’) mantiene implícitamente la prevalencia de la unidad sobre las diferencias y particularidades de sus miembros (y no diversificar para unir), al igual que hacen los de otros países como Indonesia o Sudáfrica.
Que la unión hace la fuerza (y la división debilita), es una realidad evidente que se reconoce desde la época de los ‘Reinos Combatientes’ previos a la unificación de China, reflejada magistralmente en la obra de Sun Tsu, o desde la Grecia precristiana de Esopo. Por eso, antes que una frase de autor, es un sabio proverbio presente en todas las culturas del mundo.
Y a este respecto, no queremos dejar de aportar los comentarios que Javier Rupérez, político y diplomático experimentado, recogía en un artículo de opinión publicado en ElImparcial.Es (09/01/2014), destacando precisamente la honda preocupación que debería provocarnos la re-balcanización de la vieja Europa:
La balcanización de Europa
El que fuera Ministro británico de Defensa y Secretario General de la OTAN, Lord George Robertson, acaba de publicar en el ‘Washington Post’ un alarmado y dolorido artículo sobre la posibilidad de que el referéndum relativo a la pertenencia de Escocia al Reino Unido produzca la ruptura de lo que con razón define como “una de las uniones claves en el Occidente y la segunda por su capacidad defensiva”. Para Robertson la eventual disolución del Reino Unido traería consigo “profundas consecuencias internacionales” además de una “grave pérdida de credibilidad y de peso global” para lo que denomina “el Reino Unido residual”. Apunta directamente al hecho de que la base de los submarinos nucleares británicos se encuentre precisamente en las costas escocesas y los secesionistas hayan dejado saber su aversión a cualquier armamento nuclear. Se pregunta Robertson cómo es posible que los tales que predican la independencia y quieren mantener los lazos con la OTAN se pronuncien al mismo tiempo de manera tan radical contra la política nuclear de la Alianza.
Los secesionistas escoceses han expuesto sus tesis sobre las consecuencias de la ruptura de la integridad territorial británica en un largo memorial de 670 páginas en el cual afirman que nada sustancial se verá alterado: mantendrían a la Reina, seguirán perteneciendo al mercado común insular y al mismo sistema regulatorio, retendrían la misma moneda y la pertenencia a la Unión Europea. Lord Robertson pone en duda todas y cada una de esas afirmaciones y las rebate de manera contundente: “Los nacionalistas escoceses dicen ahora que toda cambiará pero que en realidad todo seguirá igual. Eso no convence a nadie. La secesión es la secesión y eso es lo que significa un estado separado”. El panfleto secesionista afirma que con la separación Escocia seria “más rica, más saludable, más influyente y más justa”. Robertson arroja una cruda luz de escepticismo sobre ello y se pregunta cual es realmente lo que se ofrece, que él teme sea “gato por liebre”.
Cierto es que hasta el momento el sentimiento secesionista en Escocia no ha superado el 30% de la población pero Robertson alerta contra cualquier complacencia: “Los separatistas van en serio, están bien organizados y bien financiados”. Al tiempo avisa de los efectos contagiosos que el referéndum escocés podría tener en otras partes del continente, y menciona específicamente Cataluña y el País Vasco en España y Flandes en Bélgica, mostrando las eventuales consecuencias del proceso: “La re-balcanización de Europa debe ser motivo de honda preocupación. En un mundo frágil e inestable, donde los problemas y sus soluciones tienen una dimensión global, volver al localismo no beneficia a nadie. La secesión no traerá ninguna tranquilidad para las preocupaciones de las gentes. Promete más enfrentamiento y disensión”. Y urge a sus coterráneos escoceses para que no se dejen seducir por el “paso a ciegas” al que les invitan los separatistas.
La oportunidad del texto de Robertson es innegable y tiene el mérito de sumar argumentos domésticos e internacionales, recordando los graves aspectos geopolíticos que las secesiones traen consigo. Tiene para los españoles un mérito adicional. Y es que, con las evidentes diferencias en las configuraciones respectivas, el artículo se podría leer de la misma manera poniendo España donde se habla del Reino Unido y Cataluña o el País Vasco donde se habla de Escocia. Un buen aviso para navegantes en aguas turbulentas.
Pendientes del ‘donde dije digo, digo Diego’
Pero, si tanto han de preocupar a los europeístas declarados los fenómenos secesionistas de Escocia o España, por ejemplo, ¿por qué extraña razón la propia Unión Europea alienta de una u otra forma la ruptura de Serbia o de Ucrania…?
Y aquí es donde surge la incoherencia -reconocida especialidad de nuestra inoperante diplomacia- de catalogar cada proceso secesionista a golpes de coyuntura y conveniencia política (o de clara inconveniencia). Firmemente agarrada a la utilización de la paranomasia como recurso retórico: “Donde dije digo, digo Diego”, o viceversa.
Las comparaciones han sido muchas y tan alocadas como una ‘ruleta rusa’ (el juego mortal de dispararse en la sien con un revolver cuyo tambor está azarosamente cargado de balas). El ministro español de Exteriores, José Manuel García-Margallo (un genio de la diplomacia que bien podría dejar el cargo sin haber llegado a saber exactamente en qué consiste) aseguró, por ejemplo, que los casos de Crimea y Cataluña son idénticos (en nuestra modesta opinión no lo son). Y acto seguido metió en el mismo saco las consultas independentistas de Donetsk y Lugansk (que tampoco tienen nada que ver con la ‘cuestión catalana’), quizás porque las ve bajo un estricto prisma legal despreciando el aspecto político, que es el sustancial al respecto.
¿Y qué decir comparativamente de Escocia y Cataluña…? ¿Por qué razón allá habrá consulta, y sólo a los escoceses, y acá no puede haberla, más allá de lo establecido en los textos legales, que tampoco son inamovibles dogmas de fe…? Pues tendremos que esperar -nosotros junto con toda la Unión Europea- hasta ver cuáles son los resultados del referéndum del próximo 18 de septiembre para que se nos diga, según convenga a los políticos que carecen de criterio previo, si el fenómeno escocés es o no asimilable a la demanda consultiva de los independentistas catalanes o si sus resultados van a ser reconocidos o rechazados por el Gobierno español…
Mientras tanto, lo impactante es lo que ha sucedido en Crimea (y todo lo que queda por ver en el entorno), donde la población ha votado casi en bloque por formar parte de Rusia cuando legalmente pertenecía a Ucrania, país que estaba siendo atraído con cantos de sirena al ‘paraíso’ euro-occidental (UE, OTAN…). Y, en otro orden más próximo e inquietante, también el hecho de que los comicios europeos del pasado 25 de mayo han sido ganados de forma abrumadora en el País Vasco y Cataluña precisamente por sus partidos independentistas, utilizando además esa reivindicación de forma expresa en sus respectivas campañas electorales.
Y sobre ese lio de comparaciones (Kosovo, Cataluña, Escocia, País Vasco, Crimea…) y de apoyos o repudios de criterio variable por parte de nuestros políticos, analistas y columnistas habituales de los medios informativos (que hay para todos los gustos), lo único irrefutable es que el fenómeno de la balcanización europea avanza, mientras los teóricos del caso se entretienen en debatir si los independentistas son ‘galgos o podencos’, legales o ilegales (cosa que en el fondo da lo mismo). Y algunos, como los ideólogos del PSOE dispuestos a huir hacia adelante, atizando el fuego con torpes propuestas federalistas; es decir como quien pretende apagarlo con gasolina…
Como ejemplo de que todo este embrollo del independentismo tiene mal color, y cada vez peor olor, veamos el artículo de opinión publicado por Lluis Bassets en El País (14/05/2014), en el que advertía sobre la desbandada que se podría producir en la UE si Escocia se fuera del Reino Unido:
Cataluña, Escocia, Ucrania
De cerca, son como un huevo y una castaña. Pero de lejos, desde la Asamblea General de Naciones Unidas por ejemplo, la semejanza es notable. Lo sabe el ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, que comparó en su día la secesión de Crimea con la catalana y ahora ha vuelto a hacerlo respecto a las consultas independentistas en Donetsk y Lugansk. Sabe que al final, para la llamada comunidad internacional, que es la que reconoce la existencia de nuevos Estados independientes, lo que importan no son los detalles sino la visión en perspectiva.
Y ahí Cataluña se aleja de Escocia y se acerca a Ucrania, aunque las diferencias sean más que obvias. Nada que ver si tenemos en cuenta la gran potencia amenazadora, la violencia en las calles, los militares de verde rusos sin insignias, las milicias nacionalistas de uno y otro bando, el ausente Estado de derecho, la debilidad de una democracia secuestrada por los oligarcas… Para el ministro de Exteriores español lo que cuenta son las semejanzas: un derecho que se plantea como superación de la legalidad, una consulta convocada unilateralmente, la fecha y las preguntas ya fijadas…
También avala dicha visión el candidato del Partido Popular Europeo, Jean-Claude Juncker, para incomodidad de sus amigos democristianos de Unió que votaron en favor del luxemburgués en la conferencia de Dublín el pasado marzo. La reivindicación del soberanismo catalán ha sido acogida hasta ahora con un clamoroso silencio en las instituciones europeas. Pero tras las elecciones, suponiendo que Juncker sea presidente de la Comisión, cabe incluso que Europa vaya más lejos. Hay argumentos para sospecharlo. Empieza a abrirse paso la teoría de que si Escocia se va del Reino Unido, también el Reino Unido se irá de la Unión Europea, y que entonces será la desbandada. Lo sostiene Hugo Dixon, comentarista político del International New York Times, respecto a los efectos en cadena que puede tener la victoria del Sí en el referéndum de independencia de Escocia el próximo 18 de septiembre.
La salida de Escocia, además de liquidar a Cameron, dejaría al laborismo con dificultades para obtener o sostener una mayoría de Gobierno en Westminster y facilitaría en cambio la llegada al poder de un conservador más euroescéptico que el actual primer ministro. Si Escocia se va, aumentan las posibilidades de que se celebre el referéndum para salir de la UE y el No tendrá más probabilidades, puesto que la ausencia de los escoceses, mayoritariamente europeístas, restará entre dos y tres puntos que pueden ser el margen decisivo. Finalmente, la única baza de Cameron sería la renegociación del estatus de Reino Unido en la UE antes del referéndum, pero se le complicaría enormemente si debe renegociar a la vez la continuación de Escocia en la UE a la que se ha comprometido.
Si las cosas se complican hasta tal extremo, será difícil entonces que desde Europa no se vea el caso catalán como una contribución más a la desbandada europea, que en los sueños de los más optimistas del lugar corresponde a la Europa de los Pueblos y no de los Estados y las multinacionales.
El desmadre independentista, sin respuesta
El galimatías del independentismo europeo es tan complicado que no faltan opinantes pretendiendo sacarle punta incluso por donde no la tiene, dado que, en esencia, se trata de un fenómeno más emotivo que racional.
Así, en otro artículo correlacionado, publicado en El País (18/05/2014) con el título ‘Cataluña, Escocia y las políticas sociales’, Francesc Valls confronta algunas políticas desarrolladas en Cataluña y Escocia, sujetas claro está a la coyuntura de crisis, con el fenómeno secesionista, y no se sabe bien si para justificarlo o rechazarlo. Afirma, y será cierto, que el partido independista escocés, el SNP, apuesta por las políticas sociales que en Cataluña recorta el Gobierno de CiU; pero eso poco tiene que ver con el problema de fondo y con la voluntad general de independencia que, repetimos, suele devenir de causas mucho más profundas y arraigadas en la historia.
En otros casos, como el de Manuel Medina Ortega, catedrático jubilado de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales y diputado socialista en el Parlamento Europeo durante más de 25 años, el empeño consiste en tratar de demostrar -a nuestro juicio sin conseguirlo- que el propio proyecto europeo es el mejor freno del independentismo. En un libro reciente y de visión un tanto parcial (‘El derecho de secesión en la Unión Europea’, Marcial Pons 2014), lanza el mensaje de que tanto la eventual separación de Escocia como la de Cataluña acarrearían irremisiblemente su salida de la Unión Europea, recordando que, desde su establecimiento en 1945 y fuera de los casos de descolonización, Naciones Unidas no ha admitido a ninguna ‘secesión unilateral’ o nuevo Estado ante la oposición del Estado-matriz.
Pero, con todo, eso no hace imposible la secesión, ni mucho menos. ¿O piensa el profesor Medina que la Unión Europea es el ombligo del mundo que garantiza la supervivencia vital de la humanidad…? ¿Y es que acaso existe una organización supranacional más manipulada y desprestigiada que la ONU…? Afortunadamente, y aunque él no lo crea, sigue habiendo vida, y hasta felicidad, fuera de la burocracia interesada que pretende gobernar el universo al amparo de esos organismos.
Y olvida, en segundo término, que los catalanes o los escoceses jamás votaron directamente su integración en lo que hoy es la Unión Europea (es decir que nunca mostraron un interés expreso por ella); y que hay países europeos que viven tan ricamente fuera de la eurozona, e incluso fuera del tinglado unionista… El libro de Manuel Medina, que pretende vendernos la teoría de ‘la secesión imposible’, intenta advertir nada más y nada menos que en el delicado tema del separatismo europeo quienes quieren engañar a otros (como los Artur Mas o los Alex Salmond de turno) se engañan a sí mismos; sin embargo, lo cierto es que también se engañan, y quizás más, aquellos que pretenden frenar ese fenómeno sólo con dudosos argumentos legalistas y elevados por encima de la voluntad política de los pueblos.
En la misma línea amenazante de Manuel Medina hay quienes advierten incluso a los secesionistas españoles, sean vascos o catalanes, que sus eventuales territorios ‘independientes’ quedarían fuera del paraguas de la OTAN. Cosa ciertamente chusca cuando Ceuta y Melilla (que es donde España podría tener una guerra de fronteras y en su caso necesitar ayuda militar) se encuentran fuera de la Alianza Atlántica. Con independencia de que dicha organización tampoco sirva para solucionar el contencioso de Gibraltar…
En cualquier caso, no negamos que cuando alguien vota por independizarse de un Estado espera algún tipo de beneficios, incluso económicos. Y si nos centramos en el caso de Escocia, bien puede ser que esas consideraciones económicas (si el país será más o menos pobre o rico dentro o fuera del Reino Unido y si le conviene o no el espacio de la libra esterlina o del euro), estén en la mente de los ciudadanos llamados a votar en el referéndum del próximo 18 de septiembre.
Pero cuando lo que se debate y demanda es la ‘independencia’ (algo tan sagrada como la libertad o la justicia), eso no es todo, e incluso puede no ser lo esencial. Y la prueba está en cómo dentro de un mismo país, Ucrania, y ante una misma realidad socioeconómica, su población toma opciones radicalmente opuestas, lo que quiere decir que no todos los Estados ni todos sus ciudadanos contemplan el independentismo de la misma forma. De hecho, cuesta mucho creer que crimeos, escoceses, catalanes o vascos, por poner solo algunos ejemplos, contemplen sus aspiraciones separatistas de la misma forma o con idénticos referentes…
¿Qué es entonces lo que se puede aprender de un caso en relación con otro…? ¿Qué relación ha podido existir entre la independencia de Kosovo y la adhesión de Crimea a Rusia…? ¿Es que la lucha por la independencia de Euskadi, con ETA de por medio, no ha sido radicalmente distinta en medios y formas de la que se está viviendo en Cataluña…?
Y, sobre todo, ¿por qué razón están creciendo de forma tan llamativa las fuerzas políticas antieuropeas…? De hecho, en las recientes elecciones del 25-M ya han alcanzado una gran popularidad en Francia, Inglaterra e Italia, obteniendo también buenos resultados en otros cinco países…
El tema del secesionismo o de la balcanización de Europa es ciertamente complicado, y responder sobre las causas que le han dado origen y cuerpo creciente, en efecto difícil.
En todo caso, y sin llegar a aceptar al pie de la letra la advertencia bíblica de que “todo reino dividido contra sí mismo, es asolado” (Mateo 12, 25 y Lucas 11, 17), sí que hemos de convenir que el fenómeno está ahí, que existe y que cada vez se muestra con mayor firmeza. Y que su desmadre, con los exponentes catalán y vasco en primera línea, hoy por hoy todavía carece de respuestas políticas adecuadas.
Quizás la más eficaz fuera hacer las reformas necesarias dentro de la Unión Europea, y en sus Estados-miembro, para que el espacio de convivencia sea más auténtico, igualitario y sostenible. Pero la actual Europa de los mercaderes camina por otros derroteros muy distintos y lamentables.
Fernando J. Muniesa